Mascaró, el cazador americano (14 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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La señora suelta una risita de campanillas. El Príncipe presenta a los señores Oreste y Nuño, transformista y actor trágico-lírico, respectivamente. Luego, rebajando los ojos, sin alharaca pero también sin falsa modestia, se presenta a sí mismo, el vero Príncipe Patagón.

—Recitador, mago-adivino, plumífero, vidente… —pregona Oreste.

Pero el Príncipe lo acalla con un gesto.

La señora junta las manos alborozada. En su puta vida ha visto de tan cerca a un artista. Por lo general, los pocos que llegan a Palmares, como el Chucho Morales, se alojan en el Central Palace.

El Príncipe expone que por motivos de oficio frecuenta tales lugares, pero que por su naturaleza personal prefiere estos otros, sin relumbrón ni bullicio. Por la misma razón suplica a la señora que no propague su presencia, pues, en lo posible, desea expedirse de anónimo. Asimismo ruega le transmita sus saludos y estas prevenciones a los señores López y Esteve, de los cuales trae muy buenas referencias.

La cara de la señora se ensombrece.

El señor López, su hermano, murió hace cinco años de efecto causado por el «grano malo» que provino a su vez de un agravamiento del «flechado» que padecía por su costumbre de reposar a la sombra de una higuera.

—¿Colocó una torta de cenizas al pie del árbol?

—Yo misma lo hice.

—No sirve de nada. Debe hacerlo el propio enfermo y atar además un hilo rojo al tronco.

—El señor Esteve, mi esposo —dirige una mirada lacrimosa al barbudo de la foto que a esta altura tuerce los ojos—, reventó al año siguiente por «aguas atajadas».

El Príncipe sacude la cabeza atribulado, no sólo por cortesía, sino porque siente que se le retuerce el miembro, ya que este tipo de enfermedades lo impresionan.

—Con todo, hizo una buena muerte —dice la señora.

Y vuelve a mirar al barbudo.

Oreste observa de costado la luz del faro, a través de la ventana. Cuando apunta hacia ellos, es decir, en dirección a la casa, estallan unos anillos de fuego, pero el corazón es una fría hoja de oro.

El Príncipe hace una breve referencia a las pesadumbres que en tan grande proporción componen esta vida, y que se agravan en el caso de una criatura tan sensible como la señora.

—Maruca…

—¡Maruca!

—López de Esteve.

—Ni de López ni de Esteve por torca decisión del destino, puesto que la acomete una pérdida tan irreparable en la plenitud de sus encantos, en lo puntiagudo de la vida, en la sazón del fruto.

La señora Maruca entorna los ojos, reclinada la cabeza, enrojece.

También él, Príncipe y todo, ha padecido semejantes despojos y aún mayores, sin desmerecer los de la señora, por razón de que el Arte es un camino empinado, más y más solitario cuanto más alto se trepa, ya que los halagos, con ser muchos y apretados, no alcanzan tales alturas, quedando solamente en la cima esa serena iluminación que asume y compadece todos sus pormenores.

—Entonces uno se convierte en el alma del mundo —dice una voz desde el oscuro rincón de la ventana.

El Príncipe se vuelve y en ese mismo momento ve la negra silueta de Oreste que se suspende en un fuerte resplandor. Pero se borra en el acto.

—Oreste… —llama el Príncipe.

—Sí, señor.

El Príncipe mira las sombras en silencio.

—Vas demasiado rápido, hijo. No te adelantes.

Con la llegada del Príncipe y su comitiva la pensión para caballeros Caldas del Rey, sita en el pasaje de San Lorenzo número 299, la cual se recomienda de toda fe a los pasajeros que transcurren por Palmares, cobró una animación ni siquiera conocida en tiempos del señor López, quien, según refiere la señora Maruca, además de reposar, solía tramar grandes comilonas debajo de aquella higuera que finalmente lo liquidó y que, sin embargo, todavía se conserva en el mismo patiecito de apariencia campestre alrededor del cual se alinean las habitaciones, la cocina, un depósito y tres letrinas, y que en este momento atraviesa el Príncipe esquivando ese árbol de pesadumbre, seguido por Oreste, el Nuño y Boca Torcida con los bártulos a cuestas y precedido por la señora Maruca, que porta un juego de llaves, mientras evoca a su difunto hermano.

El Príncipe y Oreste se acomodaron en una misma pieza con idéntico techo de ladrillos pintados a la cal y a una altura que provocaba cierta sensación de desamparo, dos camas con un ramito de ruda macho atado a la cabecera, dos mesitas de noche con sendas carpetitas al crosé y floreritos de vidrio y una palmatoria, una tremenda imagen de San Judas Tadeo con cara de muerto de hambre, una barba hasta el pecho y una capa colorada como la del Príncipe que andaba caminando por encima de unas piedras llenas de arrugas con un báculo en la mano derecha y un libraco en la izquierda y al cual el Príncipe saludó cortésmente, pensando tal vez, en la penumbra, que se trataba de otro inquilino, acaso otro Príncipe.

