Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
Oreste bebe una jarra de vino en su rincón, junto a la ventana, y aunque de un lado oye el ancho resuello del mar que nunca declina, por el otro escucha al capitán Alfonso Domínguez que, acostumbrado a imponerse a los golpes y arrebatos de la vieja caldera Vickers, habla a los estampidos.
Dos hombres se aproximan desde el muelle. El primero, con la cara cubierta de tizne, es el maquinista Andrés Skavak, una notable osamenta con la sola piel encima. Viene en patas, desnudo y casi transparente de la cintura para arriba. El segundo es el cocinero Nuño. Camina detrás del Andrés con aire distraído, aunque poniendo cuidado en saltear sus pisadas.
El agua ha retrocedido una media cuadra. Sobre la faja oscura de la arena que queda al descubierto brillan las cáscaras de almejas y caracoles. Oreste trae a veces los bolsillos repletos de caparazones, pinzas de cangrejos, piedras pulidas y esas habas que llaman de buena suerte. El palo del
Mañana
ha descendido casi a ras del muelle, que a su vez parece más largo y más alto, muestra la pasarela inferior, los postes podridos e incrustados de mejillones.
Entran el Andrés y el Nuño. El Andrés se inclina para transponer la puerta. Saluda con un hueso en alto y bebe una jarra de vino en el mostrador. El Nuño bebe una sangría con rodajas de limón y un chorro de miel. El Andrés señala un paquete de toscanos, una galleta de campo y una longaniza cantinera. El Nuño habla en un aparte con el arpero ciego. Tiene modales.
El capitán Alfonso Domínguez relata la espantosa creciente del 59, que fue anunciada cinco días antes por el vuelo y los gritos de gran cantidad de bandurrias y en la cual entró con el Pantoja hasta la Casa Municipal del puerto de la Pedrera y amarró a la torre de la iglesia de San Roque y cómo rescató al santo con un grampín que bendijo el párroco desde lo alto del campanario.
La mirada del Capitán se cruza con la de Oreste. Hay otro capitán parapetado en las sombras de aquellos ojos.
Oreste apura el jarro. En un par de horas levantará el agua y el
Mañana
zarpará de Arenales porque lleva carga de apuro. Un grupo de pescadores transporta fardos de bacalao, algunas bolsas de aleta de tiburón, seis barriles de bonito ahumado y una docena de cajas de camarón salado. Oreste calcula que al término del viaje olerán a conserva de pescado. El arpero ciego comienza a tocar un valseadito. El cocinero Nuño lo sigue con atención, acompasa con la cabeza las maneras y giros de la música, se transporta. Es alma volátil, de sustancia
ut supra
, en verso.
Oreste atraviesa el salón, y el ruido de voces y cuerdas se opaca detrás de las maderas. Reviene el ruido del mar, el graznido de las gaviotas, los rumores del cuero. Empuja una tabla y penetra en el socucho donde habitó todo este tiempo en millas y nudos. Hay una cama de madera con un colchón de crin, un cajón de embalar, a lo alto, con una lámpara de querosén encima, un trozo de espejo sujeto con dos tachuelas, algunos clavos para colgar la ropa y el bolso marinero. La ventana en la pared abre para arriba. Se sostiene con un palo y se tranca con un alambre. Oreste se siente a gusto en ese caparazón de madera, sobre todo por la mañana cuando iza la ventana y ve el mismo paisaje de arena y por la noche cuando oye todo ese ruido a través de las maderas y él está echado en la cama y con sólo cerrar los ojos se transporta de un lado a otro de la casa.
La ventana está abierta. La arena se extiende hasta donde alcanza la vista. El viento remueve la superficie. Al rato el suelo entero se desliza, los médanos se borran de un lado. El mar penetra oblicuamente a la derecha. Es un borde de espumas, brillos y vapores, que se hamaca en los ojos y por momentos se fija. Oreste cierra los ojos y lo ve apenas más pálido, como si lo traspasara de lado a lado y él apenas fuera una idea y después nada. Arena, mar y cielo se juntan a lo lejos, un poco antes del
Aldebarán
que Oreste adelanta con su memoria y casi lo ve. Si uno se suspende en la punta de los pies el mundo se alarga unos metros.
