Mascaró, el cazador americano (13 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El señor Scarpa, siempre distante, pregunta por el célebre Erico Paoletti, actor y maquietista del otrora famoso Gran Politeama que se lucía muy especialmente en aquella ocurrente pantomima «Paolino Cagaverde»…

—«Paolino Siempreverde.»

—Algo así… También hacía «El sillón endiablado».

—«La silla encantada.»

—El sillón o la silla, lo mismo da… Eran otros tiempos… Por el payaso Fornaresio, por «Tornillo» Sacomano, el contorsionista del Circo Arcadia y después del Nuevo Marconi, por el acróbata Pepe Rubertino, notable «perchista»…

—Se quebró la cabeza en el Coliseo.

—Ya estaba viejo.

—Últimamente trabajaba como «corona» en la Pirámide Olímpica, pero cuando no lo veía nadie subía al trapecio. Así fue como se estrelló… Por el gran Montenegro, Pío Montenegro, que hacía aquel riesgoso número de la escala de sillas y la más impresionante imitación de la crucifixión de Cristo para el tiempo de la Cuaresma.

—Todavía la hace, pero ya no lo suspenden propiamente, sino que apoya los pies en un banquillo, aunque ahora hasta despide sangre por medio de unas mangueras de goma.

—Otro signo de los tiempos. La mecánica corrompe al genio.

Boca Torcida eructa con fuerza, pero incluso él siente una mierdosa nostalgia por todos aquellos nombres, esos raídos fantasmas que como la señorita Lombardi atraviesan sin hacer ruido las mugrientas ruinas del Gran circo de los hermanos Scarpa.

El señor José Scarpa apura el contenido del jarro y con voz atribulada memora aquella época de esplendores, cuando el circo competía con el teatro y las demás bellas expresiones y todos ellos eran tenidos como artistas y no poco menos que por unos vagabundos, tal cual sucede ahora, esta otra época de oscuridades en la cual el materialismo más desenfrenado ha corrompido las buenas costumbres y,
per oblicua
, envenenado el arte, promoviendo descaradas deformaciones del espectáculo, como el biógrafo y otros engendros mecanicistas que usurpan el lugar del talento. Véase si no la bochornosa situación de aquel gran circo (señala con una mano huesuda la carpa agujereada, las jaulas pestilentes, toda aquella trashumante miseria) disputado en otro tiempo por pueblos y ciudades, cuna de grandes artistas como el preciado Montenegro o el fabuloso Tiberio Rocco-Guzzi (a) Dedos Brujos, por no mencionar al propio Vicente Scarpa, justa de competente ingenio, suceso de tanto regocijo, encantada figuración del mundo, ambulante ilusión…

La voz de Scarpa se disipó en un susurro, y entornando los ojos quedó absorto en la contemplación de aquel pasado. El Príncipe, hondamente conmovido por tal evocación, se puso de pie como empujado por un resorte, y si bien el primer momento pareció que iba a pronunciar algunas palabras alusivas, se abalanzó de golpe sobre el afilado señor Scarpa y lo abrazó o más bien estrujó, aguantando una furtiva lágrima. El enano Perinola, no menos afectado, abrazó una pierna del señor Scarpa y el señor Nuño se paró y se quitó el sombrero.

Volvieron a sentarse. El señor Scarpa, que se había recobrado, llenó los jarros, y haciendo un resumen de la situación, dijo:

—Hasta hace un par de años montábamos la carpa en la Plaza Municipal, luego nos corrieron al barrio del Mercado y ahora, por fin, nos confinaron en este baldío, que es poco menos como negarnos la entrada a la ciudad.

—¡Puta Babilonia! —terció o torció Boca Torcida.

—Ahora son más los artistas que los espectadores y la mitad de las entradas de favor.

El Príncipe comenzaba a alarmarse.

—En memoria de mi querido hermano, que Dios lo tenga en la gloria —el crápula de Perinola mira con toda intención hacia lo alto haciendo visera con la mano—, he tratado de sostener este negocio, quiero decir, este circo todo lo posible.

La cara de Scarpa se iba endureciendo y transformando en la del conde Stroface.

—Precisamente con esa intención o casi obsesión fue que pensé en usted, mi querido Príncipe.

—¡Querido y dilecto amigo!

—Pero…

—¿Pero?…

Scarpa suspira, calla un instante, aunque en seguida, con un gesto de entereza, se repone Stroface.

—Todo ha sido inútil.

—No entiendo.

—Muy simple. Querido amigo…

—Querido y dilecto amigo, diga usted de una vez.

—Mañana levanto la carpa y me marcho a Venezuela.

El Príncipe pega un salto.

—¿Cómo debo entender eso?

—Calma, calma, mi querido amigo. Permítame explicarle.

El Príncipe se vuelve a sentar, pero ahora se soba la cara y mira a Stroface por un solo ojo.

—La situación es ésta. Y abrevio. El señor Alejo Carpodio…

—Conozco a ese hijo de puta.

—Yo diría más bien un hijo de las circunstancias.

—Cuestión de nombres.

