Miré a Jenny y vi que tenía la cara empapada de lágrimas, pero esta vez eran lágrimas de risa. No podría haberla divertido más, aunque hubiera traído una banda de mariachis para brindarle una serenata privada. Así las cosas, lo único que pude hacer fue reírme yo también.
—¡Vaya con el perro…! —dije entre dientes.
—De todos modos, nunca me gustaron mucho los claveles —dijo ella.
Marley
estaba tan feliz viendo que todo el mundo estaba contento y risueño que se puso a bailar sobre las patas traseras.
A la mañana siguiente me despertó el sol, cuyos rayos atravesaban las ramas del árbol de pimienta de Brasil y se esparcían sobre la cama. Miré el reloj y vi que eran las ocho. Mi esposa dormía tranquila, respirando a un ritmo lento y profundo. Le besé el cabello, rodeé su cintura con mi brazo y volví a cerrar los ojos.
Marley
no había cumplido seis meses cuando lo inscribimos para que tomara clases de obediencia. ¡Dios sabía cuánto las necesitaba! Pese al prodigioso hecho de recoger los palos aquel día en la playa, como estudiante se mostraba osado, obtuso, salvaje y constantemente distraído, víctima de su imponderable energía y nerviosismo. Tanto es así, que empezamos a pensar que no era como otros perros. Como dijo mi padre tras un breve intento de
Marley
de tener relaciones sexuales con la rodilla de él: «Este perro tiene un tornillo flojo.» Era evidente que necesitábamos ayuda profesional.
El veterinario nos habló de un club local de adiestramiento de perros que los martes por la noche ofrecía clases de obediencia básica en el aparcamiento que había detrás de la fábrica de armamentos. Los entrenadores eran voluntarios del club, unos aficionados serios que probablemente ya habían logrado que sus propios perros alcanzaran altas cotas en cuanto a la modificación de comportamientos. El curso constaba de ocho clases y costaba cincuenta dólares, cifra que nos pareció una ganga, especialmente cuando considerábamos que
Marley
podía destrozar cincuenta dólares de zapatos en treinta segundos, y el club casi garantizaba que, al término del curso, nos iríamos a casa con el próximo gran Lassie. Cuando fuimos a registrarlo, conocimos a la que había de ser la maestra, una entrenadora seca y seria que era partidaria de la teoría de que no había ningún perro incorregible, sino amos débiles y desventurados.
Su opinión pareció quedar corroborada en la primera clase. Antes de que acabáramos de bajarnos del coche,
Marley
vio los perros que estaban reunidos con sus amos en el centro del aparcamiento. ¡Había una fiesta! Así pensó
Marley
, y se lanzó a toda carrera con la correa colgando tras de sí. Empezó a oler las partes privadas de un perro tras otro, mientras echaba sus meaditas y salpicaba el aire de saliva. Para
Marley
, aquello era un festival del olfato —¡tantos genitales y tan poco tiempo…!— y aprovechaba el momento, tomando sólo la precaución de estar unos pasos delante de mí para que no pudiera cogerlo. Cada vez que estaba a punto de hacerlo, salía disparado. Finalmente lo tuve a una distancia razonable y, pegando un salto gigantesco, caí con los dos pies sobre su correa. Así, se detuvo tan de golpe que por un momento temí haberle partido la nuca. Pero dio marcha atrás y quedó boca arriba, se contoneó un poco y me miró con la serena expresión del adicto a la heroína, después de haber tomado su dosis.
Mientras tanto, la instructora nos dirigía una mirada que no podría haber sido tan acusatoria si yo hubiera decidido quitarme la ropa y bailar desnudo allí mismo.
—A vuestro lugar, por favor —dijo con sequedad, pero, cuando vio que tanto Jenny como yo llevábamos a
Marley
a su puesto, añadió—: Tendrán que decidir cuál de los dos será el entrenador. —Empecé a explicarle que los dos queríamos participar de modo que cualquiera pudiera hacerle hacer los ejercicios en casa, pero me interrumpió de forma tajante—: Un perro sólo puede tener un amo.
Comencé a protestar, pero me silenció con una de sus miradas —sospecho que la misma que usaba para intimidar a sus perros hasta lograr su total sumisión—, por lo me hice a un lado, con el rabo entre las piernas, dejando al mando de
Marley
a la Ama Jenny.
Y es probable que eso haya sido un error, puesto que
Marley
tenía ya bastante más fuerza que Jenny, y lo sabía. Doña Mandona había pronunciado sólo unas frases de su discurso sobre la importancia de dominar a nuestras mascotas, cuando
Marley
decidió que el caniche que había frente a él merecía una revisión más detallada, y se lanzó a ello, arrastrando a Jenny.
