Mascaró, el cazador americano (9 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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La conversa derivó de allí a la hechura, virtudes y efectos de éste y otros elementos metafísicos, como la piedra imán, la piedra bezoar y la medalla de San Antonio, siempre que sea robada, estableciéndose una erudita competición entre el Príncipe y el capitán Alfonso Domínguez, con lo que Palmares se perdió de vista una vez más. El Capitán mencionaba a cada rato su amistad con el turco Velorian, célebre curandero de Las Flores que nació a las tres de la tarde de un Viernes Santo, tiene una cruz marcada en el paladar y cura por el aliento y la saliva, de manera que, con propiedad, se trata de un «saludador». El Príncipe llegó a asegurar que había sido tocado por un rayo, sin testigos ni daño, señal de que Santiago lo había elegido para la misión de adivino, algo de lo que no quería abusar. La discusión subió de punto cuando se debatió sobre el sitio y ubicación de la Salamanca de Arenales, que es de donde salieron los mejores brujos de la comarca.

Esta discusión terminó algunas horas después con un tremendo bandazo, en el momento que el Príncipe descifró el aspecto y carácter de un kaparilo que se le apareció en el camino entre Saladillo y Punta Gorda. Había cambiado el viento.

El Príncipe está echado en la cucheta, y salvo sus grandes pies, que sobresalen desde los tobillos y que en verdad hacen bastante creíble su ascendencia patagónica, el resto del cuerpo yace en las sombras. Antes de acostarse, Oreste bajó la mecha del farol y observa ahora con las manos cruzadas debajo de la nuca esa ampollita de luz que se agita como una mariposa. El barco embiste las olas y se conmueven sus viejas maderas, pero su cuerpo ya se ha acostumbrado a aquella agitada cavidad, es una parte del barco y con él hiende confiadamente la noche. Ya no piensa en Palmares.

—Oreste, ese número «Del Reino Animal» fue una verdadera ocurrencia —dice el Príncipe—. Del Reino Animal y ¿qué otra cosa?

—O «la visita del señor Tesero».

—Eso es. Hasta el título es una ocurrencia. Algo elegante y mágico. Hace un rato que estoy pensando en ese señor Tesero. ¿Cómo te lo imaginas?

—En parte como mi padre. Mejor dicho, pensé en mi padre, porque como figura no lo recuerdo.

—Bueno, no es uno, sino varios y magníficos señores. Tú mismo estabas ahí.

—Yo mismo.

—Me pregunto cómo se te dio así de pronto.

—Tal cual, de pronto.

—Lo creo. El arte es un arrebato. Fue una pregunta al pedo, o mejor dicho, para que te respondieras tú mismo. Sé bien lo que es eso. Puedes hacerlo con una figurita de nada, con una rasposa historia, no sólo son sencillos materiales, sino hasta con los más vulgares. Todo depende del aliento, la forma y disposición… Si el señor Tesero se hubiese llamado Raimundo tal vez hubiese cambiado todo el asunto.

—Es probable.

—Es seguro. Pensó un rato.

—Yo creo que basado en esa historia se puede componer un grande y magnífico número. Para empezar habría que añadir algunos otros animales.

—Puede ser.

—Por lo menos una visita a la jaula de los pájaros. Los pájaros son siempre motivo de exaltación y lucimiento. En verdad, lo que más me conmovió fue cuando el señor Tesero se convierte en cisne. ¿Estás seguro de que vuelan los cisnes?

—…No.

—No importa. Los haremos volar de cualquier forma.

Vuelve a pensar.

—Oreste, no sé lo que te propones realmente.

—Nada, señor.

—Bueno, en eso ya eres un artista. Oye, muchacho. Te lo diré de una vez.

Se volvió en la oscuridad.

—Voy a Palmares con un contrato para el grandioso y afamado circo de los hermanos Scarpa.

—No lo conozco.

