Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
Palmares es bochinche de casas con las paredes sucias y torcidas que trepa hacia lo alto y remata en una punta: la iglesia de Nuestra Señora del Buen Tiempo, que sostiene una barca en una mano y una estrella en la otra y está de pie sobre un gran pez, una especie de recamado esturión con cabeza más bien de bagre, obra del maestro Nardi, que se empeñó en ángeles y demonios y algunos ejemplares de monstruos marinos, la misma iglesia de cuyo baptisterio huyó el Ángel en vuelo a Arenales, de donde fue recuperado con jaculatorias y abluciones. El sol rebota en los florones de latón, en el enorme reloj que alumbra en la noche como una baliza y en la estera sobre la que encaja la cruz.
El aire huele a salazón, a brea, a lonas y cabos. Un mendigo raspa una guitarra y un chico cubierto de harapos baila a los saltitos. Una vieja oferta ostiones y pescado frito. Algunos vagos miran con cierta curiosidad al Príncipe, que se ha vuelto a calzar el sombrero cordobés.
Dos sombríos jinetes, dos, aguardan sobre el muelle con una cabalgadura vacía al medio. Sus negras y quietas figuras se pierden y se recuperan entre el humo de los remolcadores, la nudosa muchedumbre, redes tendidas, canastas de pescado, nasas, panetas, algunos barcos en reparación.
Una jamona de brazos encarnados se abre paso a los gritos. El Andrés lanza un mugido, levanta los brazos. La puta señora, con un pañuelo atado a la cabeza y una falda de colores chillones, ríe fuerte, no sólo con la boca, sino probablemente con su experta hendija. El guitarrero se suma al alboroto con unos golpes de caja y unos rasgueos. Figuritas.
Oreste se vuelve y contempla el mar. Allí están esos días, esa breve y apretada historia de la cual no queda nada a la vista, tan sólo el agua que se ha cerrado sobre ella. Aquel
Mañana
que todavía navega en su cabeza no es ahora muy distinto de ese
Barón Grampo
que vieron por la borda de babor, velero fantasmón, historias y tránsitos, montoncito de polvo sucedido que se resiste al olvido.
No bien se completa la maniobra, Mascaró emerge por el tambucho, de traje entero, con el chambergo de copa alta y el maletín en la mano. Clava a cada uno la fuerte mirada, saluda con un ademán conciso y salta al muelle. Los faldones del saco ondean brevemente, asoma la punta del 38, rebrillan las botas negras, sujeto recortado de tremenda catadura. Se aleja a paso rápido, se introduce entre la gente, monta a caballo de un brinco. El guitarrero ha suspendido la música. Mascaró levanta una mano. Los tres jinetes se alejan al galope aporreando los adoquines con los cascos, tres jinetes, tres, tres, tres…
Oreste y el Príncipe acarrean las cosas a tierra. Principalmente Oreste, que es quien sube por el tablón que acaba de colocar el Andrés. Por poco se mata cuando sube con el baño de asiento y pierde de vista el tablón.
Bien, ha llegado el momento de despedirse. Para el caso, el Príncipe, que con la capa y aquel sombrero parece un arzobispo, pronuncia un compuesto discurso de ocasión, en el propio nombre y en el de su ayudante o príncipe coadjutor, Oreste. Al efecto, se dirige con gesto sencillo al señor capitán don Alfonso Domínguez, al señor contramaestre señor Andrés y al señor maestro de cocina señor Nuño, momentáneamente ausente, elevando la voz no de comienzo sino en forma apropicuante de modo tal que en mitad del exordio, donde se expone el nudo del asunto, que es sobre el tiempo y la amistad, se promueve con naturalidad en toda su corpulencia concitando la atención no sólo de los susodichos, sino, poco a poco, de otras tripulaciones, de los vagos que pasean por el muelle, de la puta señora, del mendigo guitarrero y del público en general, por lo que de momento se atenúa y aun se suspende el bullicio. En la misma proporción el Príncipe acompaña el discurso con gestos y ademanes que refuerzan o suplen la virtud de la palabra, sobre todo con tramados movimientos de manos en oportuna combinación que se ajusta a los preceptos de Quintiliano sobre el lenguaje de acción incluidos en el
Breve Manual de Oratoria
del profesor Juan Carlos Merlini.
