—¿Crees tú que hemos acabado con los malditos bichitos?
—Creo que sí —dijo.
Nuestro múltiple ataque a las pulgas de la casa de la calle Churchill, 345 fue un éxito clamoroso. Todos los días revisábamos la piel de
Marley
. Le escudriñábamos la piel entre los dedos, debajo de las orejas y la cola, a lo largo del vientre y de cuanto lugar nos resultaba accesible, y no pudimos encontrar ni una sola pulga. Después registrábamos las alfombras, los sillones, el sofá, los bordes de las cortinas, el césped, y nada. Habíamos aniquilado al enemigo.
Unas semanas después, estábamos en la cama, leyendo, cuando de pronto Jenny dijo:
—Lo más probable es que no sea nada.
—¿Qué es lo que probablemente no es nada? —pregunté, medio ausente y sin quitar los ojos del libro.
—No me ha venido la regla.
Le dediqué toda mi atención.
—¿La regla? ¿Se trata de eso? —pregunté, girando la cabeza para mirarla.
—A veces pasa. Pero se me ha retrasado más de una semana. Y, además, me he sentido un poco rara.
—¿Cómo de rara?
—Como si tuviera una gripe o algo que me atacase la parte baja del vientre. Las otras noches bebí un sorbo de vino en la cena y creí que iba a vomitar.
—A ti no te pasan esas cosas.
—Sólo pensar en el alcohol me da náuseas.
Yo no pensaba mencionárselo, pero últimamente también estaba un poco irritable.
—¿Crees que…? —empecé a decir.
—No lo sé. ¿A ti qué te parece?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—He estado a punto de no decirte nada —dijo Jenny—. Por las dudas, ¿sabes? No quiero que nos traiga mala suerte.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo importante que eso era para ella, y también para mí. Sin saber cómo, nos había llegado la hora de ser padres; estábamos listos para tener un hijo. Nos quedamos tendidos en la cama sin decir nada durante un largo rato, mirando al techo.
—No nos vamos a dormir nunca —dije por fin.
—Me mata el suspenso —reconoció Jenny.
—Venga, vístete —le dije—. Vamos a la farmacia a comprar un test de embarazo.
Nos pusimos pantalones cortos y camisetas y abrimos la puerta principal con
Marley
corriendo delante nuestro, dichoso ante la perspectiva de salir a pasear en el coche por la noche. Daba saltos de alegría junto a nuestro pequeño Toyota Tercel, temblaba, babeaba y jadeaba totalmente fuera de sí mientras esperaba el momento en que yo abriría la puerta del asiento de atrás.
—¡Jesús! Como si el padre fuera él… —dije.
Cuando abrí la puerta trasera se lanzó al asiento con tanto entusiasmo que, sin tocarlo, fue a dar con la cabeza contra la ventanilla del otro lado, al parecer sin hacerse daño.
La farmacia estaba abierta hasta la medianoche y yo me quedé en el coche con
Marley
, mientras Jenny entraba a todo tren. Hay una serie de cosas que no están hechas para que las compren los hombres, y los test de embarazo parecían estar a la cabeza de ellas.
Marley
se paseaba por el asiento de atrás, gimiendo, con los ojos fijos en la entrada de la farmacia. Tal como por su naturaleza hacía siempre que estaba nervioso, que era casi todo el tiempo que pasaba despierto, jadeaba y babeaba mucho.
—¡Siéntate, por Dios! ¿Qué crees que va a hacer Jenny? ¿Huir de nosotros por la puerta de atrás?
Me respondió sacudiendo el cuerpo y rociándome con su baba y un montón de pelos sueltos. Ya nos habíamos acostumbrado a los modales de
Marley
en el coche, así que sobre el asiento de adelante siempre teníamos a mano un toallón de baño que yo usaba para limpiarme y repasar el interior del coche.
—Quédate tranquilo. Estoy casi seguro de que piensa regresar —le dije.
Cinco minutos después Jenny entraba en el coche con una bolsita en la mano. Cuando salíamos del aparcamiento,
Marley
pasó los hombros por entre los dos asientos de nuestro cochecito y, apoyando las patas delanteras en la consola del centro, quedó ubicado con la nariz tocando el espejo retrovisor. Cada vez que girábamos,
Marley
perdía el equilibrio y caía con el pecho sobre el freno de mano y, tras cada caída, sin desconcertarse y más feliz que nunca, volvía a encaramarse hasta alcanzar su posición original.
Pocos minutos después estábamos en el cuarto de baño de casa, con el contenido de la cajita que había costado 8,99 dólares puesto junto a la pila. Leí las instrucciones en voz alta.
—Vale —exclamé—. Dice que su precisión es de un noventa y nueve por ciento. Lo primero que tienes que hacer es pis en este recipiente. —El paso siguiente consistía en poner una tirita de plástico en la orina y, después, en un frasquito con una solución que venía en la caja—. Hay que esperar cinco minutos —dije—. Después hay que poner la tirita en una segunda solución durante quince minutos.
Si entonces se pone de color azul, ¡estarás oficialmente embarazada, cariño!
