Lo que mis jefes no sabían era que detrás de mis vagabundeos periodísticos había una agenda secreta: usar mi cargo de columnista para pergeñar el mayor número posible de «vacaciones de trabajo», desvergonzadamente transparentes, que pudiera. Mi lema era «Cuando el columnista se divierte, el lector se divierte». ¿Por qué acudir a una agobiante audiencia sobre ajustes de impuestos en busca de material sobre el que escribir, cuando podía estar sentado en, digamos, la terraza de un bar de Key West, pertrechado de un vaso grande, lleno de una bebida alcohólica? Alguien tenía que escribir la historia de los saleros desaparecidos en Villa Margarita, y ése bien podía ser yo. Siempre procuraba pasar el día vagando, de preferencia vestido con pantalones cortos y camisetas, probando los diversos lugares recreativos y de ocio que estaba convencido que el público necesitaba que alguien investigara. Cada profesión tiene sus herramientas, y las mías eran un cuaderno de notas, unos cuantos lápices y una toalla de playa. Además, adquirí el hábito de tener siempre en el coche una loción de protección solar y un traje de baño.
Podía pasar un día recorriendo los Everglades en un airboat caminando por la orilla del lago Okeechobee, o montando en bicicleta durante todo un día por la carretera estatal A1A, junto al océano Atlántico, para poder escribir de primera mano sobre la peligrosa proposición de compartir el asfalto con confusas señoras con el pelo teñido de azul y turistas despistados. En una ocasión, pasé todo un día buceando en las aguas que cubren los peligrosos acantilados que hay junto a Callo Largo y otro tirando al blanco con un arma ligera junto a una víctima de dos robos seguidos que juraba que no volvería a dejarse robar. En otra ocasión, pasé un día vagando en un barco de pesca comercial y, otro, tocando en una banda de envejecidos músicos de rock. Un día trepé a un árbol y allí estuve sentado durante horas, disfrutando de la soledad; un promotor inmobiliario planeaba arrancar de cuajo la arboleda para comenzar a construir un barrio de casas de lujo y pensé que lo menos que podía hacer yo con lo poco que quedaba de naturaleza entre la jungla de asfalto era brindarle un funeral apropiado. Pero mi mayor golpe se produjo cuando convencí a mi editor de que me enviara a Bahamas para poder dar testimonio de un incipiente huracán que se enfilaba hacia el sur de Florida. El huracán cambió el rumbo mar adentro y yo pasé tres días en la playa de un lujoso hotel, tomando piñas coladas bajo un cielo increíblemente azul.
Fue con este espíritu de investigación periodística que se me ocurrió llevar a
Marley
conmigo a pasar un día en la playa. A lo largo de casi toda la costa del sur de Florida había varios ayuntamientos que habían prohibido el acceso a los animales de compañía, y por muy buenas razones. Lo último que desea el usuario de una playa es sentir cómo le cae sobre la piel untada para broncearse la arena que se sacude un perro mojado, que además hace sus necesidades a la vista de todos. Por tanto, en casi todas las playas se encontraba el cartel de PROHIBIDAS LAS MASCOTAS.
No obstante, había una playita desconocida donde no había carteles, ni restricciones ni prohibiciones para los de cuatro patas amantes del agua. La playa, escondida en una pequeña bahía no regulada del condado de Palm Beach, a medio camino entre West Palm Beach y Boca Ratón, de unos pocos cientos de largo, quedaba oculta a la vista por una duna cubierta de hierba que había al final de una calle sin salida. En esa playa no había aparcamiento, ni lavabos, ni socorristas; sólo había ese trecho de arena blanca junto al mar infinito. A lo largo de los años, la reputación del lugar había aumentado gracias al boca a boca entre los propietarios de perros como uno de los paraísos del sur de Florida donde los perros podían acudir y disfrutar sin arriesgarse a ser multados. El sitio, que carecía de nombre oficial, era conocido como la Playa de los Perros.