Acerca del tiempo, el Príncipe memora con voz lúgubre su naturaleza pasajera que destruye todo lo que arrastra en su flujo, las hechuras más sólidas, los más soberbios monumentos, ¡cuánto más a los propios humanos pro forma transitables!
Panta rhei! Vanitas vanitatum!
Pero con todo había ciertos carismas y pertrechos del alma que hacían llevadero este tránsito y aun afirmaban perdurante esa mudable esencia. Tal por cual la amistad, sobre la que se explaya en la parte de la narración y confirmación o pruebas del discurso, a cuyo efecto retrotrae aquellos días en la mar, las alegres efusiones, las bravas peripecias, las altas visiones, sazonando el parlamento con epifonemas, diversiloquia, expoliciones, etopeyas, hipérboles, repartidas convenientemente en hinchadas paráfrasis, para rematar, de acuerdo con la disposición o plan que aconseja el abate Bautain, con una fogosa peroración destinada a inflamar y atraer los ánimos de los oyentes, ya renovando las impresiones que había excitado precedentemente, ya resumiendo las pruebas.
El capitán Alfonso Domínguez y el Andrés aguantan la perorata con la cabeza gacha, tiesos. El Capitán aprueba algunos pasajes con un gesto, pero ni siquiera levanta los ojos cuando en la confirmación o pruebas de la primera parte, referidas al tiempo, un perro mugriento, cuyos huesos empujan el cuero a cada movimiento del cuerpo, desciende por el tablón y olfatea los pies del Príncipe y comienza a mordisquear la correa de una sandalia hasta que el desgraciado vuela de un puntapié aprovechando la exaltación de una perífrasis.
El Príncipe, cuya voz en este punto se sobrepone a todo otro ruido, termina el discurso con un gran temblor del cuerpo y, acto seguido, abraza al capitán Alfonso Domínguez y al Andrés, que es como abrazar a un único y sólido hueso.
La multitud prorrumpe en gritos, aplausos y alguna pedorreta. La puta señora expele un bruto chillido. El guitarrero sacude un bailote, el chico salta, un remolcador dispara una pitada. Fragote.
Oreste abraza a su vez a los dos amigos, realmente conmovido. Se echa el bolso al hombro y trepa por el tablón, medio atolondrado.
El Príncipe lo sigue con paso lento, saludando a derecha e izquierda como un verdadero arzobispo. Pero en mitad del tablón se vuelve atraído por la voz del Nuño.
El maestro cocinero está de pie delante del Capitán con un traje de calle arrugado y una valija de mano sujeta con un trozo de cabo. El saco, que se brota de frunces a cada movimiento, lo ciñe como una tripa. Los brazos sobresalen de las mangas un buen pedazo y el botón del medio, que ha conseguido abrochar a duras penas, amenaza con saltar en cualquier momento. Con la otra mano sostiene un sombrero contra el pecho en actitud atribulada.
El Príncipe aparenta cierta sorpresa.
El Capitán coloca una mano sobre un hombro del Nuño. Lo palmotea suavemente.
—Ve, hijo. Jamás desoigas la voz de tu corazón.
—¡Señor Capitán! —exclama el Nuño, y lo abraza. Luego abraza al Andrés, que no entiende muy bien lo que pasa.
—Extrañaremos ese bravo «cocido de campaña» —añade el Capitán cariñosamente para aliviar la situación—. Pero la vida está llena de extrañezas. Ve, que te echaremos de menos, pero no te nos mueras. Siempre habrá un lugar para ti en este barco.