Controlamos los primeros cinco minutos. Después, Jenny dejó la tirita en el segundo frasquito y dijo:
—No puedo quedarme aquí a mirarlo.
Fuimos al salón y hablamos del tiempo, como si estuviésemos esperando que sucediera algo de tan poca importancia como que hirviera el agua de la tetera.
—¿Y qué pasó con los Dolphins? —pregunté. Pero el corazón me latía con fuerza y empezaba a sentir una especie de miedo nervioso que me subía del estómago. Si la prueba resultaba negativa, Jenny se vendría abajo. Y empezaba a pensar que quizá también yo. Transcurrió una eternidad y por fin sonó el reloj—. Vamos a ver —dije—. Pero, pase lo que pase, sabes que te quiero
Entré en el baño y saqué la tirita del frasco. No cabía duda alguna, estaba azul, azul como el mar más profundo, un azul oscuro e intenso, un azul que no podía confundirse con ningún otro color.
—Felicidades, cariño —dije.
—¡Oh, Dios mío! —fue todo lo que pudo decir antes de refugiarse en mis brazos.
Nos quedamos abrazados junto al lavamanos, con los ojos cerrados, hasta que poco a poco me di cuenta de que sucedía algo a nuestros pies. Bajé la vista y allí estaba
Marley
, contoneándose, sacudiendo la cabeza y golpeando la cola contra la puerta del armario de la ropa blanca con tal fuerza que temí que la partiera. Cuando me agaché para acariciarlo, me rehuyó y empezó el Mambo de
Marley
, lo que sólo podía significar una cosa.
«¿Qué es lo que tienes ahora en la boca?» pregunté, y me lancé tras él.
Marley
se dirigió al salón, donde se escabulló cada vez que estaba a punto de cogerlo. Cuando finalmente lo acorralé y le abrí la boca, no logré ver nada, sin embargo al mirar con más detenimiento noté que había algo al fondo de su lengua, a punto de seguir viaje por su garganta y perderse para siempre. Era algo delgado, largo y chato, y tan azul como el mar más profundo. Metí la mano en sus fauces y saqué la tirita del test del embarazo. «Lamento decepcionarte, chaval, pero esto va a ir a parar al álbum de los recuerdos», le dije.
Jenny y yo rompimos a reír, y estuvimos un buen rato riéndonos. Nos divertimos mucho especulando con lo que podía pasarle por esa cabezota suya, cosas como:
Vaya, si destruyo la evidencia, quizá se olviden de este infortunado episodio y así no tendré que compartir mi castillo con un intruso
.
De repente, Jenny cogió a
Marley
de las patas delanteras y una vez que lo tuvo de pie, se puso a bailar con él por todo el salón.
«¡Vas a ser tío&heliip;!», cantaba Jenny.
Marley
respondió como le era característico: acercó su cara a la de Jenny y le plantó la lengua grande y húmeda en plena boca.
Al día siguiente, Jenny me llamó al trabajo. Las palabras le salían a borbotones. Acababa de visitar al médico, quien había confirmado de manera oficial los resultados de la prueba hogareña.
—Dice que todo está listo y bien —comentó.
La noche anterior, habíamos consultado el calendario para tratar de fijar el día de la concepción. Jenny temía que ya estuviera embarazada unas semanas antes, cuando nos habíamos dedicado frenéticamente a erradicar los bichitos. Haberse expuesto a todos esos pesticidas no podía ser bueno, ¿no es cierto? Consultó el asunto con el médico, pero éste le dijo que probablemente no le había hecho daño alguno, pero le aconsejó que no volviera a hacerlo. Le prescribió vitaminas prenatales y le dijo que quería volver a verla al cabo de tres semanas para hacerle una ecografía, un proceso de visión electrónica que nos ofrecería la primera visión del pequeño feto que crecía en el vientre de Jenny.
—Me dijo que no dejásemos de llevar una cinta de vídeo —dijo Jenny—, porque así podremos guardar una copia para la posteridad.
A fin de no olvidarme, lo anoté en el calendario que tenía sobre mi escritorio
Los oriundos del sur de Florida dicen que allí hay cuatro estaciones. Aunque reconocen que los cambios son muy sutiles, insisten de todos modos en que son cuatro estaciones diferentes. Pues no hay que creerles. Sólo hay dos: la cálida y seca y la tórrida y húmeda. Fue en torno al brusco cambio de la primera a la segunda cuando nos dimos cuenta un día de que nuestro perro había dejado de ser un cachorro. Con la misma rapidez con que el invierno se había convertido en verano,
Marley
se había convertido en un adolescente larguirucho. Había cumplido los cinco meses de vida y ya no le quedaban pliegues en la piel forrada de pelo amarillento que le cubría el cuerpo de exagerado tamaño. Sus enormes garras ya no parecían tan cómicamente fuera de proporción, sus afiladísimos dientes infantiles habían dado paso a unos dientes y colmillos imponentes que podían destruir de unas pocas dentelladas un disco volador o un flamante zapato de piel. Su ladrido se había hecho más hondo, por lo que sonaba intimidatorio, y cuando se erguía sobre sus patas traseras, algo que hacía con frecuencia, moviéndose como el oso bailarín de un circo ruso, podía apoyar sus patas delanteras sobre mis hombros y quedar con la cabeza a la altura de la mía, para mirarme directamente a los ojos.