Todos los otros perros estaban plácidamente sentados junto a sus amos a intervalos precisos de diez metros, esperando que les dieran las instrucciones. Jenny luchaba con valentía para plantarse en el suelo con firmeza y detener a
Marley
, pero él, embarcado en una carrera desenfrenada hacia la gran olisqueada del trasero del caniche, la arrastraba sin remedio. Era sorprendente lo que mi mujer se asemejaba a una esquiadora acuática tirada por una lancha. Ninguno de los presentes le quitaba los ojos de encima, e incluso algunos de ellos sonreían con disimulo. Yo opté por taparme los ojos.
Marley
no estaba hecho para recibir instrucciones, por lo que se estrelló contra el caniche y de inmediato le metió la nariz entre las piernas. Pensé que sería la manera canina de los machos de preguntar: «¿Vienes por aquí a menudo?»
Después de que
Marley
practicase un examen ginecológico completo a la perrita caniche, Jenny pudo llevarlo al lugar que le correspondía. Doña Mandona anunció con calma:
—Eso, señores, es el ejemplo de un perro al que se le ha permitido creer que es el principal macho de este grupo. De momento, él es el que manda.
Como si quisiera acentuar la verdad de la declaración, a
Marley
le dio por atacarse la cola, girando sobre sí como un enloquecido y dando mordiscos al aire, durante lo cual también dio vueltas en torno a Jenny hasta que le hubo inmovilizado las piernas con la correa. Yo sufría por ella, al tiempo que agradecía no ser quien estuviera en su lugar.
La instructora empezó la clase con el ejercicio de sentarse y echarse. Jenny ordenaba con firmeza a
Marley
que se sentara, pero el perro saltaba y le ponía las patas delanteras sobre los hombros. Cuando ella lo empujaba hacia abajo y él se echaba panza arriba para que lo acariciara, y cuando trataba de que se quedase quieto en su lugar, él cogía la correa entre los dientes y sacudía la cabeza de lado a lado como si estuviese luchando con una pitón. Era doloroso verlos.
En un momento dado, abrí los ojos y vi que Jenny estaba echada sobre el suelo, boca abajo, con
Marley
sobre ella, jadeando de felicidad. Después me dijo que había tratado de mostrar a
Marley
lo que debía hacer cuando le ordenaran que se echase sobre el suelo.
Al terminar la clase, cuando Jenny,
Marley
y yo nos íbamos, doña Mandona nos detuvo para decirnos con desprecio:
—Creo que deben ustedes controlar a este animal.
Vale, gracias por tan valioso consejo. Y pensar que nos habíamos inscrito sólo para brindar un espectáculo cómico al resto de la clase
… Ni Jenny ni yo dijimos nada; sencillamente seguimos andando hacia el coche, humillados, e hicimos el viaje a casa en silencio, con la excepción de
Marley
, que jadeaba con fuerza mientras trataba de reducir el entusiasmo que le había producido su primera experiencia de una clase oficial. Por fin yo dije:
—Lo único que puedo decir es que no cabe duda de que la escuela le ha encantado.
A la semana siguiente,
Marley
y yo estábamos otra vez en el aparcamiento donde daban las clases, pero sin Jenny. Cuando le sugerí que acaso yo era lo más próximo a un perro alfa que encontraríamos en nuestra casa, Jenny renunció con alegría a su breve título de ama y jefa y juró que nunca más aparecería en público. Antes de marcharnos, eché a
Marley
boca arriba, me puse encima de él y en el tono más intimidante que pude, le grité: «¡Yo soy el amo! ¡Tú no eres el amo! ¡El amo soy yo! ¿Lo has entendido, perro alfa?» Golpeando la cola contra el suelo,
Marley
intentó morderme las muñecas.
La lección de esa noche consistió en que
Marley
aprendiera a andar a mi lado, algo que yo quería de manera muy especial pues estaba harto de luchar con él a lo largo de todos los paseos. En una ocasión había tirado a Jenny al suelo, dejándole las rodillas ensangrentadas, cuando salió disparado tras un gato. Era hora de que aprendiese a trotar plácidamente junto a nosotros. Lo conduje con firmeza al lugar que nos habían asignado en el aparcamiento, alejándolo de todos los perros con los que nos cruzamos. Doña Mandona entregó a cada amo una cadena corta con un aro de acero en cada extremo y advirtió que eran collares de adiestramiento y que serían nuestras armas secretas para enseñar a nuestros perros a caminar sin esfuerzo alguno junto a nosotros. El diseño del collar era extraordinariamente sencillo. Cuando el animal se comportaba bien y andaba junto a su amo como debía, ejerciendo poco liderazgo sobre él, la cadena colgaba inerte del cuello del perro, pero si éste se lanzaba hacia delante o hacia uno de los lados, la cadena se tensaba en torno al cuello, asfixiándolo y obligándolo a rendirse. La instructora prometió que no pasaría mucho tiempo antes de que los perros aprendiesen a someterse a la voluntad del amo o a morir asfixiados.
Malvadamente delicioso
, pensé.