—¡Señor padre Capitán! —solloza ahora el Nuño, y vuelve a abrazarlo y en esto salta el botón.
Se encaja el sombrero y trepa rápidamente por el tablón. Al llegar a lo alto se quita el sombrero y saluda al Ángel, pero no mira más allá para no ver a los dos hombres que lo contemplan desde la cubierta del
Mañana
, ese barco que desde ahora se le aparecerá en sueños.
Mientras acomodan los trastos en un carro apartando al perro que olfatea cada cosa y mea de paso el baño de asiento, el Príncipe interroga a la gente que lo rodea y aun lo toca, dónde se halla ubicado el Gran Circo de los Hermanos Scarpa. El Príncipe repite nuevamente el nombre, aclarando a los señores palurdos que se trata de un circo de primera y segunda parte, con tienda a la americana. Así y todo, nadie parece haber oído hablar de tal circo. Uno pregunta si acaso no se trata del Pabellón sudamericano que de todas maneras estaba en Pinilla, a noventa kilómetros de allí, por la costa. Por fin, el chico de los harapos, que ha dejado de brincar y se acerca atraído por una moneda que le muestra el Príncipe, informa que efectivamente hay un circo o algo semejante en un baldío al otro lado de la ciudad, que no recuerda el nombre, sino el número de Las tres barras fijas, y el otro llamado Juego de la Muerte por el conde Stroface, que generalmente aparece vendado.
El conde Stroface no es otro que José Scarpa, que hace tanto de volatín como de histrión mudo o bufo-mimo, beluario, ecuestre y hombre de caucho sin sobresalir en nada. En cambio su hermano Vicente fue toda la vida «bala humana» y no más que eso, como los viejos maestros, pero de los mejores, haciendo de ese solo número un entero y completo espectáculo hasta que terminó en bala perdida, no
per se
, sino
per accidens
, y con todo cumplió este último disparo como un verdadero artista, saliendo por los aires en posición gimnástica con su lindo casco reluciente y una larga estela de humo blanco que despedía comprimiendo una vejiga.
El Príncipe agradece al servicial rapaz con unas palmaditas y sube al carro apoyándose en un hombro de Oreste. Con todo, el pequeño desgraciado reclama la moneda, que ha vuelto al bolsillo del Príncipe, tironeando descaradamente de la capa. El Príncipe, que se ha acomodado en la bañera de asiento, acaricia paternalmente su mugrienta cabeza y con un gran ademán ordena emprender la marcha. El cochero, un tipo con un pajizo echado sobre la cara, que pita un nervudo cigarro de especie venenosa, lanza un grito como si le hubiese picado un alacrán, el caballo sacude la cabeza algo sorprendido y arranca de un tirón sin rumbo fijo.
Mientras el carro se aleja entre la gente, el Príncipe saluda con los brazos en alto, muy compuesto señor, Oreste se vuelve y contempla por última vez el
Mañana
. Allí están todavía de pie, en el mismo lugar, el capitán Alfonso Domínguez y el señor contramaestre señor Andrés.
Palmares se fundó tres veces por lo menos, sin tomar en cuenta otros despojos y fundaciones que ocurrieron entre medios. En realidad, más que fundarse vino a ser, es decir, no hubo un Diego de Almaraz que llegó por el mar con la idea fija, la ciudad ya hecha y poblada en la cabeza, cada gesto a ademán pesado de tanta historia que vendría después, sino que se hizo absolutamente de pedo. Algunos, para simplificar, arrancan la historia de la fundación que mandó hacer el gobernador Balparda cuando la ciudad ya había crecido, casi era del todo lo mismo que es hoy, tenía ya el faro y el muelle de mampostería y la iglesia, la primitiva de madera que se removió hacia lo alto y por fin se rehizo de piedra y mortero, y el dispensario y la barraca de ramos generales y el aserradero y el «convento» de madame Cappone, y ésta fue la tercera fundación, de simulacro, que se toma en cuenta para los aniversarios.
