Mascaró, el cazador americano (8 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El Príncipe juntó las manos, cerró los ojos y anunció con voz grave: «La Tempestad y la Calma». Dio unas vueltas de manija y apuntando al cielo recitó estos versos:

Yo vi del rojo sol la luz serena

turbarse, y que en un punto desaparece

su alegre faz, y en torno se oscurece

el cielo con tiniebla de horror llena.

El viento proceloso airado suena,

crece su furia, la tormenta crece,

y en los hombros de Atlante se estremece

el alto Olimpo y con espanto truena.

Mas luego vi romperse el negro velo

desecho en agua, y a su luz primera

restituirse alegre al claro día

y de nuevo esplendor ornado el cielo

miré, y dije: ¿Quién sabe si le espera

igual mudanza a la fortuna mía?

Tras esta grave pregunta en gruesa voz entrecortada el Príncipe quedó con los brazos extendidos.

El Nuño aplaude con ardor, el capitán Alfonso Domínguez patea la cubierta, el Andrés hace unos ruidos. Mascaró aprueba con la cabeza, y Oreste, para no ser menos, abraza al Príncipe. Las gaviotas vuelven a repasar sobre sus cabezas.

Agradeció el Príncipe con unas reverencias, mientras duraron las efusiones, y expresó luego, sin alardes, que había compuesto aquellos versos fuertemente impresionado por las circunstancias que le tocaban compartir. Era un humilde tributo al arrojo y condición de estos bravos amigos (señaló vagamente a cada uno, inclusive al propio Oreste) y a través de ellos, a quienes desde ya guardaba en el lugar más recogido de su corazón, a todos los hombres de mar, incluyendo al Barbas Gianelli y al tremendo capitán Einion Jones, cosa que arrebató al capitán Alfonso Domínguez, que se golpeó el pecho y reclinó la cabeza.

Nuevos aplausos y pataleos, esta vez más breves por la intención del asunto. Ante la insistencia de los presentes el Príncipe recita otros versos de su total invención y hasta improvisa una «Marina», de Rubén Darío. Declama, en este orden, «La Tempestad», de José Zorrilla, compuesta en ocasión de la tormenta que voló sobre los techos de Miraflores, sobre el fondo ligeramente borrascoso de la obertura de
Semíramis
, de Rossini; «Barcarola», de Antonio Amao, a cuyo propósito y por la intensidad del discurso el capitán Alfonso Domínguez pregunta quién era aquella Leda, si figura cierta o fingida invención, no por malsana curiosidad, sino por idéntica congoja, a lo que el Príncipe responde con un suspiro y un dedo sobre el corazón, por lo que el Capitán aprueba y saltea con un gesto no menos magnífico; «Semper», de Emilio Ferrari, que debe repetir por lo atinente de la trama, esa somera pero aguda memoria de todos los barcos difuntos, los Fierabrases y los Pantojas, ¿los Mañanas?; «Se pinta el mar», de Eduardo Marquina, motivo para Oreste de algún espanto cuando afirma tan resuelto que: «Todo el mar es misterio resonante… nada hay a espaldas de él, nada hay delante». Cuando el Príncipe llegó «entre las rocas de la costa alzada», un puntapié en el tobillo rescató a Oreste de aquellos pormenores. El disco había perdido velocidad y el Príncipe ya gritaba «¡Oh, mar! ¡Oh, extraño mar! ¡Oh, gran Misterio!», motivo de nuevos sobresaltos; «Luz por la amura», de José del Río Sainz, que sorprendió gratamente por los conocimientos navales del Príncipe; «El pensamiento sobre el mar», de Fernando González, alta navegación del alma, metafísica, y por último, empapado en alcohol y sudores, tras recogerse y cobrar impulso, deteniéndose a veces para cazar la inspiración, midiendo otras a grandes pasos la cubierta, aquella «Marina» de Darío donde se atropellan los tritones, salen unos brazos de las ondas, suenan vagas canciones y se enumeran otros graciosos espantos.

El Nuño es quien ahora abraza al Príncipe, de verdad conmovido. El capitán Alfonso Domínguez se pone de pie, se descubre e inclina su notable cabeza. El Nuño besa al Príncipe en ambas mejillas. El Andrés se agita y patea dentro de la timonera. El propio Mascaró se fuma un gordo «Romeo y Julieta» del tipo
Sobresalientes
, lo palmea en un hombro. Las gaviotas se tiran unos vuelos.

