Así las cosas, sólo fue por una cuestión de sentido común que Jenny y yo acabásemos viviendo en una casa situada en el centro mismo de Boca Ratón, a medio camino entre las mansiones del Este que se levantan al borde del agua y las presumidas comunidades protegidas que hay al Oeste (terreno que, como me deleitaba señalar a los residentes conscientes de los códigos postales, quedaba fuera de los límites de la ciudad perteneciente al condado libre de Palm Beach). Nuestro barrio estaba emplazado en una de las pocas zonas de clase media de la ciudad y a sus residentes les gustaba gastar bromas, no exentas de un cierto esnobismo, acerca de que estábamos situados en el lado equivocado de las dos vías del ferrocarril, una de las cuales definía el límite oriental y, la otra, el occidental. De noche, oíamos desde la cama el paso de los trenes de carga que iban y venían de Miami.
—¿Tú estás loca? —dije a Jenny—. ¡No podemos mudarnos a Boca! Me sacarán de allí en un abrir y cerrar de ojos. Pondrán mi cabeza sobre una bandeja cubierta de verduras orgánicas.
—¡Venga ya…! Otra vez exagerando… —comentó Jenny.
Mi diario, el
Sun-Sentinel
, era el que más se vendía en Boca Ratón, mucho más que el
Miami Herald
y el
Palm Beach Post
, e incluso que el
Boca Raton News
, de circulación local. Mis artículos se leían mucho en la ciudad y sus barrios occidentales y, debido a que mi foto aparecía al comienzo de mi columna, me reconocían con frecuencia. Por eso no creí que exagerase.
—Me despellejarán vivo y colgarán mi esqueleto delante de Tiffany’s —añadí.
Pero llevábamos meses buscando casa y aquélla era la que cumplía todos nuestros requisitos. Tenía el tamaño adecuado, el precio adecuado y estaba estratégicamente situada en el lugar adecuado: equidistante de las dos oficinas entre las cuales yo repartía mi tiempo. Las escuelas públicas eran tan buenas como las de cualquier otra zona del sur de Florida y, gracias a su superficialidad, Boca Ratón tenía un excelente sistema de parques, algunos de los cuales incluían las playas más prístinas sobre el océano de toda la zona metropolitana de Miami-Palm Beach. Con algo más que una ligera trepidación, di mi visto bueno a la compra de la casa. Me sentía como un agente no demasiado secreto que se infiltraba en el campamento enemigo. El bárbaro estaba a punto de pasar al otro lado del portal, el denostador de Boca que se dejaba caer para aguar la fiesta de Boca. ¿Quién podía culparlos porque no me quisieran?
Al poco tiempo de instalarnos allí, recorrí la ciudad con timidez, convencido de que todas las miradas recaían sobre mí. Me ardían las orejas porque me imaginaba que la gente murmuraba a mi paso. Tras escribir una columna en la que yo mismo me daba la bienvenida al barrio (mientras reconocía mi error) recibí varias cartas en las que me decían cosas por el estilo de «¿Primero criticas a nuestra ciudad y ahora vienes a vivir aquí? ¡Qué hipócrita sinvergüenza!» Tuve que admitir que tenían razón. Un fervoroso devoto de la ciudad que yo conocía del trabajo se sintió ansioso por enfrentarse conmigo, y lo hizo diciéndome: «Así que después de todo has decidido que Boca no es un lugar tan malo, ¿no? Los parques, las tasas de impuestos, las escuelas, las playas y la zonificación no son tan malos a la hora de decidirte a comprar una casa, ¿no es cierto?» Lo único que pude hacer fue bajar la cabeza y rendirme.
Sin embargo, pronto descubrí que a la mayoría de los vecinos, que al igual que yo vivían en el lado equivocado de las vías, les gustaban mis asaltos escritos sobre lo que uno de ellos llamó «los torpes y vulgares que hay entre nosotros». Pasó muy poco tiempo antes de que me sintiera como en casa en aquel lugar.
La casa que compramos había sido construida en los años setenta. Era de una sola planta, con cuatro dormitorios y el doble de espacio de la anterior, pero sin el menor encanto. No obstante, el potencial estaba allí y poco a poco fuimos dejando en ella nuestra impronta. Hicimos quitar la alfombra de pared a pared e instalar suelos de roble en el salón y de baldosas italianas en el resto de la casa. Sustituimos las desagradables puertas correderas de vidrio y en su lugar hicimos poner puertas de madera con vidrios pequeños, y en poco tiempo convertí el desangelado jardín delantero en un jardín tropical lleno de jengibres, plantas musáceas y flores de la pasión, de las que bebían tanto las mariposas como quienes pasaban por delante.
Las dos mejores características de nuestra casa nueva no tenían nada que ver con la casa en sí. La primera consistía en que en el frente, desde la ventana del salón podía verse el parquecito público en el que bajo unos pinos de gran altura había una zona destinada a juegos infantiles, un lugar que nuestros niños adoraban. La segunda, es que en el jardín trasero, justo al pasar por las nuevas puertas de madera y cristalitos, había una piscina. No habíamos querido tener una piscina, pues nos preocupaba la seguridad de nuestros hijitos, tanto que Jenny sugirió que la rellenasen de tierra, ante el estupor del agente inmobiliario que nos vendió la casa. Lo primero que hicimos el día que nos mudamos fue vallarla con una cerca de un metro veinte de altura, que bien podía haberse empleado en una prisión de máxima seguridad. Patrick y Conor, que por entonces tenían tres años y uno y medio, respectivamente, empezaron a moverse en el agua como si fuesen delfines. El parque se convirtió en una prolongación de nuestro jardín trasero y la piscina, en una prolongación de la estación suave que tanto nos gustaba. Pronto descubrimos que tener una piscina en el sur de Florida era lo que marcaba la diferencia entre soportar los meses de calor y disfrutarlos de verdad.
A nadie fascinaba tanto nuestro jardín trasero como a nuestro perro de aguas, ese orgulloso descendiente de los retrievers de los pescadores que hollaban las aguas costeras de Terranova. Si la puerta de la valla estaba abierta,
Marley
arrancaba a correr desde el cuarto de estar, tocaba con las patas sobre el patio de ladrillos que había al salir por la puerta de cristales y de allí volaba hasta caer de panza en el agua de la piscina, con lo que producía un géiser que lanzaba agua por encima del seto vivo. Nadar con
Marley
era una aventura peligrosa, algo similar a nadar junto a un barco de pasajeros. Solía presentarse de golpe, volando con las cuatro patas listas para acuatizar. Al verlo venir, uno esperaba que cambiase de rumbo en el último momento, pero él hacía caso omiso de eso. Sencillamente caía sobre uno y además pugnaba por treparse encima. Si por casualidad uno sólo tenía la cabeza fuera del agua, él la pisaba hasta sumergirla. «¿Es que me parezco a un muelle?», solía decirle yo mientras lo acunaba en mis brazos para permitirle que recobrase el aliento, mientras él movía las patas, como si tuviese puesto el piloto automático, y me lamía la cara.
Lo que no tenía nuestra casa nueva era un búnker a prueba de
Marley
. En nuestra casa anterior, el garaje de cemento para un coche era prácticamente indestructible y, además, tenía dos ventanas, lo que lo mantenía a una temperatura tolerable incluso en pleno verano, pero aunque la casa de Boca tenía un garaje para dos coches, no era adecuado para que
Marley
o ninguna otra criatura sobreviviese cuando la temperatura superaba con creces los cuarenta grados. El garaje no tenía ventanas y el calor que hacía en él era insoportable. Además, no era de cemento, sino de madera tratada, material que
Marley
ya había demostrado que podía pulverizar cuando quisiera, y más entonces, cuando sus ataques de pánico empeoraban a pesar de los tranquilizantes.
La primera vez que lo dejamos solo en casa lo pusimos en el lavadero, junto a la cocina, con una manta y un gran bol de agua. Horas después, cuando regresamos encontramos que había roído la puerta. El daño no era gran cosa, pero acabábamos de hipotecar nuestras vidas por los treinta años siguientes para comprar esa casa, y yo sabía que eso no sentaría bien. A modo de comentario sugerí:
—Quizá se esté habituando a su nuevo entorno.
—No hay una sola nube en el cielo —observó Jenny con escepticismo—. ¿Qué pasará cuando tengamos la primera tormenta?
Lo descubrimos la siguiente vez que lo dejamos solo. Cuando oímos la descarga eléctrica, decidimos regresar de inmediato a casa, pero ya era demasiado tarde. Jenny iba unos cuantos pasos por delante y cuando abrió la puerta del lavadero se detuvo en seco y murmuró:
—¡Oh, Dios mío…! —Lo dijo tal como lo diría alguien que encontrase un cadáver colgando de una araña—.
¡Oh…, Dios… mío! —repitió.
Yo miré por encima de su hombro, y lo que vi era más feo de lo que esperaba.
Marley
estaba de pie, jadeando como un loco, y le sangraban las patas y la boca. Había mechones de pelo de
Marley
por todas partes, como si el susto por los truenos le hubiese hecho perder trozos de pelambre. El daño era mucho mayor que el que nunca había hecho, lo cual ya era mucho decir. Había hecho un agujero en la pared a mordisco pelado, dejando el montante al descubierto, trozos de yeso y astillas de madera por todos lados, junto con clavos torcidos.
Además, había cables eléctricos al aire y restos de sangre sobre el suelo y las paredes. Parecía el escenario de un asesinato con pistola.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Jenny por tercera vez.
—¡Oh, Dios mío! —repetí yo. Eso era todo lo que podíamos decir.
Tras pasar varios minutos mirando los destrozos en medio de un profundo silencio, dije:
—Puedo arreglar todo esto. Todo tiene arreglo. —Jenny me lanzó una mirada feroz; ya conocía los arreglos que yo hacía—. Llamaré a un especialista y lo haré arreglar —dije—. Ni siquiera intentaré arreglar esto por mi cuenta.
Di a
Marley
una de las pastillas tranquilizantes y, para mis adentros, me puse a pensar con preocupación si este último ataque no volvería a poner a Jenny en la misma tesitura que había tenido después de que naciera Conor, aunque al parecer hacía tiempo que había superado esa depresión. Respecto de este nuevo percance se mostró sorprendentemente filosófica.
—Unos cuantos cientos de dólares y la cosa quedará como nueva —dijo con voz alegre.
—Eso es lo mismo que yo pensaba —dije—. Daré unas conferencias más para ganar el dinero extra. Con eso pagaremos esto.
Minutos después,
Marley
empezaba a aflojarse. Los párpados le pesaban y se le veían los ojos enrojecidos, como le pasaba cuando le hacían efecto los tranquilizantes. El pobre daba la impresión de que debía asistir a un concierto de los Grateful Dead. Yo detestaba verlo así, siempre lo detesté, por eso me resistía a sedarlo, pero las pastillas lo ayudaban a pasar mejor los momentos de terror, de ese miedo mortal que sólo existía en su mente. Si
Marley
hubiese sido humano, lo habría declarado un psicópata redomado, pues tenía delirios, era paranoico y estaba convencido de que una oscura fuerza malévola bajaba del cielo para llevárselo. Mientras la pastilla iba haciéndole efecto, se echó sobre la alfombrita que había frente al fregadero de la cocina y, enroscándose, lanzó un suspiro profundo. Me arrodillé junto a él y, acariciándole el pelo ensangrentado, le dije: «Vaya, perrito mío. ¿Qué voy a hacer contigo?» Sin levantar la cabeza, me miró con esos ojos inyectados en sangre, los ojos más tristes que yo haya visto en mi vida, y se quedó mirándome. Fue como si tratara de decirme algo, algo importante que necesitaba que yo entendiera. «Lo sé. Sé que no puedes evitarlo», le dije.
Al día siguiente, fuimos con Jenny y los chicos a la tienda de animales y compramos una jaula gigantesca. Las tenían de todos los tamaños y cuando describí a
Marley
, el empleado nos condujo hasta donde tenían la más grande de todas. Estaba hecha de una reja de acero pesado y tenía dos cerraduras de bloqueo que mantenían la puerta cerrada por completo y el suelo también era de metal pesado. Ésa era nuestra respuesta al problema de
Marley
: un Alcatraz portátil propio. Conor y Patrick se metieron dentro y yo eché los dos cerrojos, encerrándolos durante un momento.
—¿Qué os parece, chicos? ¿Será suficiente para contener a nuestro Superperro? —les pregunté.
Conor jugueteó con la puerta de la jaula y luego se aferró a las rejas, como un preso veterano, y dijo:
—Yo preso.
—¡Waddy va a ser nuestro prisionero! —aclaró Patrick, encantado con la idea.
Cuando volvimos a casa, pusimos la jaula junto a la lavadora. El Alcatraz portátil ocupaba casi la mitad del lavadero. «¡Ven,
Marley
!», dije cuando acabé de montar la jaula. Eché un bizcocho para perros dentro y él se abalanzó gustoso para cogerlo. Cerré la puerta y eché los cerrojos mientras él comía su bizcocho, sin soñar siquiera con la nueva experiencia que estaba a punto de vivir, la que en los círculos de la salud mental se conoce como «encierro involuntario.»
«Éste será tu nuevo hogar cuando nosotros no estemos en casa», le dije con alegría.
Marley
se mostraba contento, sin la más ínfima señal de preocupación en su cara y, de pronto, se acostó y lanzó un suspiro.
—Una buena señal —le dije a Jenny—. Una señal muy buena.
Esa noche decidimos probar la unidad de máxima seguridad de nuestro perro. Esta vez ni siquiera tuve que atraer a
Marley
ofreciéndole un bizcocho. Sencillamente abrí la puerta de la jaula, lo llamé con un silbido y
Marley
se metió en la jaula, golpeando los barrotes con la cola.
—Sé un buen chico,
Marley
—dije.
Mientras ayudábamos a los niños a subir a la camioneta para ir a cenar afuera, Jenny dijo:
—¿Sabes qué?
—¿Qué?
—Desde que tenemos a
Marley
, ésta es la primera vez que no me voy con un malestar en el estómago por dejarlo solo en casa. Hasta hoy no me di cuenta de lo mucho que eso me pesaba.
—Sé lo que se siente —dije—. Era como un juego de adivinanzas: «¿Qué destruirá nuestro perro hoy?»
—Algo así como: «¿Cuánto nos costará ir al cine esta noche?»
—Era como la ruleta rusa —dije.
—Creo que la compra de esa jaula va a ser la mejor inversión que hayamos hecho —dijo Jenny.
—Debimos de haberlo hecho hace mucho tiempo —comenté yo—. La tranquilidad mental no tiene precio.
Cenamos muy bien y luego fuimos a dar un paseo por la playa, mientras se ponía el sol. Los chicos jugaban al borde del agua, salpicándose, corrían tras las gaviotas y echaban manojos de arena al mar. Jenny estaba relajada de forma poco característica en ella. Saber que
Marley
estaba seguro, dentro de Alcatraz, incapaz de destrozar nada ni de hacerse daño a sí mismo, era un bálsamo.