Mascaró, el cazador americano (20 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Aplausos y llantos.

La señora Maruca, aguantando los sollozos que sacudían sus pechos obligando a algunos a desviar la mirada y a otros a encajarle, agradeció con su vocecita muy trastornada aquellas palabras de elogios y tanto o más las circunstancias de haber conocido a semejantes caballeros, visitantes de extraños oficios pero, sobre todo, de indudables poderes, pues aquella oscura pensión se había convertido de un día para otro en una morada de encanto y hasta la vieja señora Gertrudis había curado del reuma y la higuera echado unas hojas.

No pudo terminar, pues las lágrimas le brotaron a chorros.

Entre el Príncipe y Carpoforo, que estaba terriblemente conmovido, la ayudaron a sentarse con desinteresada y cariñosa solicitud.

Luego el Príncipe, para animarla un poco y regocijar otro tanto a aquellos vagabundos que por mucho tiempo no comerían ni dormirían en regla, trajo del cuarto la victrola y los discos y Oreste rajó unas músicas.

Aplacado el cuerpo con aquel bravo bacalao a la lusovizcaína, regado con vino claro, fuerte, de buen cuerpo que la señora mandó exhumar de un sótano clausurado desde los días del señor Esteve, q.e.p.d., los espíritus divagaron en las muy altas esferas removidas por la música como la cáscara de un caracol que sube y baja con el agua y ciego navega hasta que se consume y se toma mar.

Que esto fue lo que pensó Oreste. Y vio por sus adentros una playa interminable y superpuestas orlas de espumas y banditas de gaviotas casi de la misma sustancia y restos de caracoles que rodaban, rodaban con un rumorcito de uñas. Y Cafuné que pasa al tiro, sacudiendo un sonajero, medio transparente.

El Príncipe sonó los dedos. La púa chasqueaba.

Oreste colocó otro disco, dio manija y apuntó la bocina en dirección al Príncipe. El disco era nada menos que
Fascinación
, de Marchetti.

Fue oír los primeros compases y el Príncipe se puso de pie, como si se tratara de una ceremonia ya combinada, tendió la mano a la señora Maruca y echando una pierna hacia atrás le rodeó la cintura con el otro brazo. Se miraron un instante a los ojos, muy fijo, y luego se lanzaron en círculos por el tambaleante salón. Las caras de los señores giraban en acompasado disloque hacia un lado y otro, el diploma de la Obra Pía de Tierra Santa pasó volando, entrevieron unas manitas huesudas que plangolpeaban, pero luego todo se borró y, aunque la señora pechaba con sus turgencias y el Príncipe correspondía con la entrepierna, se remontaron por los aires en círculos cada vez más veloces y uno de los dos, por los dos, pronunció la palabra Amor.

Apenas se acallaron los ruidos y la noche echó su gran bulto, el Príncipe se levantó en la oscuridad y guiándose por el resplandor de la banderola salió al patio. La higuera colgaba como un esqueleto en el aire negro. Califa estaba arrollado debajo de ella. Agitó la cola pero el Príncipe movió la mano en redondo y el perro volvió a dormirse.

Una raya de luz que se quebraba contra la mesa atravesaba el salón vacío. Provenía de la puerta en el tabique, apenas entreabierta.

El piso de madera crujió bajo los pies del Príncipe. Permaneció un momento inmóvil en la oscuridad. Luego tendió la mano, que se coloreó suavemente, y empujó la puerta.

La señora Maruca estaba de pie junto a la cama, cubierta con un camisón transparente que dejaba entrever sus blancas y redondas formas con un velloncito oscuro debajo del vientre. Parecía en trance. La luz de un velador teñía el cuarto de una claridad sonrosada en la cual la señora aparecía suspendida, fantasía de mujer, pimpante matrona, miel de leche, fruta carnosa, colosal encarnadura.

El Príncipe extendió las manos, tragó saliva y avanzó en puntillas, etéreo concurrente.

La música aún sonaba en sus oídos, no expresa, aires del alma, esos círculos fulgentes que encendían los espacios.

No hubo palabras, todo incarnado.

Tomó su mano manita, ciñó su cintura por lo bajo, reposando un dedo en el empinado hueco que coronaba sus nalgas. Y así imantados emprendieron nuevos vuelos, girando extravagantes sobre los pies descalzos. Ella empujaba acompasada y él discernía con su atorado miembro cada gesto de sus escondidas formas.

La señora gimió, crujió en grandes sofocaciones. El Príncipe, que respiraba con dificultad, besó y mordió su cuello y ella, correspondiente, le introdujo la lengua en una oreja, empujando y enroscando luego por dentro del beso su vibrante navaja. Todo bailable.

En una de las vueltas, la señora fraguó un mareo y soltándose blandamente se posó en la cama. El Príncipe, con fuertes trastornos, siguió girando con el miembro, que se sacudía a un lado y otro. Ella, que con todo, entrevió semejante eminencia, se recostó en el lecho, entrecerró los ojos, izó el camisón y abrió las piernas. Entonces el Príncipe, siempre bailable, soltó la capa, arremangó la bata y arremetió
de profundis
.

La cama comenzó a sacudirse y hasta se corrió un poco.

Y así que estaban amarrados en tales juegos, un formidable rugido atravesó la noche.

—Modérate, mi bravo señor… —tartamudeó la señora, sin dejar de sacudirse.

—Budinetto… —gimió el Príncipe, que se había suspendido un momento y al siguiente volvió a empujar por cuanto reconoció aquel grito.

Ahora se sacudían el velador y el ropero y una estatuita de San Judas Tadeo, apoyada en una repisa casi sobre sus cabezas.

Budinetto volvió a rugir, larga, lúgubremente. Varias veces. Mientras el cuarto, la noble pensión para caballeros Caldas del Rey, la noche entera se sacudía.

El colorido carromato, con un angelito a cada lado anunciando la partida, está parado frente a la puerta de la pensión apuntando hacia el horizonte de arena que asoma al fondo de la calle. Carpoforo, el Príncipe y Boca Torcida aparecen sentados en el pescante, inmóviles y abatidos. Perinola saca la cabeza por una ventanita. Oreste, que se ha calado el gorro de piel, está en el balconcito de popa, recostado contra la pared de madera. La jaula de Budinetto, que por esta vez se halla despierto, va amarrada al carromato con un cable que se sujeta en uno de los barrotes de la baranda con un lazo ahorca, establecido por el Nuño seguramente.

La señora Gertrudis, por primera vez de cuerpo presente, observa desde la puerta. Es un bultito de trapos negros y una carita agrietada como las paredes.

La despedida ha sido triste, silenciosa. Ahora tan sólo se aguarda la orden del Príncipe. La señora Maruca no ha querido verlos partir, por lo visto. Es comprensible.

Por fin, el Príncipe golpea con el codo a Boca Torcida. El Boca ladea el cigarro, sacude las riendas y lanza un grito que le sube desde la barriga y lo remece como una rama.

Los caballos, que presienten la largura del camino, agachan la cabeza y arrancan despacio. El carromato se sacude con un crujido de ruedas y maderas. Los angelitos se tambalean.

Los caballos recién han dado el primer paso de aquel embrollado viaje, que acaso sólo ellos barruntan, cuando se oye un gritito que proviene de la pensión. La señora Maruca, toda arrebatada, aparece en la puerta con una capa de viaje, una gorrita de gamuza y una maleta.

Perinola lanza un chillido y los demás repercuten.

La señora abraza y besa de corrido a la señora vieja Gertrudis y entre los gritos y aplausos de toda la compañía trepa al carromato, después de escarbar el aire unas cuantas veces con una de sus corpulentas piernitas, izada por Oreste, que se aguanta con un pie entre los barrotes.

La señora viejita ondea una mano.

El Príncipe, ahora sí a todo mandato, pregunta a Boca Torcida cuál es el próximo pueblo.

El Boca ladea el cigarro y escupe entre los dos caballos.

—Medina, polvo y ruina.

—¿Y después?

—Tierra.

El Príncipe le golpea la espalda.

—¡Allá vamos!

El carromato zarpa de una vez.

La señora Gertrudis agita la mano y ellos replican, toda la compañía, redoblados, incluyendo al león Budinetto, que sacude la cola, y al perro Califa, que ladra.

La señora Gertrudis se empequeñece. Su mano pajarito revolotea ahora sobre una mancha negra.

Oreste ayuda a acomodarse en el interior del carromato a la señora Maruca, que necesita espacios y despacios. Cuando vuelve al balcón, la señora Gertrudis ha desaparecido. No sólo la señora, sino también la pensión para caballeros. Alarga el cuello y hace pantalla con una mano. No. No están.

El carromato ha llegado al final de la calle. Por delante no hay más que arena. Por detrás brota una doble huella, con el Califa que trota en el medio, cada vez más negra, porque no va quedando otra cosa. Palmares ha comenzado a borrarse. Se disuelve en el aire lentamente. Sólo el faro y la iglesia y unas grises palmeras persisten otro instante, pero luego se evaporan a un mismo tiempo.

Oreste, apenas turbado, se pregunta si habrá sucedido así con todo. Arenales, el Lucho, el
Cara
, la Pila, el Pepe, el Bimbo, la Tere, Cafuné fantasmón, el
Mañana
tan barquito, el fragoroso capitán Alfonso Domínguez, el tremendo jinete Mascaró, la Trova…, la muy dulce Trova de Arenales. ¿Existieron realmente alguna vez?

La guerrita

Tapado es una calle de arena y ocho casas a cada lado, con la escuela a la derecha, lo que hace nueve para esa parte, pues el maestro Cernuda vive y padece en ella desde el 35. La iglesia es una punta, consagrada a Santa Margarita pero clausurada hace seis años, cuando el padre Ignacio Zárate se escapó con Marianita Castro, tan devota. El cementerio en la otra punta, que es un corral con treinta y ocho tumbas, entre ellas la del
Fac
Sacomano que sembró sus buenos horrores y fue muerto por los rurales cuando se culeaba a la Chola Navarro, que todavía vive en Manzano, catorce leguas, y se hizo lugar de devociones por un tiempo. El almacén de ramos generales de Pedro Centurión a la izquierda, con un surtidor de nafta que no funciona y que de lejos parece la única persona que vive en Tapado y una pista de baile que se anima por lo menos una vez al año, para la fiesta de Santa Margarita María de Alacoque, virgen, el 17 de octubre.

De noche brilla una luz en el almacén, donde se juega al tute, al truco o al mus, otra en la escuela, donde el maestro Cernuda, ya casi inmaterial, lee por milésima vez
El contrato social
, y varias y muy animadas en el cementerio, que simula entonces una ciudad en miniatura, y que proviene de las tumbas, protegidas del viento con unos ladrillos.

Una vez a la semana entra y sale perseguido por una nube de polvo el viejo Leyland del Expreso
La Central
, que para en el almacén los viernes a hora incierta y deja alguna carta para el maestro, catálogos y facturas para Centurión y un sobre azulado para la señorita Ana Rosa Vasallo, que para leer la carta pone en la victrola
Júrame
, de María Grever.

El mendigo del pueblo es el viejo Ponce, que atraviesa la calle de una punta a otra una vez por la mañana y otra por la tarde y vive debajo de una enramada detrás de la iglesia, donde prosiguen los médanos. El loco es el loco Garbarino, que vino así por tratar con el «Familiar» o la «Sampasuka», no se sabe bien, y que el viejo Farseto, otro personaje, trató de curar probando varios contramaleficios. Le puso la ropa al revés, metió dos cuchillos en cruz debajo del colchón, para lo cual tuvo que convencerlo que por un tiempo durmiera en un colchón, durante una semana lo despertó a las cinco de la mañana llamándolo por su apellido primero, Garbarino, y el nombre después, Domingo. ¡Garbarino Domingo!, gritaba Farseto y el loco, que ya estaba despierto, le raja un pedo. Por último, le cortó el ala del sombrero, que es la suprema, pero el loco Garbarino siguió tan loco y tan Garbarino y con el sombrero recortado que le añadía otro poco de locura. Farseto dijo entonces que era loco de otra materia.

Con todo, Farseto a veces la acierta. Él fue quien dio aviso cuando llegaron aquellos jinetes. Los demás pensaron que se trataba del Expreso, pues levantaban la misma nube, y que por lo tanto era viernes y no jueves, como todo hacía suponer, de manera que envejecieron un día.

La nube entró por la punta del cementerio y pasó atronando con un ruido de cascos y monturas y jadeos que venía de adentro, y cuando paró frente al almacén de Centurión, salieron de ella cinco jinetes. Cinco. Uno de traje negro como el maestro Cernuda, con un sombrero aludo que le echaba sombra, y que saltó del caballo girando sobre la silla, cayendo sencillo en dos piernas, de una vez, y entró en el almacén medio de apuro, sin visuales. Otro con un capote de agua y unas botas de goma, prendas que aquí no se invisten, y una cara cubierta de granos tan gruesos como garbanzos. Y otro señor, muy diputado, de más edad, pequeño, con un panamá alerudo y un maletín, que descabalgó también. Los otros dos, bien de espanto, con máuseres y cananas y unos machetes en vainas sin curtir, engrasadas, con cachas de hueso, tres remaches y pomo de bronce, quedaron en las cabalgaduras por los infragantis. Traían un caballo con carga. Dos alforjas a los lados, una caja atravesada en la montura y un caño de latón con peana amarrado a la caja.

Andaban de mapa. Preguntaron por Manzano, Unión, Las Vacas, Tres Cruces, Portillo, Alacrán. Rumbitos. Bebieron ginebra con jengibre y un chorro de limón, y preguntaban de gusto, nombres nomás, y Centurión glosaba, y después levantaron viaje, se los llevó la nube, todo textual, en acta constatado por Farseto enteramente visual.

El Expreso pasó el viernes con seis rurales a bordo en uniforme de patria. Bajaron a mear con los Mannlicher en bandolera, el cabo se echó una caña y siguieron viaje. El maestro Cernuda quedó en la puerta de la escuela con un discurso en la mano que agarró del montón que guardaba en una caja.

Esto sucedió de seguido, entre jueves y viernes. Y era bastante para una semana, aun para un año. Pero no habían pasado dos días, que el lunes por la tarde vieron otra nubecita, siempre del mismo lado. No era de tamaño. Más bien de jinete, pero sobre dudoso caballo, porque era un chorro de polvo parejo, finito, que levantaba poco.

Farseto achicó los ojos y dijo:

—Es un tipo en bicicleta.

Tampoco le creyeron. En Tapado nunca se vieron esas invenciones. Farseto tenía la vista legañosa y por lo general veía otras sustancias, que era para lo que servía, «Pomberos», «Sampasukas», «Basiliscos» y otras encarnaciones.

Cuando encaró la punta vieron que era un tipo que se transportaba muy derecho por el aire sobre dos redondos chorros de arena. Traía un brazo en alto. Casi al mismo tiempo oyeron esos golpecitos, como tales, pero no exactamente, un temblor de hojas, un batimiento de alas, primero encimado al apretón de la arena, mezclado, pero en seguida se remontó, sobrevino, salía del hombre.

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