Mascaró, el cazador americano (7 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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—Creo que a caballo.

—Fortuna próspera, 04988. ¿Mencionó tan sólo a su madre o llegó a verla?

—Salió una vez a la puerta de la cocina y nos sonrió. Era su lugar en la casa.

—Muy bien. Ante todo Felicidad (06518), pero además usted quedaba a su lado.

—Así parece, aunque en la vida real sucedió lo contrario.

—¿Qué carajo importa aquí la vida real? ¿Un sueño no es algo real? Añada, pues, Seguridad, la suya, que por lo que veo la necesita en abundancia, y juéguele al 01362. El gallo, si solamente lo mencionó, no significa nada, lo cual es una suerte, pues el gallo de riña, por bueno que sea, alude siempre a lo más obvio: peleas. De cualquier forma juéguele al 03300, que es el número de un gallo visto en combate.

—No lo vi, estoy seguro.

—Mejor. Tiene números suficientes y aún quedan otros… Me olvidaba del parral, que naturalmente, significa Abundancia. Apueste sin miedo al 12210.

La voz del Príncipe suena en todas partes, sobreviene en grandes espirales igual de tamaño, pues no hay una gota de viento. Es una voz espesa como el agua que se hincha a cada lado del barco con un movimiento lento y acompasado. Un brillo aceitoso resbala sobre lo alto de cada pliegue hacia una claridad más grande que borra la línea del horizonte. El
Mañana
arrastra un penacho de humo que se disipa muy lejos. Transcurre sosegado en tales llanuras rebuscando en el agua el invisible camino a Palmares.

—En cuanto al otro sueño, el correr, en general, es presagio feliz (20399), pero si no quiere correr y no puede, como sucede a menudo, significa indisposiciones (4133). Juéguele a los dos, porque, en estricta justicia, usted pasa de un estado a otro.

—Así fue.

—El perro por sí solo representa, como se supone, la Fidelidad (15238), pero si corre o ladra hay que tener cuidado (18861). ¿Lo acompaña una perra?

—No… No, estoy seguro.

—Menos mal. Si fuese así resultaría Libertinaje, y lo pregunto porque usted parece propenso, lo cual es una debilidad pero no una afrenta. Yo nací libertino. Si aparece alguna otra vez la perra, hay que jugarle al 19155. El perro se convierte en un macho cabrío, ¿no es así?

—Un macho cabrío, un bisonte y un encapuchado, en ese orden.

—El macho cabrío es el Amor Criminal (06510). ¿Hay algo de eso?

El Nuño se frotó la pelada.

—No. No por ahora.

—Cuídese, compadre. Usted tiene, por lo visto, un futuro retorcido. Bien, el bisonte no es figura reconocida, pero pongamos que fuese un buey. En tal caso habrá que precisar si está labrando o enfurecido, si es gordo o flaco, si tiene o no tiene cuernos, si es blanco o negro, para lo cual tendría que tener usted otro sueño, uno en especial. Esté alerta. El encapuchado o capirote, a menos que sea un fraile, especialmente un benedicto (13), no significa nada más que el 129.

—Me estaba por agarrar.

—Bueno, así terminan por lo general estos sueños con persecuta. El alma es asunto de neblinas. ¿Usted sentía cierto regocijo a pesar de la situación?

—¡No!

—Entonces no se preocupe.

Oreste había terminado por sentarse a proa sobre el tambucho. Ahora que el Príncipe callaba se podía oír el borboteo por el filo de la roda y el agua que se enroscaba a lo largo del barco. La línea de la costa desaparecía en algunos trechos, pero con todo le pareció ver un grupito de palmeras y una choza con una puerta de color rojo y hasta un hombre que sacudía el brazo. El sol ya estaba alto, de manera que con tan buen camino Palmares podía aparecer en cualquier momento.

Lo que apareció en realidad fue una blanda nubecita de esas que exaltan los poetas con graciosas maneras y que al cabo de una hora había cubierto el horizonte y avanzaba en ese momento tronando y fulgurando sobre el
Mañana
.

