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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (11 page)

BOOK: Marley y yo
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—¿Neutralizarlo? —repetí—. Quiere usted decir… —balbuceé, mirando el enorme par de testículos —dos globos cómicamente grandes— que le colgaban entre las piernas traseras.

El doctor Jay también los miró y movió la cabeza. Debí de haber cerrado los ojos e incluso asirme a algo, porque añadió rápidamente:

—De hecho, es un procedimiento indoloro y se sentirá muchísimo más cómodo. El doctor Jay conocía todos los retos que presentaba
Marley
. Era nuestro consultor para todo lo referente a
Marley
y estaba al tanto de los desastrosos ejercicios de obediencia, las tontas travesuras, su capacidad destructora y su hiperactividad. Y últimamente,
Marley
, que ya tenía siete meses, había empezado a montar sobre todo lo que se moviera, incluidos nuestros invitados a cenar—. Le quitaré toda esa nerviosa energía sexual y lo convertiré en un perro más feliz, más tranquilo —dijo el doctor Jay, prometiendo que no menguaría su animada exuberancia.

—Dios, no lo sé —dije—. Parece algo tan… definitivo.

Jenny, sin embargo, no tuvo ningún reparo.

—¡Cortémosle las pelotas esas! —fueron sus palabras.

—¿Y qué pasa con la idea de que conciba una camada? —pregunté—. ¿Quién heredará su sangre?

Yo veía desfilar frente a mis ojos las potenciales y lucrativas ganancias por alquilar a
Marley
como semental.

El doctor Jay pareció escoger otra vez las palabras con sumo cuidado.

—Creo que debe usted ser realista a ese respecto.
Marley
es una excelente mascota, pero no creo que tenga las credenciales suficientes para ser requerido como semental —dijo.

El veterinario se mostró todo lo diplomático que pudo, pero la expresión de su cara lo delató, ya que parecía querer gritar:
¡Vaya por Dios! ¡Hay que detener este error genético a toda costa, por el bien de las futuras generaciones!

Le dije que nos lo pensaríamos y, pertrechados de las nuevas dosis de fármacos que le modificarían el carácter, nos fuimos a casa.

A la vez que deliberábamos sobre librar a
Marley
de su masculinidad, Jenny sometía mi masculinidad a unas exigencias sin precedente alguno. El doctor Sherman le había dado el visto bueno para que volviese a intentar quedarse embarazada, y ella lo había aceptado con la misma obsesión que un atleta olímpico. Lejos estaban los días en que sencillamente guardamos las píldoras anticonceptivas y dejamos que sucediera lo que tuviera que suceder.

En la guerra de la inseminación, Jenny había optado por la ofensiva, pero para eso me necesitaba a mí, un aliado clave que controlaba el flujo de las municiones. Al igual que la mayoría de los hombres, a partir de los quince años yo había estado siempre tratando de convencer al sexo opuesto de que era un estupendo compañero de cama, y por fin había encontrado a alguien que estaba de acuerdo conmigo. Debería de haber estado fascinado, ya que por primera vez en mi vida una mujer me deseaba más que yo a ella. Era como estar en un paraíso masculino. Se habían acabado los ruegos, las humillaciones. Como le ocurría a los mejores sementales caninos, por fin yo estaba en demanda. Debería de haberme encontrado en un estado de éxtasis, pero de pronto todo aquello me pareció una obligación, y estresante. No era un buen revolcón en la cama lo que Jenny quería de mí, sino un bebé. Y eso significaba que yo tenía que quedar bien. Era un asunto serio, y así fue como el más dichoso de los actos se convirtió de la noche a la mañana en un ejercicio clínico que implicaba verificar la temperatura basal, el calendario menstrual y los gráficos de ovulación. Tuve la sensación de estar al servicio de la Reina.

