Cuando llegué al capítulo 24, titulado «Vivir con un perro mentalmente inestable», tragué saliva con frecuencia. Woodhouse describía a
Marley
con una comprensión tan íntima, que yo hubiera jurado que había pasado ratos enteros con él en la jaula destrozada. La autora hablaba de los comportamientos maníacos y extraños, la destrucción cuando el perro se halla solo, los suelos astillados con los dientes y las alfombras mordidas. Describía los intentos de los dueños de ese tipo de bestias por «tener algún lugar en la casa o en el jardín a prueba de perros». Incluso se refería al uso de tranquilizantes como una última medida desesperada (y mayormente ineficaz) por tratar de que los perros mentalmente alterados recobrasen la salud mental.
«Algunos nacen inestables y otros se tornan inestables por las condiciones de vida, pero el resultado es el mismo: los perros, en lugar de ser una dicha para sus dueños, son una preocupación, un gasto y a menudo suelen desesperar a una familia entera», escribía Woodhouse. Miré a
Marley
, que dormía junto a mis pies, y dije: «¿No te resulta familiar todo esto?»
En un capítulo posterior, titulado «Perros anormales», Woodhouse decía con una cierta resignación: «No puedo dejar de hacer hincapié en que si deseáis quedaros con un perro que no es normal, debéis prepararos para llevar una existencia un poco restringida.»
¿Quiere decir vivir con un miedo mortal al ir a comprar una botella de leche?
«Aunque podéis querer mucho a un perro anormal —proseguía la autora—, no se debe molestar por eso a otra gente.»
¿Como, hablando teóricamente, la que estaba el domingo dispuesta a cenar en la terraza del café de Boca Ratón, Florida?
Woodhouse había dado de pleno en la diana, en cuanto se refería a la patética y dependiente existencia que llevábamos nosotros y nuestro perro. Lo teníamos todo: unos dueños desventurados y débiles de carácter, un perro inestable y descontrolado, una serie de posesiones y artículos destrozados y unos desconocidos y vecinos enfadados y molestos. Éramos un caso de estudio. «Felicitaciones,
Marley
—le dije—. Te califican como subnormal.»
Marley
abrió los ojos al oír su nombre, se desperezó y, poniéndose boca arriba, levantó las cuatro patas al aire.
Esperaba que Woodhouse ofreciera una alegre solución a los dueños de esa clase de mercadería con taras, unos consejos que, ejecutados de forma apropiada, convirtieran a los perros más maniáticos en animales dignos de participar en las exhibiciones caninas de Westminster, pero la autora acaba el libro con un comentario más tenebroso aún: «Sólo los dueños de perros desequilibrados pueden saber a conciencia dónde trazar la línea entre un perro cuerdo y uno mentalmente desequilibrado. Y nadie, salvo el dueño del animal, puede decidir qué hacer con esta última clase. En calidad de gran amante de los perros, creo que es más bondadoso sacrificarlos.»
¿Sacrificarlos?
Casi me atraganté con la saliva. Y por si acaso no se hubiera expresado con entera claridad, la autora añadía: «No cabe duda de que, cuando se ha agotado toda la clase de ayuda que pueden prestar entrenadores y veterinarios y no queda esperanza de que el perro pueda llevar una existencia razonablemente normal, es mejor, tanto para el dueño como para el perro, sacrificarlo.»
Incluso Barbara Woodhouse, amante de los animales y exitosa entrenadora de miles de perros cuyos dueños habían considerado casos irremediables, reconocía que era imposible ayudar a algunos perros. Si hubiera sido por ella, los habrían despachado humanamente a ese gran frenopático canino que hay en el cielo.
«No te preocupes, muchacho —dije, inclinándome para acariciar a
Marley
en la barriga—. El único sueño que dormirás tú en esta casa es aquel del que puedes despertarte.»
Marley
suspiró de forma dramática y volvió al interrumpido sueño de bonitas caniches en celo.
Fue por aquella época cuando nos enteramos de que no todos los labradores son iguales, que la raza tiene dos diferentes subgrupos: el inglés y el estadounidense. Los de la rama inglesa tienden a ser más pequeños y robustos, con cabezas grandes y un carácter amable y tranquilo. Ellos son los preferidos para las exhibiciones. Los de la estadounidense son mucho más grandes y más fuertes, y tienen facciones más delgadas, menos rectangulares. Son famosos por su infinita energía y su ánimo, y se los prefiere como perros deportivos y de caza. Y son precisamente las cualidades que los hacen impagables para moverse por los bosques las que los convierten en un desafío para tener en una casa. Todo lo escrito sobre ellos advierte que no debe subestimarse su exuberante nivel de energía.
Según se explica en el folleto de un criador de retrievers de Pensilvania, titulado «Endless Mountain Labradors»: «Mucha gente nos pregunta cuál es la diferencia entre el labrador inglés y el estadounidense (de campo), y la diferencia es tan grande que la AKC está considerando dividir la raza. Hay diferencias en los cuerpos y también en el temperamento. Si usted busca un perro de campo que sirva exclusivamente para competiciones rurales, adquiera un estadounidense, pues son perros atléticos, altos, largos y delgados, pero tienen personalidades MUY hiperactivas, muy tensas, que no se prestan para que sean los mejores “perros familiares”. Por otra parte, los labradores ingleses son cuadradotes, robustos y de cuerpo menos largo. Son unos perros hermosos, dulces, tranquilos y tiernos.»
No tardé mucho en figurarme a qué rama pertenecía
Marley
. Todo empezaba a adquirir sentido. Habíamos escogido a ciegas un tipo de labrador mejor dotado para correr todo el día por el campo y, como si eso fuera poco, nuestro ejemplar era mentalmente desequilibrado, descontrolado e inmune al adiestramiento, a los tranquilizantes y a la psiquiatría canina. En suma, era la clase de espécimen subnormal que una experimentada criadora de perros como Barbara Woodhouse quizá considerase que mejor sería que estuviera muerto.
¡Fantástico!
—pensé—
¡Y nos enteramos de todo eso ahora!
Poco después de que el libro de Woodhouse nos hiciera comprender la locura de
Marley
, un vecino nos preguntó si podíamos cuidar de su gato una semana, mientras se iba de vacaciones con su familia. Le dijimos que sí, que lo trajera, ya que comparado con los perros, los gatos son fáciles de atender. Los gatos van siempre con el piloto automático encendido y, en particular, éste era tímido y retraído, especialmente cuando
Marley
rondaba por el lugar. Lo más seguro es que se escondiera debajo del sofá todo el día y sólo saliera después de que todos estuviéramos durmiendo para comer, mantenerse alejado de
Marley
y hacer sus necesidades en la caja de arena, que pusimos en un discreto rincón del patio cercado que había junto a la piscina. Todo iría bien, pues
Marley
ni se enteraría de que había un gato en la casa.
Cuando hacía ya media semana que el gato estaba en nuestra casa, me despertó al amanecer el sonido de un fuerte y repetido golpe contra el colchón. Era
Marley
que, excitado, se contoneaba junto a la cama, golpeando el colchón con la cola.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Tendí el brazo para hacerle unas caricias, pero él me eludió y se puso a hacer maniobras evasivas y a saltar y bailar junto a la cama. Otra vez el Mambo de
Marley
. «Vale… ¿qué pasa?», pregunté con los ojos aún cerrados. A modo de respuesta,
Marley
dejó caer con orgullo su presa sobre la prístina sábana, a escasos centímetros de mi cara. En mi estado de ensueño, me llevó un minuto comprender qué era aquello. Era algo pequeño, oscuro, de forma indefinible y recubierto de arena gruesa, burda. Y entonces me llegó el olor a la nariz, un olor ácido, punzante y pútrido. Me senté de golpe en la cama y me eché hacia atrás, despertando a Jenny, a quien le señalé el regalo de
Marley
que brillaba sobre la sábana.
—No me digas que eso es… —empezó a decir Jenny en una voz teñida de asco.
—Sí que lo es —dije—.
Marley
ha estado escarbando en la caja de arena del gato.
Marley
se sentía tan orgulloso de su regalo como si se tratase del diamante Hope. Tal como tan sabiamente lo había predicho Barbara Woodhouse, nuestro perro inestable y anormal había iniciado la etapa de su vida en que le tocaba comer heces.
Después de nacer Conor, todos nuestros conocidos —salvo mis muy católicos padres, que rezaban por tener docenas de pequeños Grogan— supusieron que no tendríamos más hijos. Entre las familias de profesionales con dos sueldos, como la nuestra, tener un hijo era la norma, tener dos se consideraba un poco extravagante y tener tres, un imposible. Dado el difícil embarazo que habíamos vivido con Conor, nadie comprendía que pudiéramos someternos otra vez a tan complicado proceso, pero habíamos aprendido mucho desde los tiempos de recién casados, cuando nos dedicábamos a matar plantas con insecticidas. Nos gustaba ser padres. Nuestros niños nos causaban más dicha de la que nadie ni nada podía imaginar. De momento, nuestros hijos determinaban la vida que llevábamos y, aunque parte de nosotros echaba de menos las vacaciones tranquilas, los sábados en que leíamos novelas y las cenas románticas que se prolongaban hasta entrada la noche, habíamos encontrado placeres en otras cosas…, en el puré de manzana derramado, por ejemplo, en los vidrios de las ventanas ornados por las improntas que dejaban unas naricitas o en la dulce sinfonía de unos piececillos descalzos que corrían por el pasillo al amanecer. Incluso en los peores días descubríamos algo de que sonreírnos, sabiendo ya entonces lo que todo padre y madre llega a imaginarse, tarde o temprano: que los maravillosos días de la más tierna infancia —con culitos cubiertos de pañales, primeras denticiones y jergas incomprensibles— no son más que relámpagos brillantes y breves en la vastedad de lo que sin duda es una vida corriente.
Ambos escuchamos con escepticismo a mi anticuada madre cuando dijo: «Disfrutad de vuestros hijos mientras podáis, porque antes de que os deis cuenta ya serán mayores.» Incluso ahora, cuando todavía no habían llegado a mayores, nos dimos cuenta de que mi madre tenía razón. Aunque sus palabras eran bien conocidas, sabíamos ya que encerraban una profunda verdad. Si en una semana dada Patrick se chupaba el pulgar, a la siguiente había dejado el hábito para siempre. Y si Conor era en un momento dado el bebé que teníamos en la cuna, a la semana siguiente era quien utilizaba la cuna como trampolín. Patrick no podía pronunciar la letra ese, así que cuando las mujeres le hacían gracias, lo cual sucedía a menudo, él ponía los puños sobre las caderas y, sacando el labio inferior, decía: «Eta eñora e ríe de mí.» Siempre pensé filmarlo haciendo eso, pero un buen día empezó a pronunciar las eses con entera corrección, y allí se acabó la cosa. A Conor no pudimos quitarle su pijama de Superman durante meses. Corría por la casa dejando flotar la capa detrás de él y gritando: «¡Soy Supe Man!» Y de pronto dejó de hacerlo. Y otra vez me perdí la oportunidad de filmar el momento.
Los hijos sirven de desenfadados relojes, imposibles de ignorar, que marcan el progreso incesante de la vida de uno a lo largo de lo que de otra manera podría ser un mar infinito de minutos, horas, días y años. Nuestros bebés crecían con mucha más celeridad de la que nosotros deseábamos, lo cual en parte explica por qué, al año de mudarnos a nuestra nueva casa de Boca Ratón, empezamos a tratar de encargar el tercero. Como le dije a Jenny: «Oye, tenemos cuatro dormitorios, así que ¿por qué no?» Todo lo que tuvimos que hacer fue intentarlo dos veces. Ninguno de los dos quería reconocer que lo que deseábamos era una niña, pese a que por supuesto era así, y de forma desesperada, y a que durante el embarazo no dejábamos de repetir que sería estupendo tener tres hijos varones. Cuando finalmente la ecografía confirmó nuestras íntimas esperanzas, Jenny me abrazó y susurró: «Estoy tan feliz que podría regalarte una niña.» Yo también estaba feliz.
No todos nuestros amigos compartían nuestro entusiasmo. Al recibir la noticia, la mayoría de ellos nos preguntó a bocajarro: «¿Lo buscasteis?» No podían creer que un tercer embarazo no fuera un accidente y, de no serlo, como Jenny y yo insistíamos, tampoco podían dejar de juzgar nuestro criterio. Una conocida llegó al colmo de castigar a Jenny por permitirme que la dejara otra vez embarazada y, en un tono más apropiado para utilizar con alguien que acabase de dejar todas sus posesiones terrenales a un culto de la Guayana, le dijo: «¿En qué
diablos
estabas pensando?»
Pero a nosotros dos, los comentarios no nos importaban. El 9 de enero de 1997, Jenny me hizo con cierto retraso un regalo de Navidad: una niña de mejillas rosadas, que pesaba 3,200 kilos y a quien llamamos Colleen. Sólo entonces sentimos que nuestra familia estaba completa. Si el embarazo de Conor había sido una letanía de estrés y preocupaciones, el embarazo de Colleen fue de libro de texto, y dar a luz en el hospital de la comunidad de Boca Ratón nos puso en contacto con un nuevo nivel de satisfacción de clientes mimados. Al final del pasillo había una sala de estar donde podían tomarse gratuitamente todos los capuchinos que uno quisiera, un detalle típico de Boca. Cuando por fin nació Colleen, había ingerido tanta cafeína espumosa que apenas pude conseguir que la mano dejara de temblarme para cortar su cordón umbilical.
Cuando Colleen tenía una semana, Jenny la sacó por primera vez al exterior. El día era fresco y hermoso, y los chicos y yo estábamos en el jardín del frente, plantando flores.
Marley
estaba atado a un árbol próximo, echado felizmente a la sombra mientras miraba pasar la vida. Jenny se sentó junto a él y puso el cuco portátil en el que dormía Colleen entre ella y el perro. Pasados unos minutos, los chicos insistieron en que su mamá se acercara para ver cómo trabajaban, y condujeron a su madre, y también a mí, de un parterre a otro, mientras Colleen dormía a la sombra, junto a
Marley
. Cuando pasábamos por detrás de unos arbustos desde donde podíamos ver a
Marley
, pero quien pasara por la calle no podía vernos, hice señas a Jenny para que mirase por entre las ramas. Un matrimonio mayor que pasaba por la calle se había detenido y miraba con expresión de gran asombro la escena que se les ofrecía en el jardín. Al principio, no estaba seguro de lo que los había hecho detenerse a mirar, pero de pronto me di cuenta que, desde su punto de mira, lo único que podían ver era un frágil bebé, recién nacido, a solas con un gran perro amarillo, que parecía ejercer de canguro en solitario.