Cuando lo matriculé en la escuela de adiestramiento,
Marley
distaba ya mucho de ser el delincuente juvenil que era la vez anterior. Aunque seguía siendo tan salvaje como un jabato, por fin sabía que yo era el amo y él, el subordinado. Esta vez no se abalanzaría sobre otros perros (o, al menos, no sobre muchos), no atravesaría la pista corriendo como un loco ni se estamparía en las braguetas de hombres desconocidos. A lo largo de ocho sesiones a la semana, lo hice practicar las órdenes mientras lo sujetaba firmemente de la correa, y él cooperó con alegría o, mejor dicho, con júbilo. En la última sesión, la adiestradora —una mujer tranquila, que era la antítesis de doña Mandona— nos hizo dar un paso al frente y nos dijo: «Mostradnos lo que habéis logrado.»
Ordené a
Marley
que se sentase, y él obedeció de inmediato. Le ajusté el collar de adiestramiento en la parte más alta del cuello y, dándole un suave pero firme tironcito, le ordené que se pusiera a la par mía. Así trotamos a lo largo del aparcamiento y regresamos a nuestro lugar,
Marley
a mi lado, con sus hombros rozando mi pantorrilla, tal como decía el libro que debía ser. Volví a ordenarle que se sentara, me situé delante suyo y, señalándole la frente con el dedo de una mano, le di con voz calma la orden de que se quedase quieto y dejé caer la correa de la otra mano. Retrocedí varios pasos.
Marley
tenía fijos en mí sus ojos marrones, esperando la más ínfima señal de mi parte para poder moverse, pero se quedó quieto. Yo tracé andando un círculo de 360° a su alrededor. Él se contoneaba de pura excitación e intentaba girar la cabeza para observarme, pero no se movió. Cuando hube completado el círculo y me encontré nuevamente frente a él, por divertirme chasqueé los dedos y grité: «¡Un intruso!», tras lo cual
Marley
hizo un cuerpo a tierra de novela. La adiestradora se echó a reír, lo que era una buena señal. Le volví la espalda a
Marley
y me alejé unos metros. Podía sentir que los ojos de
Marley
me atravesaban la espalda, pero se mantuvo firme. Cuando me volví para enfrentarlo,
Marley
temblaba violentamente. El volcán estaba a punto de erupcionar. Entonces, abrí las piernas como hacen los pugilistas cuando anticipan un ataque y dije, tomándome mi tiempo entre palabra y palabra: «
Marley
… ¡ven!» Él se abalanzó hacia mí con toda su fuerza, y me preparé para el encontronazo, pero en el último momento eludí el impacto con un ágil movimiento.
Marley
pasó junto a mí como una bala, luego se giró y me atacó desde atrás con la nariz en alto.
Al terminar la sesión, la instructora nos llamó y nos entregó el diploma.
Marley
había aprobado el curso de obediencia básica con el puesto número siete de la clase. ¿Y qué si eran sólo ocho alumnos y el octavo era un bulldog psicópata que parecía decidido a no dejar pasar la primera oportunidad para liquidar a un ser humano? Para mí era válido.
Marley
, mi incorregible, indómito e indisciplinado perro había aprobado el curso. Me sentía tan orgulloso que me hubiera gustado gritar y lo cierto es que lo habría hecho si no fuese porque de repente
Marley
pegó un salto y se comió el diploma.
De camino a casa yo iba cantando «Somos los campeones» a voz en cuello.
Marley
, presintiendo mi dicha y mi orgullo, me metió la lengua en la oreja. Y por primera vez decidí que no me importaba que lo hiciera.
Pero aún quedaba una cuenta pendiente entre
Marley
y yo. Era indispensable que le quitase el peor de todos los hábitos: saltar encima de la gente. Y no le importaba si era un amigo o un desconocido, una criatura o un adulto, el que venía a leer el contador de la luz o el mensajero que traía paquetes.
Marley
los saludaba a todos de la misma manera: se lanzaba a todo tren, resbalaba por el suelo y cuando se aproximaba a la víctima, se ponía de pie, le apoyaba las patas delanteras en los hombros y le lamía la cara. Lo que había sido gracioso cuando era un cachorrito, era detestable e incluso terrorífico para quienes eran objeto de sus no incitadas manifestaciones de aprecio. Así había tirado al suelo a niños y a sorprendidos invitados, había ensuciado los vestidos y las camisas de varios amigos nuestros y casi había derribado a mi débil madre. Y a nadie le había gustado aquello. Yo había intentado infructuosamente quitarle el hábito utilizando técnicas corrientes de obediencia, pero él no entendía el mensaje, y entonces un experimentado propietario de perros a quien yo respetaba me dijo:
—Si quieres quitarle ese hábito, recíbelo con la rodilla en el pecho cada vez que te salta.
—No quiero hacerle daño —dije.
—No se lo harás. Unos buenos golpes con tu rodilla y te garantizo que dejará de saltar sobre ti.
Había llegado la hora del amor furioso.
Marley
tenía que reformarse o buscarse otro hogar. A la noche siguiente, cuando llegué del trabajo a casa, grité: «¡Estoy aquí!» Como de costumbre,
Marley
vino corriendo a recibirme. Patinó los últimos tres metros sobre el suelo de madera y luego levantó las patas para apoyarlas sobre mi pecho y lamerme la cara, pero cuando sentí sus pezuñas sobre mí, le di un toque con mi rodilla justo debajo de las costillas. Se quedó un instante sin aliento y cayó al suelo, desde donde me dirigió una mirada recriminatoria, a la vez que trataba de comprender qué podía haberme ocurrido. Se había pasado la vida saltando sobre mí, de modo que ¿a qué venía ese súbito ataque traicionero?
Repetí el castigo la noche siguiente.
Marley
saltó, lo detuve con la rodilla y él cayó al suelo tosiendo. Me sentí un poco cruel, pero si había de salvarlo de los anuncios clasificados, sabía que tenía que quitarle ese mal hábito. «Lo siento, tío», le dije, agachándome para que pudiera lamerme con las cuatro patas apoyadas sobre el suelo. «Es por tu bien.»
La tercera noche apareció cuando salía de una habitación y, a medida que se aproximaba, cogió la velocidad de siempre, pero al fin alteró su costumbre. En lugar de saltar sobre mí, mantuvo las patas sobre el suelo y se estrelló de cabeza contra mis rodillas, por lo que casi me tiró al suelo. Lo tomé como una victoria. «¡Lo has logrado,
Marley
! ¡Lo has hecho bien! ¡Buen chico! No saltaste…» Y me arrodillé para que pudiera lamerme sin arriesgarse a recibir otro golpe. El asunto me dejó impresionado.
Marley
había cedido ante la fuerza de la persuasión.
Así y todo, el problema no estaba solucionado por completo, ya que aunque dejara de saltar sobre mí, no había dejado de saltar sobre los demás. El perro era lo bastante inteligente para deducir que sólo yo constituía una amenaza y que podía seguir saltándole al resto de la humanidad con total impunidad. Era preciso que yo ampliara mi ofensiva y para hacerlo recurrí a un buen amigo mío del trabajo, un periodista llamado Jim Tolpin. Jim era un hombre cuya constitución sugería una cierta fragilidad, tenía modales delicados, una calva incipiente y llevaba gafas; su aspecto general recordaba al de una rata de biblioteca. Si había alguien que pudiera hacerle pensar a
Marley
que podía saltarle encima, ése era Jim. Un día le expuse el plan en la oficina. El iría a mi casa al salir del trabajo, tocaría el timbre y entraría. Cuando
Marley
le saltara encima para darle la bienvenida, Jim tendría que darle con fuerza. «No te andes con remilgos —le aconsejé—.
Marley
no entiende de sutilezas.»
La noche señalada, Jim tocó el timbre y abrió la puerta.
Marley
mordió el anzuelo, desde luego, y se lanzó hacia él corriendo, con las orejas echadas hacia atrás. Cuando pegó el salto para ponerse encima de Jim, éste tomó mi consejo al pie de la letra. Preocupado, al parecer, por mostrarse demasiado tímido, le dio un bestial rodillazo a
Marley
en el plexo solar, dejándolo sin respiración. El ruido del golpe se pudo oír en toda la habitación.
Marley
soltó un gemido, entornó los ojos y cayó al suelo.
—¡Por Dios, Jim! ¿Has estado estudiando kung fu? —dije.
—Me dijiste que se lo hiciera sentir —me respondió.
Y lo había logrado.
Marley
se puso de pie, recuperó la respiración y saludó a Jim como deben hacerlo los perros, con las cuatro patas sobre el suelo. Si
Marley
hubiese podido hablar, estoy seguro de que habría mandado a Jim a paseo. Lo cierto es que
Marley
nunca más saltó sobre nadie, al menos en mi presencia, y nadie volvió nunca más a darle un rodillazo en el pecho, ni en ninguna otra parte del cuerpo.
Una mañana, poco después de que
Marley
abandonase su hábito de saltar sobre la gente, me desperté y noté que había recuperado a mi mujer. Mi Jenny, la mujer que yo amaba y que había desaparecido en medio de una persistente neblina de melancolía, había regresado. La depresión posparto se esfumó con la misma rapidez con que había aparecido. Era como si le hubieran quitado los demonios por exorcismo. Sus demonios habían desaparecido, ¡y bendita era su desaparición! Jenny era fuerte, era optimista y no sólo lidiaba con todo como una joven madre de dos retoños, sino que estaba floreciente.
Marley
volvió a gozar de su preferencia y se encontró otra vez pisando tierra firme. Jenny, con un niño en cada brazo, se inclinaba para besar a
Marley
, jugaba con él arrojándole palos, le hacía salsa de carne con los sobrantes de las hamburguesas y bailaba por la habitación con él cuando en la radio ponían una canción que le gustaba. A veces, de noche, cuando
Marley
estaba tranquilo, solía encontrarla echada en el suelo, junto a él, con la cabeza apoyada en el cuello de
Marley
. Jenny había vuelto. ¡Gracias a Dios, había vuelto!
