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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (36 page)

BOOK: Marte Verde
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—Hiroko me ha dicho que necesita todas estas cosas, pero sobre todo las semillas.

—¿No las puede producir ella? No me gusta robar.

—La vida es un juego peligroso —dijo Desmond, celebrando esa idea con una gran bocanada de nitroso, seguida de un trago de tequila—.

¡Ahhhh! —suspiró.

—No es por el peligro —dijo Sax—. Es sólo que no me gusta hacerlo. Yo trabajo con esas personas.

Desmond se encogió de hombros y no contestó. Sax pensó que esos escrúpulos tenían que parecerle a Desmond, que había pasado la mayor parte del siglo XXI viviendo del robo, excesivamente melindrosos.

—Tú no le vas a quitar nada a esa gente —dijo Desmond al fin—. Se lo vas a quitar a la transnacional dueña de Biotique.

—Pero se trata de un consorcio suizo, y de Praxis —protestó Sax—. Y Praxis no parece tan mala. Es un sistema igualitario muy abierto; en realidad me recuerda a Hiroko.

—Con la salvedad de que ellos forman parte de un sistema global que ha puesto el control del mundo en manos de una pequeña oligarquía. No hay que olvidar el contexto.

—Oh, créeme, no lo hago —dijo Sax, recordando sus noches de insomnio—. Pero tú también tienes que hacer distinciones.

—Sí, sí. Y una distinción es que Hiroko necesita esos materiales y no puede fabricarlos porque se ve obligada a esconderse de la policía contratada por tu maravillosa transnacional.

Sax parpadeó, contrariado.

—Además, el robo de material es una de las pocas acciones de resistencia que podemos permitirnos en los tiempos que corren. Hiroko está de acuerdo con Maya en que el sabotaje evidente no es más que un anuncio de la existencia de la resistencia y una invitación a las represalias y al cierre del demimonde. Es mejor desaparecer durante un tiempo, dice ella, y hacerles pensar que nunca fuimos muchos.

—Es una buena idea —dijo Sax—. Pero me sorprende que hagas lo que dice Hiroko.

—Muy gracioso —dijo Desmond con una mueca—. La verdad es que yo también pienso que es una buena idea.

—¿De veras?

—No. Pero ella me convenció. Será lo mejor. De todas maneras, nos quedan muchos materiales por conseguir.

—¿No son los robos una manera de informar a la policía de que todavía estamos aquí?

—Que va. Es una actividad tan extendida que es imposible que distingan nuestros robos entre todos los demás. Muchos se perpetran con la complicidad de alguien de dentro.

—Como yo.

—Sí, pero tú no lo harías por dinero.

—Aun así, sigue sin gustarme.

Desmond rió, mostrando su colmillo de piedra y la extraña asimetría de la mandíbula y toda la mitad inferior de la cara.

—Tienes el síndrome de Estocolmo. Trabajas con ellos, los conoces y te caen simpáticos. Tienes que recordar lo que ellos están haciendo aquí. Vamos, termina ese cacto y te enseñaré algunas cosas que no has visto, aquí mismo, en Burroughs.

Se armó un revuelo porque un trozo de hielo había alcanzado la otra orilla y golpeado a un hombre mayor. La gente vitoreaba y había levantado a hombros a la autora del lanzamiento, pero el grupo del viejo se dirigía hecho una furia hacia el puente más cercano.

—Hay demasiado jaleo en este sitio —dijo Desmond—. Vamos, bébete eso y salgamos de aquí.

Sax se bebió de un trago el licor mientras Desmond apuraba el inhalador. Salieron deprisa para evitar la barahúnda que se avecinaba, y subieron por un sendero paralelo al canal. Una caminata de media hora los llevó más allá de la hileras de columnas Bareiss; subieron hasta Princess Park, donde doblaron a la derecha, y siguieron subiendo por la cuesta ancha y empinada del verde Bulevar Thoth. Más allá de la Montaña de la Mesa doblaron a la izquierda y bajaron por una franja de astrocésped que iba estrechándose. Se encontraban en la parte más occidental del muro de la tienda, que se extendía en una gran arco alrededor de la Mesa de Syrtis Negra.