—Bien; sea lo que fuere en su intimidad, el hecho es que ha prosperado en la Venezuela como empresario.

—Eso confirma su naturaleza.

—Actualmente es dueño del Pabellón Nacional, que fuera el Gran Apolo…

—De los hermanos Calviño, que no eran hermanos propiamente, sino en sentido alegórico. Trabajé con ellos hace cuatro años en Trevelino, lo más próximo al culo del mundo. Francamente no sé cómo ha ido a parar allí.

—El señor Carpodio, en resumen, conociendo mi situación, me ha propuesto asociarnos. La idea no me entusiasma, le confieso, pero no veo otra forma de salvar lo poco que queda.

El Príncipe lo mira con expresión incierta.

—¿Y bien?

—Por lo que a usted toca…

—Por lo que a mí toca…

—He pensado…

—Ha pensado…

—…que o bien podría venirse con nosotros…

—¿A Venezuela?

—A Venezuela.

—¡Ni loco!

—O bien quedarse con una parte de los trastos, como compensación, digamos, pues tendré que desprenderme de casi todos ellos, muy a mi pesar.

El Príncipe observa en silencio un punto en el cielo. Luego golpea la mesa con un puño y con el tremendo dedo de la otra mano apunta al vidrioso conde Stroface. Pero éste, que tiene mucho sentido de la oportunidad, lo detiene con un ademán calmoso.

—Yo le ruego, mi querido amigo, que antes de tomar cualquier decisión, lo medite, lo sopese. Mañana podríamos volver a hablar.

—¿Cuándo comienza a desmontar exactamente?

—Mañana mismo. Me llevará un par de días, usted sabe.

El Príncipe vuelve a apuntarle con el dedo.

—Desde ya…

—No, no diga nada ahora. Piénselo, le ruego. Estaré en un todo de acuerdo con lo que usted resuelva en su foro interno.

—…en su forro interno.

—No rompas.

El Príncipe sacude el dedo de todas maneras, cada vez más cerca de la cara de Scarpa, pero en esto se escucha un espantoso bramido que los suspende. Boca Torcida muerde el cigarro y echa dos negros chorros de humo por la nariz.

—¿Qué es eso? —pregunta el Príncipe, calculando que el Circo está a punto de hundirse definitivamente, no sólo en sentido figurado, sino real, arrastrándolos a ellos también, que ni siquiera figuran en el programa.

—Budinetto —dice Scarpa con naturalidad.

—¿Quién es tal?

Otro rugido, esta vez más prolongado.

—Ve, pequeño —dice Scarpa, dirigiéndose a Perinola—. Vigila que le den su pitanza y que esos muertos de hambre no le quiten nada, empezando por ti. Como me entere de algo te cuelgo de las orejas.

Luego, dirigiéndose a los demás señores, explica:

—Budinetto es una de nuestras mayores atracciones.

Y tomando aire recita:

—Se trata de un soberbio y majestuoso ejemplar de león africano amaestrado a la palabra por el célebre beluario míster Crosby, que domeñando su natural idiosincrasia selvática lo instituyó en variadas pruebas de toda índole, como el salto a través del círculo y la emocionante peripecia de introducir la cabeza del señor Perinola entre sus fauces, espectáculo éste del que se ruega abstenerse a las personas fácilmente impresionables.

Mientras el señor Scarpa echa el parrafazo que antecede, el propio Budinetto se levanta cubierto de paja y bosteza abriendo la boca como para que entren en ella Perinola y míster Crosby juntos. A primera vista tiene el aspecto de un gato viejo un poco más grande que lo común tapado con un cuero deslucido por el uso.

—¿Se incluye entre los trastos? —pregunta el Príncipe sin intención.

El señor Scarpa lo contiene con un gesto escandalizado.

—Jamás me desprendería de él… ¡Por nada del mundo! Pero luego de un silencio huraño y cuando el asunto parecía terminantemente clausurado, añade con disgusto:

—Sólo en un caso extremo, y según las garantías morales y profesionales del proponente, sería objeto de negociación.

La señorita Lombardi vuelve a pasar, con una gorrita de terciopelo esta vez, la leve señorita, manojito de encajes, muy dueña bonita.

Los señores se ponen de pie y saludan con una inclinación. El conde Stroface se frota los bigotes, arruga el ceño, le tiembla un ojo.

Volvieron a la ciudad, que se oscurecía sobre un cielo remoto cubierto de grandes plumas moradas. El reloj de la iglesia de Nuestra Señora del Buen Tiempo, en lo alto del médano, ya estaba encendido.

Oreste piensa en Arenales. Recuerda el farol de viento en la puerta de la barraca, la música que transporta el viento, la figura alada de Cafuné que pedalea sobre el borde de espumas, el Bimbo que camina en dirección al faro, las nubecitas de gaviotas que se elevan sobre los ladridos de Lucumón, la fila de pescadores que se interna en la oscuridad, el
Cara
, el Pepe, la Tere, unas enaguas blancas. Casi siente en su mano el cuerpo húmedo de la Pila. Ésta es la hora de la Trova. Cuando despierta el Ángel.