Mientras el Príncipe se recobra, el capitán Alfonso Domínguez ejecuta una serie de nudos marineros, desde aquel sencillo doble cote que le enseñara el Barbas Gianelli hasta el nudo de escota con vuelta redonda, el auténtico as de guía y el nudo llano o de rizo de engañosa simpleza.

Oreste, que se ha hecho cargo de la victrola, expide entre tanto un disco tras otro, y cuando el Capitán termina con los nudos, el Nuño, que siempre tuvo en la más elevada estima las Artes y las Letras y había tratado inclusive en el Viejo Hotel Unión al célebre Gamarra, bufo y «hombre incombustible» del Circo Olímpico y luego del Gran Pabellón Americano, alentado primero por el Príncipe y exaltado luego por la voz de Tito Schipa que gorjeaba a través del embudo
Core'ngrato
, cantó, al principio de espaldas para evitar que lo traicionaran los nervios,
Barcarola Triste
y, más animado,
Torna Piccina
,
Se vuoi goder te vita
, ya de frente,
Amapola
, a todo trapo, y a dúo con el Príncipe,
Vivere
, de Bixio.

En total, resultó una fulminante revelación aun para el propio Nuño, que agradeció los aplausos cubriéndose la cara con las manos y espiando entre los dedos. El Andrés sacó la Cabeza por la ventana e imitó el ruido del pito, enmudecido por falta de vapor.

Mascaró declaró que apreciaba esos intermedios, que estaba de acuerdo en que la vida del hombre sobre la tierra es una milicia, pero que ésta, a su vez, era un arte que se ejercitaba, que las buenas guerras se adornan como una representación, son casi un festejo, que él, Mascaró, por otra parte, era en lo personal hombre de concretos, como el capitán Alfonso Domínguez, que se expedía de oficio, no con simulacros, sin ánimo de ofensa en esto ni apreciar ventajas entre una forma u otra de vida, que uno nace volatín y otro capitán y cada cual tiene su misión sobre esta tierra. Expresado lo cual extrajo y revoleó el temible 38 con cachas de nogal sagriñado que portaba al costado. Tras lo cual ejecutó unos tiros de precisión que trastornaron el aire y espantaron a las gaviotas. El estrago fue así combinado. Mascaró arrojó a lo alto el plato de latón de las albóndigas y lo tiroteó mientras caía, demorándolo en el aire. El plato cayó a los pies del Capitán con seis perforaciones. Mascaró recargó el arma y ordenó a Oreste que levantara el plato por encima de su cabeza. Oreste cerró los ojos y lo sostuvo todo lo alto que alcanzaba el brazo. Mascaró apreció el blanco. Giró luego rápidamente sobre la punta de un pie, como un trompo, y de pasada arrancó el plato de la mano con un tirito instruido que retumbó sobre el agua. Mascaró, cada vez más oscuro y fino, acometió otras inopinadas y vistosas atrocidades, como extraer un puñal de la bota y clavarlo por arriba de la cabeza del Capitán, y después, cuando el Capitán lo extrajo, acertar un puñalito que escondía en el sombrero en la misma hendidura para terminar encendiendo uno de esos
Sobresalientes
que llevaba en el bolsillo del saco y arrojarlo al aire, donde explotó con un terrible estampido.

Si bien no había nada establecido y con aquella explosión se podía dar por concluido el programa, el Príncipe, que por un lado parecía desatenderse de las cosas y por otro estar en constante acecho, esto es, dos príncipes y hasta tres, porque había uno oscuro que marchaba detrás de los otros dos, tal vez Requena, preguntó a Oreste con naturalidad cuál era su número, Oreste, con la manivela todavía en la mano y tratando de ser tan natural como el Príncipe, respondió que ni siquiera sabía jugar a los naipes.

—Vamos, hijo —lo animó el Príncipe—. Cualquier prueba de salón, alguna gracia.

—En ese sentido, he sido un desgraciado toda mi vida —dijo Oreste.