Era todo tan excitante como una auditoría de Hacienda. Como Jenny estaba acostumbrada a que yo respondía a la menor insinuación, supuso que aún regían las mismas normas. Pero la situación me resultaba estresante. Por poner un ejemplo, digamos que yo estaba arreglando el triturador de la basura, que se había atascado, cuando se presentaba Jenny, calendario en mano, para decir: «Tuve mi última regla el diecisiete, lo que significa… —y se ponía a contar a partir desde ese día— que tenemos que hacerlo… ¡AHORA!»

Los hombres de la familia Grogan nunca han manejado bien la presión, y yo no era la excepción. Sólo fue una cuestión de tiempo para que padeciera la última de las humillaciones masculinas: no funcionar. Perdí la confianza en mí mismo y, con ello, las ganas. Si había sucedido una vez, yo sabía que volvería a suceder. Y el fracaso se convirtió en una profética realidad. Cuanto más me preocupaba el cumplimiento de mi deber marital, menos podía relajarme y hacer lo que siempre había hecho con toda naturalidad. Suspendí todas las muestras de afecto, a fin de no llenar la cabeza de Jenny de ideas erróneas, y empecé a vivir con el miedo mortal de que mi mujer me pidiese que le quitase la ropa e hiciera lo que quisiese con ella. Comencé a pensar que, después de todo, no era mala la idea de pasar mi vida futura en un monasterio remoto, practicando el celibato.

Pero Jenny no estaba dispuesta a rendirse con facilidad. Ella era la cazadora y yo, la presa. Una mañana, estando yo en mi despacho del diario de West Palm Beach, a sólo diez minutos de casa, Jenny me llamó desde su oficina para proponerme que comiéramos juntos en casa.
¿Quieres decir solos? ¿Sin carabina?

—O quizá en un restaurante —sugerí. En un restaurante atiborrado de gente, de preferencia con algunos compañeros de trabajo, y también con nuestras respectivas suegras.

—Vamos…, será divertido —dijo ella. Luego bajó la voz y añadió susurrando—: Hoy es un buen día. Creo… que… estoy…, ovulando.

Sus palabras me produjeron un escalofrío.
No, Dios mío. No la palabra esa que empieza con o
… Y cayó sobre mí toda la presión. Había llegado la hora de funcionar o morir, o para ser más literales, de elevarme o caer.
Por favor, no me obligues
… quería rogarle yo por teléfono, pero en su lugar dije:

—Vale. ¿Te va bien a las doce y media?

Cuando abrí la puerta de casa encontré a
Marley
que, como siempre, había acudido a saludarme, pero no vi a Jenny por ninguna parte. La llamé y me respondió:

—Estoy en el baño. Salgo en un segundo.

Abrí el correo, para matar el tiempo, con una sensación de condena, la misma que me imagino que debe tener la gente que espera los resultados de una biopsia.

—Hola, guapetón —dijo una voz a mis espaldas. Cuando me giré vi a Jenny de pie, luciendo dos reducidos trocitos de seda. Podía vérsele el estómago, liso, por debajo del trocito de tela superior que colgaba de forma precaria de dos tiras imposiblemente delgadas que descendían por sus hombros. Sus piernas nunca me habían parecido tan largas—. ¿Te gusta cómo me queda? —preguntó, con los brazos a los lados del cuerpo.

¿Que si me gustaba…? ¡Tenía un aspecto increíble…! Para dormir, Jenny siempre escogía ropa cómoda, tipo camiseta de colonia de verano, y me di cuenta de que se sentía un poco tonta con esa prenda tan seductora, pero que estaba teniendo el efecto deseado.

Jenny se metió en el dormitorio, y yo detrás de ella. Pronto estábamos en la cama, abrazados. Cerré los ojos y sentí que mi antiguo amigo se movía. Volvía la magia.
Puedes hacerlo, John
. Traté de pensar en las cosas más impuras posibles.
¡Esto va a salir bien!
Mis dedos lucharon con esas tiritas insustanciales que llevaba en los hombros.
Tranquilo John. No te apresures
. De pronto pude sentir su aliento cálido y húmedo en mi cara. Y pesado. Cálido, húmedo y pesado.
¡Muuuuyyy atrayente!

