Mascaró, el cazador americano (27 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Con el tiempo lo olvidaron casi todos como persona de cuerpo, aunque quedó la costumbre de soltar una torcaza para la fiesta de Santa Olimpia, durante la procesión, inicialmente en señal de protesta. Y fue así que para cinco años después, puntualmente el 17 de diciembre y en el momento en que sacaban de la iglesia a Santa Olimpia, los vecinos vieron a aquel descomunal pajarraco que se abatía desde lo alto de las piedras y después sintieron el ruidito ese a molienda y Basilio Argimón surcó todo volante y esta vez se persignó sin precipitarse y volvió sobre los gritos y ejecutó varios giros y a cada vecino que le pedía le pasaba por encima, porque la sombra de los pájaros trae suerte, y finalmente todos se pusieron en fila y con licencia de Santa Olimpia los pasó de una vez. Después remontó y se fue yendo, fue, sobre Paso Viejo, para constancia, donde los rurales le despacharon algunos tiros, sobre Malabrigo y Pelicaria y Unión y Las Víboras y Antequeras. Todos esos pueblos, y otros en los que aparece de golpe. Una tarde voló sobre Tapado. El maestro Cernuda le echó un discurso en el cual hablaba a la carrera de un tal señor Icario. Argimón aguantó colgado del aire todo lo que pudo, dando unas vueltitas muy empinadas o bien yendo de una punta a otra de la calle con el maestro que lo seguía por debajo, mientras el padre Ignacio Zárate, que todavía estaba en el pueblo, trataba de rociarlo con agua bendita, desde la torre de la iglesia de Santa Margarita María de Alacoque y el viejo Ponce tocaba el
Ángelus
.

—¿No baja nunca?

—No en poblado.

—Por errante que sea, debe vivir en alguna parte, teniendo en cuenta su condición mecánica.

—No se le conoce casa de asiento o cosa así, si te refieres a eso.

—Una piedra, un árbol, un tejado. Cualquier fijadero.

—No, que se sepa… Cada tanto vuelve a Solsona, ronda por ahí.

—Solsona…

Aquel nombre comenzaba a crecer como un fuego en la cabeza del Príncipe.

—En los primeros tiempos lo hacía para la festividad de Santa Olimpia. Pero después lo hicieron también los rurales.

—¿Qué tienen contra él?

—Dicen que trastorna a la gente, que contribuye, que utiliza un espacio del Estado, que mea en lugares abiertos, que no se ajusta a regla ni estatuto, ni hay precedentes y que, por tanto, ni siquiera existe.

—Por eso no le aciertan. Le falta
hábeas corpus
.

El Príncipe trepó al techo y estuvo mirando un rato en la dirección por la que había desaparecido Basilio Argimón, pero no vio más que sombras.

—¿Qué te parece como número? —preguntó a Oreste, que estaba echado en el techo.

—Habría que agrandar unos metros la carpa.

—El espectáculo más sensacional del mundo, nunca jamás visto: ¡El Hombre-Pájaro Basilio Argimón, maestro de vuelo, en primera persona!… —gritó el Príncipe a las sombras—. Se prohibe la entrada de rurales.

Volvió a sentarse en el pescante, entre Farseto y Boca Torcida, que sostenía las riendas medio dormido.

—Me pregunto cómo lo hizo —dijo por lo bajo, porque ésa era la idea que le rondaba desde el mismo momento que apareció aquel pájaro.

—Tú lo has visto —dijo Farseto.

—Digo que debe haber un modo de descarnarse, de pasar de una forma a otra, de ser pájaro, piedra o planta, a voluntad, como hay una manera de ser Príncipe. ¿Tú qué quieres ser?

—Un trapecista, como cualquiera de los hermanos Laporte. Aunque sea un poco menos —respondió Farseto, algo confundido.

—¿Lo quieres de verdad, o lo evocas no más?

—Bueno, es un embrollo…

—Hay un alma común a partir de la cual, por aliento, salen las cosas. Uno puede volver a esa alma y pasar a otra consistencia.

—No entiendo nada, francamente.

—No al modo físico, sino por ensalmo… ¿Tú qué dices, Oreste?

—Es tu modo de ver las cosas —dijo Oreste desde el techo—. El armatoste ese no es una novedad. Se parece al planóforo de Penaud, pero sobre todo al aparato volador de Lilienthal.