—Ya lo ves —retrucó el Príncipe—, acabas de hacer una. Luego, apuntándole con el dedo según su costumbre, y elevando un poco la voz, sin estridencias, dijo:

—¡Yo digo que en ti hay un Príncipe!

Oreste sonrió torcido, un breve temblor lo removió por dentro. Esa voz había sonado como una trompeta, en figura. El dedo lo apuntaba todavía, el Príncipe lo miraba a los ojos. Pensó, y volvió a temblar, que iba a añadir algo más.

El Príncipe dijo:

—Dale a la manija.

Oreste echó a andar
Oro y Plata
, de Lehar, y como si lo hubiera tramado realmente anunció el siguiente número: «Del Reino Animal o la Visita del Señor Tesero».

Básicamente consistía en una imitación más o menos graciosa de ciertos animales que actuaban y aun dialogaban, por gestos y señales, con el señor Tesero en una supuesta visita al Jardín Zoológico. Para el efecto, Oreste no hizo más que transponer algo que recordaba de la infancia, reviviéndolo con tal fuerza en la cabeza que aquel tiempo, sin los pormenores de la materia física, se infundió en su cuerpo. Su padre, al que recordaba vagamente, tenía por hábito llevarlo al Zoológico una vez a la semana, de manera que terminaron por trabar amistad con tos animales y los guardianes y con dos o tres paseantes que como ellos tomaban el jardín por residencia sin establecer distinciones de cualidad o especie entre sus moradores. Cuando vino hombre dejó de ir, ocupado en las necesidades y urgencias de la vida que establece un tiempo para cada cosa (el viejo seguía yendo, antes de morir se pasaba allí el día entero). Sin embargo, volvió al Jardín mucho antes de lo tolerable, contrariando los usos y manejos de un buen ciudadano, probablemente chiflado y no por el torcido argumento de que tenía las pelotas llenas. El Jardín no había cambiado en todo ese tiempo, salvo la ausencia de su padre, que ocupaba muy poco lugar en el mundo.

A decir verdad, si se mide en tiempo, aquélla fue su última morada en la otra vida. Exactamente hasta el día que con una sierra para metales se puso a serruchar los barrotes de la jaula del oso polar, que reventaba de calor, y lo echaron a patadas. Y desde allí, en resumen, no paró hasta donde ahora estaba.

Se expone el asunto: El señor Tesero va de visita al Zoológico. Oreste hace unas veces de señor Tesero y otras de león, elefante o chimpancé. Anuncia cada episodio elevando un letrero imaginario. Por ejemplo, eleva el letrero y dice: «El señor Tesero va de visita al Jardín Zoológico». El episodio del león resulta algo confuso, aunque la imitación del viejo león es convincente y promueve un generoso aplauso. En el episodio del elefante, más complicado en la trama pero claro en la exposición, el animal le arrebata el sombrero y el señor Tesero manotea el aire con jocosa desesperación. Finalmente, el elefante lo toma con la trompa y lo arroja al lago de los cisnes, que emprenden vuelo. El señor Tesero, convertido en cisne, vuela también. Desde lo alto saluda a todo el mundo.

Casualmente retoman las gaviotas y observan con curiosidad aquel vuelo extravagante. El Príncipe da vuelta a la manivela.

El episodio del chimpancé viene a ser lo que se llama el número de fuerza. Tras una serie de graciosas alternativas que sitúan claramente a los dos personajes, el señor Tesero imita al chimpancé y el chimpancé imita al señor Tesero. Por último, el chimpancé en gobernado disloque muda de lugar con Tesero, que queda albergado en la jaula, mientras el señor Chimpancé, ciudadano, concluye la visita y se marcha del Zoológico. Oreste levanta el letrero y dice «Fin».

Una cerrada ovación festeja tan ocurrente embrollo. El Andrés patea largamente dentro de la timonera hasta que el capitán Alfonso Domínguez se alarma y ordena mantener el rumbo.

El Príncipe, una vez aplacados los aplausos y su propio entusiasmo, observa juiciosamente que la actuación de Oreste representa una curiosa variante o especie de transformista. Por el momento es cauteloso en sus pronósticos, porque ante todo debe aparecer Palmares (esto tan sólo lo piensa), pero conmina a Oreste a persistir en aquellas extravagancias. El sol, a todo esto, ha pasado de un lado a otro y ahora resbala por la pendiente de la tarde. Las sombras mudan silenciosamente de lugar. El cielo ha empalidecido a proa y el agua se ha vuelto de un espeso color anaranjado, una llanura de pequeños huecos que saltan de un lado a otro. Cuando se produce algún silencio se oye el golpe de la roda que hiende el agua sin pausa y, aunque todavía lejos, se presiente la noche, ese corredor de pies enfundados que en algún momento les dará alcance.

Hay un poco más de viento. En un rato los obligará a ceñir. El Capitán caza un poco las velas, el barco carga a un lado, y Oreste sujeta a tiempo la victrola.

El Príncipe, que no pierde de vista la ilación o figura general, combina un final de órdago. Con gran acompañamiento de orquesta, es decir, de discos que sólo reproducen la música, canta
Granada
, de Lara,
La paloma
, de Yradier, y en impresionante dúo con el Nuño
Ay, Ay, Ay
, de Freiré, sujetándose mutuamente cada vez que el barco se tumba. Oreste, sentado en la cubierta, aguanta la victrola entre las piernas mientras con un dedo contiene el diafragma para que no se corra. El Príncipe canta y gesticula y a veces se vuelve hacia Oreste y dirige a la invisible orquesta. Evidentemente se trata de un gran artista, no sólo por la propiedad de sus ejecuciones, sino por el aliento e inspiración que transmite a los demás. Un golpe de viento los toma de frente. El Capitán salta y tesa la escota de la mayor. Mascaró caza el foque. El Príncipe y el Nuño se tambalean, el Príncipe trastabilla, pero siguen cantando. El barco ciñe ahora en dirección a la noche.

Allá va el
Mañana
, unos trapos y unas voces, cosa de cuento, tema para una chaparrita, barco del Ángel casi fantasma. Va y va, sucediendo.

El Príncipe y Oreste aguardan en silencio que encarne la primera estrella. El mar y el cielo se borran poco a poco. El espacio se reduce al barco.

El Andrés enciende los faroles de posición, repasa las escotas. El capitán Alfonso Domínguez ha vuelto a ocupar su lugar en la timonera.

En este momento la estrella tiembla en lo alto como una gota de miel. El Príncipe la saluda con una reverencia.

Mascaró vigila a proa. Su sombra trepa contra el pálido cielo, se borra contra el mar. Alumbran otras estrellas ahora que la oscuridad es casi completa. Pero no se avista ningún resplandor.

Durante la cena, el Capitán induce que están más lejos de Palmares de lo que suponía y que el temporal no sólo los apartó de la costa, sino que inclusive los arrastró más arriba. Mientras dure ese viento no es mucho lo que pueden avanzar. Aparte de tenerlo en contra, que tal ocurre de hecho, el
Mañana
no se puede forzar de vela porque abate demasiado. Se hacen otras suposiciones. En realidad la situación podría ser peor. Hay en perspectiva una gran variedad de calamidades, pero no tiene sentido tomarlas en cuenta, pues se carece de gobierno sobre ellas. El
Mañana
, además, es un barco bien nacido, jamás zarpó un martes 13, no cambió de nombre, nunca embarcó un pingüino u otro animal de yeta, nadie murió a bordo de avería recibida o provocada, ni siquiera de muerte natural, embarcó la venerada imagen de Nuestra Señora de la Paloma, tallada lo mismo que el ángel en un taco de fresno por el maestro Silvestre Nardi, en viaje al puerto de Albardón, donde reside y milagrea desde entonces en la iglesia-faro que se levantó para la ocasión, condujo asimismo al obispo monseñor don Alipio Morejón, prelado doméstico de Su Santidad y misionero apostólico que llevaba el palio al ilustrísimo señor don Fernández Sánchez Arce y Peñuela, obispo de Irala, descubrió el islote del Pelado, que se presumía a unas cien millas al este de Puerto Miruelo, rescató a los náufragos del Navarro y más tarde a los del Tacoma y, en fin, cometió otros beneficios que obraban en su favor, además del ángel que portaba a la pendura y de una «contra» especialmente concebida que llevaba ensartada en espiga del palo.

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