—Mira, están volviendo a los viejos barrios ataúd para los trabajadores —señaló Desmond—. Ésos son los alojamientos corrientes de Subarashii ahora, pero observa como están encajadas esas unidades en la mesa. Syrtis Negra albergó una planta de procesamiento de plutonio en los primeros años de Burroughs, cuando estaba a buena distancia de la ciudad. Pero ahora Subarashii ha construido viviendas para los obreros justo al lado, y el trabajo de éstos consiste en supervisar el procesamiento y traslado de los residuos al norte, a las Nili Fossae, donde unos cuantos reactores integrales rápidos lo utilizarán. Antes la operación de limpieza estaba completamente robotizada, pero cuesta mucho mantener a los robots en marcha. Han descubierto que es mucho más barato utilizar personas para un montón de trabajos.

—Pero la radiación... —dijo Sax, parpadeando.

—Oh, sí —dijo Desmond, y soltó su risa feroz—. Reciben cuarenta rem al año.

—¡Bromeas!

—No bromeo. Ellos se lo dicen a los obreros y les pagan un sueldo abultado, y al cabo de tres años reciben una gratificación, para el tratamiento.

—¿Acaso se lo niegan si rehúsan hacer el trabajo?

—Es caro, Sax. Y hay listas de espera. Ésa es una manera de saltarse la lista y encima recibirlo gratis.

—¡Pero cuarenta rem! ¡No es seguro que el tratamiento pueda reparar el daño que eso causa!

—Nosotros lo sabemos —dijo Desmond frunciendo el ceño. No era necesario mencionar a Simón—. Pero ellos no.

—¿Y Subarashii hace eso sólo para recortar gastos?

—Es importante cuando la inversión es tan grande, Sax. Están recortando costes por doquier. El sistema de albañal de Syrtis Negra impera en todas partes: el centro médico, los barrios ataúd y las fábricas.

—Bromeas.

—No bromeo. Mis chistes son más divertidos. Sax hizo un gesto de incredulidad.

—Mira —dijo Desmond—, ya no hay agencias reguladoras, ya no hay normativas de construcción ni nada que se le parezca. Eso es lo que la victoria de las transnac en 2061 significa en realidad. Ellos dictan sus propias normas ahora. Y tú ya sabes cuál es su única regla.

—Pero eso es estúpido.

—Bueno, ya sabes, esa división de Subarashii en particular la dirigen georgianos, y en la Tierra están en pleno renacimiento del estalinismo. Es un gesto patriótico gobernar el país de la manera más estúpida posible, y eso incluye los negocios. Y los jefes supremos de Subarashii siguen siendo japoneses, y creen que Japón se hará grande siendo duro. Dicen que ganaron en el sesenta y uno lo que perdieron en la Segunda Guerra Mundial. Son las transnacionales más brutales aquí, pero las demás los están imitando para competir con éxito. Praxis es una anomalía, recuérdalo.

—Claro, y por eso los recompensamos robándoles.

—Fuiste tú quien eligió trabajar para Biotique. Quizá deberías cambiar de trabajo.

—No.

—¿Crees que podrías conseguir ese material en alguna de las firmas de Subarashii?

—No.

—Pero podrías conseguirlo en Biotique.

—Probablemente. La seguridad es muy estricta.

—Pero podrías hacerlo.

—Probablemente. —Sax meditó.— Quiero algo a cambio.

—Tú dirás.

—¿Me llevarías en avión a echar un vistazo a la zona quemada por la soletta?

—¡Desde luego! Me gustaría verlo otra vez.