El capitán Alfonso Domínguez, enteramente de facto, ordenó cambiar el foque y tomar una faja de rizos, pues carecía de una mayor de capa. El Nuño arrió el foque y alzó otro de viento. Mascaró, que había comparecido apenas oyó los gritos, todo fuego y resueltas maneras, tomó los rizos y dejó las escotas en banda a la espera de lo que decidiese el viento. Entre uno y otro reforzaron y repararon las amarras, alistaron el ancla de capa, atrancaron puertas, lumbreras y escotillas. Era todo de bonita figura, terriblemente.

El capitán Alfonso Domínguez sacó la cabeza por la ventana de la timonera y gritó: «¡Vamos a capear!», como si escogiera cierta partitura. Era lo mejor que podía hacer tratándose del
Mañana
, barco pequeño y de poca arrancada, fuerte de proa pero de popa flaca, mala para la corrida.

A todo esto, el mar se iba rizando y ennegreciendo por delante, debajo de la nube. Y fue así que arremetió el primer golpe de viento y el aire mudó de sustancia en un segundo y el mundo continente se emputeció al siguiente. Mascaró ordenó entonces, fuerte, terrible, como un pistoletazo: «¡El pasaje a cubierto!». El decir, el Príncipe y Oreste, que atropelladamente se zamparon por la escotilla en el momento que arrancaba otra ráfaga, la cual tomó al barco de estreno, de modo que cayeron y rodaron en la oscuridad del sollado echando mano del aire. Esto de caer y rodar en esas removidas tinieblas duró una eternidad completa, en la cual chocaron con bultos y consistencias que erraban libremente y un par de veces entre ellos mismos. La máquina aflojaba y recrudecía. El Andrés vociferaba en el comando del embrollo, imponiendo orden de manejo, peripatético. La puerta, que batía a rajarse, se cerró con un tremendo golpe, probablemente de Mascaró, porque su voz de forzado se impuso al tumulto. Oreste oía ahora gritar y aun reír en todos los rincones, inclusive por encima de su cabeza, como si hubiese varios Príncipes dentro del sollado. El timón molía sin descanso, y una vez golpeó contra él, porque aferró una barra recubierta de grasa y antes de soltarla lo zamarreó de un lado a otro. El barco temblaba a lo largo como si fuera a descoserse cada vez que sacaba la hélice del agua y el temblor lo traspasaba a él también, lo cual, comenzaba a comprender, era el motivo de la risa porque empezaba el temblor y seguía aquélla. Notó, asimismo, cuando terminó de entregar el cuerpo, que éste se acomodaba poco a poco a ese nuevo estado o naturaleza, y hasta llegó un momento en que sintió verdadero placer en resbalar, suspenderse y caer sin gobierno.

Estaba ocupado en eso cuando oyó raspar un fósforo y después de varios rasguños y fogonazos vio la cabeza del Príncipe que en apariencia colgaba del aire. Acontecía, en realidad, que el que colgaba era él, boca abajo, de una pila de bultos. Fue y vino de un extremo a otro perseguido por los bultos, pero el Príncipe no se movió de donde estaba, aferrado a un travesaño que había encontrado en el camino. Como quiera que sea, tenía algún tipo de trato con las potencias oscuras, de manera que al cabo de un rato logró conjurar y encender la lámpara. No hizo más que encenderla y de un salto se metió en la cucheta.

—Oreste, hijo, ya nadie me saca de aquí. Trata ahora por tu cuenta de alcanzar aquella damajuana.

No fue necesario alcanzarla, porque algo después la damajuana pasó por delante de Oreste, que abrazado a ella rodó hasta donde estaba el Príncipe.

A partir de ahí las cosas resultaron más fáciles. Bebió un trago que le roció la cara y esperó la oportunidad de rodar ahora hasta la otra cucheta. Cuando llegó el momento calzó en ella, se afirmó en los barrotes y con el primer temblor se echó a reír también él.

Afuera seguía y por momentos aumentaba aquel descomunal jaleo, pero adentro se había resuelto cierto estatuto y las cosas se movían y aun se disponían con curiosa propiedad.

