—¿Qué diablos le has hecho?
—¿Qué quieres decir con eso de qué le he hecho? El crío está estupendo.
Y mirando a Patrick, añadí:
—¿No es cierto, cariño?
—¡Dadá! ¡Luuuuuz!
—¡La ropa! —exclamó Jenny— ¿Cómo cuernos…?
Y entonces caí; vi lo que estaba mal con el pelele. Patrick tenía los gordos muslos embutidos en las mangas —tan apretados que debió de haber estado a punto de cortársele la circulación—, el cuello volcado le colgaba como una ubre entre las piernas, la cabeza le asomaba por entre los corchetes de la bragueta abierta y los bracitos se perdían en las abultadas perneras. Aquello era todo un espectáculo.
—¡Cómo la has pifiado…! —dijo Jenny—. Se lo has puesto completamente al revés.
—Eso es lo que tú crees —respondí.
Pero la cosa había tocado fondo. Jenny empezó a llamarme a casa a cada rato, desde el hospital, y dos días después mi dulce y querida tía Anita, una enfermera retirada que había llegado a Estados Unidos desde Irlanda cuando era adolescente y vivía ahora en el otro extremo del estado, se presentó como por arte de magia, maleta en mano, y alegremente comenzó a restaurar el orden en la casa. Las Reglas del Soltero pasaron a la historia.
Cuando finalmente los médicos le dieron el alta a Jenny, lo hicieron con la condición de que siguiera sus órdenes al pie de la letra. Si quería tener un bebé sano, debía guardar cama y, aun así, moverse lo menos posible. Para lo único que podía levantarse era para ir al cuarto de baño, donde podía darse una ducha al día y regresar de inmediato a la cama. No podía hacer nada, ni cocinar, ni cambiar pañales, ni salir hasta el buzón a buscar la correspondencia, ni levantar nada más pesado que el cepillo de dientes, lo cual descartaba coger en brazos a su hijo, una estipulación que casi la mató de pena. Tenía que guardar cama, hacer reposo absoluto, sin excepción alguna. Los médicos habían logrado detener el parto incipiente y su objetivo era mantenerlo así hasta al menos las doce semanas siguientes. Para entonces, el bebé ya tendría treinta y cinco semanas y, aunque diminuto, estaría plenamente formado y podría enfrentarse al mundo en sus propios términos. Todo ello implicaba que había que mantener a Jenny tan quieta como un glaciar. La tía Anita, bendita sea su alma caritativa, se instaló con nosotros para aguantar el chubasco.
Marley
estaba encantado porque tenía alguien más con quien jugar, además de que se encargó de instruir a la tía para que le abriese el grifo del baño.
Un día vino a casa una enfermera del hospital e insertó a Jenny un catéter en el muslo, y sujetó a la pierna la pequeña bomba que, movida por una batería, filtraba en la corriente sanguínea unos medicamentos que inhibían el parto. Como si eso no fuese suficiente, enchufó a Jenny a un sistema de monitorización que parecía un artilugio de tortura: una especie de tazón lleno de cables que se metían en el teléfono. El tazón se sujetaba al vientre de Jenny con una banda elástica y registraba los latidos del bebé y cualquier contracción que se produjera y los enviaba vía telefónica tres veces al día a una enfermera que observaba los datos para percatarse de inmediato de cualquier problema que pudiera surgir. Fui a la librería y volví con una pequeña fortuna invertida en material de lectura que Jenny devoró en los tres días siguientes. Aunque la pobre trataba de mantenerse animada, el aburrimiento, el tedio, la incertidumbre de cada hora acerca del estado de su bebé no nato, conspiraban para desanimarla. Pero lo peor de todo era su condición de flamante mamá que no podía coger en brazos a su hijito de quince meses, no podía acudir en su ayuda, ni consolarlo ni besarlo cuando estuviera triste. Yo solía ponérselo a su lado, sobre la cama, donde Patrick le cogía el cabello y le metía los dedos en la boca, mientras señalaba la lámpara y decía: «Mamá…, ¡luuuuuz!» Eso hacía reír a Jenny, pero no era lo mismo. Poco a poco, la pobre iba enloqueciendo.