Pero ¿qué era ese olor? Había algo en su aliento…, algo familiar, a la vez que extraño, no exactamente desagradable, pero tampoco seductor. Yo conocía el olor, pero no podía decir de dónde. Y titubeé.
¿Qué haces pedazo de idiota? ¡Olvídate del olor y concéntrate, hombre! ¡Concéntrate!
Pero ese olor… No me lo podía quitar de la cabeza.
Te estás distrayendo, John. No te distraigas
. ¿Qué decías?
¡Que no te distraigas!
La curiosidad se adueñaba de mí.
Déjalo estar, tío. ¡Déjalo!
Empecé a oler el aire. Era algo de comer. Sí, eso es lo que era. Pero ¿qué? No eran galletas ni patatas fritas de paquete, y tampoco era atún. Casi, casi lo tenía. Era… ¿Milk-Bones?
[7]

Sí. Milk-Bones. Eso es lo que era.
Pero ¿por qué?
Me quedé pensando en ello y, de hecho, oí una vocecita que me hacía la pregunta…
¿Por qué ha estado Jenny comiendo Milk-Bones?
Y además podía sentir su aliento sobre mi cuello… ¿Cómo era posible que estuviera besándome el cuello a la vez que respiraba frente a mí? No hice ninguna…

¡Oh…, Dios… mío!

Abrí los ojos y a escasos centímetros de mi cara, tapándome todo el campo de visión, vi la enorme cabeza de
Marley
. Tenía el mentón apoyado sobre la cama, jadeaba como un loco y mojaba las sábanas con su baba. Tenía los ojos entreabiertos, rezumando amor. «¡Malo! —grité, retrocediendo—. ¡No! ¡no! ¡Ve a acostarte! —le grité frenéticamente—. ¡Ve a acostarte! ¡Échate en tu lugar!» Pero era demasiado tarde. La magia había desaparecido. Había vuelto el monasterio.

¡Descanso, soldado!

Al día siguiente concerté una cita para llevar a
Marley
a que le quitaran los huevos. Pensé que si yo no iba a practicar el sexo el resto de mi vida, él tampoco. El doctor Jay me dijo que podíamos dejarlo en la consulta cuando fuéramos a trabajar y recogerlo por la tarde, cuando volviéramos a casa. Y eso fue lo que hicimos una semana después.

Mientras Jenny y yo nos preparábamos para salir,
Marley
iba de una pared a otra como si fuese una bola de billar. Para él, todo viaje era bueno; no le importaba adónde fuéramos ni cuánto tiempo tardásemos. ¿Hay que sacar la basura?
¡Ningún problema!
¿Hay que ir al colmado de la esquina a comprar leche?
¡Yo también voy!
De pronto, empecé a tener ataques de culpa. El pobrecito no tenía la menor idea de lo que le esperaba. Mientras él confiaba en que haríamos lo correcto, nosotros planeábamos en secreto su castración. ¿Acaso era posible ser más traicionero?

«Ven —le dije, echándolo sobre el suelo y rascándole la barriga con fuerza—. No será tan malo como parece. Ya verás. El sexo está muy sobrevalorado.» Ni siquiera yo, que acababa de salir de una serie de malos tragos en las dos últimas semanas, creía lo que le decía. ¿A quién engañaba? El sexo era grandioso, era algo increíble, y el pobre perro se iba a perder el placer más grande del mundo. Pobrecito. Me sentí terriblemente mal.

Y peor me sentí cuando silbé para que se dirigiera a la puerta, tras lo cual se subió al coche con plena fe ciega en que nunca le haría daño. Él siempre estaba listo para correr la aventura que a mí me diera la gana. Jenny condujo el coche y yo me senté a su lado. Como era habitual,
Marley
apoyó las dos patas delanteras sobre la consola y la nariz, en el espejo retrovisor. Cada vez que Jenny frenaba, él se daba contra el parabrisas, pero no parecía importarle. Estaba de paseo con sus dos grandes amigos. ¿Qué placer más grande podía depararle la vida?

Bajé un poco mi ventanilla, y
Marley
empezó a inclinarse hacia mi lado, en un intento de olisquear los olores que venían de la calle. Pronto se abrió paso hacia mí, se sentó en mi regazo y asomó el hocico por la estrecha apertura de la ventanilla con tal determinación que, cada vez que inhalaba, dejaba escapar algo similar a un ronquido.
¿Y por qué no dejarlo?
Eso fue lo que me pregunté. Éste era su último viaje como miembro completo del género masculino, así que lo menos que podía hacer por él era brindarle un poco de aire fresco. Bajé más la ventanilla, lo suficiente para que él pudiera asomar todo el hocico. Disfrutaba tanto de la sensación, que bajé aún más la ventanilla, por lo que enseguida pudo asomar la cabeza entera. El aire le movía las orejas y la lengua le colgaba inerte, como si se hubiera emborrachado con el éter de la ciudad. ¡Qué feliz estaba!

Cuando cogimos la autovía de Dixie, le dije a Jenny lo mal que me sentía por lo que lo íbamos a hacer pasar. Ella empezó a decirme algo que sin duda tenía la intención de quitarme la pena cuando vi, con más curiosidad que alarma, que
Marley
había sacado las dos patas delanteras por la ventanilla medio abierta y ahora también tenía el cuello y la parte superior de los hombros colgando fuera del coche. Sólo le faltaban los anteojos y una bufanda de seda para parecer uno de esos ases de la aviación de la Primera Guerra Mundial.

—John, me está poniendo nerviosa —dijo Jenny.


Marley
está bien —respondí—. Sólo quiere tomar un poco de…

En ese mismo instante, dejó ir las patas delanteras fuera del coche y resbaló hasta que los sobacos le quedaron apoyados sobre el borde inferior de la ventanilla.

—¡John, cógelo! ¡Cógelo!

Antes de que yo pudiera hacer algo,
Marley
empezó a resbalarse por la ventanilla del coche en movimiento, con la cola en el aire y moviendo frenéticamente las patas traseras en busca de algo de que asirse. ¡
Marley
se escapaba de la cárcel…! Cuando el resto del cuerpo se deslizó frente a mí, traté de agarrarlo, pero sólo pude cogerle la punta de la cola con la mano izquierda, por lo cual
Marley
quedó boca abajo. Jenny intentaba frenar el coche en medio del pesado tráfico.
Marley
tenía ya todo el cuerpo fuera del coche, colgando de la cola que yo apenas seguía cogiéndole, pues tenía el cuerpo torcido de manera tal que no podía usar la otra mano. Mientras tanto,
Marley
trotaba frenéticamente con las dos patas delanteras sobre el pavimento, junto al coche.

Jenny logró detener el coche por completo en la vía de la derecha, con una pila de coches detrás que no dejaban de tocar las bocinas.

—¿Y ahora qué hago? —grité.

Yo estaba atascado. No podía entrar a
Marley
por la ventanilla y no me atrevía a dejarlo libre, porque con toda seguridad se pondría delante de uno de los tantos conductores furiosos que se movían en torno a nosotros. No iba a soltarle la cola, aunque en ello me fuera la vida y me quedase para siempre con la cara aplastada contra el cristal, a pocos centímetros del palpitante y gigantesco escroto de
Marley
.

Jenny puso las luces intermitentes y corrió hacia mi lado del coche, donde cogió a
Marley
y lo sostuvo de la correa hasta que pude salir y ayudarla a subirlo de nuevo al coche. Nuestro dramita se había desarrollado justo enfrente de una gasolinera y, cuando Jenny puso la marcha atrás, vi que todos los mecánicos habían salido para no perderse el espectáculo. Se reían con tantas ganas, que pensé que se mearían encima.

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