—No has perdido nada, pero siempre son grandiosos y afamados así sean una mierda. Vicente Scarpa murió hace algún tiempo por una sobrecarga del cañón que según malas lenguas preparó su hermano, José Scarpa, el actual propietario, un rufián.

—No entiendo lo del cañón.

—Vicente Scarpa era «la bala humana», entre otras cosas. El pobre perforó la carpa y cayó dos manzanas más allá. Por esas ironías del destino fue su mejor número. Pero no es eso lo que te quiero decir. Vicente Scarpa fue un gran artista, por el estilo de Raffetto, un gran artista y un hombre de empresa. Él presentó la primera cuadrilla de caballos amaestrados a la palabra y fundó en Palmares, hace ya años, la academia de pruebas físicas, mecánica y gran ligereza de manos, de la que salieron tantos buenos artistas. Si el circo sobrevive entonces es por el lustre que él le dio. En resumen, que el circo de los hermanos Scarpa es de cualquier manera un grandioso y afamado circo.

—Y bien…

—Hijo, es tu oportunidad en la vida.

—No entiendo.

—Para empezar, te propondría como mi ayudante. Desde ya te revisto.

Oreste tardó un rato en responder.

—Jamás se me hubiera ocurrido.

—Así es el destino. Se vuelve y te mira una vez… ¿Te imaginas?: «El Príncipe Patagón y Oreste el Magnífico», o bien «El Circo de los Príncipes Magos».

Oreste sonrió suavemente.

—Lo haremos con el tiempo.

—No espero terminar como Vicente Scarpa.

—De cualquier manera, debe haber sido un magnífico disparo, un estupendo vuelo… Y bien, ¿qué dices? Oreste dudó un momento.

—Tú ya lo sabes, sólo me interesa andar de un lado a otro.

—Hay formas de hacerlo. Mascaró lo hace de una, tú de otra. Creo que lo importante es hacerlo con alegría.

—¿Por qué se te ocurre que la tuya ha de ser así?

—Porque el arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo. ¿Acaso no lo has visto? Esa forma blanda y jubilosa de pisar la tierra.

Oreste aprobó con la cabeza en la oscuridad, pero el Príncipe no podía verlo.

—¿Lo has visto o no, señor Tesero?

—Desde una graciosa y dorada jaula.

—Estaba en ti quedar o salir de ella. Oreste adivinó que le apuntaba con un dedo.

—De acuerdo, señor. Iremos por esos mundos.

—Cantando y bailando, en representación de la vida. Quedaron en silencio, cada cual pensando en lo suyo.

—Hasta mañana, muchacho.

—Hasta mañana, señor.

Los días se dan alcance. Es un mismo día repetido. Por la noche se arma un poco de viento, pero amanece en calma. El mismo cielo que despunta rosado y persiste azul, el mismo sol mandando fuego, el mismo mar apenas removido, agua y agua. El
Mañana
va detrás del viento escarbando el aire, rebuscando el camino, derivando. Rumbea.

El Príncipe y Oreste tramaron nuevas combinaciones con el número «Del Reino Animal». El señor Tesero fue mudando de sustancia. Se convirtió en pájaro, en pez, en el oso Basilio, en iré de paraíso, la legítima, en animales extravagantes, como el bolidonte o el canuto, o de naturaleza infernal, como el tigre-urutungo. A veces echaba fuego por boca y orejas o desaparecía por una trampa con una explosión de azufre o ascendía a los cielos colgado de un aparejo. El Príncipe fraguaba situaciones de gran efecto sin reparar demasiado en la materia del asunto. Oreste, en cambio, respetaba los gustos e inclinaciones del señor Tesero, la leve y natural extravagancia del embuste. De cualquier forma, el Príncipe quería un final con apoteosis y gran desfile con saltos por alto y bajo de toda la compañía, mientras la banda expedía una selección de
Cavalleria rusticana
, por ejemplo. Oreste no se oponía a un remate de brillo, pero insistía en la naturaleza del señor Tesero, que era un buen hombre o en todo caso un verdadero animal, sin malicia combinada. En suma, quedó para otro momento maquinar la última parte de la patraña, dejando por ahora al señor Tesero entre las rejas. La real importancia del proyecto estaba en la práctica y ejercitación de Oreste, su entrevero con el arte.

Una tarde les pareció avistar una isla, peñón o cabo, por la tanda de babor, es decir, supuestamente mar adentro, pero Mascaró trepó a lo alto del palo y comunicó que no se veía nada. Comparando las visiones, cada uno describía una cosa distinta. El Capitán dedujo que se trataba de uno de esos peñascos errátiles que emergen y se sumergen a voluntad y que en tales casos conviene «chalar», esto es, dar de comer al mar, por lo que ordenó al Nuño que le arrojara unos panes y un pedazo de tocino, con lo que desapareció la visión.

Aprovechando aquellos ocios, el Nuño rogó al Príncipe que lo instruyera sobre los principios y rudimentos del arte dramático, ya que en el fondo de su corazón, sobre todo después de haber tratado al gran Gamarra, no había deseado otra cosa en la vida que llegar a ser un comediante, de cualquier especie establecida: rigoleto, caricato e incluso augusto, al menos como inicio, pues la susodicha vida merecía otro destino, que entre vivir una impuesta prefería representar varias voluntariamente escogidas y que, por último, aludiendo sin duda a su oscuro oficio, superponía a los alimentos y manjares del cuerpo los finos bocados del alma.

El Príncipe, conmovido por aquel breve discurso, alabó en primer lugar el oficio de maestro cocinero, citando, entre otros, al famoso Cumonsky y al no menos célebre
cordonbleu
Pacón Echeverrito, creador del «sancocho a la paisana», exaltando en segundo lugar el libre albedrío, la voluntad de poder y la naturaleza libertaria del alma humana.

La disposición del Nuño al
bel canto
orientó la instrucción hacia el drama lírico, comenzando con algunas generalidades sobre la voz, diferentes aperturas de boca y ejercicios de respiración. El Nuño, que tendía a barítono
drammatico
o
diforza
, mugía redondas ventosidades mientras el Príncipe lo alentaba con grandes ademanes, acompañándolo a veces, oprimiéndole la barriga otras. Las lecciones sobre mímica, expresión y caracterización, con los ejercicios y demostraciones pertinentes, resultaron más animadas. Las últimas, sobre todo, fueron objeto de general curiosidad. El Nuño se pasaba cambiando trajes y postizos y el mismo Oreste tomó contagio, de tal suerte que el barco parecía estar más lleno de gente de la que en realidad había. El capitán Alfonso Domínguez probó una barba llena de rizos, partida al medio, y el Andrés un uniforme estrambótico con casco y coraza de latón dorado, espada de madera, capa de Calatrava y unos calzoncillos largos con cordoncitos metálicos que aparentaban una malla de acero y que el Príncipe utilizaba para recitar su memorable
Marcha triunfal
, así como también himnos, bandos, arengas, proclamas y toda otra materia de ruido militar.

Mascaró, siempre apartado, ocupaba el tiempo en la pesca, trepando al palo cada tanto. Armó con una cuchara una currica que arrastraba a popa y otros varios señuelos que echaba por la borda procurando alimento fresco, que a menudo él mismo cocinaba para no distraer al Nuño de sus ejercicios y expansiones.