La señora Maruca se contuvo en la puerta, lo que acrecentó el oscurecimiento del cuarto, y quedó muy bien impresionada con aquel gesto del Príncipe.

El Nuño y Boca Torcida ocuparon una habitación más reducida con dos literas y un Judas Tadeo pequeño. Califa, que no padecía las «flechaduras» o «sombras malas» por su condición de criatura animal, se acomodó debajo de la higuera después de olfatear en redondo y dedicarle un chorrito.

La señora Maruca se marchó. Oyeron todavía su voz que vagaba por el patio como bolitas de vidrio que golpeasen en el aire, tan vocecita, menudo, apretado soplo, y después oyeron el ruido de los chirimbolos que quedaban por transportar, y aun por el ruido el Príncipe los reconocía a cada uno.

—Oreste, ¿has visto otra tal maravilla?

—No de esas proporciones.

—Oye, estoy hablando en serio. No sólo me refiero al cuerpo, sino al alma en suspenso dentro de él.

—Tú ves cosas que yo no veo.

—Porque todavía estás demasiado metido en ti mismo. En toda persona reposa un ángel o un demonio. Busca el ángel.

—¿También en Scarpa?

—También en él. Está muy adentro, dormido y aun casi muerto. Cuando hablaba del viejo circo Scarpa, es decir, del único Gran Circo Scarpa, porque el viejo es éste, hablaba mitad Stroface y mitad el ángel. O por lo menos una parte.

—Estaba armando la trampa.

—Sí. No lo vi en seguida porque yo atendía al ángel. Y el ángel estaba lleno de verdadera tristeza.

—Tú amas demasiado a la gente.

—Tanto como tú. Haré de ti un buen Príncipe, muchacho.

—Y también tienes tu demonio.

—Lo tengo.

—Sólo que no es un desgraciado como el de Scarpa. Pero es tan malo como él.

—Siempre se necesita un poco de maldad. Hay que saber ejercerla, es todo.

—Eso sí que lo veo, y me pregunto si ahora mismo no debiera apartarme de ti.

—¿A qué viene? Puedes hacerlo de todas maneras.

—No… Tienes que hacer de mí un Príncipe, ¿no es así?

—Lo haré, muchacho. No te quepa la menor duda. Ahora ayúdame con esto.

Colocaron el baño de asiento debajo de la luz y luego Oreste se consiguió un cubo y llenó el baño con agua fría mientras el Príncipe se desnudaba y trotaba por el cuarto. Oreste trajo noticia de que por el lado de la cocina había un alegre tumulto y muy compuestos olores.

—Creo que el Nuño ha metido mano ahí.

Efectivamente, cuando entró con el último cubo oyeron la voz del Nuño que cantaba
Cogollito de alelí
, ruidos de cacharros y la risa campanita de la señora Maruca. El patio se había oscurecido, pero se entreveía el pálido esqueleto de la higuera. El Príncipe, completamente en pelotas, estaba de rodillas, sentado sobre las piernas, y con los brazos en arco se movía hacia uno y otro lado tocando el suelo con el codo.

—Este ejercicio se recomienda para las buenas digestiones y la hermosa cintura. Trata de hacerlo.

—Estoy hambriento y cansado.

—Mejor así. ¿Quieres o no ser un Príncipe? Comienza entonces por domesticar tu cuerpo.

—Ni lo siento.

—Cuando empecé esta vida enflaquecí y aun envejecí en apenas cuatro meses. Luego me di cuenta de que el cuerpo puede ser un estorbo o una ayuda, casi un amigo. Ni lo maltrates, ni lo regales. Hay que exigirlo y tenerlo flaco y atado a una cuerda como a un perro… En los primeros tiempos el desgraciado gemía y crujía igual que un barco viejo. Había noches que despertaba gritando y las primeras semanas soñaba con tallarines al pesto, que eran mi debilidad en la otra vida. Pero después se afinó y se secó y ahora anda liviano y bien dispuesto y salta al camino a la primera señal… Desde entonces es que veo las cosas en forma distinta, y todo es motivo de reflexión, compasión y aun alegría, empezando por mi propia historia, que a esta altura se confunde con la de todo el mundo.

El Príncipe se agachó, siempre de rodillas, hasta tocar el suelo con la cabeza. Repitió ese movimiento varias veces, lentamente, subiendo y bajando delante de la figura de San Judas Tadeo.

—Este otro ejercicio es para la flexibilidad de la columna. Se recomienda para fortalecer las vértebras y quitar el cansancio de la espalda. Prueba una vez.

Oreste trató de hacerlo, pero sintió un gran ruido en las tripas y un vacío en la cabeza. Se tumbó en el suelo y quedó mirando el techo.

—¿Cómo empezaste esta vida?

—Cómo nací, quieres decir, porque hasta ese momento yo era un sorete cualquiera.

—¿Qué eres ahora?

—Un Príncipe. ¿Qué te figuras? Dueño de mi vida y en cierta forma dueño del mundo, por eso me proclamo y me revisto Príncipe y puedo hacerlo con otros porque está en mí sencillamente quererlo y decidirlo.

—Eres un loco, eso es lo que eres.