El
Juan Nepomuceno
, un bergantín foquero, exactamente un brick, que algunos llaman bricbarca, porque además de los dos palos llevaba otro menor a popa para la cangreja, al mando del capitán Melchor Oviedo, que venía hacia el sur atraído por la noticia sobre grandes colonias de lobos de dos pelos o focas peleteras, casi extinguidas para esa época en el Ártico, por lo que se presume el suceso alrededor de 1820, buscó refugio en una bahía que remataba al norte en un cabo que llamó de la Candelaria, por coincidir ese día con la festividad de Nuestra Señora de la Candelaria, y no como presumen algunos por motivo o memoria del gentil facineroso Candela, que ejerció sus maldades muchos años después. Durante la noche se ventó el sur y fue tan recio que enloqueció el agua de la bahía y el barco garreó y enloqueció a su vez, y en tanto Oviedo lidiaba con él arguyendo altas maniobras y muy fuertes oraciones desde tierra se oía un «mucho estruendo y grandes ruidos de voces y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron hasta la mañana, que la tormenta cesó» y el
Juan Nepomuceno
amaneció treinta metros tierra adentro, por lo que Oviedo rebautizó aquel paraje Bahía del Espanto, sin aclarar si este nombre alcanzaba al cabo Candelaria, que de cualquier forma quedó Candelaria del Espanto. Ahí comienza a torcerse la historia.
Cuando, días después, terminaron las primeras casillas y una barraca, Oviedo, que era persona de mucha religión, abjuró de aquel nombre maléfico y denominó al conjunto Providencia, pero ya se habían marchado algunos hombres, que llevaron los nombres de Candelaria, Espanto, Candelaria del Espanto y Espanto de la Candelaria, indistintamente, a los que no mucho después alcanzó el de Providencia, con lo que las gentes de los exteriores pensaron que por aquellos lados había todo un país. Este par de casillas devino una aldea de pescadores por necesidad de sustento, y fue ésta en sus comienzos una comunidad de hombres, una suerte de cofradía u orden marítima por el espíritu religioso y aun fantástico que animaba a Melchor Oviedo, aunque se promovieron allí grandes bujarrones que descollaron en este entretenimiento.
Se sabe que en esta costa abunda el cazón, por lo que la industria de Providencia vino a ser la pesca y salazón de este pez, cuya torva figura cruza el escudo de Palmares y debió estar a los pies de Nuestra Señora del Buen Tiempo en lugar de ese otro extravagante que ideó el maestro Nardi. Esta industria, que por un tiempo dio cierta prosperidad a Providencia, no sólo fue posible por la abundancia supracitada, sino también por el ingenio y tenacidad de aquellos hombres que, todavía en vida del abate capitán Oviedo, idearon la forma de comunicarse y comerciar con otros pueblos de esta región, naturalmente por mar, pues nunca tomaron en cuenta la tierra, con lo cual habrían ahorrado mucho camino. Al efecto construyeron unas canoas de odres, compuestas de grandes odres atados en ángulo sobre los cuales colocaban una plataforma. Las tales odres o batangas se hacían cosiendo varias pieles de lobo marino. Estos cueros se moldeaban previamente rellenándolos con arena, luego se les pasaba una cuerda de tripa que iba de un lado a otro y se recubrían con un betún de grasa y resina. Los odres se inflaban mediante un caño de tripa con embocadura de hueso que iba a proa y por el cual se soplaba cada vez que aflojaba la hinchazón. Estas canoas, impropiamente llamadas balsas por los de tierra firme, pues son ni más ni menos que canoas dobles de procedencia oceánica, transportaban de uno a dos tripulantes y una carga aproximada de quinientos kilos. Con ellas los hombres del
Nepomuceno
salieron de Providencia y arrimaron a otros pueblos. De allí volvieron con bastimentos e imprenta y un altar y, apenas muerto el monseñor Melchor Oviedo, con un alegre lote de putonas.