—Nada que ver. Además, eran un par de locos, y posiblemente magos, como Basilio Argimón.

—La Sociedad Británica de Aeronáutica ha ofrecido cinco mil libras al primero que consiga realizar un vuelo de una milla basado sobre el principio del aleteo continuo e impulsado por su propia fuerza. Un tal Hartman alcanzó ya media milla a una altura de cincuenta pies.

—Los ingleses siempre tuercen las cosas. Además, ¿con qué medios y qué ciencia de cálculo podría hacerlo Argimón?

—¿Cómo hiciste tú este circo?

—No tiene relación. Y si la tiene, sucede que no es el intríngulis. Por otra parte, ¿cómo se te ocurre hablar de una puta Sociedad Británica de Aeronáutica en este lugar? ¿No es eso todavía más loco?

—¿Qué no lo es a esta altura?

—Así y todo, resulta bastante más probable de este modo, por oscuras que sean las palabras —siguió el Príncipe explicándole a Farseto, un poco resentido y hasta desilusionado con Oreste—. Argimón debe haber dado con el quinto elemento, el cual enlaza los cuerpos terrestres con los celestes, y como dice el Trismegisto, separó lo sutil de lo burdo, suavemente, y con el alma de la caña, la tela, el metal y su propia alma, que son la misma identidad, compuso un pájaro.

—No sé de qué hablas ni conozco a ese señor Trigémino… Aquí todo proviene de la tierra, lo demás nada es fijo. Hay piedras que caminan, árboles que enyetan, lagunas que se embroncan, los humanos a veces son animales y los animales a veces son personas, sobre todo los pájaros, como el «crespín» o el «cacuy» o el «chajá», y además hay cosos, fantasmones, que no se sabe muy bien qué son lo que son, como el «Coquena», que persigue a los cazadores de vicuñas, o el «Kaparilo», que es el ruido de los bosques. ¿A eso te refieres?

—Más o menos.

Callaron. El carromato con los ángeles anochecidos rodaba en la oscuridad más negra, pero si uno miraba hacia arriba, como lo hacía Oreste, que estaba tumbado en el techo en la más pura contemplación de aquellas desencajadas estrellas que allí parecen más grandes y más bajas, advertía una claridad espectral que se iba metiendo en el cuerpo y cubría los bultos de una fina ceniza. Algunas estrellas, de un color encarnado, temblaban como la llamita de un pabilo. La verdadera oscuridad estaba a ras de la tierra.

—De un modo u otro, Basilio Argimón salió con la suya —dijo la voz del Príncipe por allí adelante, en un tonito que inducía a sospechas.

—¿Qué te preocupa? —preguntó la voz de Oreste más arriba, adivinándole la intención—. Lo mismo se puede decir de ti. ¿Acaso no querías ser un Príncipe?

—Sí, eso quise… Justamente es una forma que proviene de la tierra, pero no tiene reposo.

—¿Qué forma es ésa? —preguntó Farseto con alarma, pensando si acaso no había tropezado con algún alma en pena o toda una banda de ellas.

—El camino. No pienses otra cosa. Todos los caminos.

Callaron definitivamente.

Al rato brotó un chorro de chispas y una columnita de humo sonrosada por la boca de la chimenea. Poco después trepó la voz del Nuño, que cantaba
La quejosita
. La voz subía con los ruidos de los cacharros y las ventosidades de la hornalla. El carromato rodaba y rodaba con la noche a cuestas y todos esos amables ruidos. Y en el propio momento que sintieron aquel generoso olor a tortilla con salchichón, en ese mismo momento vieron a lo lejos el neblinoso resplandor de las luces de un pueblo y aun de una ciudad.

—¡Eh, Boca, despierta! —gritó el Príncipe. Boca Torcida abrió los ojos. Miró, ladeó el cigarro y dijo:

—Rocha, por la luz que derrocha.

El Príncipe, con una jarrita de vino al alcance de la mano, está sumergido en la bañadera de asiento, que contiene agua templada, en una crujiente habitación del piso alto del Gran Hotel Mallorca, un caserón de dos pisos con marquesina, escupideras de loza en los pasillos, unas columnas torneadas que sostienen unos maceteros panzudos y que pertenece al gentil caballero don Adelelmo Luis Casagrande, quien en ese momento pasea a la señora Sonia en un cabriolé descapotado, exhibiendo los adelantos y mundanidades de la alegre y honorable ruinosa ciudad de Rocha.

