En ocasiones en que llevaba algo en la boca, yo solía decirle: «Vaya, ¿y ahora qué tienes?» Y al tiempo que me acercaba a él, empezaba a eludirme, pavoneándose por toda la habitación, meneando las caderas, agitando la cabeza de arriba abajo como hace una potra al gañir, tan fascinado con su premio prohibido que no podía contenerse. Cuando por fin podía acorralarlo y abrirle las fauces, siempre encontraba algo en ellas, siempre había algo que había cogido en la basura o en el suelo o, a medida que creció, de la propia mesa del comedor. Sus fauces eran, a veces, como un terreno baldío, donde podía haber desde toallas de papel hasta pañuelos de papel usados, pasando por el albarán del supermercado, corchos de vino, piezas de ajedrez y tapas de botellas. Un día le abrí la boca y vi que, pegado al paladar, tenía el cheque con que me habían pagado el sueldo.
A las pocas semanas nos costaba recordar lo que había sido nuestra vida sin nuestro nuevo huésped y pronto caímos en una rutina. Todas las mañanas, antes de tomar la primera taza de café, yo lo llevaba a dar un rápido paseo hasta el canal. Después del desayuno, pero antes de ducharme, recorría el jardín de atrás, pala en mano para enterrar en la arena que había en el fondo del terreno las minas que él dejaba desperdigadas. Jenny se marchaba al trabajo antes de las nueve, pero yo rara vez lo hacía antes de las diez, encerrando antes a
Marley
en su búnker con un bol de agua fresca, un montón de juguetes y mi alegre recomendación: «¡Pórtate bien,
Marley
!» A las doce y media, Jenny regresaba a casa a comer y aprovechaba para dar a
Marley
su comida y jugar con él a la pelota en el jardín hasta que el animal estaba agotado. Durante las primeras semanas, también hacía una escapada a casa a media tarde, para dejarlo salir a hacer sus necesidades. Después de cenar solíamos ir andando con él hasta el canal y luego paseábamos por la orilla, desde donde podían verse a la luz del ocaso los yates de Palm Beach que allí descansaban.
Lo más probable es que
pasear
no sea el término adecuado para describir lo que hacíamos con él, puesto que
Marley
lo hacía a la velocidad de una locomotora a toda marcha. Se lanzaba hacia delante, tirando con todas sus fuerzas de la correa, por lo que casi siempre estaba a punto de asfixiarse. Lo hacíamos retroceder tirando de la misma pero él nos obligaba a adelantarnos tirando también de la correa. Nosotros tironeábamos de un extremo y él tironeaba del otro, tosiendo como un fumador empedernido porque la correa le apretaba el cuello hasta casi estrangularlo. Se movía sin cesar de izquierda a derecha, dirigiéndose a todos los buzones y los arbustos, oliéndolo todo, jadeando y meando sin llegar a detenerse del todo, por lo que solía mojarse él más que la escogida diana. Describía círculos alrededor de nuestros tobillos y de pronto se lanzaba hacia delante, con lo cual más de una vez estuvimos a punto de caernos. Cuando se acercaba otra persona acompañada de un perro,
Marley
se lanzaba hacia ellos, desbordante de alegría, y cuando se le acababa la correa levantaba las manos en el aire, desesperado por entablar alguna amistad. «¡Sí que parece gozar de la vida…!», comentó un hombre que paseaba con su perro al ver las manifestaciones de
Marley
. Poco más podía añadirse a ese comentario para describir a nuestra mascota.
Como
Marley
aún era lo bastante pequeño, todavía le ganábamos las batallas de los tirones, pero con el transcurso de las semanas notábamos cómo cambiaba el equilibrio de poder. Era obvio que no faltaba mucho tiempo para que tuviera más fuerza que cualquiera de nosotros dos. Jenny y yo sabíamos que teníamos que frenarlo y enseñarle a detenerse, antes de que nos arrastrase hacia unas muertes humillantes bajo las ruedas de un coche en movimiento. Unos amigos nuestros, que era veteranos propietarios de perros, nos aconsejaron que no nos precipitásemos a enseñarle obediencia. «Es demasiado pronto —dijo uno de ellos—. Disfrutad de su infancia mientras podáis. Pronto habrá pasado y entonces podréis tomaros el entrenamiento con seriedad.»
Y eso fue lo que hicimos, aunque ello no implica que le dejáramos hacer lo que le diera la gana. Establecimos unas normas y no cejamos en nuestro empeño de hacérselas cumplir. Le estaba terminantemente prohibido subirse a las camas y los sillones y beber agua de la taza del baño, oler braguetas y masticar las patas de las sillas eran ofensas punibles, aunque al parecer prefería el regaño a dejar de hacerlo. No, se convirtió en nuestra palabra predilecta. Tratamos de que obedeciera las órdenes básicas —ven, quieto, siéntate, échate— con limitado éxito.