Cuando el veterinario lo vio por primera vez, lanzó un silbido y dijo: «Pues sí que van a tener un crío de gran tamaño.»
Y tuvo razón.
Marley
se convirtió en un espécimen tan guapo que me vi obligado a señalar a la dubitativa Jenny que el nombre oficial que yo había escogido no le iba nada mal.
Grogan’s Majestic Marley of Churchill
, además de vivir en la calle Churchill, era la viva imagen de lo majestuoso. De hecho, lo era cuando dejaba de tratar de morderse la cola. A veces, después de haber consumido hasta el último gramo de nerviosa energía que le corría por el cuerpo, se echaba sobre la alfombra persa del salón a tomar el sol que se filtraba por entre las tablillas de la persiana. Con la cabeza levantada, la nariz lustrosa y las patas cruzadas ante sí, nos traía a la mente la imagen de una esfinge egipcia.
Y nosotros no fuimos los únicos en notar la transformación de
Marley
. Por las miradas que le echaban los extraños y la forma en que retrocedían cuando él se dirigía hacia ellos, supimos que ya no lo consideraban un inocente cachorro, sino algo temible.
La puerta principal de nuestra casa tenía a la altura de los ojos una ventanita oblonga, de diez por veinte centímetros. Como
Marley
se desvivía por las visitas, cuando alguien llamaba a la puerta salía disparado hacia el recibidor, resbalando sobre el suelo de madera y arrugando alfombras a su paso, hasta darse contra la puerta con un ruido sordo. Entonces se erguía sobre las patas traseras y, lanzando gañidos, apoyaba la cara en la pequeña ventana para mirar a los ojos de quien estuviera al otro lado de la puerta. Para
Marley
, que se consideraba destinado a dar la bienvenida a cuanto individuo llegara al barrio, esos encuentros le eran una enorme alegría, pero para quienes vendían artículos puerta a puerta, para los carteros y para quienes no lo conocieran eran como si
Cujo
se hubiese escapado de la novela de Stephen King y lo único que los separase de una despiadada paliza fuera nuestra puerta de madera. Más de un extraño, después de llamar a la puerta y ver la cara de
Marley
que lo miraba sin dejar de ladrar, retrocedía hasta la mitad del camino de entrada y esperaba a que saliéramos a atenderlo Jenny o yo.
Pronto descubrimos que eso no era del todo malo.
Nuestro barrio era lo que los planificadores urbanos denominan cambiante. Construido en las décadas de 1940-1950, e inicialmente poblado por jubilados y gente mayor que, procedente de las regiones norteñas, procuraban pasar en Florida los meses de invierno, empezó a animarse cuando se murieron los propietarios y los sustituyó un nutrido grupo de gente variopinta y de familias de clase obrera que alquilaban las casas. Cuando nosotros fuimos a vivir allí, el barrio estaba otra vez en transición, pero esta vez eran gays, artistas y jóvenes profesionales los que se habían sentido atraídos por la cercanía del agua y el estilo arquitectónico de las casas.
Nuestra manzana actuaba como una suerte de amortiguador entre la dura autovía de South Dixie y las lujosas mansiones que había a la orilla del canal. La South Dixie había sido originalmente la Nacional 1, que recorría la costa este de Florida y servía como acceso principal a Miami, antes de que se construyera la autopista interestatal. Constaba de cinco vías cocidas por el sol, dos en cada dirección y una compartida en el centro para los giros a la izquierda, a cuyos lados había una variedad increíble y un tanto deteriorada de tiendas baratas, gasolineras, puestos de frutas, casas de empeño, cafeterías corrientes y moteles de una época pasada.
El barrio nos parecía seguro, aunque había rumores sobre su lado oscuro. Las herramientas que uno dejara en el jardín desaparecían de forma misteriosa y, durante un raro episodio de frío invernal, alguien me robó todos los troncos de madera para la chimenea que yo había apilado a un lado de la casa. Un domingo que desayunábamos en nuestra cafetería preferida, sentados a la mesa de siempre que había frente a una ventana, Jenny señaló el agujero hecho por una bala en la luna del cristal que había justo por encima de nuestras cabezas y dijo, con sequedad: «Eso no estaba ahí la última vez que estuvimos.»
Una mañana, cuando yo estaba a punto de ir al trabajo, vi que en la cuneta había un hombre tirado, con las manos y la cara ensangrentadas. Aparqué y fui hacia él, creyendo que lo había atropellado un coche, pero cuando me acerqué sentí el fuerte olor a alcohol y orina. Empezamos a hablar y me di cuenta de que estaba borracho. Llamé a la ambulancia y me quedé a esperarla junto a él, pero cuando llegaron los sanitarios, el hombre se negó a que lo trataran. Mientras los sanitarios y yo lo mirábamos, el hombre salió dando tumbos rumbo a la tienda de bebidas alcohólicas.