El Príncipe lee, o trata de leer, el capítulo «Bailes y tertulias» de
El trato social
, de la condesa de Tramar, pues esa misma noche deben asistir a una velada danzante organizada por el círculo italiano en honor de toda la compañía. Le preocupa el comportamiento de Perinola, pero la condesa no dedica ningún acápite a enanos o tan siquiera fenómenos.

En realidad, su cabeza está en otra cosa. Cada tanto se adormece, alentado por aquellos semicupios calmantes, a base de agua tibia, muy eficaces contra la insomnia y las almorranas, contrariedades de las que padece últimamente, y sueña que vuela. Generalmente sueña que vuela en dirección al mar.

Va para tres semanas que el circo está en Rocha, donde curiosamente los esperaban precedidos por ciertos avisos, y las cosas marchan tan bien que nadie, con excepción del Príncipe, piensa en la partida. Todas las noches, menos los lunes, que se reserva para descanso de la compañía, la carpa se colma de espectadores y los sábados y domingos se añade una función de matiné. Los beneficios han permitido contratar una banda, un cohetero, imprimir nuevos carteles y alquilar aquella habitación. La propia presentación del gran Farseto, trapecista excéntrico de renombre internacional, resultó un inesperado suceso. El viejo aparece en la segunda parte del programa y aunque el número es de extrema simpleza, conmueve y aun pasma a los espectadores. Farseto entra al picadero todo tembloroso, tropieza un par de veces, en ocasiones llora como un niño, porque se emociona con los aplausos y, luego de una agitada introducción de la banda, comienza a trepar por una escalera de tijera, con un redoble
in crescendo
. La ascensión es tan lenta y tan dificultosa que la gente empieza a ponerse nerviosa, se suspende a cada escalón, alienta al viejo con gritos y palmoteos. El pobre Farseto se detiene a mitad de camino y trata de agradecer, pero por lo general se precipita dos o tres peldaños, vuelve a trepar, mete los pies en los vacíos, se tambalea hasta sacudir la escalera y, cuando por fin llega arriba, se empina sobre la plataforma, abre con lentitud los brazos, levanta una piernita y saluda al público, que aplaude a rabiar, deseoso de que concluya cuanto antes. En lugar de eso, la banda arranca con un
staccato
y el obstinado viejo se pone a saltar en la plataforma tratando de alcanzar el trapecio que se balancea sobre su cabeza. La gente se pone histérica, algunas señoras se desvanecen, la mayoría reclama que lo bajen. Finalmente, el Príncipe (a quien a menudo reemplaza Oreste) induce al viejo a que abandone el empeño, por consideración al respetable público. Farseto vuelve a saludar y se arroja desde lo alto a los brazos de Carpoforo, lo cual provoca otros cuantos desmayos, pues el desgraciado se tambalea y se tira de punta. En cuanto al campeón de lucha de todos los pesos, ha contribuido en gran medida a multiplicar los ingresos aceptando desafíos y apuestas a granel, pues en este pueblo abundan los fanfarrones y los timberos.

Las salinas que se observan desde el segundo piso del Hotel Mallorca y que a esa distancia semejan ríos de agua escarchada que se internan en la reseca llanura son el origen de la magra prosperidad de Rocha y, por vía indirecta, el motivo de que el Príncipe pueda contemplarlas a través de la ventana de aquella habitación con sólo estirar el cuello mientras vierte en la bañera otro poco de agua caliente de un cubo que acaba de traer el mucamo junto con otra jarrita de vino. Aquellas salinas proveyeron, entre lo más notable, la iglesia de San Bernardino de Feltre con esas dos torres cuadradas, sin agujas, que impresionan como un fuerte, la plaza con la glorieta de la banda, un mástil y una pérgola, la usina, o sea el galponcito de chapas con un estrepitoso Otto Deutz modelo 37 y un alternador Brush, que al caer la noche surtía con grandes temblores ese bonito alumbrado visible desde tan lejos, la terminal del Rápido del Oeste, una calle empedrada, un dispensario, un quilombo, una comisaría con dos calabozos y, aprovechando el servicio de la usina, un «memento eléctrico» que se aplica en el unigénito para promover la verdad en forma científica induciendo en el
corpus delicti
el voltaje apropiado, una imprenta con una minerva que imprime
El mensajero de Rocha
, una estafeta con un telégrafo de esfera Breguet, cuyos hilos se pierden en la misma dirección del Rápido; la Casa Municipal, el Círculo Italiano, el bar y la confitería La Moderna, donde en este momento ingresan la señora Sonia del brazo del señor Casagrande y, por supuesto, el Gran Hotel Mallorca, en el cual, a su vez, el Príncipe sueña dentro de una bañadera de cinc que Basilio Argimón planea sobre su cabeza.

Salvo una nota en
El mensajero de Rocha
, que a todas luces provenía de la envenenada pluma del párroco de San Bernardino, padre Ignacio Tejedor, condenando la «balsa», o valse, por cuanto «gestos, meneos lascivos y una rufiandad impudente son sus constitutivos, que provocan por la fatiga y el calor que producen en el cuerpo, la concupiscencia», hasta ahora el Circo del Arca no había conocido tan buenos tiempos. José Scarpa jamás habría sospechado semejante progreso cuando, creyendo que se sacaba un clavo de encima, vio desaparecer a la vuelta de una esquina la jaula de Budinetto.

Con todo, el Príncipe parecía algo indiferente a tales progresos y su más palpable satisfacción eran aquellos baños de asiento. A decir verdad, él no se había propuesto el lucro en moneda de contar y guardar y menos un «circo plantado».

Su real propósito fue en todo momento un modesto «circo de primera parte», y aun «de primera y segunda» con tal de que no entorpeciera la marcha, pues él concebía al circo como una forma itinerante o, en todo caso, no le interesaba de otra. Más aún, ni siquiera pretendía tal cosa como su más firme aspiración, porque, en el fondo, él tan sólo se había propuesto consistir. Como ese loco de Argimón, que al fin se posaba en tierra y ahora avanzaba hacia él pedaleando mientras las alas, con un movimiento más pausado, levantaban una nubecita de polvo. Por fuerza tenía que torcer el cuello hacia arriba, ya que seguía debajo de la máquina, aunque cada tanto se elevaba un poquito y el Príncipe temía que remontara para siempre. Entonces trataba de adelantarse y en una de ésas se levantó de la bañera y se asomó por la ventana en pelotas y en lugar de Basilio Argimón vio a una señora de edad que se persignaba. Volvió a la bañera y mientras trataba de leer lo concerniente a «Bailes de trajes», Basilio Argimón reapareció en el mismo punto que lo dejara, solamente que ahora se había alzado las antiparras y su cara se parecía, en lo resumido, a la del vago que iba camino del mar, aunque es de notar que todos los errantes se parecen entre sí. Cuando llegó a la distancia de un brazo salió de la máquina pero desplegó unas alas de ornamento, con plumas y todo, muy seráfico en la trama, y seguía saltando seguramente para mantenerse en forma, como todo gran artista. Y él, el Príncipe, habló primero y dijo: «Maestro pajarito, enséñame el arte». Y Basilio Argimón dijo, mientras el notario Bajarlía, que salió del aire, labraba un acta al efecto pertinente: «La
compuesto
consiste en cortar las cañas de un solo tajo en cuarto menguante y cocerlas a fuego de reverbero en grasa de
ñancu
, tramar la tela bien prieta, de seda natural, por supuesto, empleando para las costuras el punto ojal y fundir los engranajes sumando siempre a la fusión media onza de
titanos
y tres cucharadas de
agua fortis
, mientras uno se embebe por dentro, para conjugar, con
aqua ardens
a voluntad». Argimón recitó todo esto de una manera cantable, descendiendo una cuarta en la última sílaba, mientras Bajarlía tomaba debida nota. «Pero lo que realmente importa es la celesta», siguió Argimón tras una pausa, en la cual se elevó por lo menos un metro. Y en el momento que se disponía a cantar la
celesta
aparecieron los espantosos rurales, que golpearon a Bajarlía, dispararon sobre Argimón, quien se elevó lleno de agujeros, a través de los cuales se veía el puro cielo, y uno que tenía la misma cara del conde Stroface le apoyó al Príncipe el caño del fusil sobre la sien, sonrió siniestramente y apretó el gatillo.

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