En la vida, algunas cosas son tan ridículas que no pueden ser más que verdaderas, así que cuando Jenny me llamó al trabajo para decirme que a
Marley
le hacían una audición para una película, supe que no podía estar inventándoselo. Pero aun así me costó creerlo.
—¿Una qué? —le pregunté.
—Una audición para un filme —me respondió.
—¿Quieres decir un filme, como…, una película?
—Sí, tonto, para una película. Y una película normal, no un corto —aclaró Jenny.
—¿
Marley
? ¿Un largometraje?
Y así seguimos un rato, mientras yo trataba de conciliar la imagen de nuestro cabezotas roedor de tablas de planchar con la imagen de un orgulloso sucesor de
Rintintín
en la pantalla, salvando niños de edificios en llamas.
—¿Nuestro
Marley
? —pregunté una vez más, a fin de estar completamente seguro.
Y era cierto. Una semana antes, el supervisor de Jenny en el Palm Beach Post la había llamado por teléfono y le había dicho que tenía una amiga que necesitaba que nosotros le hiciéramos un favor. La amiga era una fotógrafa local, llamada Colleen McGarr, que había sido contratada por una productora cinematográfica de Nueva York, la Shooting Gallery, para que los ayudara en una película que iban a rodar en Lake Worth, un pueblo cercano. El trabajo de Colleen consistía en encontrar una «familia típica del sur de Florida» y fotografiar a sus miembros de pies a cabeza y su casa, desde los estantes de libros hasta los armarios, pasando por los imanes de la nevera y lo que se le ocurriera, a fin de ayudar a los directores de la película a dotarla de realismo.
—Todos los del equipo son homosexuales —le dijo el supervisor a Jenny— y lo que hacen es tratar de imaginarse cómo viven por aquí los matrimonios con hijos.
—Una especie de estudio antropológico —dijo Jenny.
—Exacto.
—Bien —le dijo Jenny—. Con la condición de que no tenga que limpiar nada antes.
Colleen vino a casa y empezó a sacar fotos, y no sólo de nuestras posesiones, sino también de nosotros, a fin de registrar la forma de vestirnos, cómo nos peinábamos y cómo nos tumbábamos en el sofá. Fotografió los cepillos de dientes del cuarto de baño y los niños en sus respectivas cunas. También sacó fotos del perro eunuco del matrimonio típicamente heterosexual, o al menos lo intentó, ya que como ella misma observó, «el perro saldrá fuera de foco».
Marley
estaba encantado por participar en la sesión fotográfica. Desde que los niños habían invadido su terreno, el pobre buscaba afecto donde pudiera encontrarlo. Colleen podría haberlo manejado con un cayado y a él no le habría importado, mientras fuera objeto de atención. Como a Colleen le encantaban los animales grandes y no la intimidaban las lluvias de saliva, le brindó mucha atención, al extremo de echarse al suelo para luchar con él.
Mientras Colleen sacaba fotos por todas partes, yo no podía dejar de pensar en las posibilidades. No sólo nosotros aportábamos datos puros, de carácter antropológico, a los productores de la película, sino que también ellos nos brindaban la oportunidad de mostrar nuestras dotes artísticas. Yo me había enterado de que la mayoría de los actores secundarios y todos los extras serían contratados localmente. ¿Y qué pasaría si el director descubría a un actor nato entre los imanes de la nevera y los pósters de arte? En la vida sucedían cosas mucho más extrañas…
Podía imaginarme al director, que en mi fantasía se parecía mucho a Steven Spielberg, inclinado sobre una mesa cubierta por cientos de fotografías, mirando una tras otra y diciendo: «¡Basura, pura basura! Esto no sirve para nada», para de pronto detenerse en seco ante la foto de un tosco, pero sensible, típico macho heterosexual que desempeña sus funciones de padre de familia. El director pone el dedo sobre la foto y grita a su asistente: «¡Tráeme a este hombre! ¡Lo necesito para mi película!» Cuando por fin me encuentran, al principio yo me muestro humildemente tímido, pero acabo aceptando hacer el papel protagonista. Después de todo, el espectáculo debe continuar.
Al acabar su trabajo, Colleen nos agradeció que hubiéramos puesto nuestra casa a su disposición y se marchó, sin darnos razón alguna para que creyéramos que alguien relacionado con la película volviera a ponerse en contacto con nosotros. Habíamos cumplido con nuestro deber. Sin embargo, unos días después Jenny me llamó al trabajo y me dijo: «Acabo de hablar con Colleen McGarr, y NO te lo vas a creer…» No cabía duda alguna de que habían descubierto mi veta artística, por lo cual sentí que el corazón me palpitaba con fuerza.