—Si no empiezas por ahí vas muerto.

—¿Crees realmente lo que dices? Ni tú eres Príncipe ni yo lo seré nunca. Somos un par de vagabundos, ésa es la verdad.

—¿Cuál es la diferencia? ¿A qué llamas un Príncipe? Empieza por ahí… Trata de hacerlo. Vamos, es más fácil.

El Príncipe levantó una rodilla hasta la altura del pecho, tomando la pantorrilla con ambas manos. Luego cambió de pierna.

—Este ejercicio es excelente para fortalecer el estómago. Respira solamente cuando cambies de pierna.

Oreste trató de hacerlo, pero perdió el equilibrio. Las voces y las risas se oían ahora aun a través de la puerta cerrada.

—Un día, por fin, me eché al camino sin volver la cabeza, y aquí estoy.

—¿De qué hablas?

—Estaba recordando cómo empecé. ¿No preguntaste eso? Yo hablaba siempre de ese día, pero no me decidía nunca. La verdad es que jamás pensé que llegase realmente. Ni siquiera lo tomé en serio el día que empecé a andar. Mi intención, en el fondo, fue hacer la comedia.

—¿Para quién?

—Para mí mismo. Te debe haber pasado.

—Yo di un portazo y le grité a la «vieja» que iba hasta el Club, pero pasé por delante del Club, el Sportivo Victoria, y seguí andando como si tal cosa.

—Ahí lo tienes. A cada rato me decía «esto se acaba ahora mismo», pero notaba cada vez que lo decía otro o por lo menos que había en mí uno que lo decía y otro que seguía pateando en medio de toda esa miseria.

—Entonces di con el Camino.

—Eso es, el Camino. Has usado el tono justo. Por eso sólo te reconocería como un Príncipe.

—Y encontré otros tipos que iban y venían como yo. Iban, no importa la dirección.

—Y te diste cuenta que los pies se te pegan a él, que no sólo es un lugar de tránsito, sino una forma de vida, y entonces ya no puedes parar.

—No, no se puede.

—¿No te alegra? Estás vivo, quiere decir. El mundo te pertenece. No eres un rasposo sorete que apenas camina lo que le permite el largo de la cadena. Vas y vas, ¿eh, Oreste?… ¡Más alto esa pierna!

—Voy y voy.

—¡Más alto!

El Nuño cantaba ahora con la señora
Flores negras
.

El Príncipe paró la oreja.

—Escucha esa voz.

Escucharon. No era una voz estridente. Rodeaba y guarnecía la otra, pero ondeaba como una encendida mariposa y quedaba en el aire, sonido y eco, figura y sombra, dejo, regusto, para pensamientos.

Oreste aprueba con la cabeza. Es una buena voz la de la señora. Pero todo es bueno en ese momento. La noche crece sobre sus cabezas, se enciende como la carpa de un circo, se colma de brillos y desmesuras, vida liviana, vagorosa, tanteo, tibio corazoncito del mundo, fiesta.

Terminados los ejercicios, el Príncipe se sumergió en el agua lentamente, aguantándose con las manos de los bordes de la bañera, con una exclamación sostenida, mientras se introducía, de placer y dolor a la vez.

—Es agua de bomba, ¿no es así? Oreste confirma con un gesto.

—En el primer momento no sientes nada, después el frío te arranca sencillamente las entrañas hasta que pierdes la sensibilidad, y entonces sobreviene un arrebato, un golpe de sangre y el cuerpo hierve entero. Todo en segundos.

—No veo la ventaja.

—Tienes mucho que aprender, hijo. Aun de tu cuerpo, que es una verdadera maravilla, una máquina tan sutil. El Príncipe echó un viento que agitó el agua.

—Hay varias clases de baños semicupios. Los fríos son estimulantes. Entre otros beneficios, sirven para fortalecer el órgano genital.

—¿Qué te preocupa?

—No hay nada personal en el asunto. Hablo en términos científicos… La sangre es repelida por el frío hacia el interior del cuerpo y luego reviene como un fuego. La reacción es tanto más fuerte cuanto más fría es el agua. El flujo de la sangre a las cavidades del estómago determina una descarga de la cabeza y la cavidad torácica. Primera ventaja. ¿Comprendes?

Oreste sacudió la cabeza mientras escuchaba los gorgeos de Maruca que se embrollaban con la voz tonante del Nuño, traspasaban la oscuridad del patio, se colaban por las hendijas, rodeaban el cuarto y remontaban hacia el techo de ladrillos.

—Con el aumento de la sangre los órganos del vientre funcionan mejor, como puedes apreciar, de modo que los semicupios fríos activan las funciones de los intestinos, de las vías urinarias y genitales y, en general, combaten la insuficiencia de sangre en éstos y otros valiosos mecanismos de los interiores.

El Príncipe se estaba poniendo rosado como un camarón, lo cual le daba una apariencia algo irreal.

—¡Ojo! No se deben usar en caso de neurastenia sexual ni catarros de vejiga. Para eso están los semicupios templados. Ahora alcánzame una toalla, ¿quieres? Estos baños han de ser breves.

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