—¡Qué bien lo hemos pasado! —exclamó Jenny cuando íbamos andando hacia la puerta principal de nuestra casa.
Yo estaba a punto de convenir con ella cuando, de reojo, noté algo que no iba del todo bien. Miré la ventana que había junto a la puerta de entrada. Las persianas venecianas estaban cerradas, como siempre que salíamos, pero a unos quince centímetros del borde inferior de la ventana las tiras de metal estaban separadas por algo que asomaba entre ellas, algo negro, y húmedo, y pegado al vidrio.
—¿Qué diablos ha…? —dije—. ¿Cómo pudo…
Marley
…?
Cuando abrí la puerta vi al comité de recepción constituido por nuestro perro, que se contoneaba por todo el recibidor, más feliz que nunca por tenernos de vuelta en casa. Recorrimos toda la casa, registrando todas las habitaciones y los armarios empotrados en busca de algo que delatara la aventura de
Marley
durante nuestra ausencia. La casa estaba bien, sin destrozos a la vista. Jenny y yo llegamos juntos a la lavandería. La puerta de la jaula estaba abierta, tanto como la piedra de acceso a la tumba de Jesús en la mañana del día de Pascua. Era como si un cómplice secreto hubiese entrado en la casa y liberado a nuestro prisionero. Me hinqué junto a la jaula, para mirar con mayor detenimiento. Las barras de los dos cerrojos estaban corridas, dejando la puerta de la jaula abierta, y tenían trozos cubiertos de saliva —una pista significativa.
—Parece ser un trabajo de alguien de dentro —dije—. De alguna manera, el Houdini este salió de la Casa Grande a lametazo limpio.
—No puedo creerlo —dijo Jenny, tras lo cual soltó una palabrota.
Yo me alegré de que los chicos no estuvieran lo bastante cerca para oírla.
Siempre nos imaginamos que
Marley
era tan tonto como un alga, pero había sido lo bastante inteligente para utilizar su larga y fuerte lengua a través de los barrotes y mover las barras por sus carriles. Se había ganado la libertad a lametazos, y en las semanas siguientes repitió con facilidad el truco cuantas veces quiso. Nuestra prisión de máxima seguridad se había convertido en una casa de transición. Cuando salíamos, al volver a veces lo encontrábamos descansando plácidamente en la jaula y otras, esperándonos junto a la puerta principal. El encierro involuntario no era un concepto que
Marley
fuera a aceptar de patas cruzadas.
Lo que hicimos fue sujetar los cerrojos con gruesos cables eléctricos. La idea funcionó durante un tiempo, pero un día que amenazaba tormenta, cuando llegamos a casa encontramos abierta una esquina de la puerta de la jaula, como si lo hubieran hecho con un abrelatas, y a
Marley
aterrorizado, otra vez con las patas ensangrentadas, cogido por la parte de las costillas en el agujero, con la mitad del cuerpo dentro de la jaula y la otra mitad, fuera. Tras ese incidente, volví a cerrar el agujero como mejor pude y empezamos a sujetar con cables no sólo los cerrojos, sino también las cuatro esquinas de la puerta. Pronto tuve que reforzar con cables adicionales las cuatro esquinas de la jaula misma, ya que
Marley
seguía empleando toda su fuerza muscular para librarse del encierro. A los tres meses, la brillante e inexpugnable jaula de acero que habíamos comprado parecía haber sido blanco de un obús. Los barrotes estaban vencidos y torcidos, el armazón, roto, la puerta, desencajada, y los costados, abultados hacia fuera. Yo seguí reforzándola como mejor pude, y
Marley
siguió embistiéndola con impertérrita decisión. La sensación de seguridad que el adminículo nos había ofrecido, aunque falsa, había desaparecido por completo. Cada vez que salíamos, por corto que fuera el tiempo pasado fuera, nos preguntábamos si esa vez sería la que nuestro maniático prisionero saldría de su encierro y se dedicaría a destrozar un sofá, arrancar trozos de paredes y mordisquear puertas. Así acabó nuestra tranquilidad mental.
Así como yo no encajaba en el ambiente de Boca Ratón, tampoco
Marley
encajaba en él. En Boca había (y con seguridad, aún hay) una desproporcionada cantidad de los perros más pequeños, más chillones y más mimados del mundo entero, la clase de perros que el grupo de Bocahontas prefería como accesorios de moda. Eran unas preciosuras diminutas, adornadas a veces con lacitos entre el pelo, colonia en las nucas e incluso con las uñas pintadas, que se veían por los lugares más improbables: asomando el morro por un bolso de diseño, dormitando sobre la toalla de su ama en la playa y abriéndose paso para entrar en una cara casa de antigüedades, luciendo una correa tachonada de diamantes falsos. Pero donde mayormente se los veía era en coches como Lexus, Mercedes Benz y Jaguar, sentados en las faldas de sus amas, delante del volante. Esos perritos se parecían tanto a
Marley
como Grace Kelly a Gomer Pyle. Eran pequeñitos, sofisticados y de gustos especiales, mientras que
Marley
era grande, torpe y se dedicaba a oler genitales. Los mismos deseos que manifestaba él en integrarse en el círculo de ellos, los manifestaban ellos en no dejarlo entrar a formar parte de él.
Gracias a su reciente certificado de obediencia, a
Marley
podía manejárselo con bastante facilidad cuando salíamos a andar, pero si veía algo que le gustaba, no dudaba en lanzarse tras ello y mandar al diablo el peligro de estrangularse. Cuando salíamos a pasear por la ciudad, a su juicio valía la pena estrangularse por perseguir a los perros finos y ricos que encontrábamos. Cada vez que veía a uno, se lanzaba al galope en pos de un posible amigo, arrastrando a Jenny o a mí, cogidos del otro extremo de la correa, con lo cual ajustaba más la correa alrededor de su cuello y acababa jadeando y tosiendo. Y
Marley
siempre era rechazado, no sólo por los diminutos perros de Boca, sino por los propietarios de perros de Boca, que cogían en brazos a su
Fifi
, o
Suzi
o
Cheri
como si fueran a protegerlos de las fauces de un cocodrilo. Pero a
Marley
parecía no importarle esa actitud, ya que cuando aparecía otro miniperro, volvía a lanzarse hacia él como si nada. Yo, por ser un tipo que nunca supo encajar muy bien el rechazo de una posible cita, admiré la perseverancia de
Marley
.
Cenar fuera era una de las actividades importantes en la vida de Boca, y eran muchos los restaurantes en los que se podía comer al aire libre, sentados bajo palmeras cuyos troncos y hojas estaban salpicados de largos cables de lucecitas blancas. Eran lugares donde ver gente y ser visto, donde tomarse un
caffé latte
y charlar por los móviles, mientras los acompañantes se ponían de cara al cielo con miradas vacías. Los miniperros eran una parte importante del ambiente al aire libre. Los matrimonios los llevaban con ellos y ataban las correítas a las patas de las mesas de hierro, bajo las cuales los perritos se acurrucaban alegremente.
Y también había los que incluso se sentaban a la mesa, junto a sus amos, con la cabeza en alto, con gesto autoritario, como molestos por la falta de atención por parte de los camareros.
Un domingo por la tarde, Jenny y yo pensamos que sería agradable ir a uno de esos lugares a cenar con los chicos y
Marley
. «Cuando estés en Boca, haz lo que hacen los bocalitas», dije. Subimos todos a la camioneta y partimos hacia Mizner Park, el centro comercial construido al estilo de una
piazza
italiana, con amplias aceras e infinitas posibilidades de comer algo. Aparqué el coche y nos dirigimos a una de las aceras, donde subimos paseando a lo largo de unas tres manzanas y bajamos por la acera opuesta, viendo a todo el mundo y dejándonos ver por todos.
Y debimos de haber sido todo un espectáculo. Jenny había puesto a los niños en el cochecito doble, que podía haberse confundido con un carrito de mantenimiento, puesto que llevaba en la parte de atrás una parafernalia de las cosas que necesitan los niños pequeños, desde puré de manzanas hasta toallitas húmedas. Yo iba andando entre Jenny y
Marley
, a quien apenas podía contener, puesto que iba con las antenas desplegadas para localizar perros diminutos.
Marley
se mostraba más salvaje que de costumbre, como desbordado ante la posibilidad de acercarse a uno de esos miniperritos de pura raza que saltaban por allí, así que yo sujetaba con más fuerza que nunca la correa, y él llevaba la lengua afuera y jadeaba como una locomotora.
Por fin nos decidimos por un restaurante que, desde el punto de vista económico, tenía una de las cartas más accesibles del lugar. Deambulamos por el entorno hasta que quedó libre una mesa de la terraza; era perfecta, pues estaba a la sombra y tenía vistas a la fuente principal de la piazza, y además estábamos seguros de que era lo suficientemente pesada para sujetar a un excitable labrador de casi cincuenta kilos. Até el extremo de la correa de
Marley
a una de las patas y pedimos la bebida: dos cervezas y dos zumos de manzana.
—Por un día hermoso con mi hermosa familia —dijo Jenny, levantando el vaso a modo de brindis.
Estábamos haciendo sonar nuestras botellas de cerveza, mientras los chicos aplastaban sus vasos de cartón, cuando sucedió. De hecho, sucedió con tanta rapidez que no tuvimos tiempo de darnos cuenta de lo que estaba ocurriendo. Lo único que sé es que estábamos sentados a una mesa, en un bonito lugar al aire libre, cuando la mesa salió disparada, abriéndose paso por entre otras mesas, chocando contra testigos inocentes y haciendo un horrible ruido de enrejado industrial que perforaba los tímpanos al rozar las losas de cemento que formaban el suelo. Durante menos de un segundo, antes de que ninguno de los dos nos diéramos cuenta de lo que de verdad sucedía, nos pareció posible que la mesa tuviera vida propia y estuviera posesa, y que quisiera proteger a nuestra familia de invasores de Boca que no se limpiaban la boca y que, por supuesto, no pertenecían a ese ambiente. Pasado ese instante, vi que no era la mesa la que estaba posesa, sino nuestro perro.
Marley
ya estaba enfrente, lanzado hacia delante con toda su fuerza, con la correa tiesa como una cuerda de piano.
Un instante después, supe adónde se dirigía
Marley
, con mesa y todo. A unos ciento cincuenta metros, había en la acera un delicado caniche que, junto a su ama, olía el aire. Recuerdo que pensé:
¡Maldita sea! ¿Qué es lo que tiene con los caniches?
Jenny y yo permanecimos sentados, con los niños en sus sillitas, un minuto más en lo que podría haber sido nuestra tarde dominical perfecta e inmaculada, si no fuera porque nuestra mesa se había marchado por entre el gentío. Instantes después los dos salimos disparados en pos de
Marley
, disculpándonos con los clientes a medida que pasábamos junto a ellos. Fui el primero en llegar junto a la mesa que corría rozando el suelo de la piazza. Me agarré a la mesa, planté los pies con firmeza y me eché hacia atrás con toda mi fuerza. Pronto Jenny estuvo junto a mí, tirando también hacia atrás. Me sentí como los héroes de un acto en una película del Oeste, tirando del freno de un tren desbocado antes de que se saliera de las vías y se precipitara por un acantilado. En medio del caos, Jenny tuvo la entereza de girar la cabeza y gritar: «¡Enseguida regreso, chicos!»
¿Enseguida regreso?
Lo decía como si lo que nos pasaba fuera normal, como si lo hubiésemos esperado o planeado, como si hiciéramos cosas semejantes con frecuencia, como si de repente decidiésemos divertirnos dejando que
Marley
nos llevase, arrastrando una mesa, a dar una vuelta por toda la ciudad, para mirar los escaparates y regresar al punto de partida a tiempo para tomar el aperitivo.
Cuando por fin logramos sujetar la mesa y, de paso, a
Marley
, a menos de medio metro de distancia del caniche y de su mortificada propietaria, volví la cabeza para ver si los niños estaban bien, y fue entonces cuando vi las caras de mis colegas de cenas al aire libre. Era como una de esas escenas de los anuncios de la empresa financiera E. F. Hutton en que el bullicio de toda una muchedumbre se convierte en silencio para poder escuchar alguna palabra del consejo financiero. Los hombres, móviles en mano, habían interrumpido sus charlas telefónicas. Las mujeres nos miraban boquiabiertas. Los bocalitas no se lo podían creer. Fue Conor quien, deleitado, rompió por fin el silencio al gritar:
—¡
Waddy
ir paseo!
Se acercó rápidamente un camarero y me ayudó a llevar la mesa de vuelta a su lugar, mientras Jenny sujetaba con fuerza a
Marley
, todavía obsesionado con el objeto de sus deseos.
—Permítanme que les ponga la mesa de nuevo —dijo el camarero.
—No será necesario —dijo Jenny, como quien no quiere la cosa—. Tráiganos la cuenta, nos marchamos.
No fue mucho después de la excursión que habíamos hecho al lugar donde se acostumbra a cenar al aire libre en Boca, cuando encontré en la biblioteca un libro titulado
No hay perros malos
, escrito por la afamada entrenadora de perros Barbara Woodhouse. Como el título del libro implica, la autora compartía la creencia expresada con fervor por la primera instructora de
Marley
, doña Mandona: que el único obstáculo que había entre un perro incorregible y un perro grandioso era un amo, confundido, indeciso y sin voluntad. Woodhouse sostenía que el problema no radicaba en los perros, sino en la gente. Dicho eso, se describían en el libro, capítulo tras capítulo, algunos de los comportamientos caninos más insignes imaginables. Había perros que aullaban sin cesar, cavaban sin cesar, peleaban sin cesar, montaban perros sin cesar y mordían sin cesar. Había perros que odiaban a los hombres y perros que odiaban a las mujeres; perros que robaban a sus amos y perros que por celos atacaban a criaturas indefensas. Incluso había perros que comían sus propias heces.
Gracias a Dios, por lo menos
Marley
no se come sus propias
, pensé.
Mientras leía el libro, empecé a sentirme mejor respecto de nuestro retriever con taras. Nosotros habíamos llegado a la firme conclusión de que
Marley
era, sin duda alguna, el peor perro del mundo, pero me enteraba con alegría de que había una suerte de conductas horrorosas que él no tenía.
Marley
carecía de toda maldad, no ladraba mucho, no mordía, no montaba a otros perros, excepto cuando andaba tras alguna hembra que despertaba su instinto amoroso. Además, consideraba que todo el mundo era amigo suyo y, mejor aún, no comía nada escatológico ni se restregaba sobre eso. Y por encima de todo, me dije que no había perros malos, sino amos ineptos y despistados como Jenny y yo. Era culpa nuestra que
Marley
acabase siendo como era.