Mascaró, el cazador americano (25 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Fueron tres funciones en total. Durante esos días el Príncipe sostuvo unas cuantas meditaciones con el maestro Cernuda, que a cada rato estaba dispuesto a pronunciar un discurso y que confió al Príncipe unos versos que había escrito, mejor dicho, un baúl repleto de trovas, pues no existía cosa de concreto o imaginada a la que no le hubiese encajado por lo menos un soneto. Una mitad del baúl verseaba sobre cierta persona no del todo figurada que por lo general andaba de asomo en una ventana que se abría o cerraba según el ánimo del poeta. El Príncipe le instó a perseverar en esos afanes, por cuanto la poesía no sólo era asunto de ornamento, sino constancia de alma, que de ese modo podía vagar tanto como él lo hacía de a pie, pero con grandes fatigas, que un poeta es la más caprichosa ocurrencia del espíritu, persona fulgurante, sujeto combustible, y que los hombres debían vivir y morir en verso.

Oreste apareció uno de esos días soplando una siringa o «sicu», «rondador» o «pocuna», pues en el camino había oído darle esos nombres y otros que no recordaba, aparte del muy genérico de flauta, un manojo de cañas sujetas por un travesaño y ataduras de hilo entrecruzadas. El Príncipe escuchó por la noche aquellos soplidos que agujereaban el aire, pasaban un poco alto sobre el carromato. Sonia dormía muy metida en su sueño, tan acomodada a esas travesías. El Príncipe, en cambio, que la mayor parte de su vida había dormido solo y al cual de noche se le disparaba la cabeza, rodaba por otros mundos muy contemporáneos, y estaba en ese momento, que por un juego de potencias lograba prolongar cada vez un poco más, mejor dicho, penetrarlo otro tanto, porque era cuestión de intensidad, ese momentito de lívidas presencias, todo superpuesto pero combinado, en el cual se encajaban tiempos y lugares y personas y aun cosas, aunque siempre quedaba por escuchar o ver algo definitivo, cuando sintió como si saliera de este espacio aquel arpado vientito.

Oreste estaba sentado al pie de un médano, blanco al igual que todo el paisaje, y el sicu que le colgaba como una barba.

El Príncipe se aproximó, también blanco, y escuchó un rato de pie. Al fin se sentó al lado de Oreste.

—Inclínalo un poco menos. El tubo más largo va a la izquierda.

Oreste hizo así y sonó mejor, entero. El sonido los envolvió por completo y se anochecieron los dos.

Después probó el Príncipe.

—Debiera conseguirme una yo —dijo—. Ésta es una flauta «primera». Podría soplar la «segunda». Un «sicu», o como lo llames, es sólo medio instrumento. Necesita su «par».

—¿Cómo carajo lo sabes?

—Todo funciona así en esta tierra. Uno es siempre una parte. No hay uno, para decir la verdad.

—Has charlado demasiado con ese Cernuda.

—Cernuda no es de esta tierra. Versea en falso… Pero es feliz así.

Oreste sopló otro poco.

—¿Tú lo eres?

—De a ratos. Mi felicidad, si hay que llamarla así, está en el tránsito. Soy un «Pateador» o «Pelegrino». En eso consiste.

—No te entiendo por palabras.

—Estás a punto de entenderme de otra manera. Así la palabra no cuenta a tu modo. Tampoco es una. No puede serlo, por la misma razón. Esto, por ejemplo —sostuvo en alto el manojito de cañas—, se llama también
pfucu-pfucu
,
antara
,
ayarachi
,
capador
,
hipacate
,
ayarichi
. Yo lo podría llamar
sop-sop
y ellos entenderían a qué me refiero.


Sop-sop
—dijo Oreste—. Yo-tú se sopla un
sop-sop
.

—Es decir, una
fusa ira
, la más pequeña, de catorce tubos.

—Un
sop-sop pentarronco
de «segunda verbigracia».

—Ahora entiendes.

El viernes pasó el Expreso. Cuando los siete polvorientos pasajeros vieron el «pabellón a la americana» y se enteraron de que aquello era un circo decidieron quedarse hasta el día siguiente. Bajaron los bultos y armaron sus fuegos al lado de la iglesia. Tapado parecía ahora una verdadera ciudad. Consistía medio inmortal.

Fue la última función, con apoteosis.

El Expreso partió en la mañana llevando grandes noticias. Para esa hora ya estaban desmontando el pabellón. Un hombre agitó un brazo en lo alto del palo maestro.

Alguien golpeaba en la pared del carromato, por fuera. Todo el mundo golpeaba aquí y allá, de manera que el Príncipe reparó al rato. La puertita entreabierta y desde la cama se veía un pedazo de cielo y un pedazo de médano. Ese angosto y resplandeciente paisaje que el Príncipe avistaba como si todo él estuviera encogido en la pálida cavidad de su ojo no tenía nada que ver con aquellos ruidos.

—¡Adelante!

La puerta se abrió del todo y el paisaje se agrandó, pero no cambió gran cosa.

—¿Qué quieres? —preguntó el Príncipe sin moverse, pensando que se trataba de Perinola, pues echado como estaba no veía a ras del pecho más que cielo y arena y un poco de la baranda.

—Soy Farseto, señor —dijo una voz finita.

El Príncipe se incorporó y recién entonces descubrió al viejo.

—¿Qué te has puesto?

El viejo llevaba una especie de maillot, una camiseta de mangas largas cosida a unas calzas negras con una estrella de liencillo colorado en el pecho, unas botinas de lona, acordonadas, y una capa corta de una tela dura que hacía ruido al moverse, aparte del natural del viejo, que era claramente a huesos.

—Soy Farseto, señor —repitió, como si el otro no lo hubiese oído.

—Lo sé.

—Farseto, de Palmira.

—Conozco una ciudad que se llama así.

—A ella me refiero. Quiero decir que soy de ahí, por nacimiento —dijo con orgullo.

—Oriundo.

—¿Qué?

—Nada… Hermosa ciudad. Mundana, en el buen sentido.

—Lo que allí sobran son putas.

—No me refiero a eso. ¿Qué entiendes por mundana?

—Algo así.

El Príncipe sacudió la cabeza un poco desalentado. La voz de Perinola gorgojeaba por ahí y escuchó brevemente la flauta de Oreste.

—Conozco a muchos farsantes de Palmira.

—Farseto. Yo y mi hermano Ernesto, que murió temprano, éramos los únicos, que sepa.

—¿Siempre está allí el Hotel del Colorado?

—No tengo idea. Hace años que falto.

—Y la glorieta en la plaza del Municipio, y tanta moza que daba vueltas a la plaza, el Teatro Imperial, el puerto de madera con el
Dichosa Madre
amarrado al muelle, los dos molinos, la costanera de sauces, el Marconi, el bar Palatinado, Julita Arévalo que culeaba tan personal, las romerías de El Prado…

La voz del Príncipe se fue apagando. Se había olvidado de Farseto, que sacudió la capa.

—Bien, ¿qué quieres?

—Aunque soy de allí, la verdad que no recuerdo tanto como usted. No recuerdo casi nada.

—Bueno, yo también lo había olvidado. Desde aquí ni siquiera parece posible que exista una ciudad así.

—Eso ocurre. El sol y el polvo matan la memoria. Uno transcurre pura cosa.

El Príncipe se sentó en la cama.

—Creo que has dado en el clavo. Ahora mismo debiera torcer el rumbo y volver allí. Has hecho bien en recordarme todo eso. ¿Qué más da ir a una parte u otra?

El Príncipe comenzaba a excitarse pensando en el camino. Hablaba sin importarle el viejo, para sí.

—Hasta me había olvidado que en un tiempo trabajó en el Circo Galatea —dijo Farseto.

—¿El Galatea de Pepino Bernardoni?

—Ése.

—¿Qué me cuentas?… No era un gran circo, sino otra cosa. Más bien un teatro ambulante, o en todo caso un «circo de primera y segunda» partes. ¿Qué hacías ahí?

—Figurante. Yo entraba con una lanza y gritaba: «¡Sólo queda un puñazo de calientes!».

—«Un puñado de valientes»…
Dorotea y Gerineldo
o
Los extremos se tocan
, segundo acto.

—Recuerdo que algo se tocaba, eso sí.

—¡Gran obra! No esas cocheras que ponen ahora.

—Yo quería ser trapecista, no figurante. Me pasaba las horas mirando a los hermanos Laporte que volaban por el aire.

—Eso hacían. No eran trapecistas, quiero decir algo humano. Eran pájaros o peces.

—Yo diría peces.

—De acuerdo. Nadaban en el aire con la suavidad de un pez, esas lentas torceduras. Primero uno se aterraba, pero después saltaba con ellos enteramente acuático.

Los dos se quedaron mirando el aire un buen rato como si los hermanos Laporte maniobraran sobre sus cabezas en ese mismo momento.

—¿Qué pasó después?

—La puta vida.

—Es lo que dicen todos, más o menos.

—Sí…

—La verdad es que hace tiempo debieras estar volando tú también o por lo menos haberte roto la cabeza contra algún picadero.

—Lo más probable.

—En lugar de eso estás en este pueblo de mierda, ya viejo, sin saber siquiera cómo llegaste a esto.

—¿A qué negarlo?

Farseto se encogió de hombros y la capa hizo ruido.

—¿Y ahora qué quieres?

—Tú lo sabes.

El Príncipe miró a otra parte.

—Pasó tu tiempo.

—Déjame probar, ¿qué pierdes? Puedo hacer el trapecio o la comedia.

El Príncipe lo espió de reojo. Después de todo el viejo tenía razón. Bastaría con ver a aquel montoncito de huesos colgado de un trapecio para enloquecer al público.

—No lo veo…

—Puedes hacerte una idea. A pesar de mis años soy yo quien se ocupa de la «sacada de almas», cada 2 de noviembre.

—Corresponde que lo haga una mujer, virgo en lo posible.

—No hay ninguna aquí que lo pueda, virgo o puta. Se rompen el alma al primer envión. Después hay que «sacarlas» a ellas. Yo, por lo menos, siempre alcanzo a arrancar un puñado de hojas.

—No he visto un solo árbol por estos lados.

—Hay un tala negro a una legua. Bastante alto, el desgraciado. Allí amarran el columpio. A veces me hamaco una mañana entera, y si el viento me ayuda alcanzo la copa… Hace tres años quedé colgado de una rama. Aguanté lo que pude por si los de abajo hacían algo, pero ya estaban borrachos. Aplaudían, nada más. Lo veían bonito… Me quebré una pierna pero saqué del purgatorio doscientas treinta y seis almas de una vez.

—Un récord, si vale.

El Nuño grita acompasado. Están bajando el palo. En unas horas partirán de allí.

—Déjame probar.

El Príncipe lo mira con fijeza.

—Habrá que conseguir un trapecio.

—No es problema.

—Y vendas…

Esta vez no hubo discursos. Farseto se despidió de todos, casa por casa. Se detuvo un momento frente a la ventana de la señorita Ana Rosa. El maestro Cernuda abrazó y besó al Príncipe en nombre de Tapado. La caravana arrancó del extremo del cementerio y desfiló a lo largo de la calle. También ella paró delante de la casa de la señorita Ana Rosa Vasallo y Perinola fue y vino saltando hasta la ventana. El capitán von Beck marchaba con Budinetto a la rastra. Farseto, temblando de orgullo, golpeaba el bombo en lugar del Nuño. Frente al almacén de don Pedro Centurión comenzó a tocar la bandita de
sicuris
. Oreste abandonó la trompeta y sopló su flauta. El viejo Ponce rebatió la campana de la iglesia de Santa Margarita María de Alacoque. El pueblo entero acompañó la caravana hasta el pie del primer médano. El loco Garbarino y los chicos la siguieron otro poco.

El carromato trepa el médano bamboleándose como un barco. Cuando llega a lo alto se detiene y Farseto saluda con una mano por última vez.

Tapado se hunde detrás del médano. Sólo quedan en el aire los golpecitos de la campana. Por delante se extiende un mar de arena. El Nuño mete a Budinetto en la jaula y el carromato se interna en aquel mar quieto, fulgurante. Al rato lo borra el relumbre.

El sonido de la flauta persiste, se dilata con la luz. Se ajusta con el viento.

Las cosas comenzaron a cambiar después de Tapado. En realidad estuvieron cambiando todo el tiempo. Ése es el punto.

El carromato apuntó a Manzano pero sopló el viento casi todo el día y los cegó la arena. Pasaron de largo. Boca Torcida llevaba un pañuelo atado a la cara, una gorra hundida hasta las cejas. Los picotazos de la arena en la carne que quedaba al descubierto primero le dolieron, después lo adormecían. Delante veía bultos que levantaban de golpe pero no eran más que enormes puñados de arena. El sol se fue corriendo lentamente en sentido opuesto al que llevaban, aunque a ratos cambiaba de lugar. Al comienzo los cegó por delante, luego remontó y estuvo un tiempo en las alturas. Ahora empieza a caer a sus espaldas.

Dentro del carromato, que cruje y se sacude como el
Mañana
, la gente duerme, piensa. Nadie habla. De tanto en tanto el Príncipe saca la cabeza por la puertita y trata de discernir el rumbo pero solamente atrae un montón de arena. Saca la cabeza nada más que lo necesario, apretando la puerta contra su cuerpo, hasta que Sonia le grita que cierre.

—Llenas el cuarto de arena, es todo lo que ganas.

—No es un cuarto. Llama a las cosas por su nombre, ¿quieres?

—¿Qué importancia tiene?

—No sé cuál, pero parece como que te burlaras de ellas.

—¡Qué ocurrencia!… ¿Por qué no le dices al señor Boc Tor que meta una mano en el carromato y te dirá cómo vamos?

—Sabes que no me gusta emplear esos usos entre nosotros. No quiero enterarme de nada como no sea en su orden. ¿Para qué vivo entonces?

—Para constancia.

—Además no es el proceder de un verdadero mago. No se deben usar las potencias en provecho propio.

—¿Qué es lo que hemos hecho hasta ahora?

—Sabes a qué me refiero. Ya se discutió el asunto.

El Príncipe se ató un pañuelo, salió y se sentó al lado de Boca Torcida.

—Ve adentro a fumar un cigarro si quieres.

—Estoy bien aquí.

Se estaba bien, en efecto. El Príncipe lo comprobó cuando su cuerpo se adormeció y quedó nada más que la cabeza que boyaba en esa niebla cegadora.

El sol cayó otro poco y el viento se fue calmando. A ratos se levantaban unos chorros de arena que volaban de un lado a otro cambiando de colores. Se inflamaban como una llamarada. Boca Torcida consiguió encender el cigarro.

—Dime, ¿aquello es arena u otra cosa?

Era un hombre. Primero una mancha alargada que bailoteaba delante del carro. Luego se ennegreció y se comprimió y fue subiendo a la superficie igual que un pez, hasta llenar sus formas, aunque siempre como a través de un velo. El Príncipe le preguntó a los gritos dónde quedaba Manzano, y el hombre señaló detrás de ellos, a un costado.

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