Otra tarde que levantó un poco de viento vieron pasar con la última luz, una media milla a babor, que era la borda por la que se daban las visiones, una goleta de cinco palos con todas las velas desplegadas. Los cinco hombres contemplaron en silencio aquella brava aparición, mientras duró. Los foques de cuchillo brillaban en lo alto coloreados por los postreros rayos del sol, los de proa antecedían como estandartes a los pálidos bastidores de las mayores, todo tan liviano y gallardo, tan extravagante. Para el capitán Alfonso Domínguez aquel barco era la completa imagen del Barón Grampo, velero de alta escuela construido en 1898 por Laird Brothers, en Birkenhead, que corría a las Europas comandado por el capitán don Felipe Novoa, marino
cum laude
, fuerte bebedor, poeta a ratos, Gran Manija de la Hermandad de la Costa. El Barón Grampo se desapareció en el invierno del 36.

El capitán Alfonso Domínguez ordenó arriar el pabellón, como forma establecida de saludo, y Mascaró disparó unos tiros. El Barón Grampo viró suavemente hacia la noche. Así fue.

El sol brilla en lo alto del cielo. Las velas cuelgan como trapos. El
Mañana
deriva. Los cinco hombres dormitan o piensan sentados en la cubierta. Mascaró fuma la última mitad de un
Sobresalientes
.

Oreste levanta la cabeza y pasea la mirada en redondo. Cielo y mar. ¿Qué es ese cuento de la tierra firme? Hace dos días tuvieron la última visión. Muy lejos pasó a los pedos una fragata de ruedas. Para el Nuño era una corbeta, pero el capitán Alfonso Domínguez decidió que fuese una de esas fragatas de 1845 y se aprobó. Ahora ni eso.

Oreste se levanta, cada vez más liviano, y camina hacia la proa. Permanece allí de pie. Al rato le parece estar solo, suspendido unos metros sobre el agua. Su mano derecha palpa el frasquito con la medicina para todo mal de camino, que le regalara el Lucho. Finalmente extrae el frasco del bolsillo, lo sopesa, lo agita. De pronto toma impulso y lo arroja al mar, lejos. Se siente claro el ruido del frasco al golpear el agua. Los demás levantan la cabeza.

En esto comienza a soplar un viento que remueve el agua e hincha las velas. El capitán Alfonso Domínguez se pone de pie de un salto.

—¡A sus puestos! —ordena con un grito descomunal.

Y de otro salto trepa a la timonera. Desde allí, sacando su gorda cabeza por la ventana, prescribe con fuertes voces los avíos y maniobras. Mascaró caza el foque, el Andrés larga escotas a la mayor, el Nuño despeja la cubierta.

El barco se recuesta, clava la trompa, empieza a singlar con un fuerte alboroto de paños y maderas. El viento sopla ahora medio frescachón. Se embala.

—¡Avante por la aleta! —truena el Capitán, y su voz se revuelve, se agranda, se pierde sobre el agua.

El
Mañana
navega a todo trapo. ¡Ahí va!

Una hora después aparece a proa un punto que crece, se afina, al fin se convierte en un faro.

Palmares.

El
Mañana
atracó a un costado del muelle, entre otros barcos, sin novedad apreciable. El Andrés echó el cabo de bola y un marinero forzudo cazó de él y, sin dejar de charlar con el vecino, atrajo el cabo de amarre y lo sujetó a la bita. El viaje a Palmares había terminado. Recién ahora era lo que fue. El largo viaje a Palmares. Camino.

El capitán Alfonso Domínguez saluda con su gruesa voz de tonel a los hombres de los otros barcos, el
Mandufia
,
El Jovito
, el S
iempre Republicano
, el
Tuntuna
, el
Dichosa Madre
, el
Bragado
, cada uno con su historia más o menos del mismo tamaño. «¡Eh, compadre!…» «¿Cómo va?…» Las voces se propagan entre los palos y las jarcias y las negras chimeneas. El
Mañana
, que al parecer se ha empequeñecido, cruje y se menea, al igual que los otros, sobre espesas manchas de petróleo de las que asoman botellas, corchos, maderas. «¡Se vive!…» Las voces se recruzan alegremente en el humo agrio y pegajoso de un remolcador, se entreveran con los graznidos de las gaviotas que sobrevuelan toda esa linda mugre.

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