Su constante compañero fue, desde luego,
Marley
. Él se instaló sobre el suelo, junto a ella, y se rodeó de una variada serie de juguetes y huesos para morder, no fuera cosa que a Jenny se le ocurriese levantarse y ponerse a jugar con él. Y allí estaba
Marley
, de vigilia día y noche. Cuando yo volvía del trabajo, encontraba a tía Anita en la cocina, preparando la cena, con Patrick junto a ella, sentado en su balancín, y en el dormitorio, a
Marley
, de pie junto a la cama, con la quijada sobre el colchón, la cola en frenético movimiento, y el hocico metido en el cuello de Jenny, que leía, o dormitaba o miraba al techo, con el brazo apoyado en el lomo del perro. Yo le marcaba en el calendario cada uno de los días que pasaban con la idea de que ella pudiera seguir el transcurso del tiempo, pero eso sólo sirvió para recordarle la lentitud con que pasaba cada minuto, cada hora. A algunas personas les atrae el hecho de pasar sus días tumbados, sin hacer nada, pero Jenny no era así. Ella había nacido para el ajetreo, y la quietud forzada la deprimía de manera imperceptible, pero un poco más cada día. Era como un marinero en medio de una zona en calma, que espera con creciente desesperación que haya la más mínima brisa para hinchar las velas y poder continuar el viaje. Yo trataba de alentarla, diciéndole cosas como: «Dentro de un año nos acordaremos de estos momentos y nos echaremos a reír», pero me daba cuenta de que una parte de ella se me iba de las manos. Algunos días, Jenny tenía la mirada perdida.
Cuando le faltaba todavía un mes de reposo absoluto, la tía Anita hizo la maleta y se despidió con sendos besos. Se había quedado el máximo posible; en realidad había postergado su partida en varias ocasiones, pero en su casa tenía un marido que, según decía sólo a medias en broma, era posible que se tornase salvaje de tanto alimentarse a base de comidas congeladas y mirar el canal de los deportes. Así las cosas, otra vez tuvimos que bastarnos por nosotros mismos.
Hice lo que pude para mantener el barco a flote, levantándome temprano para bañar y vestir a Patrick, darle de comer avena y puré de zanahorias, y llevarlo, junto con
Marley
, a dar un paseo, aunque fuera corto. Después, de camino al trabajo, dejaba a Patrick en la casa de Sandy y lo recogía por la noche. A mediodía iba a casa a hacerle el almuerzo a Jenny, llevarle la correspondencia —que constituía su momento diario de alegría—, jugar un ratito con
Marley
y recoger la casa, que poco a poco iba adquiriendo una pátina de descuido. El césped estaba sin cortar, la colada sin hacer y la mosquitera del porche de atrás tenía un agujero que había hecho
Marley
cuando lo atravesó al salir disparado tras una ardilla, al más puro estilo de un dibujo animado. El trozo de mosquitera desgarrada, que se movía con la brisa, se convirtió de hecho en una puerta vaivén para perros que permitía que
Marley
saliera y entrara de la casa a sus anchas durante las largas horas que estaba a solas con la postrada Jenny. «Ya lo arreglaré —le prometí a Jenny—. Lo tengo en la lista de tareas.» Pero aun así notaba el desánimo en su mirada. Le implicaba un esfuerzo enorme no saltar de la cama y poner la casa en orden en un abrir y cerrar de ojos. Yo hacía las compras después de acostar a Patrick, por lo que a veces me encontraba recorriendo los pasillos del supermercado a medianoche. Sobrevivimos gracias a las comidas preparadas, los cereales y las latas de pasta. El diario íntimo que yo llevaba años escribiendo con toda fidelidad, quedó repentinamente truncado. No tenía tiempo para escribir y, menos aún, energía. La última anotación leía: «En estos momentos, la vida me resulta un poco sobrecogedora.»