Empecé a pasar la cadena por la cabeza de
Marley
, pero él se la vio venir y la cogió entre los dientes. Le abrí la boca, se la quité y volví a intentarlo, pero él volvió a agarrarla. Los demás perros tenían ya sus cadenas puestas, y todos esperaban a que
Marley
y yo estuviésemos listos. Cogí a
Marley
por el morro y traté de pasarle la cadena por encima, pero él se echaba hacia atrás y abría la boca para atacar otra vez a la misteriosa serpiente plateada. Por último logré pasarle la cadena por encima de la cabeza, ante lo cual se echó al suelo zarandeándose y echando dentelladas a diestro y siniestro, moviendo las patas en el aire y la cabeza de lado a lado hasta que logró tener otra vez la cadena entre los dientes. Miré a la instructora y dije:
—Le gusta la cadena…
Tal como nos habían instruido, hice que
Marley
se sentase y le quité la cadena de la boca. Luego, nuevamente como nos habían instruido, le presioné la parte trasera hasta que estuvo sentado y yo de pie junto a él, con la pierna izquierda rozándole el hombro derecho. A la de tres, debía decirle «¡
Marley
, quieto!» y echarme a andar con el pie izquierdo, nunca con el derecho. Si él empezaba a perder el rumbo, una serie de correcciones menores, como pequeños tirones de la correa, lo pondrían en la buena senda.
—Clase, ¡a la de tres! —gritó doña Mandona.
Marley
se movía, excitado. El objeto brillante y extraño que tenía alrededor del cuello lo tenía todo sudado. «Uno… dos… tres.»
«¡
Marley
, junto a mí!», le ordené. En cuanto di el primer paso, él salió disparado tal como sale un avión de combate desde la plataforma de un portaaviones. Tiré con fuerza de la cadena y él emitió un espantoso jadeo al tensársele en torno a la garganta. El animal se detuvo un instante, pero cuando la cadena se aflojó, la sensación de asfixia desapareció y, en el pequeño compartimiento de su cerebro dedicado a las lecciones de la vida aprendidas, se convirtieron en historia pasada. Él volvió a lanzarse hacia delante, y yo a tirar de la correa hasta que él boqueó otra vez. Y así recorrimos todo el largo del aparcamiento,
Marley
tirando hacia delante y yo hacia atrás, y cada vez con más fuerza. Él tosía y boqueaba; yo gruñía y sudaba.
La instructora ordenó a la clase que nos pusiéramos en fila y volviéramos a hacer el ejercicio.
Marley
volvió a lanzarse hacia delante como un loco, con los ojos protuberantes, estrangulándose a medida que avanzaba. Cuando llegamos al otro extremo, doña Mandona nos puso como ejemplo de cómo no había que proceder, tras lo cual me dijo con impaciencia:
—Venga, le enseñaré cómo debe hacerlo.
Le entregué la correa y ella, con suma eficiencia, puso a
Marley
en su lugar tirando de la cadena y le ordenó que se sentara. No cabe duda de que el perro se sentó, mirando a la mujer con ansiedad.
¡Maldita sea!
Dando un perfecto tirón a la correa, doña Mandona se puso en marcha con
Marley
, pero casi al instante él se lanzó a la carrera como si arrastrase un trineo en la famosa carrera canina de Iditarod, en Alaska. La instructora lo corrigió con fuerza, haciéndole perder el equilibrio.
Marley
se tambaleó, boqueó y volvió a emprender su alocada carrera. Daba la impresión de que le iba a arrancar el brazo a la instructora. Debería de haberme sentido avergonzado, pero lo cierto es que tuve una suerte de satisfacción que a menudo procede de la reivindicación. A ella no le iba mejor que a mí. Mis compañeros de clase sonreían con disimulo y yo estaba radiante de un orgullo perverso.
Como has visto, mi perro es terrible con todos, no sólo conmigo
.
Ahora que no era yo quien hacía el tonto, tuve que reconocer que era bastante hilarante la escena de los dos regresando por el aparcamiento al tira y afloja, doña Mandona con el entrecejo fruncido y a punto de tener una apoplejía de pura rabia y
Marley
más dichoso que nunca. La mujer tiró con furia de la correa y
Marley
, arrojando espuma por la boca, volvió a tirar en sentido contrario, disfrutando a todas luces de ese nuevo y excelente juego de echar el pulso que su maestra lo había llamado a demostrar. De pronto,
Marley
me vio y apretó el acelerador a fondo. Con un derrame supernatural de adrenalina, se dirigió hacia mí, obligando a doña Mandona a correr para evitar que la sentara de culo en el suelo.
Marley
no se detuvo hasta que estuvo sobre mí, con su habitual
joie de vivre
. Doña Mandona me lanzó una mirada con la que me comunicó que había cruzado una línea invisible tras la cual no había retorno.
Marley
había ridiculizado todo lo que ella predicaba acerca de los perros y la disciplina; la había humillado delante de todos. La mujer me entregó la correa y, volviéndose hacia los demás como si el episodio recién vivido no hubiera tenido lugar, dijo: