Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
Se persignaron.
Era siendo un sujeto de mucho hueso, con una zorra gris, sujeta con una vincha de goma, que flameaba detrás de su cabeza, muy aguda. Nunca visto. Si no hubiese sido por la bicicleta, que no es transporte de ánimas, Farseto habría opinado que se trataba de un «Pateador» o «Pelegrino», que no son locales sino errantes y por lo general traen suerte. Sin embargo, era de carne, aunque dura, consistente. Paró frente al almacén y agitó un sonajero de uñas y cuando se reunió toda la gente, incluyendo a Garbarino, dijo que venía de aviso. Que el anuncio era éste: que en dos días llegaba a Tapado el Gran Circo del Arca, que se propagara en todo su tamaño esta noticia, que él ya y ya proseguía viaje para anunciar lo cual mismo a todos los cuantos pueblos, y le tocó la cabeza al loco Garbarino, que se había quitado el sombrero, y partió sin entrar siquiera al almacén, sacudiendo las piernas y batiendo aquel cascabillo.
—¿Qué pueblo es ése? —pregunta el Príncipe.
—Tapado, pobre y desgraciado —responde el Boca.
El pueblo se borra por momentos con la arena que levanta el viento.
El Príncipe golpea el tabique a sus espaldas y Oreste asoma la cabeza por una ventanilla.
—Sopla la trompeta, ¿quieres?
Oreste trepa al techo del carromato y comienza a soplar la trompeta, que lanza un chorro de arena. El sonido rueda como un montón de piedras. Debe haber llegado hasta el pueblo porque se oye un disparo y después una campana. Eso les sacude la modorra y hasta el mismo polvo.
Oreste vuelve a soplar con más fuerza. Sopla y se lleva una mano a la oreja porque le encanta oír ese enorme sonido que se dispara sobre la tierra pelada, se ensancha y se alarga como si le respondieran otras muchas trompetas.
Está más viejo o, mejor dicho, algo más seco, igual que una de esas ramas retorcidas y calcinadas por el sol que asoman a los lados del camino. Tiene una bata semejante a la del Príncipe y una capa verde, más corta, pero los mismos botines con las suelas agujereadas. La bata y la capa son hechura de Sonia la Vidente, que es también la Bailarina oriental y que en otro tiempo fue la señora Maruca López de Esteve.
El carromato tiene los colores repasados de manera que, de lejos, como lo está viendo ahora la gente de Tapado, y sobre todo con aquel ejemplar empíreo sobre el techo y en medio de una nube luce muy bonito. Los angelitos siguen soplando a cada lado, un poco más gordos y más sonrosados, pero por detrás de ellos ondea un letrero que dice «Gran Circo del Arca», con las iniciales en letras floridas, obra también de Sonia, igual que las cortinitas de las ventanas y los penachos rojos sobre la cabezada de los caballos.
Detrás del carromato viene la jaula, como cuando salieron de Palmares, pero con unas cortinas de lona para resguardar a Budinetto de los vientos, el ardiente sol de la tarde y las miradas de la gente, que nunca han visto a un león. Suelen meter palos entre los barrotes o le arrojan amuletos y comidas ensalmadas que le revientan el estómago.
Detrás de la jaula sigue una jardinera que conduce Carpoforo y que pagaron con dos funciones en Obligado. Resulta un desahogo. Como tiene capota y cortinas de gutapercha que se abre, no se cierran a todo lo largo, lleva, además de una parte de los trastos, dos catres en los que duermen Carpoforo y el Nuño. Sonia y el Príncipe duermen en el compartimento de proa del carromato, más chico pero más íntimo, con una puertita debajo del pescante, en el cual dispusieron una cama de dos plazas luego de remover las cuchetas, y Oreste y Perinola en el de popa, por cuya puerta se entra y se sale comúnmente. El del medio tiene una cocinita económica con la chimenea que asoma por el techo y que cuando humea acrecienta la apariencia de un barco, una mesa plegable, la lona de la carpa, el baño de asiento, las pesas de Carpoforo y la parte más abultada de los trastos. Además amortigua los ruidos que por la noche producen Sonia y el Príncipe, aunque el carromato se sacude igual. Por suerte para el resto de la compañía, hace un tiempo que aquellas expresiones han ido decayendo.
Un caballo blanco, bien peinado, viene al paso sujeto con un cabestro a la jardinera.
Oreste, además de soplar, comenzó a saltar sobre el techo, y los del pueblo, que veían ondear la capa y elevarse a aquel arropado personaje entre esos celestes sonidos, pensaron que en cualquier momento remontaba vuelo. El Nuño subió también con su disfraz de capitán von Beck, esto es, un cuero de cabra teñido de un color rojizo con manchas de pintura negra que simulaba la piel de un leopardo y un par de muñequeras y unos bigotes postizos a la tártara y comenzó a aporrear un bombo.
Cuando rodearon el cementerio pararon los ruidos por respeto.
—Habría que golpear y soplar más fuerte —dijo el Príncipe, que se veía cansado—. Por estos lados los muertos están más vivos que los otros. Uno se los cruza en los caminos, charlas con ellos, te ayudan o te joden por puro gusto y al final nunca sabes con quién tratas. ¿Hay alguna forma de saberlo?
—No, que yo sepa —dijo el Boca—. Además, no se gana mucho.
Después del cementerio y cuando embocaron la calle y vieron a Tapado de una vez y en esa sola mirada abarcaron lo que podían sacar de él, Perinola con su trajecito de payaso y unas campanillas en los tobillos, comenzó a saltar delante de todos como un endemoniado muñeco. Sonia marchaba detrás con un bombachón de terciopelo escarlata, unas chinelas en punta de hilos dorados, un chalequito bordado con lentejuelas y unos velos que flotaban a su alrededor como nubes de vapor. Califa caminaba en dos patitas con un bonete en la cabeza, muy automático. Oreste soplaba y el Nuño golpeaba con fuerte arrebato.
La gente cubría la calle frente al almacén. El maestro Cernuda, de negro, con un bombín y un puñado de papeles en la mano derecha, presidía, al medio. Hizo un ademán. La bandita de Tapado, seis sicus o fusas o zamponas de hueso, un redoblante, un bombo y un triángulo, arrancó con una especie de música, un sonido ventoso, estremecido, más rumor que sonido, pero poderoso, que sobrevolaba los golpes de los parches y las punzantes vibraciones del triángulo, invadió la calle, creció, se aceleró y los envolvió como el ansioso viento que corre delante de la tormenta. Era un ruido que brotaba de la tierra, aquellas rotas paredes, las treinta y ocho tumbas, todo el silencio amasado y acumulado a través de siglos y que salía zumbando por los agujeros y las grietas.
Oreste, que igual que el Nuño había dejado de hacer ruido impresionado por aquella música, sintió que ese arcano rumor lo cubría, lo apartaba, lo traspasaba, y otra vez, ahora más cerca, trató de abarcar esa forma, si la había, el todo sonido o el todo grito o el todo idea…, ¿o era que era nada más que así, vaguedad, no expreso, no hablado, no ideado, otra manera de consistir, entresiendo?
Los músicos tocaban mirando al suelo, sin usar el cuerpo.
El maestro levantó una mano y la música esa paró. El Príncipe y toda la compañía estaban realmente suspendidos.
El maestro se adelantó unos pasos, desplegó unos papeles, empujó algo por la garganta y pronunció el siguiente embrollo:
«Señores caballeros, señoras:
«En nombre del pueblo de Tapado, os doy la más calurosa bienvenida. Es éste, sin duda, para nosotros, un día de felicidad, de júbilo sin par, de erecciones y elevaciones del alma. Conciudadanos, ¡qué providente concomitancia!, ¡qué decretos y acomodos nos ha tramado el destino!… Se arrebata el alma, sí, pero el verbo, invención humana, vacila, se retrae, hasta enmudece ante tan grueso portento. Porque, ¿con qué palabras os pintaré yo el arte, que encaman estos señores, cosa de suma inmateria? Examinad con atención este mundo grosero que habitamos y que viene a ser como el rincón donde se arrojan los desperdicios del cielo. Registrad sus espaciosos campos en la risueña primavera y veréis las primorosas alfombras que conforman las flores sobre el hermoso fondo de las verdes y dilatadas praderas. Echad una rápida relojeada por la vasta redondez de la Tierra y hallaréis aquí fuentes cristalinas, allí frutas delicadas (el loco Garbarino mira a derecha e izquierda), en una parte piedras preciosísimas, en otras perlas inestimables y en todas primores y maravillas de la naturaleza que sólo sabréis admirar y nunca podréis apreciar debidamente. Veréis la prodigiosa variedad de aves que pueblan los aires, la admirable diferencia de peces que encierran los mares y la asombrosa multitud de animales que sustenta la Tierra. Bajad a sus más ocultos senos (todos miran hacia la bailarina oriental) y hallaréis minas abundantes de oro, plata y otros preciosos metales. Alzad los ojos y observad esa prodigiosa bóveda que forman los cielos y que viene a ser como el techo que Dios ha puesto a este mundo. ¿Qué cosa más admirable? ¿A quién no pasma y encanta ese sol tan hermoso, que todo lo ilumina, todo lo calienta, todo lo vivifica y todo lo alegra?»
Miró atentamente a los presentes para cerciorarse de que, en efecto, no había nadie que no estuviese pasmado con aquel puto sol que rajaba la tierra.
«¿Qué cosa más bella que la Luna, cuando llena y majestuosa camina por medio de esos cielos inmensos, como haciendo ostentación de su hermosura? ¿A quién no hechizan (aquí temblaron todos) esa brillante multitud de estrellas y esos risueños luceros que tachonan y esmaltan los tales cielos? ¿Quién jamás miró con atención tanta hermosura, tantos prodigios y tantas maravillas sin sentirse dulcemente arrebatado de su belleza?»
Volvió a mirar por arriba de los papeles y el loco Garbarino aprobó con la cabeza. Había un postigo entreabierto en una de las ventanas de la casa de la señorita Ana Rosa y una vaporosa silueta se retrajo detrás de los vidrios.
«Pues bien, conciudadanos, el arte es la suma y perfección, la mágica trabazón de éstas y otras maravillas sin necesidad de transportarnos hasta ellas porque por la sola potencia del espíritu penetra la materia más espesa, congrega y entrevera a cuanto portento, pasmo o quimera divaga por estos mundos y añade aún más, límite fijado, y así como se hunde de un saque en los abismos más profundos, con la misma facilidad se raja a las alturas más excelsas, totalmente expedito, iluminando con sus victoriosos fulgores esta dura vida, valle de continuas lágrimas que corren por todas partes, campos sembrados de espinas, territorio de soledad, áspera mansión de la miseria, rescatando al hombre de aquel terrible decreto: polvo eres y al polvo revertirás, porque por la máquina del arte él se sobrepone, se sobrepasa, se supervive, se…»
Un cavernoso rugido que hizo temblar las diecisiete casas interrumpió el discurso, recularon todos y antes de que no quedara uno Oreste comenzó a soplar, el Nuño a golpear, Perinola a saltar y Sonia a bailar, adelantándose graciosamente a los brinquitos por aquella hirviente calle de arena. En verdad, era una maravilla digna del Hagenbeck o el Sarrasani. Había ideado un baile de resalte, de acuerdo a su corpulencia, acompasado, cruzando una piernita a cada salto como si jugase a la rayuela y ondeando las manitas, al tiempo que agitaba por gravitación propia sus desbordados pechos, con un sonajero en el chaleco a la altura de cada uno, y flotaban los velos en envolventes giros sugiriendo por debajo redondas, húmedas y trastornantes formas.
La gente se calmó, se atrajo y antes de que el maestro Cernuda abriese nuevamente la boca, el Príncipe, exaltado por aquellas retumbantes palabras que, aunque no decían nada del todo comprensible, removían su natural inclinación a la verbigracia, alzó las dos manos y con su sonora voz cada vez más entubada dijo:
«Amigos:
«Ante todo quiero agradecer, en nombre de la Compañía, las combinadas palabras que acabo de oír y que, además de interpretar la sustancia misma de asunto tan volátil, ha penetrado muy hondo en nuestros corazones. ¡Mil gracias!»
El maestro se quita el bombín. Todos aplauden.
«Largos y difíciles caminos hemos trajinado para llegar hasta aquí, pero la meta recompensa con largueza tales penalidades por cuanto Tapado fue siempre una vieja y crecida aspiración de nuestros precitados corazones, puesto que sabíamos de la acendrada devoción por las artes de este pueblo pequeño en sus dimensiones pero grande y magnífico en sus intenciones.
«Desde ya, nosotros trataremos de retribuir esta disposición con nuestras mejores habilidades, desplegando una serie de vistosos y entramados números a precios muy reducidos, dedicando, por supuesto, nuestra primera exhibición a todo y cada uno de los habitantes de este noble y esclarecido pueblo, cuya puntual concurrencia será una acabada muestra de sus altas y ponderadas virtudes de tanta y tan sólida envergadura que su fama nos dio alcance en muy remotos lugares y nos movió a transitar por todo este territorio universo, removiendo obstáculos y atascos sin cuento para arribar por fin en este día, que, como bien se ha subrayado, es de rigurosa felicidad y júbilo sin par, en recíproca viceversa, el sabio, sensible e insigne pueblo de Tapado, que en orden a sus méritos, se promueve por sí solo a ciudad.»
Carpoforo, empleando a fondo sus formidables manos, arrancó con los aplausos por detrás del carromato. Siguieron todos.
Hubo otros disparos y el viejo Ponce resonó la campana de la iglesia, el Príncipe y el maestro Cernuda se encajaron un abrazo, se bailoteó, Carpoforo arrastró la jaula a la vista de todo el pueblo y el Nuño, es decir, el capitán von Beck, descorrió las cortinas y ordenó al león Budinetto que surgiera rugiente (Perinola introdujo por debajo un palo en punta) y el pueblo se removió, corrió, enloqueció, revino, admiró tan resuelta fiereza.
La bandita de Tapado comenzó otra vez con aquella música.
Oreste, que ha quedado solo en lo alto del carromato, levanta la cabeza. Desde allí se ve la reseca inmensidad que rodea a Tapado. Las diecisiete casas, el almacén, la iglesia, palidecen. La gente salta y gesticula en una gris polvareda. Sólo consiste ese vibrante sonido, ese fuerte rumor. Y esa figura blanca, inmóvil detrás de una ventana.
El Circo del Arca era lo que se llama un «circo a la americana», esto es, cuya tienda se arma y se desarma rápidamente mediante árboles, tensores y parantes que se sostienen mutuamente por un efecto físico de fuerzas encontradas, lo cual convenía a su sustancia nómada, y al propio tiempo, desde el punto de vista del espectáculo, un «circo de primera parte», pues sólo ofrecía números de pista. La carpa o tienda, cuando partieron de Palmares y contaban apenas con unos agujereados metros de lona que le arrancaron a Scarpa, era una especie de biombo circular con una abertura para entrar, que se cubría con una cortina en la cual Sonia había pintado unos signos más bien aterradores (sobre todo la víbora que se muerde la cola y tiene un solo y siniestro ojo) y un boquete en la parte opuesta por donde ingresaban los artistas.