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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (88 page)

BOOK: Marte Verde
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«Muy bien, Marte es un mundo lo suficientemente grande como para que coexistan diferentes formas de gobierno. Ustedes tienen el suyo, y nosotros tenemos Burroughs, no traten de sacarnos de aquí», ¿qué les diremos?

—No creo que nadie entre ellos aspire a tanto —dijo Nadia—. Sólo hace tres días que perdieron el contacto. —Señaló la pantalla—. Mira, ahí está Derek Hastings, jefe de la Autoridad Transitoria. Era jefe de Control de Misión en Houston cuando emprendimos el viaje y es peligroso: inteligente y muy obstinado. Mantendrá el tipo hasta que lleguen los refuerzos.

—¿Entonces qué crees que deberíamos hacer?

—No tengo ni idea.

—¿No podemos ignorar a Burroughs?

—No creo. Estaremos en una posición mucho más ventajosa si salimos de detrás del sol con el control absoluto. Si quedan tropas terranas resistiendo heroicamente el sitio en Burroughs es seguro que vendrán a salvarlos. Dirán que es una misión de rescate y vendrán a recuperar todo el planeta.

—No será fácil tomar Burroughs con todas esas tropas allí.

—Lo sé.

Sax, que dormía en un sofá en el otro extremo de la habitación, abrió un ojo.

—Los rojos hablan de inundarla —señaló.

—¿Qué...?

—Está por debajo del nivel del hielo de Vastitas. Y hay agua bajo el hielo. Sin el dique...

—No —dijo Nadia—. Hay doscientas mil personas en Burroughs además de las tropas de seguridad. ¿Qué se supone que tiene que hacer la población? Es imposible evacuar a tanta gente. Es una locura. Es como repetir el sesenta y uno. —Cuanto más lo pensaba más furiosa se ponía.—

¿En qué piensa esa gente?

—Tal vez sólo sea una amenaza —dijo Art en la pantalla.

—Las amenazas son inútiles a menos que aquellos a los que estás amenazando crean que las llevarás a cabo.

—Quizá lo crean.

Nadia negó con la cabeza.

—Hastings no es tan estúpido. ¡Demonios, él podría evacuar sus tropas por el puerto espacial y dejar que la población se ahogase! ¡Y entonces nos convertiríamos en monstruos y la Tierra vendría a darnos caza sin tardanza! ¡Ni hablar!

Se levantó y fue a desayunar algo; pero al mirar el grupo de pastas en la cocina descubrió que ya no tenía apetito. Tomó una taza de café yvolvió a las oficinas, advirtiendo el temblor de sus manos.

En 2061 Arkadi se había enfrentado a un grupo disidente que había enviado un asteroide en una trayectoria de colisión con la Tierra, sólo como amenaza. Pero habían destruido el asteroide con la mayor explosión provocada por el hombre. Y después de aquello la guerra en Marte había seguido un curso mortífero que antes no había tenido. Y Arkadi había sido incapaz de detenerlo.

Y podía ocurrir otra vez.

—Tenemos que ir a Burroughs —le dijo a Sax.

La revolución suspende los hábitos además de la ley. Pero del mismo modo que la naturaleza aborrece el vacío, el ser humano aborrece la anarquía.

Los hábitos se infiltraron en el nuevo terreno como las bacterias y fueron seguidos de procedimientos, protocolos,
fellfields
de discurso social, en su evolución hacia los bosques de la ley que culminaban el proceso. Nadia advirtió que algunos acudían a ella para resolver sus conflictos confiando en su juicio quizá porque ella era lo más parecido a una figura estable que veían. Art la llamaba el solvente universal, y cierta vez Maya se refirió a ella como la generala Nadia, porque sabía que ese calificativo la molestaría, como así ocurrió. Personalmente Nadia prefería verse como Sax la había definido ante su fiel tropa de técnicos, jóvenes Sax en potencia: «Nadia es el arbitro designado, hablen con ella». Ah, el poder de los nombres. Arbitro en vez de general. A cargo de la negociación que Art llamaba «cambio de fase». Nadia le había oído emplear el término durante una larga entrevista que concedió a Mangalavid, con esa cara de palo que no permitía adivinar si hablaba en serio o en broma: «Bien, no creo que lo que estamos viviendo sea una revolución, no. Es un paso perfectamente natural aquí, así que puede hablarse más bien de estadio evolutivo o de lo que en el campo de la física llaman un cambio de fase».

Sus comentarios posteriores revelaron a Nadia que en realidad Art ignoraba lo que era un cambio de fase. Pero ella sí lo sabía y el planteamiento del concepto le pareció fascinante. Vaporización de la autoridad terrana, condensación del poder local y la fusión final... podía describirse de muchas maneras. La fusión se producía cuando las partículas acumulaban la suficiente energía térmica para superar las fuerzas intracristalinas que mantenían su estructura. Por tanto, si se consideraba a las metanacionales como estructuras cristalinas... Sin embargo, la energía requerida dependía de la índole de las fuerzas de cohesión, interiónicas o intermoleculares: el cloruro de sodio, interiónico, fundía a 801°C, el metano, intermolecular, a -183°C. ¿Qué fuerzas, entonces? ¿Y cuánto había de subir la temperatura?

En este punto la analogía misma se fundía. Pero los nombres ejercían un gran influjo sobre la mente humana. Cambio de fase, gestión integral de plagas, desempleo selectivo; ella los prefería a la vieja y devastadora noción de
revolución
y le alegraba que los nuevos términos circularan en Mangalavid y en las calles.

Pero había unos cinco mil policías armados hasta los dientes en Burroughs y Sheffield, recordó, que aún se consideraban servidores de la ley enfrentados a amotinados armados. Y para resolver eso necesitarían algo más que semántica.

En general las cosas marchaban mejor de lo que ella había esperado por una simple cuestión demográfica. Al parecer todos los nacidos en Marte se habían lanzado a las calles y ocupaban edificios oficiales, estaciones ferroviarias, puertos espaciales. Y a juzgar por los programas de Mangalavid, todos ellos se oponían firmemente (y de manera poco realista en opinión de Nadia) a que poderes de otro planeta los controlasen de la manera que fuese. Eso significaba más de la mitad de la población de Marte, y buena parte de los veteranos y los nuevos inmigrantes opinaban lo mismo.

—Llámalos recién llegados —le aconsejó Art por teléfono—. O colonos y colonialistas, según que estén de nuestro lado o no. Eso es lo que Nirgal ha estado haciendo y creo que ayuda a la gente a reflexionar.

En la Tierra la situación era menos clara. El conflicto entre las metanacionales de Subarashii y las metanacionales del sur continuaba, pero en el contexto de la gran inundación se había convertido en una amarga atracción menor. Era difícil saber qué pensaban los terranos en general del conflicto en Marte.

Pero pensaran lo que pensasen, un transbordador rápido estaba a punto de llegar con refuerzos policiales. Por esa razón grupos de la resistencia de todo el planeta se movilizaron para converger en Burroughs y Art encomió y apoyó esa acción desde la ciudad. Él era, pensó Nadia, un diplomático sutil: grande, amable, modesto, comprensivo, «poco diplomático», que inclinaba la cabeza cuando conferenciaba con otros, dándoles la sensación de que eran ellos quienes dirigían el proceso.

Infatigable. Y muy inteligente. Muy pronto consiguió que afluyesen a Burroughs incluso grupos de las guerrillas rojas y de Marteprimero, que parecían considerar su presencia allí como una especie de sitio. Nadia se percataba de que mientras los rojos y marteprimeros que conocía —Ivana, Gene, Raúl, Kasei— se mantenían en contacto con ella y respetaban su papel como arbitro, había radicales de ambos grupos que la veían fuera de lugar o incluso como un estorbo. Esto la enfurecía, porque estaba segura de que si Ann la apoyara sin reservas los elementos más radicales dejarían de actuar por su cuenta. Se quejó amargamente de esto a Art después de ver un comunicado rojo en el que se planificaba la mitad occidental de la «convergencia» en Burroughs. Art consiguió que Ann contestara su llamada y la pasó a Nadia.

Y allí estaba otra vez, como una de las furias de la revolución francesa, tan severa y sombría como siempre. Su último intercambio, a propósito de Sabishii, pesaba aún sobre ellas. El asunto había quedado fuera de discusión cuando la UNTA recuperó e incendió la ciudad, pero Ann seguía furiosa, lo que irritaba profundamente a Nadia.

Tras un saludo frío, la conversación degeneró casi al instante en discusión. Ann veía en la revolución la oportunidad de dar al traste con todos los esfuerzos terraformadores y de aligerar al planeta del mayor número posible de ciudades y ciudadanos, con ataques directos si era necesario. Asustada por esa visión apocalíptica, Nadia discutió amarga y luego furiosamente. Pero Ann estaba completamente enajenada.

—Me haría inmensamente feliz ver Burroughs totalmente destruida —

declaró con frialdad.

Nadia apretó los dientes.

—Si destruyes Burroughs lo destruyes todo. ¿Adonde se supone que va a ir la gente que vive allí? No eres mejor que un asesino, un asesino de masas. Simón estaría avergonzado.

Ann frunció el ceño.

—El poder corrompe, ya lo veo. Pásame a Sax, anda. Estoy harta de tanta histeria.

Nadia pasó la llamada a Sax y salió. No era el poder lo que corrompía a la gente, sino los locos quienes corrompían al poder. Bien, tal vez se había enfadado con demasiada facilidad o había sido muy dura. Pero le daba miedo ese rincón oscuro de Ann, capaz de hacer cualquier cosa, y el miedo corrompe mucho más que el poder. Combina los dos y...

Con un poco de suerte habría indignado lo suficiente a Ann como para devolver esa parte oscura a su rincón. Psicología barata, como le señaló Michel con delicadeza cuando ella lo llamó a Burroughs. Una estrategia derivada del miedo. Pero no podía evitarlo, estaba asustada. La revolución significaba destruir una estructura y crear otra, pero destruir era mucho más fácil que crear, y por tanto las dos partes de la obra no necesariamente estaban destinadas a tener el mismo éxito. Construir una revolución era como levantar un arco: hasta que las dos columnas y la clave del arco no ocupaban su posición cualquier insignificancia podía echarla abajo.

Al caer la noche del miércoles, cinco días después de la llamada de Sax a Nadia, unas cien personas partieron hacía Burroughs en avión, porque las pistas se consideraban demasiado vulnerables al sabotaje. Volaron toda la noche y al alba aterrizaron en una pista rocosa cercana a un gran refugio bogdanovista en la pared del cráter Du Martheray, en el Gran Acantilado, al sudeste de Burroughs. El sol subió entre la bruma como una burbuja de mercurio, iluminando unas melladas colinas blancas que se levantaban al norte sobre la llanura de Isidis: un nuevo mar de hielo cuyo progreso hacia el sur había sido detenido por el dique, que se arqueaba sobre el paisaje como la larga represa de tierra de poca altura que era.

Nadia subió a la cima del refugio, donde una ventana, disimulada en una grieta horizontal bajo el borde, permitía ver las tierras que se extendían entre el Gran Acantilado y el dique y el hielo que éste retenía. Estuvo un buen rato contemplando el paisaje, bebiendo café mezclado con kava. Al norte se extendía el mar helado salpicado de seracs, largas crestas de presión y láminas blancas de gigantescos lagos de superficie helada. Justo debajo de donde ella estaba se veían las primeras estribaciones del Gran Acantilado, moteadas de cactos de Acheron, que se extendían sobre la roca como arrecifes de coral. Unas praderas escalonadas seguían el curso de las pequeñas corrientes heladas que bajaban del Gran Acantilado, que en la distancia parecían largas diatomeas embutidas en la roca.

Separando hielo y desierto, el dique era como una cicatriz parda que suturaba dos realidades distintas.

Nadia lo estudió con los binoculares. El extremo meridional era una cresta de regolito que subía por las faldas del Cráter Wg y terminaba en su borde, medio kilómetro por encima del que sería el nivel final del mar. Desde allí el dique se extendía en dirección noroeste, y desde su punto de observación Nadia alcanzaba a ver unos cuarenta kilómetros antes de que se perdiese en el horizonte al oeste del Cráter Xh. Ese cráter estaba rodeado de hielo hasta casi el borde y el interior circular parecía un extraño sumidero rojo. Salvo en ese punto, el hielo se apretaba contra el dique. Del lado del desierto el dique podía tener unos doscientos metros de altura, aunque era difícil precisarlo porque al pie de la pared se abría una amplia zanja. En el otro lado, el hielo subía hasta la mitad de la pared, o quizá más.

El dique tenía trescientos metros de ancho en la cima. Todo ese regolito desplazado —Nadia silbó con admiración— representaba varios años de trabajo de un gran equipo de dragas y excavadoras robóticas. Y a pesar de que el muro era inmenso para cualquier escala humana, Nadia temía que no alcanzara a contener un océano de hielo. Y el hielo era la menor de las amenazas: cuando se fundiera las corrientes arrancarían el regolito como si fuera barro. Y el hielo ya estaba derritiéndose; se decía que bajo la sucia superficie blanca se extendían inmensas bolsas de agua y que algunas ya filtraban el dique.

—¿Quieres decir que no tendrán que reemplazarlo con hormigón? —le preguntó a Sax, que se había reunido con ella y miraba con otros binoculares.

—Imagínate —dijo. Nadia se preparó para lo peor, pero él añadió—: Cubrirán el dique con un revestimiento de diamante. Eso durará bastante. Quizás unos cuantos millones de años.

Probablemente sería así. Tal vez habría algunas filtraciones en la base. Pero en cualquier caso tendrían que mantener el sistema a perpetuidad y sin margen para el error, porque Burroughs se encontraba a solo veinte kilómetros al sur del dique y unos ciento cincuenta metros por debajo de su nivel. Acabaría siendo un lugar extraño. Nadia enfocó los binoculares en la dirección de la ciudad, pero ésta se encontraba unos setenta kilómetros al noroeste, bajo la línea del horizonte. Sin duda los diques serían eficaces; los diques de Holanda habían resistido durante siglos, protegiendo millones de personas y centenares de kilómetros cuadrados de tierra hasta la última inundación. E incluso ahora seguían resistiendo, y las invasiones serían las corrientes laterales que penetrarían por Bélgica y Alemania. Por tanto eran eficaces. Pero seguía siendo un destino extraño.

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