Un día, cuando nos aproximábamos a la semana treinta y siete del embarazo de Jenny, se presentó la enfermera del hospital y dijo: «Felicidades, chica, lo has logrado. Ahora vuelves a ser libre.» Desenchufó el gotero, le quitó el catéter, envolvió el monitor fetal y repasó las órdenes que había escrito el médico. Jenny podía retomar su vida normal con entera libertad; sin restricciones, sin medicamentos, e incluso con sexo. El bebé ya podía nacer cuando quisiera. El parto se produciría cuando tuviera que producirse. «Divertíos —dijo la mujer—. Os lo merecéis.»
Jenny se dedicó a aupar a Patrick y a jugar con
Marley
en el jardín trasero, y, por supuesto, a limpiar la casa de arriba abajo. Esa noche salimos a celebrarlo. Fuimos a cenar a un restaurante hindú y a ver un espectáculo en el club local de comedias. Al día siguiente continuamos las celebraciones comiendo en un restaurante griego, pero antes de que nos sirvieran el primer plato, Jenny estaba de parto. Las contracciones habían comenzado la noche anterior, cuando comía cordero al curry, pero no les había hecho caso; no iba a permitir que unas pocas contracciones le arruinaran una bien ganada noche de fiesta. Sin embargo, las de ahora eran tan fuertes, que Jenny apenas si podía respirar. Nos marchamos a casa de inmediato, donde Sandy cuidaba de Patrick y vigilaba a
Marley
. Jenny se quedó en el coche, jadeando para aliviar el dolor, mientras yo recogía la pequeña maleta con sus cosas. Cuando llegamos a la habitación del hospital, la dilatación del útero rondaba los siete centímetros. Menos de una hora después, yo tenía en brazos a mi segundo hijo. Jenny le contó los dedos de las manos y los pies. El bebé tenía los ojos abiertos, con una mirada alerta, y las mejillas sonrosadas.
—Lo ha logrado —dijo el doctor Sherman a Jenny—. El bebé es perfecto.
Conor Richard Grogan nació con dos kilos seiscientos cincuenta gramos el 10 de octubre de 1993. Yo estaba tan contento que ni siquiera me molestó la cruel ironía de que esta vez que nos habían asignado una de las suites de lujo apenas si tenía tiempo de disfrutarla. Si el parto hubiera sido un poco más rápido, Jenny habría dado a luz en el aparcamiento de la gasolinera Texaco. Yo no tenía ni tiempo de echarme en el sofá destinado al papá.
Teniendo en cuenta lo que habíamos pasado para que nuestro hijo viniera al mundo sano, pensábamos que su nacimiento era un acontecimiento, aunque no tan importante como para que se presentaran los periodistas de los medios locales. Sin embargo, bajo nuestra ventana podía verse en el aparcamiento una serie de camionetas de los equipos de la televisión, con sus antenas parabólicas apuntando al cielo. Podía ver a los periodistas con sus micrófonos haciendo las pruebas delante de las cámaras.
—Han venido los
paparazzi
a verte, ¿sabes cariño? —le dije a Jenny.
Una enfermera que estaba en la habitación atendiendo al bebé dijo:
—¿Han visto qué casualidad? Donald Trump está aquí mismo.
—¿Donald Trump? —pregunté—. No sabía que estuviera embarazado.
Varios años antes, cuando el magnate de los negocios inmobiliarios se había mudado a West Palm Beach, instalándose en la enorme mansión de Marjorie Merriweather Post, la extinta reina de los cereales, había suscitado una gran conmoción. La propiedad se llamaba Mar-a-Lago y, tal como su nombre implicaba, se extendía a lo largo de diecisiete acres desde el océano Atlántico hasta el Intracoastal Waterway, con cancha de golf de nueve hoyos incluida. Desde el final de nuestra calle podíamos ver, al otro lado del canal, la mansión de cincuenta y ocho dormitorios cuyas agujas de estilo morisco se elevaban por encima de las palmeras. Los Trump y los Grogan éramos prácticamente vecinos.
Encendí la televisión y me enteré de que El Donald y su amiga Marla Maples eran los orgullosos padres de una niña, adecuadamente llamada Tiffany, que había nacido poco después de que Jenny diera a luz a Conor.
—Un día tendremos que invitarlos a jugar —dijo Jenny.
Desde la ventana vimos cómo se arracimaban los periodistas para ver a los Trump cuando salieran del hospital con su flamante bebé, de camino a su mansión. Marla sonreía con recato, al tiempo que ponía al bebé frente a las cámaras, mientras Donald saludaba con la mano y guiñaba un ojo. «¡Me siento estupendamente bien!», dijo ante las cámaras, tras lo cual partieron en un coche con chófer.
A la mañana siguiente, cuando nos tocó el turno de marcharnos a casa, una jubilada que hacía trabajos voluntarios en el hospital llevó a Jenny y a Conor en una silla de ruedas hasta la puerta del hospital. No había ni periodistas ni cámaras, ni camionetas con parabólicas, ni contundentes mordacidades, ni entrevistas en vivo. Éramos sólo nosotros y la voluntaria. Pero yo, aunque nadie me lo preguntara, también me sentía estupendamente bien. Donald Trump no era el único que no cabía en sí de orgullo por sus descendientes.
La voluntaria esperó con Jenny y el bebé a que yo regresara con el coche y lo estacionara junto al bordillo. Antes de poner a mi flamante hijito en su asiento infantil y sujetarlo con el cinturón de seguridad, lo levanté por encima de mi cabeza para que todo el mundo pudiera verlo, no fuera cosa que alguien estuviera mirando, y dije:
—Conor Grogan, eres tan especial como Tiffany Trump… Y que nunca se te olvide.
Éstos deberían de haber sido los días más felices de mi vida y, en ciertos aspectos, lo fueron. Teníamos dos hijos, uno que empezaba a andar y otro recién nacido, que se llevaban diecisiete meses. La dicha que nos aportaron fue profunda, pero las tinieblas que se habían adueñado de Jenny durante los meses de reclusión forzosa en la cama persistían. Unas semanas estaba bien y emprendía con alegría la responsabilidad de tener dos criaturas que dependían de ella por completo, pero otras, sin previo aviso, se tornaba lúgubre y se mostraba derrotada, como si la rodeara una niebla de melancolía que no se disipaba en días. Los dos estábamos agotados y faltos de sueño. Patrick aún nos despertaba al menos una vez cada noche y Conor, muchas más. Rara vez podíamos dormir durante más de dos horas seguidas. Algunas noches, cuando acudíamos con los ojos vidriosos a atender respectivamente a los bebés, parecíamos zombis. Nos levantábamos a medianoche, a las dos de la mañana, luego a las tres y media y por último a las cinco. Después salía el sol y con él nacía otro día, que nos traía renovadas esperanzas y un agotamiento devastador a medida que cumplíamos el ciclo de quehaceres cotidiano. Del pasillo venía la voz dulce y alegre de Patrick que estaba despierto del todo «¡Mamá! ¡Papá! ¡Luuuuuz!» y, por mucho que deseáramos que no fuera así, sabíamos que lo que habíamos dormido, por poco que fuera, era todo lo que íbamos a dormir hasta la noche siguiente. Empecé a hacer el café cada vez más fuerte y a presentarme en el trabajo con las camisas arrugadas y rastros de babas de los chicos en la corbata. Una mañana, en la sala de prensa, vi que me miraba fijamente la joven y atractiva asistente de los artículos editoriales. Halagado, le sonreí.
¡Vaya, podré ser padre de dos niños, pero las mujeres aún me miran!
Y entonces ella dijo: