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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (28 page)

BOOK: Marley y yo
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«Oye —le dije con seriedad a
Marley
, cogiéndolo del cuello y obligándolo a que me mirase a los ojos—. Tienes que dejar de beber agua salada. ¿Quieres decirme qué perro no sabe que no debe beber agua salada?» Pensé en sacarlo de la playa y abandonar así la aventura, pero al parecer
Marley
ya estaba bien. Además, no podía quedarle nada en el estómago. El daño ya estaba hecho y habíamos logrado que nadie lo notase, así que lo solté.
Marley
salió corriendo para reunirse con
Killer
.

Lo que olvidé considerar fue que, aunque su estómago estuviera vacío, podían no estarlo sus intestinos. El resol era muy fuerte, pero entrecerrando los ojos vi que
Marley
jugaba animadamente con otros perros. Mientras lo miraba noté que de repente se apartaba de los demás y empezaba a girar en el borde del agua. Yo conocía muy bien ese movimiento giratorio, pues era lo que hacía todos los días en el jardín del fondo cuando se preparaba para defecar. Era un ritual para él, como si no todos los lugares merecieran recibir el regalo que él estaba a punto de ofrecer al mundo. Y
Marley
giraba y giraba con las patas metidas en el agua de la Playa de los Perros, esa feroz frontera donde ningún perro se había animado nunca a hacer caca. De pronto se puso en posición de empezar a evacuar el vientre, y esta vez tenía público. El padre de
Killer
y otros propietarios de perros se encontraban de pie a pocos metros de
Marley
, la madre y su hijito habían dejado de mirar el castillo y observaban el mar y del otro lado se aproximaban un hombre y una mujer, cogidos de la mano, que paseaban junto al borde del agua. «Por favor, Dios, no permitas que ocurra», susurré yo.

—¡Eh! —gritó alguien—. ¡Ven a buscar a tu perro!

—¡Detenlo! —gritó otro.

Las voces despertaron una cierta alarma, por lo cual todos acudieron al lugar a ver qué pasaba.

Salí disparado para llegar junto a
Marley
a tiempo. Si pudiera llegar junto a él y llevármelo antes de que empezara a mover los intestinos, podría interrumpir la terrible humillación que estaba a punto de sufrir, al menos hasta que pudiera llevarlo a las dunas. Cuando corría hacia él tuve lo que sólo podría describirse como una experiencia extracorporal. A la vez que corría, lo veía todo desde las alturas, cada escena convertida en un cuadro congelado, cada paso en una eternidad. Los pies hacían un ruido sordo al pisar la arena, los brazos se movían en el aire sin control alguno y mi cara se contorsionaba en una suerte de mueca agonizante. Mientras corría podía ver a cámara lenta las escenas que me rodeaban: una joven que sujetaba la parte superior de su traje de baño con una mano y con la otra se tapaba la boca; la madre que tomaba a su hijo en brazos y se alejaba de la orilla; los dueños de los perros que señalaban con caras de disgusto; el padre de
Killer
con las venas del cuello resaltadas por los gritos que pegaba.
Marley
había dejado de girar y estaba en posición de defecar, mirando al cielo como si orase. Y yo oí mi propia voz que se elevaba por encima del estrépito y acababa en un único grito extrañamente gutural, distorsionado e interminable: «¡Nooooooooooooooo!»

Ya estaba casi junto a él, apenas a unos centímetros, y grité: «¡
Marley
, no! ¡No,
Marley
, no! ¡No! ¡No!» Pero fue inútil. Justo cuando podía tocarlo tuvo una explosión de diarrea. Todo el mundo se echó hacia atrás y buscó un lugar más alto donde posar los pies. Los propietarios de los perros cogieron a sus pupilos y los bañistas levantaron sus toallas de la arena. Y de pronto todo había acabado.
Marley
salió del agua, se sacudió con placer y me buscó con la mirada, jadeando con felicidad. Saqué una bolsa de plástico de mi bolsillo y me quedé con ella en la mano, ya que enseguida me di cuenta de que no me serviría para nada. Las olas que rompían distribuían la diarrea de
Marley
por el agua hasta depositarla en la arena.

—¡Qué elegante! —dijo el padre de
Killer
en una voz que me hizo apreciar cómo debían de sentirse los jabalíes en el momento de ser atacados por
Killer
—. Eso no es ninguna gracia.

Y no era ninguna gracia.
Marley
y yo habíamos violado las sagradas reglas de la Playa de los Perros. Habíamos ensuciado el agua, y no una vez, sino dos, y arruinado la mañana a todos los presentes. Había llegado la hora de retirarnos lo más rápidamente posible.

—Lo siento —balbuceé al propietario de
Killer
, mientras le ponía la correa a
Marley
—. Es que bebió demasiada agua salada.

Cuando llegamos al coche cogí una toalla y sequé a
Marley
. Cuanto más lo secaba yo, más se sacudía él, así que no tardé en estar cubierto de arena, baba y pelos. Quería enfadarme con él, estrangularlo, pero era demasiado tarde. Además ¿quién no se habría descompuesto después de beber cuatro litros de agua salada? Tal como ocurría con la mayoría de sus fechorías, ésta no había sido malintencionada ni premeditada. No era como si hubiera desobedecido una orden o hubiera dispuesto humillarme adrede. Tuvo la necesidad de hacerlo, y lo hizo, aunque es cierto que en el lugar indebido, en el momento indebido y delante de la gente que no debía verlo. Yo sabía que el pobre era víctima de su propia facultad mental disminuida. Era el único perro en toda la playa lo bastante tonto para beber agua de mar. El pobre tenía un tornillo flojo. ¿Cómo podía culparlo de nada?

«No tienes por qué tener ese aspecto tan ufano», le dije mientras lo ayudaba a subir al asiento de atrás. Pero lo cierto es que estaba ufano. No se habría puesto más feliz si le hubiese comprado su propia isla en el Caribe. Lo que
Marley
no sabía es que aquélla sería la última vez que pondría sus patas en agua salada. Sus días —o mejor dicho, sus horas— de vagabundo playero se habían acabado. De camino a casa le dije: «Bien, Perro Salado. Esta vez sí que la hiciste. Si prohíben que los perros sigan yendo a esa playa, sabremos por qué.» Y eso fue exactamente lo que por fin sucedió, aunque unos años más tarde.

21. Un vuelo hacia el Norte

Poco después de que Colleen cumpliera dos años, sin quererlo di pie a que se produjera una serie de acontecimientos que nos llevaría a abandonar Florida. Y lo hice presionando el ratón de mi ordenador. Había terminado mi columna diaria antes de tiempo, y disponía de una media hora antes de que la viera el editor. Decidí entonces, y por pura casualidad, visitar el sitio en la red de una revista a la que me había suscrito no mucho después de comprar nuestra casa de West Palm Beach. La revista,
Organic Gardening
, que había iniciado su andadura en 1942 de la mano de J. I. Rodale, llegó a convertirse en la Biblia del movimiento, que floreció en las décadas de 1960 y 1970, que propiciaba volver al uso natural de la tierra.

Rodale era un comerciante de Nueva York especializado en interruptores eléctricos cuando su salud se resintió. En lugar de recurrir a la medicina moderna para resolver sus problemas, se mudó a una pequeña granja de los alrededores del distrito de Emmaus, en Pensilvania, y empezó a jugar con la tierra. Tenía una gran desconfianza en cuanto a la tecnología y creía que los métodos modernos de cultivo que habían invadido el país no tenían el don de salvar la agricultura estadounidense que se les atribuía. La teoría de Rodale consistía en que los productos químicos estaban envenenando poco a poco la tierra y a todos sus habitantes, por lo que comenzó a experimentar con técnicas agrícolas que imitaban a la naturaleza. Levantó en su granja enormes pilas de abono vegetal que, una vez convertidas en un rico humus negro, utilizaba como fertilizante y reconstituyente natural de la tierra. Cubría el abono que ponía en los surcos cultivados con una gruesa capa de paja para impedir las malas hierbas y mantener la humedad. Cubrió el terreno con cultivos superficiales de tréboles y alfalfa que luego enterró para volver a nutrir el suelo. En lugar de fumigar para ahuyentar los insectos, liberó miles de escarabajos y otros insectos beneficiosos que devoraban a los destructivos. El hombre estaba un poco tocado, pero sus teorías demostraron ser ciertas. Su jardín y su huerto revivieron, y también él, que proclamó su éxito en las páginas de su revista.

Cuando empecé a leer
Organic Gardening
, hacía tiempo que había muerto J. I. Rodale, así como también su hijo, Robert, que había convertido la empresa familiar, Rodale Press, en un negocio editorial multimillonario. La revista no estaba bien escrita ni bien editada; al leerla uno tenía la impresión de que la redactaba un grupo de dedicados, pero aficionados, admiradores de la filosofía de J. I., gente que se tomaba en serio el tratamiento de la tierra pero que carecía de preparación profesional como periodistas, impresión que poco después supe que era cierta. Pese a todo, la filosofía orgánica se me hacía cada vez más significativa, especialmente después del aborto de Jenny y de nuestra sospecha de que podrían haberlo causado los pesticidas que habíamos utilizado. Ya cuando Colleen nació, nuestro jardín era un pequeño oasis orgánico en medio de un mar suburbano de tratamientos y pesticidas químicos para combatir las malas hierbas y aportar alimento a las plantas. Los que pasaban frente a nuestra casa solían detenerse a admirar el floreciente jardín delantero, que yo cultivaba con creciente pasión, y casi todos hacían siempre la misma pregunta: «¿Qué le pone para que luzca tan bien?» Cuando yo les contestaba: «Nada», me miraban, incómodos, como si se hubieran topado con algo subversivo e innombrable que se desarrollaba en esa localidad ordenada, homogénea y conformista que era Boca Ratón.

Esa tarde en que me sobraba media hora, indagué en las pantallas del ordenador que se ofrecían bajo el común denominador de organicgardening.com y di con una que ponía «Oportunidades de empleo». Pulsé el ratón en ella, aunque ni siquiera hoy sé por qué. Yo estaba fascinado con mi trabajo de columnista, con el intercambio diario de opiniones que tenía con los lectores, con la libertad de que gozaba para escoger mis propios temas y para ser tan serio o tan estrambótico como quisiera. Me encantaba la sala de redacción y la gente loca, sesuda, neurótica e idealista que se sentía atraída por ella y disfrutaba compartiendo la historia más importante de cada día. No tenía el menor deseo de abandonar los diarios para ingresar en una tranquila editorial situada en medio de la nada. Pero, así y todo, investigué la lista de puestos vacantes de Rodale, más que nada por curiosidad, aunque lo cierto es que a mitad de ella me detuve y me quedé sin aliento. Se buscaba un nuevo director para
Organic Gardening
, el buque insignia de las revistas de la empresa. Mi corazón latió como loco. Muchas veces había soñado despierto con la diferencia que podría marcar en la revista la presencia de un buen periodista, y de pronto tenía frente a mí la oportunidad de hacerlo. Era algo loco y ridículo. ¿Publicar historias sobre coliflores y abono vegetal? ¿Por qué había yo de querer hacer eso?

Esa noche le conté a Jenny lo del anuncio, esperando que ella me dijera que era una absoluta locura considerar esa posibilidad, pero en lugar de ello, me sorprendió alentándome a que enviara mi currículo. Le atrajo la idea de permutar el calor y la humedad, la congestión y la delincuencia del sur de Florida, por una vida más sencilla en el campo. Jenny añoraba las montañas y las cuatro estaciones, las hojas que caían en otoño y los primeros narcisos de la primavera, los carámbanos y el zumo de manzanas. Quería que nuestros hijos y, por ridículo que suene, también nuestro perro, experimentasen las maravillas de una tormenta de nieve en invierno.


Marley
nunca ha perseguido una bola de nieve —dijo Jenny, acariciándolo con el pie desnudo.

—¡Vaya! Ésa sí que es una buena razón para cambiar de carrera —dije.

—Deberías hacerlo, aunque sea para satisfacer tu curiosidad —comentó ella—. Hazlo para ver qué sucede. Si te ofrecen el trabajo, siempre puedes rechazarlo.

Tenía que reconocer que compartía el sueño de mi mujer de volver al Norte, ya que por mucho que hubiera disfrutado durante nuestros doce años en el sur de Florida, había nacido en el Norte y nunca había dejado de añorar tres cosas: las montañas, las estaciones cambiantes y las grandes extensiones de tierra. Pese a que había aprendido a querer a Florida con sus inviernos suaves, su comida especiada y su mezcla de gente cómicamente irascible, no había dejado de soñar con que un día me fugaría para ir a mi paraíso privado, que no era precisamente un parcela de terreno del tamaño de un sello postal en el corazón de la prodigiosamente preciosa localidad de Boca Ratón, sino un verdadero terreno en el cual pudiera trabajar la tierra, cortar mi propia leña y caminar por el bosque, con mi perro a mi lado.

Solicité el puesto, plenamente convencido de que todo quedaría en eso. Dos semanas después me llamó por teléfono Maria Rodale, nieta de J. I. Rodale. Había enviado mi solicitud a «Estimado Recursos Humanos» y me sorprendió tanto que me llamase la dueña de la empresa, que le pedí que me repitiera su apellido. Maria se había interesado personalmente en la revista fundada por su abuelo y estaba decidida a que recuperase su antigua gloria. Estaba convencida de que para lograrlo necesitaba un periodista profesional, no otro cultivador de productos orgánicos, y quería publicar historias más desafiantes e importantes acerca del medio ambiente, la ingeniería genética, los cultivos industriales y el floreciente movimiento en favor de lo orgánico.

Llegué a la entrevista con toda la intención de hacerme el interesante difícil de convencer, pero quedé fascinado en el momento mismo en que salí del aeropuerto y enfilé el coche hacia el camino serpenteante que atravesaba el campo. Cada curva era una nueva imagen de postal: una casona de piedra por allí, un puente cubierto por allá. Por las colinas bajaban estridentes arroyuelos de aguas heladas y en las planicies se extendían las tierras cultivadas como si fueran mantos dorados del mismísimo Dios. No ayudó nada el hecho de que fuera el comienzo de la primavera y hasta el último árbol del valle Lehigh estuviera florecido en todo su esplendor. Junto a una apartada señal de stop detuve el coche que había alquilado, me bajé y me quedé de pie en medio del pavimento. En todas las direcciones, hasta donde alcanzaba la vista, había sólo bosques y praderas. Ni un coche, ni una persona, ni un edificio. Desde la primera cabina telefónica que encontré llamé a Jenny. «No te imaginas lo que es este lugar», le dije.

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