El barullo del salón ha ido creciendo sin estridencias, traspasa las maderas, se mete en todos los huecos y hendiduras, proviene del aire. El capitán Alfonso Domínguez habla en este momento de la vez que fueron con el padre Crespillo y el Prefecto comisionado de Las Coloradas hasta los tremendos pantanos de Abra Vieja en busca del carbunclo o pájaro brasa y cómo al cabo de toda clase de peligros, entre ellos la vieja Julia Lafranconi que les disparó con una escopeta recortada, la vieja que vive allí y decretaron mil veces por muerta y aun como invento, dieron con él sobre un helecho arborescente y lo cazaron vivo y sin daño por medio de un ensalmo que había compuesto el padre Crespillo con las medidas y proporciones exactas, como se demostró
in fraganti
, y le extrajeron allí mismo la piedra o espejo sin violencias corporales, pero de regreso volcó el bote y se perdió en el movido del agua y con el susto el padre Crespillo olvidó el ensalmo.
En otra punta una voz enlutada remonta vuelo y canta la dolida copla de
La madreselva
. El arpa envuelve el canto con removidas finezas, escalas y arpegios que entrecruzan las frases, temblorcito del aire.
Oreste recoge sus prendas y cuanta cosa hay desparramada por el cuarto. Además de la ropa que lleva puesta, no son muchas. Un cuchillo de monte, unas botas descoloridas, una pipa con la cazuela rajada que halló en la playa, un libro descuadernado con las aventuras de
Los dos pilletes
, una linterna, una brocha, una navaja, un reloj de bolsillo al que le falta la manecilla de los minutos, una pava de aluminio, una cantimplora, un costurero, un frasco de linimento, un gorro de piel, un mazo de barajas españolas, un cuaderno, una pluma de caburé dentro de una cajita de pastillas, algunos caracoles y una brújula seca. No posee otras cosas sobre esta tierra. Mete todo en el bolso, sin apuro, repasando el origen de cada cosa, pero los recuerdos se mezclan, se trastocan. Al fin tan sólo flotan en su cabeza imágenes sueltas, figuras. Ciñe el cuello del bolso con un tiento, lo sopesa y se lo carga al hombro.
Así, con el bolso al hombro, echa una última mirada al cuarto y permanece un rato de pie cerca de la puerta con aire forastero. Éste es Oreste Antonelli, o más bien Oreste a secas. Un vagabundo, casi un objeto. El pelo le ha crecido detrás de la nuca hasta los hombros. Tiene la cara chupada y oscura, los ojos deslumbrados, una barba escasa y revuelta. Hace meses que viste el mismo capote marinero con un capucho en el que suele echar cuanta cosa encuentra en el camino. Debajo no tiene más que la camisa. También los pantalones de brin, estrechos y descoloridos, son los mismos con los que se largó al camino. Los botines están resquebrajados y rotos, el agua le entra por las suelas, pero les ha tomado cariño porque ellos lo transportan a todas partes y hasta escogen el camino. Oreste se figura que anda dentro de ellos y cuando se los quita es precisamente cuando deja de ser el Oreste a secas. Hace tiempo que ha desechado las medias y los calzoncillos, que son prendas de sociedad. El grillete del
Aldebarán
es cosa nueva, chisme para metafísicas, cosita de encantamiento. Por último está ese bolso marinero que cuando, como ahora, se echa al hombro, clausura un tiempo y tuerce la vida.
En esto se abre la puerta. Ahí está la Pila de pie frente a Oreste, los ojos húmedos, la piel encendida, temblor y arrebato del alma, presente y ausente en lo transeúnte del momento, entera figura para la memoria.