La tarde siguiente dejaron Burroughs y viajaron en tren hacia el sur subiendo por el Gran Acantilado. Se apearon en la Estación Libia, a unos setenta kilómetros de Burroughs. Allí se deslizaron hasta el sótano, hasta la puerta del armario. Recorrieron el túnel y salieron al paisaje rocoso. En el fondo de un graben poco profundo encontraron uno de los rovers de Desmond, y cuando cayó la noche condujeron en dirección este a lo largo del Acantilado hasta un pequeño refugio rojo en el borde del cráter Du Martheray. Allí había una franja de roca madre llana que los rojos utilizaban como pista. Desmond no facilitó la identidad de Sax a sus anfitriones. Los llevaron a un pequeño hangar en la pared del acantilado, y allí subieron a uno de los viejos planeadores furtivos de Spencer. Rodaron hasta la pista y con una ondulante aceleración despegaron. Una vez en el aire, volaron lentamente en dirección este.

Volaron en silencio durante un rato. Sax vio luces sobre la oscura superficie del planeta sólo en tres ocasiones: las de la estación del cráter Escalante, las de la diminuta línea de un tren y un parpadeo no identificado en el accidentado terreno detrás del Gran Acantilado.

—¿Quiénes crees que son? —preguntó Sax.

—No tengo ni idea.

Después de unos minutos de silencio, Sax dijo:

—Me encontré con Phyllis.

—¡No me digas! ¿Te reconoció?

—No. Desmond rió.

—Bien por Phyllis.

—Un montón de viejos conocidos no me han reconocido.

—Sí, pero Phyllis... ¿Sigue siendo la presidenta de la Autoridad Transitoria?

—No. Pero ella no parecía pensar que fuera una posición de poder. Desmond volvió a reír.

—Una mujer estúpida. Pero consiguió llevar a ese grupo de Clarke de vuelta a la civilización, le concedo eso. Creí que estaban perdidos para siempre.

—¿Qué sabes del asunto?

—Hablé con dos de los que estuvieron allí, oh sí. Una noche en Burroughs, en el Bar Pingo. No hubo manera de cerrarles la boca.

—¿Ocurrió algo hacia el final del vuelo?

—¿Hacia el final? Vaya, pues sí. Alguien murió. Me parece que una mujer se aplastó una mano cuando estaban evacuando Clarke, y Phyllis era lo más parecido a un médico que tenían, así que ella se hizo cargo de la mujer durante todo el viaje. Pensaba que conseguiría salvarla, pero parece que se les acabó algo, los dos que contaban la historia no estaban seguros, y la mujer empeoró. Phyllis convocó a una plegaria y rezaron por ella, pero la mujer murió de todas maneras, un par de días antes de que entraran en el sistema terrano.

—Ah —dijo Sax, y luego añadió—: Phyllis no parece tan... religiosa ahora.

Desmond dio un respingo.

—Ella nunca fue religiosa. La suya era la religión de los negocios. Si visitas a cristianos de verdad, como la gente de Christianopolis o Bingen, no te los encuentras hablando de beneficios en el desayuno, ni tratándote despóticamente con esa horrible y melosa
hipocresía
. La hipocresía, Señor... es la cualidad más desagradable que puede tener una persona.

Uno sabe que todo es una casa construida sobre la arena. Pero los cristianos del demimonde no son así. Son gnósticos, cuáqueros, baptistas rastafarianos Baha'i, de todo, y son la mejor gente de la resistencia, si quieres saberlo, y eso que he tratado con todo el mundo. Tienen tan buena disposición. Y no se las dan de ser los mejores amigos de Jesús. Están muy unidos a Hiroko y los sufíes. Ahí abajo están cociendo alguna cosa mística. —Soltó su risa semejante a un cacareo.— Pero Phyllis y todos sus fundamentalistas mercantiles... utilizando la religión para encubrir la extorsión, odio eso. En realidad nunca escuché a Phyllis hablar con fervor religioso después del aterrizaje.

—¿Tuviste muchas oportunidades de oír hablar a Phyllis después del aterrizaje?

Otra carcajada.

—¡Más de las que supones! ¡Yo vi muchas más cosas que tú durante esos años, señor Laboratorio! Tenía mis pequeños escondrijos
por todas partes
.

Sax emitió un sonido de escepticismo, y Desmond soltó una carcajada estridente y le palmeó el hombro.

—¿Quién más podría decirte que Hiroko y tú tuvisteis un asuntillo en los años de la Colina Subterránea, eh?

—Humm.

—Oh, sí, yo vi muchas cosas. Claro que podría decir lo mismo de prácticamente todos los hombres de la Colina y tener razón. Esa zorra nos había reunido a todos en un harén.

—¿Poliandria?

—¡Jugaba a dos barajas, maldita sea! O a veinte.

—Humm.

Desmond rió al ver la expresión de Sax.

Justo después del alba avistaron una columna de humo blanco que ocultaba las estrellas de todo un cuadrante de cielo. Durante un tiempo esa nube densa fue la única anomalía que pudieron advertir en el paisaje. Siguieron volando y cuando pasaron el terminador del planeta un ancho surco de terreno incandescente apareció delante, en el horizonte oriental: un gran surco o canal anaranjado que corría de nordeste a sudoeste semioculto por el humo que surgía de un punto del mismo. Este punto se veía blanco y turbulento bajo el humo, como una pequeña erupción volcánica, y desde allí un haz de luz, un haz de humo iluminado más bien, tan denso y sólido como un pilar físico, ascendía en línea recta y se atenuaba a medida que la nube de humo adelgazaba, y desaparecía allí donde el humo alcanzaba su altura máxima, unos diez mil metros.

Al principio no había señales del origen de ese rayo en el cielo: la lupa aérea estaba a unos cuatrocientos kilómetros sobre sus cabezas. Entonces Sax vio algo como el fantasma de una nube, planeando muy lejos arriba. Quizás lo fuera, quizá no. Desmond no estaba seguro.

Al pie del pilar de luz, sin embargo, no había problemas de visibilidad: el pilar tenía una suerte de presencia bíblica, y la roca fundida bajo él había adquirido el blanco vivo de la incandescencia. Ése era el aspecto de 5.000 grados al aire libre.

—Habrá que tener cuidado —dijo Desmond—. Si nos metemos dentro de ese rayo, arderemos como una polilla en una llama.

—Estoy seguro de que hay mucha turbulencia en el humo además.

—Sí. Tengo intención de permanecer a barlovento.

Abajo, donde el pilar iluminado encontraba el canal naranja, el humo se proyectaba hacia arriba en violentas oleadas extrañamente iluminadas desde abajo. Al norte de ese punto blanco, donde la roca se había enfriado un poco, el canal le recordó a Sax las filmaciones de las erupciones de los volcanes hawaianos. Unas olas de color amarillo anaranjado brotaban del canal de roca fluida, encontrando ocasionalmente alguna resistencia y salpicando las riberas oscuras. El canal tenía unos dos kilómetros de ancho y se perdía en el horizonte en ambas direcciones; probablemente alcanzaban a ver unos doscientos kilómetros de él. Lo rectilíneo del canal y del pilar de luz era el único indicio de que no se trataba de un canal de lava natural, pero era más que suficiente. Además, hacía miles de años que no había actividad volcánica en la superficie de Marte.

Desmond se acercó, y luego inclinó el avión y viró bruscamente hacia el norte.

—El rayo de la lupa aérea se desplaza hacia el sur, así que desde el otro lado podremos acercarnos más.

Durante muchos kilómetros el canal de roca fundida corría en dirección nordeste sin cambios. Pero cuando se alejaron de la última zona quemada, la lava naranja se oscureció y empezó a solidificarse en los lados, formando una costra negra, surcada por numerosas fisuras naranjas. Más adelante el canal era negro, como las pendientes que lo bordeaban; un recio surco de negro puro que cruzaba las rojas tierras altas de Hesperia.

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