Con el tiempo había surgido una serie de reglas no escritas que regían la conducta en la Playa de los Perros. Las habían establecido por consenso los propietarios de perros que la frecuentaban, y se cumplían merced a la presión del grupo y a un mudo código moral. Los propietarios de perros se vigilaban entre sí, para evitar que lo hicieran otros, y regañaban a quienes violaran las reglas con duras miradas y, de ser necesario, con unas escasas pero escogidas palabras. Las reglas era pocas y sencillas: los perros agresivos debían estar siempre con el bozal puesto; todos los demás podían correr a sus anchas con entera libertad. Los propietarios debían llevar bolsas de plástico a fin de recoger lo que hicieran sus pupilos. Toda la basura, incluida la producida por los perros en sí, debía ser retirada del lugar. Cada perro debía contar con la necesaria dosis de agua fresca para beber y, en cuanto a eso, no se toleraba que se hiciesen trampas. Según las reglas, al llegar a la playa, cada propietario debía pasear a su perro por las dunas, lejos de la orilla del mar, hasta que hiciese sus necesidades. Una vez cumplido este trámite, podían recoger lo hecho por su perro y dejar que el animal se dirigiera al agua.
Yo había oído hablar de la Playa de los Perros, aunque nunca había estado en ella, pero quiso la suerte que se me presentara la oportunidad de visitarla. Este olvidado vestigio de la vieja Florida que desaparecía a toda celeridad, el que existía antes de que se levantaran esos altos edificios de apartamentos en primera línea de mar, los aparcamientos de pago en las playas y los valores cada vez más altos de las propiedades, era una de las noticias del día. Una mujer, miembro del Alto Comisionado, había empezado a hablar sobre ese trozo de playa no regulado y a preguntar por qué no se aplicaban allí las mismas normas que en las demás playas, y acabó dejando clara su intención: desterrar a los chuchos peludos, mejorar el acceso a la playa y ponerla a disposición de las masas. No dejé pasar la oportunidad que me brindaba la noticia y la cogí por lo que de verdad era: una excusa perfecta para pasar un día en la playa en horas de trabajo. Una espléndida mañana de junio, cambié la corbata y el maletín por un traje de baño y unas zapatillas de goma y crucé el puente sobre el Intracoastal Waterway con
Marley
. Puse en el coche cuanta toalla de playa encontré, y sólo para el viaje de ida. Como siempre,
Marley
tenía la lengua colgando y la saliva volaba por todos lados. Lamenté de veras que el coche no tuviera limpiaparabrisas en las ventanas de los costados.
Respetando las reglas de la Playa de los Perros, aparqué a varias manzanas de allí, donde no me pondrían una multa, y eché a andar por un barrio adormecido de casitas construidas en los años sesenta, con
Marley
a la cabeza. Cuando estaba a medio camino oí que una voz ronca me decía: «¡Eh, usted, el del perro!» Me quedé helado, pensando que estaba a punto de ser atacado por un vecino enfadado que quería que mantuviera alejado a mi perro de la playa. Pero la voz pertenecía a otro propietario de perros que, aproximándose con un enorme perro que llevaba con una correa, me tendió la mano en la que llevaba una petición y me pidió que la firmara, para solicitar al Alto Comisionado del condado que dejara en paz la Playa de los Perros. Podríamos habernos detenido y hablado sobre el asunto, pero por la forma en que
Marley
y el perro del hombre se movían, dibujando círculos en torno a nosotros, supe que sólo faltaban unos segundos para que los dos animales (a) se enzarzaran en una pelea mortal o (b) engendraran una familia. Tiré de la correa y eché a andar, con
Marley
siguiéndome los pasos.
Cuando llegamos al sendero que conduce a la playa,
Marley
se metió entre los arbustos y movió el vientre. Perfecto. Al menos ese trámite social estaba cumplido. Puse la evidencia en una bolsa y le dije: «¡A la playa!» Cuando llegamos a la parte más alta de la duna me sorprendió ver a varias personas a la orilla del agua, con los perros sujetos por correas. ¿Qué era aquello? Yo había esperado encontrar a los perros corriendo a sus anchas, sin correas y en franca armonía comunitaria. «Acaba de pasar un subcomisario —me explicó el propietario de un perro—. Nos dijo que de ahora en adelante tenemos que cumplir la ordenanza de llevar los perros sujetos por las correas y que si los dejamos sueltos, nos multarán.» Al parecer yo había llegado demasiado tarde a la Playa de los Perros para disfrutar de sus sencillos placeres. La policía, instada sin duda por las fuerzas políticas relacionadas con la lucha contra los perros en las playas, ajustaba el cerco. Obedeciendo, caminé por la orilla llevando a
Marley
de la correa, al igual que los demás dueños de perros, y sintiendo que aquello se parecía más a hacer un ejercicio en el patio de una prisión que a pasear por una playa no regulada del sur de Florida.
Me dirigí con
Marley
hacia mi toalla y estaba echando agua de una cantimplora en un bol para que
Marley
bebiera cuando por las dunas apareció un hombre con el pecho descubierto, tatuado, que vestía tejanos cortados a tijeretazos y botas de trabajo y llevaba atado a una cadena gruesa un pit bull terrier musculoso y de aspecto feroz. Los pit bull son famosos por su agresividad, algo especialmente notorio durante esa época en el sur de Florida. Eran los perros preferidos de los miembros de bandas, gamberros y chicos duros, y a menudo los adiestraban para que fueran verdaderamente feroces. Los diarios estaban llenos de historias sobre ataques no provocados de pit bulls, algunos fatales, tanto a otros animales como a seres humanos. El dueño del pit bull debió de haber notado mi temor porque me gritó:
—¡No se preocupe!
Killer
es amistoso. Nunca se pelea con otros perros. —Yo estaba a punto de exhalar un suspiro de alivio cuando añadió, con evidente orgullo—: ¡Pero si lo viera destripar a un jabalí…! Créame, lo abate y le raja la panza en unos quince segundos.
Marley
y
Killer
, el Matajabalíes, tiraban de sus respectivas correas, se acercaban y se olían furiosamente.
Marley
nunca había tenido una pelea en toda su vida y era tanto más grande que la mayoría de los demás perros, que nunca se había visto intimidado por ninguno. Además, era tan pacífico que ni siquiera se enteraba cuando un perro intentaba iniciar una pelea y sólo reaccionaba saltando de manera juguetona, levantando la parte posterior y moviendo la cola y luciendo esa mueca tonta y feliz en la cara. Pero nunca lo había confrontado con un perro adiestrado para matar, un rajador de panzas de animales salvajes. Me imaginé a
Killer
lanzándose sin advertencia alguna al cuello de
Marley
y sin soltarlo. Pero el dueño de
Killer
no tenía la menor preocupación.
—A menos que sea un jabalí, lo único que hará es matarlo a uno a lametazos —dijo el hombre.
Le conté que había pasado la policía y que multarían al dueño del perro que desobedeciera la ordenanza de la correa.
—Supongo que han empezado a presionarnos —dije.
—¡A la mierda con eso! —gritó el hombre y echó un escupitajo sobre la arena—. Hace años que traigo a mis perros a esta playa. En la Playa de los Perros no hacen falta correas. ¡A la mierda con eso!
Y habiendo dicho eso, le quitó la cadena a
Killer
, que salió disparado hacia el agua.
Marley
empezó a dar vueltas, sentándose ocasionalmente, y a mirar a
Killer
y luego a mí. Después volvía a mirar a
Killer
y otra vez a mí. Sus patas, nerviosas, golpeaban sobre la arena y suspiraba dejando oír un suave quejido. Yo sabía lo que me habría preguntado. Miré hacia las dunas y comprobé que no había ningún agente a la vista. Miré a
Marley
. ¡Por favor! ¡Porfa! ¡Vamos! Me portaré bien. Lo prometo.
—Venga, déjelo ir —dijo el dueño de
Killer
—. Los perros no están hechos para pasarse la vida atados a una soga.
—Al diablo con todo —dije, y solté a
Marley
, que partió hacia el agua con la rapidez de un rayo, esparciendo arena a su paso.