El Príncipe pregunta dónde pueden alojarse, lugar pasajero sin ornato de pompas. El Nuño propone de su conocimiento el Hotel Gran Oriente, cerca del puerto.

—Demasiado impresionante —dice el Príncipe.

Callan.

Al rato comienza a guiñar el faro sobre el peñón de la Candelaria. No ven la linterna, sino el chorro de luz que se hunde en el cielo y después gira sobre Palmares, pasa por encima de sus cabezas y se pierde contra el último resplandor del crepúsculo.

Oreste acaricia con un dedo el grillete del
Aldebarán
que cuelga de su cuello.

Las casas en lo alto del médano se blanquean un instante, antes de desvanecerse. La noche sube desde lo bajo y a medida que asciende estallan pequeñas luces que se encaraman hasta el pie de la iglesia. Los cuerpos se borran también. La mano de Oreste sube y baja casi transparente. Después ambulan en la oscuridad.

El carro se detuvo frente a una puerta de la que manaba una luz pegajosa que lamió las patas del caballo, las ruedas del carro, la figurita movediza del Mastín excéntrico Califa. Al costado de la puerta había un letrero enlozado con la mitad de las letras remendadas:

CALDAS DEL REY

Pensión para caballeros

de López y Esteve

Boca Torcida entró y salió arrastrando un chorro de humo.

—Pueden bajar—dijo—. Casi es un palacio.

Oreste ayudó al Príncipe a levantarse del baño de asiento.

—Gracias, hijo. Estoy seguro de que estas Puñetas del Rey nos estaban esperando hace tiempo.

Aun sin saber lo que significaba la palabra Caldas, aquel nombre le pareció algo auspicioso e inclusive una alusión personal, de manera que, hombre hecho al camino, se recompuso en el acto de aquella penosa revelación del señor Scarpa, sujeto relleno de maldad.

El Príncipe se indujo en la pensión de los señores López y Esteve precedido por el Mastín excéntrico, que sacudía la cola y olía los zócalos de un largo pasillo, reconociendo viejos superpuestos orines. Oreste y el Nuño fueron detrás del Príncipe, mientras Boca Torcida quedaba en el carro.

Aguardaron un rato en un salón de paredes encaladas a que los ruidos que se oían detrás de un tabique se trocaran seguramente en la persona encargada de atenderlos. El piso de madera crujía y hasta se curvaba a cada paso. Una grasienta bombita de veinticinco colgaba de un techo de ladrillos a la vista sostenido por toscas vigas de quebracho. El salón contenía algunas mesitas con mantel de hule, un mostrador, un florero con calas y peonías de papel crepé, un reloj de péndulo, una salivadera, una estantería con botellas y dos floreritos más, un diploma a perpetuidad, sobre el tabique, de la Obra Pía de Tierra Santa a nombre de Maruca López Esteve y, al lado, la foto envejecida de un esfumado señor con espesos bigotes, un sombrero hundido hasta las cejas y los ojos retocados al lápiz, de manera que parecían saltársele de la cara y a poco de mirarlos daban mareos.

Tuvieron bastante tiempo para observar todas estas menudencias de aposento expuestas con sencillez, que rebosaban por otra parte un noble olor a acaroína, por cuanto seguían los ruidos detrás del tabique.

Oreste descubre a través de la única ventana, en el extremo más alejado del salón, la linterna del faro de Palmares suspendida en la alta oscuridad como una navecilla de tranquilos y minuciosos fuegos, un enjambre de luces que se agitan como pequeños engranajes en combustión.

Finalmente se abre una puertita en el tabique, y en lugar de los señores López y Esteve, o por lo menos uno de ellos, se desliza de costado una señora de notable aspecto y corpulencia que, con todo, parece trasladarse por el aire. El Príncipe abre muy grandes los ojos, como para abarcar en su entera plenitud aquella sobresaliente mujer, confuso y patituso por cuanto al mismo tiempo siente un golpecito en el corazón. Hay cierta graciosa incongruencia en la señora. El cuerpo es sencillamente una mole, pero de carnes prietas, bien tramado, con una gracia vagorosa. Las piernas y brazos de pulidas redondeces son resbalosos caminos que convergen al secreto tumulto de su vientre. Los pechos, dos angelotes que se agitan en sueños y apuntan al Príncipe con un dedo. Toda esta eminencia se halla revestida de un sencillo batón de hilo estampado con un cuellito de valencianas. La cara de la dama señora es algo aniñada, piel de nata, con dos hoyuelos en los mofletes, ojitos estrellados, el cabello negro de lustres, partido al medio y recogido por detrás con un moño.

La señora sonríe y los hoyuelos se encarnan.

—Bienvenidos, caballeros —dice con un trino.

Y sus ojos repasan a los susodichos hasta reposarlos en el Príncipe. Éste, haciendo el gesto de sacudirse cierto encantamiento, se quita el sombrero, se golpea el pecho y tomando una mano de la señora dama, que se hunde como si fuese de algodón, la besa con algún arrebato. La mano huele a jabón de batea.

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