El Príncipe bebía con la boca pegada al cuello de la damajuana, que apartaba brevemente para dejar pasar un poco de aire. Cuando el barco se escoraba hacia el lado de Oreste le pasaba la damajuana y aquél la devolvía en la misma forma, cuando se escoraba a la contraria.

Ahora el Príncipe bebe y canta
La paloma
, de Yradier,
Clavel del aire
, de Filiberto, esas cositas que sosiegan el alma. La puerta se abrió una vez y entró un golpe de agua que casi apaga la lámpara. Oreste se levantó muy campante y trepó con soltura a lo alto de la escalera. Antes de cerrar la puerta asomó la cabeza. Vio un paisaje de espanto: abismos que se transportaban de un lado a otro, sombrías pendientes que se empinaban alrededor del barco, la loca silueta de Mascaró brincando en la luz de un relámpago. Pero no se inmutó. Era otro mundo. Cerró la puerta con calma y se volvió a la cucheta saltando entre los bultos que se movían animadamente.

El Príncipe se había dormido, la damajuana chorreaba a un lado. Oreste pensó en quitársela pero al volverse se durmió en el acto.

Cuando Oreste despertó, la puerta estaba abierta y se veía un trozo de cielo azul, parejo como un lienzo. El barco parecía inmóvil. Sin embargo, sintió el rasponcito del agua que resbalaba sin descanso. La voz del Príncipe erraba por el barco. No tenía idea del tiempo que había salteado. Debió ser largo, un transcurso, lo dedujo por el peso y la extrañeza del cuerpo.

Alzó la mano y agitó la pulsera de tiento. Los caracoles y los huesitos entrechocaron delicadamente. Chocaban y vibraban y el barullito ese crecía en espiral, crecía. Y fue algo vivo que penetró en Oreste.

Subió a cubierta. El sol alumbraba con fijeza sobre un mar tan azul como el cielo, y aparte del
Mañana
no había otra cosa en esa redonda inmensidad. El barco navegaba a la cuadra impulsado por una brisa firme que hinchaba las velas y azotaba las drizas contra el palo. No se veía señales de tierra. Mar y cielo, todo presente, y en el mismo centro de esa claridad, desplazándolo en un viaje sin término, el
Mañana
.

Oreste entrecerró los ojos deslumbrado y caminó a tientas hacia la voz del Príncipe. Cuando se acomodó a la luz, vio: al capitán Alfonso Domínguez sentado en la orilla de la carroza, al Nuño recostado contra la borda, cruzado de piernas y brazos, al Príncipe, tonante y sobresaliente, que además de la capa tenía puesto un sombrero cordobés con una cinta escarlata y finalmente, apartado, a Mascaró, que de espaldas contemplaba el horizonte con un pie calzado en la punta de la roda.

—¡Oreste! —Saludó el Príncipe extendiendo los brazos. Era ostentoso por natural, pero había verdadera alegría en su voz. —Por lo que veo persistes entero, en lo visible.

El Andrés asomó la cabeza por la ventana de la timonera.

—Acomódate, muchacho —dijo el Capitán—. Nuño, trae más vino y un poco de queso.

Mientras el Nuño fue y vino Oreste se enteró de que la máquina había terminado por hacerse mierda con una tremenda exhalación, lo cual, por el momento, era un alivio, y de que navegaban sin precisión de rumbo orientándose por el sol. Sin embargo, ninguno parecía preocupado. Mascaró vigilaba por costumbre. Hombre de rigor, siempre en sí mismo. Mascaró. Y el Ángel del Arca, o Arcángel.

—Tarde o temprano Palmares aparecerá por esa punta —resumió el capitán señalando a proa, como si la ciudad y no el barco se moviese de un lado a otro.

Oreste miró a lo lejos, y como no viese otra cosa más que agua pensó si realmente existía Palmares, si no era un invento de la Trova o, en todo caso, una de esas fundaciones que dispensaba a la derecha e izquierda don Diego de Almaraz, recordó en seguida aquella vieja maldición y observó con cierto espanto al capitán Alfonso Domínguez, dudó si consistía encarnado y no mera figura o si, finalmente, no era el propio Almaraz.

—Está ahí en alguna parte —dijo el Capitán, como si desde ya fuese una verdadera casualidad acertar en cuál, y abarcó con un gesto una porción del horizonte—. Por la noche nos guiará el resplandor o de lo contrario las estrellas, si el tiempo acompaña. ¡Prueba a un largo! —le gritó al Andrés.

El barco arribó otro poco, pegó un tirón y levantó camino. El Nuño volvió con el vino y el queso y unas albóndigas de bacalao.

El Príncipe propuso entonces, ahora que estaban todos reunidos, una cierta celebración con motivo de aquel feliz naufragio. El capitán estuvo de acuerdo. La vida es una entera travesía, se erraba desde el nacimiento, ese puertito de luces tan recogido, tan breve, suceso pequeño, como todo lo que viene después. Él había cruzado y recruzado mil veces aquellas aguas y ahora, ¿dónde estaba el camino? ¿Qué se hizo del Vasco Pantoja que conoció de niño, barco que amó? Lo soñaba con capitán y todo, el Barbas Gianelli, que le enseñó el primer nudo marinero, el doble cote. Y bien, un día pisó la cubierta y otro fue capitán y el Barbas ya viejo, ya niño, lo venía a ver partir, lo aguardaba al llegar, hasta que otro de otros días lo trajeron en una silla de paja, aprovechando el solcito de la tarde, y él zarpó de gusto y navegó empavesado a la vista del viejo. Uno es historia. ¿Qué hay para adelante? Caminos… Por ese tiempo ya hacía la carrera a Arenales en el
Fierabrás
, grandeza de barco. ¿Dónde está ahora? No era para olvidar, ni era para morir. Lo comandaba aquel galés cimarrón, don Einion Jones, que había nacido capitán. Sucedió también, tan fuerte que era, majestuoso. Los dos sucedieron. Él ya sucedía entretanto. Todo sucede. La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y va. ¿Por qué digo esto? Porque lo mejor de la vida se gasta en seguridades. En puertos, abrigos y fuertes amarras. Es un puro suceso, eso digo. ¿Eh, señor Mascaró? Por lo tanto conviene pasarla en celebraciones, livianito. Todo es una celebración.

Alzó la jarra y bebió.

El Príncipe se rajó un aplauso. Animaba con la cabeza al Nuño y a Oreste, que aplaudieron también. Las gaviotas revolotearon sobre el grupito, emprendieron unos vuelos y, cuando terminaron los aplausos, se ordenaron otra vez a popa.

Mascaró se volvió por primera vez. Levantó una mano, aprobó.

—La vida es célebre, de cualquier tamaño, o no sirve para un carajo.

—¡Confirmo! —gritó el Príncipe, y miró a todos, uno a uno.

El Capitán alargó la jarra al Andrés a través de la ventana. El Andrés la devolvió vacía y el Nuño fue por más vino. El Príncipe y Oreste bajaron al sollado y trajeron la victrola con una caja de discos. El Príncipe acomodó la bocina, instruyendo de paso a Oreste sobre tan simple mecanismo, colocó un disco, giró la manivela y reclamando silencio con un ademán de la mano calzó el diafragma. El platillo comenzó a girar y el disco a disparar unos reflejos y por la bocina salieron unos barullos, como si hirvieran aceite. Tan luego, y cuando ya parecía que el aparato iba a saltar en pedazos, salió un chorrito de música, apretada finita. Oreste forzó el oído, y así que la música se acomodó y ordenó en medio de los otros ruidos, reconoció, aunque un tanto desfigurado por la velocidad y esas apreturas, el noble vals
Sobre las olas
. Después los ruidos se enfundaron, la música se traspasó a él, se alivianó y se suspendió, rumbeó por el aire. El Nuño entornó los ojos y comenzó a hamacarse. Mascaró volvió a la contemplación del mar. El capitán Alfonso Domínguez se acompasó con la jarra. El alma se expedía, divagaba fuera del cuerpo.

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