Marley
cayó en el agua justo cuando rompía una gran ola que lo hundió. Un segundo después apareció su cabeza y en el mismo instante en que pudo ponerse de pie se abalanzó contra
Killer
el Matajabalíes. Juntos rodaron bajo la nueva ola y contuve el aliento, preguntándome si
Marley
no se habría propasado y
Killer
sería presa de un ataque de furia homicida contra los labradores retrievers. Pero cuando salieron del agua, movían las colas con alegría y hacían muecas con la boca.
Killer
se echó sobre el lomo de
Marley
, y éste sobre el de aquél, mordisqueándose juguetonamente los cuellos. Después se persiguieron por toda la playa, corriendo como locos al borde del agua y despidiendo chorros de agua hacia ambos lados. Saltaron, jugaron, bailaron, lucharon y se zambulleron en el agua. No creo haber visto ni antes ni después tanta dicha, y tan genuina. Los demás propietarios siguieron nuestros pasos y pronto hubo cerca de una docena de perros corriendo libremente por la playa. Todos los perros se entendían de maravilla, y los dueños respetábamos las reglas. Era la Playa de los Perros, tal como debía ser. Ésa era la verdadera Florida, prístina y libre, la Florida de una época y un lugar olvidados, más sencillos, inmunes a la marcha del progreso.
Sólo hubo un problema. A medida que avanzaba la mañana,
Marley
seguía lamiendo agua salada. Lo seguí con el bol de agua dulce y fresca, pero él estaba demasiado distraído para beberla. Varias veces lo llevé junto al bol y le metí la nariz en medio del agua, pero él se sacudía el agua del morro como si se tratase de vinagre, y no pensaba más que en volver a donde estaban
Killer
y sus otros amigos. De pronto vi a lo lejos que se detenía para beber aun más agua salada. «¡Deja de hacer eso, tonto! —le grité—. ¿No ves que vas a acabar….», y pasó lo que tenía que pasar antes de que yo pudiese acabar la frase. Se le enturbiaron los ojos y se oyó un terrible rugido que le subía desde las vísceras. Arqueó el cuerpo y abrió y cerró varias veces la boca, como si quisiera aclararse la garganta, y de pronto encogió los hombros, contrajo el estómago y yo me apresuré a acabar la frase: «… vomitando?»
No bien pronuncié la última palabra,
Marley
cumplió la profecía, cumpliendo así la máxima herejía en la Playa de los Perros. ¡GUAAAAC… AAAAJJJJ!
Corrí hacia él, para sacarlo del agua, pero llegué tarde, pues había empezado a largarlo todo. Vi que la comida que había ingerido la noche anterior flotaba ya sobre la superficie del agua, con casi el mismo aspecto que tenía antes de que se la comiera. Entre las bolitas de la comida de perro había granos de maíz que había robado de los platos de los chicos, la tapa de un bote de leche y la cabeza de un pequeño soldadito de plástico. El vómito no le llevó más de tres segundos y cuando sintió que tenía el estómago libre, recobró su alegría, como si no fuese a tener más síntomas, como si quisiese decir:
ahora que me he librado de eso, ¿quién quiere volver a revolcarse entre las olas?
Preocupado, miré a mi alrededor, pero nadie parecía haber notado nada. Los demás dueños de perros estaban ocupados vigilando sus propios animales, una mujer mostraba con ahínco a su hijito cómo hacer un castillo de arena y los pocos que tomaban el sol, estaban tumbados boca arriba, con los ojos cerrados.
¡Gracias a Dios!
Pensé, mientras me dirigía al lugar donde flotaban las evidencias del accidente y trataba de dispersarlas suavemente con los pies.
¡Qué embarazoso habría sido que lo vieran
…! Pero me dije que, después de todo, aunque habíamos violado técnicamente la regla número 1 de la Playa de los Perros, no le habíamos hecho mal a nadie. Sólo se trataba de un poco de comida mal digerida, que los peces agradecerían, ¿no? Incluso llegué a recoger la tapa de la botella y la cabeza del soldadito y me las metí en el bolsillo, para no dejar basura en el agua.