Oreste adelanta un paso, es decir, comienza a irse. Ya de camino, sin descolgar el bolso, la atrae con suavidad y la besa sin el peso de la carne, en ausencia.
Suena un disparo, lejos. Es el aviso del señor Prefecto. Ha subido el agua.
La gente ya se ha ido en bandada detrás del siempre Capitán. El Lucho ha quedado solo cerca de la puerta, en lo oscuro. El salón parece ahora más grande y más fresco y el aire que penetra a los empujones por el techo remueve la paja. Oreste lo recordará así. Unas veces así, vacío y sacudido como un cascarón. Otras de noche, no un cuarto, sino un recorte de luz con el ángel en el medio, presidente, y la Trova de Arenales divagando esos aires.
El grupo se aleja en dirección al muelle bajo la luz intensa de la tarde que recorta con dureza sus siluetas. Los ve por el hueco de la puerta, a través de un ojo muy grande, ellos en la luz, caminando hacia el muelle, trepando el borde de espumas y después el entero mar y después una parte del cielo, simplemente un azul más parejo, y él encuevado en el salón, como si lo viese todo a la sombra de la mano. Ve la gorra del Capitán que sube y baja y la nubecita de gaviotas que revolotean sobre las cabezas, un vellón blanco, una mancha oscura según se ladean. El
Mañana
sobresale del muelle desde la línea de agua, el palo raspa el cielo suavemente. La proa se empina como un zueco, de manera que el mascarón sobrevuela el muelle. El Prefecto y el señor Pelice ya están allí, en oficios.
—Tendrán buen tiempo —dice el Lucho desde la puerta, sin volverse.
Habla del tiempo de ellos, los que se van, que ya no es el mismo.
Oreste, antes de salir, le echa un brazo. El Lucho huele a humo de laurel.
—Nos volveremos a ver —dice Oreste sin convicción, y después lo repite más fuerte, como un augurio o fórmula, y se pregunta si salió verdaderamente de él.
El Lucho asiente con la cabeza, y eso lo confunde todavía más. Dice el Lucho:
—Hay maneras.
Y al tiempo que lo dice le alarga una botellita con un tapón de lacre.
—Es una medicina para viajeros, sobre todo de a pie. Se frota. Está hecha con malvavisco, grasa de buey, sal gruesa y alcohol de quemar, pero todo depende de la mixtura, que es la secreta. Es especial para forzadas, chupos, embichamientos, quebraduras, zafaduras, pasmaduras, tristes y todo mal de camino. Se unta de madrugada.
Oreste toma la botella y la sostiene contra la luz. Una borra blanca se desprende del fondo, se enrosca en mitad del frasco y luego se sumerge. Parece algo animado. Desliza la botella en el bolsillo de la derecha, en señal de respeto.
Se oyen voces de arrebato, los varios gritos. El palo del
Mañana
se ladea con violencia. El capitán Alfonso Domínguez acaba de saltar a la cubierta.
Oreste echa la cabeza para adelante y se sumerge en la luz. Camina un trecho a tientas, transparente como un frasco. Los chicos corren hacia él dando voces, saltan y gritan en círculo, espantan a las gaviotas que chillan sobre su cabeza. Revuelto aire de partida. Oreste sonríe forzadamente. Atraviesa a los trancos la arena ardiente de las lomas a la cual se han acostumbrado sus pies, se transporta sobre el fino roce de los granos que se trizan debajo de las suelas y el corto vuelo del polvo y después sobre la dura arena de la playa que le humedece la piel a través de los agujeros, mero cuerpo, figura semejante, y él, Oreste, rodando, como un guijarro dentro de una calabaza.
El señor Prefecto, que hierve dentro del uniforme, le sale al encuentro con los brazos extendidos, como si llegara y no que partiera, y Oreste extiende a su vez una mano, la única libre, pero el Prefecto se cuadra y se golpea la gorra con la punta de los dedos. Un gracioso al pedo, descriptivo.
El
Mañana
comienza a temblar y todos callan y algunos se apartan y en eso arroja una bocanada de humo y después de unos atoros se sacude entero en razón de maquinaria, totalmente científico.
El señor Pelice dispara un escupidor o candela romana, que los ingleses llaman mina de serpiente, un tiro de fuego que arroja varias luces, una tras otra, y que si bien luce de noche, el señor Pelice utiliza con buen criterio aprovechando la breve oscuridad que procura el humo.
La Trova toca desde hace un rato la
Chamarrita de Almaraz
, pero no de la manera acostumbrada, sino en forma lenta y hasta triste, para circunstancias.
Oreste abraza a los amigos, que tosen y se friegan los ojos porque el
Mañana
arroja una especie de brea que escuece la garganta. Abraza en este orden, no por estatuto, a la Tere, que, siempre en lo práctico, le ha preparado una viandita; a la Trini Corazón, al Pepe, al Noy, que lo estruja y le transmite sudores; a Lirio Rocha, que es como abrazar a un bacalao; al Bimbo, gobernante de faros, lámparas y candiles, que, consecuente, le obsequia un farolito de viento para que alumbre su persona y aun la reemplace por las noches; al señor Pelice, que lo besa en ambas mejillas con una bomba en una mano y un pabilo en la otra. Luego, sin interrumpir la música, saluda a cada uno de la Trova. A Miranda lo besa en la frente, decano, y el viejo agradece con un cabeceo, replica con un firulete del violín. Machuco, coadjutor aspirante, cuando no mero rompebolas, lo abraza de costado, en razón de la brillante corpulencia del bombardino, que, al apretarlo, lanza un mugido. Cuando le toca el turno al arpero ciego, Oreste se inclina indeciso, y el arpero le impone una mano sobre la cabeza mientras con la otra sigue repasando las cuerdas, pues esta vez han transportado el arpa hasta el muelle. Oreste está seguro que lo prevé, ya que su mirada alcanza mucho más lejos y no se embarulla con lo exterior de las cosas. De paso repara que el ángel al tope del clavijero se parece en la hechura al mascarón del
Mañana
, que se columpia en la proa como si en cualquier momento fuese a emprender un vuelo. A veces se zambulle detrás del muelle, pero remonta en seguida, chorreando hilos de agua, y aun se empina sobre las cabezas. Este ángel mayor tiene dos alas atornilladas a los hombros que apoyan en cada banda, pintadas con cobre para fondos. Es un ángel hembra, pues tiene pechos. Carece de brazos y termina en una cola de pez que apoya en la roda. Los ojos son dos caracoles, dos pequeñas volutas incrustadas en las cuencas, con lo que su mirada parece extrañamente fija en altas visiones, previendo adelantado, como la del arpero. Ángel navegante, para tormentas y descubrimientos.
El
Mañana
dispara una pitada corta, la Trova se acompasa con un redoble y ataca la
Chaparrita
de capo, la gente se conmueve. El Prefecto abandona las formalidades y abraza a Oreste, a la vez que ladea la cabeza para evitar golpearle con la visera. Lloran todos, pero por el humo. Oreste repara: falta el
Cara
. Cafuné, no, porque es todo presente, y tan sólo espera su oportunidad. Ahí viene agitando el sonajero. No abraza ni besa, con lo que Oreste no tiene ocasión de palpar su sustancia. Se inclina dos veces, lo mira a los ojos y le alarga una pulsera de tiento. El tiento ensarta tres vértebras de tiburón, algunas lapas, cuatro caracoles moteados, unos huesillos redondeados por el agua, dos habas de la buena suerte. Es una «contra». Oreste la toma rozando apenas los dedos de Cafuné, dedos de arena, y la traspasa a su muñeca izquierda. La levanta y la suena girando rápidamente la mano. Es un sonido chiquito, una removida del aire, un entrechocar de arenas, guijarros y escamas. Borras del tiempo.