Marley
era joven y nervioso, y tenía la atención de un alga y la volatilidad de la nitroglicerina. Era tan excitable, que cualquier acto le producía un exuberante ataque de cabriolas y carreras de pared a pared. Aunque no nos dimos cuenta hasta pasados unos años,
Marley
manifestó pronto esa condición que posteriormente se acuñaría para describir el comportamiento de miles de escolares difíciles de controlar, porque parece que tienen hormigas en el culo. Nuestra mascota era un caso de manual, de trastorno de hiperactividad con déficit de atención.
Pero pese a todas sus travesuras,
Marley
desempeñaba un papel importante en nuestro hogar y en nuestra relación. Gracias a su propia indefensión, le demostraba a Jenny que podía lidiar con ese asunto de la crianza.
Marley
ya llevaba varias semanas al cuidado de Jenny, y ella no sólo todavía no lo había matado, sino que, por el contrario, el perro crecía de maravilla. A veces jugábamos, en broma, con la idea de empezar a escatimarle alimentos, a fin de detener su crecimiento y reducir sus niveles de energía.
Yo seguía sorprendido ante la transformación de Jenny, que pasó de ser una fría y cruel asesina de plantas a una tierna madre de cachorro. Y creo que también ella estaba un poco sorprendida, pero lo llevaba en la sangre. Un día
Marley
empezó a tener dificultad para respirar. Antes de que yo acabase de darme cuenta de que estaba en peligro, Jenny ya estaba junto a él. Le abrió la boca con una mano y le metió la otra hasta el fondo de la garganta y al instante sacó una bola grande de papel de celofán, cubierta de saliva, que le obstruía el paso del aire. Gajes del oficio… Sacudiendo la cabeza,
Marley
tosió por última vez, meneó la cola contra la pared y miró a Jenny con una cara que decía:
¿Podemos repetirlo?
A medida que nos sentimos más cómodos con el nuevo miembro de nuestra familia, también nos sentimos más cómodos al hablar de incrementarla de otras maneras. A las semanas de haber traído a
Marley
a vivir con nosotros, convinimos en que dejaríamos de usar anticonceptivos. Eso no quiere decir que hubiéramos decidido que Jenny se quedara embarazada, puesto que habría sido un paso muy decidido para dos personas que habían dedicado sus vidas a ser lo menos decisivas posible. Lo que más bien hicimos fue dejar de tratar de que no quedase embarazada. Ambos reconocimos que la lógica era retorcida, pero de alguna manera nos hacía sentir mejor. Así no había presión. De hecho, no había ninguna presión. No tratábamos de tener un hijo, sino que dejábamos que sucediera lo que tuviera que suceder, es decir, que la naturaleza siguiera su curso y todo eso, como aquello de
lo que será, será
.
A decir verdad, estábamos aterrorizados. Teníamos varios matrimonios amigos que llevaban meses, incluso años, tratando de concebir sin suerte alguna y que poco a poco habían hecho pública su lamentable desesperación. En las cenas solían hablar de sus visitas a los médicos, del recuento de espermatozoides y del control de los ciclos menstruales, para disgusto de quienes compartían mesa con ellos. Y es que, ¿qué podíamos decir?, como no fueran cosas por el estilo de «creo que el recuento de tus espermatozoides es muy bueno…». El asunto era insoportable, por lo doloroso, y Jenny y yo estábamos muertos de miedo ante la posibilidad de acabar como ellos.
Jenny había tenido varios episodios de endometriosis antes de casarnos y le habían hecho una laparoscopia para quitarle tejido muerto de las trompas de Falopio, cosas que no contribuían a la fertilidad. Pero más problemático era el secreto que guardábamos de nuestro pasado. Durante los primeros días de ciega pasión de nuestra relación, cuando el deseo anulaba todo cuanto se pareciese al sentido común, habíamos echado todas las precauciones junto a la ropa que se apilaba en un rincón y habíamos practicado el sexo con un abandono temerario, sin contraceptivo alguno. Y no una vez, sino muchas veces. Había sido algo increíblemente idiota y, pensando en ello varios años después, deberíamos besar el suelo que pisábamos en agradecimiento a que nos hubiésemos librado milagrosamente de un embarazo indeseado. En lugar de ello, lo único en lo que los dos podíamos pensar era en:
¿Qué nos pasa? No es posible que una pareja normal haya fornicado tanto sin protección alguna y se haya salido con la suya
. Estábamos convencidos de que el embarazo no iba a ser tarea fácil.
Dadas las circunstancias, así como nuestros amigos hablaban de los planes que tenían para concebir, nosotros guardábamos silencio al respecto. Lo que Jenny haría sería sencillamente poner la prescripción de las píldoras anticonceptivas en el armario de las medicinas y olvidarse de ella. Si acababa quedando embarazada, ¡fantástico! De lo contrario, en realidad no estábamos intentando que se quedara, ¿no?
En West Palm Beach, el invierno es una gloriosa época del año por sus noches frescas y sus días cálidos y soleados. Después de aguantar el verano insufriblemente largo y tórrido, que pasábamos protegidos por el aire acondicionado o yendo de una sombra de árbol a otra para eludir el sol justiciero, el invierno era el momento de celebrar el lado amable de las tierras subtropicales. Comíamos siempre en el porche de atrás, todas las mañanas hacíamos zumo de naranjas frescas que recogíamos de nuestro naranjo, cultivábamos hierbas y unas cuantas tomateras junto a la casa y cortábamos hibiscos del tamaño de platillos para ponerlos a flotar en boles de agua que teníamos sobre la mesa del comedor. De noche, dormíamos con las ventanas abiertas, acariciados por el aire con olor a gardenias que entraba por ellas.
Uno de esos espléndidos días de finales de marzo, Jenny invitó a una compañera de trabajo a que la visitase con su basset hound llamado
Buddy
, para que jugara con
Marley
.
Buddy
era un perro rescatado de una residencia canina y tenía la cara más triste que yo haya visto jamás. Dejamos a los dos perros sueltos en el jardín del fondo para que se familiarizaran uno con el otro. El bueno de
Buddy
no sabía qué hacer con ese perro amarillo dotado de una inagotable energía que no dejaba de moverse, que pasaba junto a él como un rayo o que corría describiendo círculos alrededor suyo, pero se lo tomó con buen humor y acabó jugando con
Marley
durante casi una hora, tras lo cual cayeron ambos exhaustos a la sombra del mango.
Pocos días después
Marley
empezó a rascarse sin cesar. Lo hacía con tanto empeño, que temimos que se hiriese. Jenny se puso de cuclillas y empezó a realizar una de sus inspecciones de rutina, metiendo los dedos entre la pelambre y apartándole los pelos para ver qué tenía sobre la piel. Pocos segundos después, gritó: «¡Maldita sea! Mira esto…» Miré por encima del hombro de Jenny al lugar en el que había apartado los pelos de
Marley
y pude ver un punto negro que se movía, buscando cobijo. Extendimos a
Marley
sobre el suelo cuan largo era y nos pusimos a revisarle toda la piel, sin dejar ni un solo milímetro inexplorado.
Marley
estaba fascinado con esa doble atención y jadeaba de felicidad, golpeando el suelo con su cola. Las había por donde mirásemos, ¡pulgas!, y batallones de ellas. Las tenía entre los dedos de las patas, bajo el collar y escondidas dentro de las orejas caídas. Aunque fueran lo bastante lentas como para poder cogerlas, que no lo eran, había demasiadas para siquiera pensar en quitárselas a mano.
Habíamos oído hablar de los problemas legendarios que había en Florida con las pulgas y las garrapatas. Como no había temperaturas de congelamiento, ni siquiera heladas, las poblaciones de insectos nunca acababan de diezmarse, sino que florecían en el ambiente cálido y húmedo. Éste era el lugar donde incluso en las millonarias mansiones emplazadas a lo largo del océano, en Palm Beach, había cucarachas. Jenny estaba espantada: su cachorro estaba cubierto de bichos. Desde luego culpamos a
Buddy
del asunto, aunque no teníamos prueba fehaciente alguna en qué basarnos. Jenny, que se imaginaba que no sólo el perro estaba lleno de bichos, sino que también la casa entera, cogió las llaves del coche y se marchó.
Media hora después regresó con una bolsa llena de suficientes productos químicos como para crear nuestro propio sitio Superfund
[5]
. Había en ella jabones contra las pulgas, polvos contra las pulgas, pulverizadores contra las pulgas, espumas contra las pulgas y ungüentos contra las pulgas. También había un pesticida para el césped, que el hombre que se lo vendió le aconsejó utilizar si queríamos que las hijas de la gran madre pulga perdiesen la batalla. Había asimismo un peine de diseño especial para quitar las liendres.
Saqué del fondo de la bolsa la factura de la compra, la miré y exclamé:
—¡Por Dios, cariño…! Con este dinero podríamos haber alquilado las máquinas de fumigación de cultivos.
A mi mujer eso le importó un bledo. Volvía a tener el espíritu asesino, aunque esta vez para proteger a quienes amaba, y su decisión era irrevocable. Se abocó a la tarea con furia. Primero lavó a
Marley
con jabones especiales, frotándole el cuerpo en el fregadero del cuarto de lavar, y después mezcló el ungüento, que según noté tenía el mismo producto químico que el insecticida para el césped, se lo aplicó al perro hasta saturarlo, cubriéndole hasta el último milímetro cuadrado de piel. Mientras
Marley
se secaba en el garaje, que olía como una planta de la compañía Dow Chemical en miniatura, Jenny pasaba la aspiradora con fuerza inaudita por todas partes: suelos, paredes, alfombras, cortinas, sillones. Después se dedicó a pulverizar. Al tiempo que ella rociaba el interior con el matapulgas, yo rociaba el exterior. Cuando finalmente terminamos, le pregunté: