Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
Los soplidos se alejan en dirección al mar, tuercen hacia el faro. Oreste se tambalea de pie en el centro del salón. Vuelve trabajosamente hasta la mesa, remando en el aire, saludando a derecha e izquierda, a las sillas vacías, los hombres dormidos, las paredes.
El guitarrista negro muda el temple de la guitarra con dedos expertos. Un rebaño de mariposas revolotea alrededor del farol. El guitarrista negro abraza la guitarra, puntea largo, un esbozo, al fin empuja un son triste. Clausura. Miranda se levanta sin fatiga, soporta el violín bajo un brazo y sale. La guitarra se encrespa, se retrae, perviene con el son cambiado, ahora se parece al aire extravagante que Oreste escuchó antes de entrar. Es. El guitarrero canta bajito, letra y asunto que Oreste no entiende. Termina, reposa la guitarra sobre la mesa, bebe la última copa, apoya la cabeza en las manos y se duerme.
Ha quedado solo, vigía, el arpero ciego. El mar rumorea grueso. El arpero enciende un cigarrillo, bebe el humo despacio, remueve los dedos. La lámpara boquea. El arpero comienza a sonar escalas y arpegios hamacando la música con el vaivén del mar. Oreste cabeceó y despertó. El arpero seguía tocando. Cabeceó y despertó otra vez. El arpero estaba cruzado de brazos. Dormido o despierto.
Oreste comenzaba a sudar. El día estaba cerca. Extrajo del bolsillo un papel arrugado y un trozo de lápiz. Alisó el papel con cuidado. Lo estuvo frotando un buen rato mientras miraba al aire. Por fin empuñó el lápiz y raspando el papel escribió este simple mensaje:
Querida Margarita:
Hoy he tenido noticias de ese gran barco. Mañana salgo para Palmares según todas las previsiones.
Cuida de Pomponina.
Oreste
Cafuné comienza a soplar la flauta de hueso. El ángel se ilumina con un temblor anaranjado. Es de día.
El sol apenas había remontado unos metros y ya ardía la arena, cegaba la luz. Oreste ve la claridad que se inflama a través de los párpados cerrados. Su cabeza se ilumina por dentro como una lámpara.
Lirio Rocha cuelga de las varas las hojas de cazón. La
Malaque
ha desaparecido con la marea. Los botes se fueron. El mar está cresposo, removido. Lirio, a medida que se aleja recorriendo la vara, se afina y se parte contra la claridad del mar.
Oreste abre los ojos y constata.
Lirio va por la tercera vara. Las hojas se viran a un mismo tiempo cuando sopla un poco de viento, los granos de sal chisporrotean. Lirio Rocha es de la Punta del Diablo. Baja a Arenales para la zafra. Hombre correoso, marítimo, compadre de tiburón, fuma una pipa de barro que ahora humea entre las hojas de bacalao.
Cafuné toca ese aire. Sopla el día.
Los músicos se han ido. Queda el arpa, sola, en medio del salón. Por ahí se reconstruye la noche.
Oreste dobla el papel, lo repasa con el filo de la mano, sale al patio. El Lucho está raspando unas brótolas. Oreste jala un balde de agua de la cachimba y se lo echa sobre la cabeza. El agua chorrea sobre sus ojos. El Lucho se revira, los médanos se doblan, se sumergen. Levanta la cabeza y siente el resbalón del agua sobre la nuca, en la espalda. Un ave negra cruza el cielo en dirección a Aguas Dulces. «Pato viuda», dice el Lucho. «Buen tiempo. Si pasa de noche silbando: malas noticias.»
Oreste vuelve al salón y bebe un jarro de café. El Lucho levanta unos postigones en el techo para que escape el calor. Es un ingenio de pastecas y drizas. Un ventarrón sacude el techo, el Lucho amarra las cuerdas a unas cabillas, el salón emprende una singladura. Se navega el día.
Cafuné ha dejado de soplar. Oreste lo nota algo después.
Trae y lleva un ruido en la oreja, de manera que no se repara en el momento. Aun es difícil decidir si suena o no. Y cuando suena si no es memoria. Las hojas de cazón blanquean frente a los cobertizos, entre el mar y los cobertizos. El Cristo tiene una gaviota sobre la cabeza.
Oreste, con el papel en la mano, pregunta al Lucho dónde puede conseguir un sobre. El Lucho lo mira, vacío, sin recordar de momento qué es un sobre. Oreste agita el papel y enmarca el aire con dos dedos. El Lucho revuelve unas cajas. Los estantes. Un libro de tapas negras que se abren y cierran como postigos y en el cual lleva largas y torcidas cuentas con rayada escritura, recetas, devociones, conjuros y contramaleficios, la oración a San Son, nacimientos, casamientos y finales, tres ensalmos para tratar la culebrilla, las embrolladas y auténticas rogativas a Santa Lucía (ojos), San Juan (cabeza), Santa Rita (dolencias incurables), Santos Vicente y Roque (pestes y lepra), San Luis (nariz), la súplica a San Cono del Obispo de Melo y la vera fórmula de la tintura de ajo. Un paquete con recortes de diarios. Un morral de caballería. Una cesta de mimbre. Al fin enarbola un sobre.
Oreste pregunta si hay forma de despachar una carta. En apariencia se llega a Arenales pero no se vuelve, no se desanda. Recuerda vagamente meses de marcha. ¿O años? Recuerda una aldea de bisojos, una comarca de pantanos, los tremendos Campos de Talampaya, páramos, salinas, extravíos y, en otra vida, un trozo de camino, un camión rojo, el último hombre que lo saluda desde la cabina.
—El furgón del bacalao. De aquí en un mes. No hay seguridad…
Oreste alisa otro poco el papel y lo mete en el sobre.
Hay una hilera de gaviotas en cada brazo del Cristo. Lirio Rocha ha terminado de colgar las hojas. El resto del día fuma la pipa de barro, recostado contra la pared del cobertizo. Cambia de pared según se mueve el sol. Cuando comienza a caer, entra las hojas.
Oreste extrae el trozo de lápiz, moja la punta y escribe con letras redondas: Margarita.
El Lucho entrecierra los ojos y examina el sobre a la distancia del brazo.
—Falta la dirección. ¿O veo mal?
Oreste concuerda. Una vez al año el Lucho escribe al Almacén de Efectos Navales de Palmares y recibe algunos meses después un catálogo y un almanaque, y al señor Adolfo Martí, físico y herbolario de Sacramento. El Lucho es hombre de instrucción, le preocupan los mundos.
Oreste escribe una dirección. El Lucho aloja el sobre en un estante, entre dos botellas. Es ocasión para beber un jarro de vino.
Golpean los jarros. Los postigones se agitan. La Pila grita por algún lado. El Lucho suspende el jarro. Ocurre cierta algarabía. Hay un quebranto del aire, raspados y chifles, voces que burbujean, entrechocan. Las gaviotas levantan vuelo de los brazos del Cristo. Lirio Rocha se raja humeante de las sombras del cobertizo. Suceso.
¡Ahí viene Cafuné! Baja una loma a los pedos arrastrando arena, dos ruedas locas de arena, Cafuné suspendido en el medio sobre una raya, agitando el sonajero, hundiendo y remontando las rodillas sin mirar a nadie, todo volante. Un tropel de chicos lo sigue a la carrera pateando arena, disparando caracoles.
—El
Mañana
—anuncia el Lucho.
Oreste abarca el mar con los ojos. Sólo brillos.
—No más de una hora. Tiene que montar el cabo.
El Machuco sale a la puerta del rancho medio dormido y comienza a disparar el bombardino. Cafuné pedalea en círculo frente a la barraca. La gente concurre. El Bimbo iza una bandera en la punta del muelle, el Prefecto se reviste, aparece la
Malaque
a todo paño por detrás del faro.
Oreste ha quedado de pie en la puerta de la barraca. Cuerpo sin peso. Éste era el día. Estaba así tramado. Cuando levantó el vaso no lo sabía, pero la
Malaque
ya estaba por doblar el cabo y Cafuné trepaba por el otro lado del médano, adelantaba el suceso, había avistado el
Mañana
a la altura de Punta Almagro, él ya estaba en lo nuevo.
Aparecen los botes un poco más abajo del horizonte. El brillo del agua los borra por momentos.
El señor Pelice, que viste siempre de negro, calza un panamá alerudo y grasiento y no se lo ve más que en ocasiones de solemnidad, se encamina hacia el muelle con una caja de bombas y un mortero. El señor Pelice es cohetero y polvorista, de la escuela de Rossignon, aunque para las bombas se ajusta a las cargas y proporciones de Browne. Su especialidad son las piezas pírricas y las glorias o soles fijos. Algo después lo sigue el Prefecto. Cafuné queda solo, rodando, rodando, Cafuné centauro. Los chicos corren detrás del señor Pelice. La gente proviene con el Prefecto que luce paños distintos, ropa de ornamento: gorra de hule con botón dorado, chaqueta con caponas y trencillas de hilo de oro, pantalón con vivos de color rojo y unas botas de caña corta recién engrasadas. La gorra tiene la visera quebrada; la chaqueta, con algunos botones saltados y un alfiler de gancho a la altura del cuello, varias manchas de grasa y una matadura de cigarrillo que la traspasa; los pantalones, un costurón en los fondos y un remiendo en las rodillas; las botas, ajadas como la maleta de un viajante, están partidas en la capellada. Sin embargo, el conjunto es de impresión.
Hay revuelo. Obsérvese. La punta del cabo se estira, se separa, un chorro de humo mayúsculo se eleva sobre el horizonte y tuerce bruscamente hacia Palmares: el
Mañana
.
El señor Pelice suelta una bomba de ocho pulgadas. El retumbo sacude la barraca. El
Mañana
responde con unas pitadas que se atoran con el viento. Los chorritos de vapor escapan como corderos por un costado de la chimenea, en la mitad.
La
Malaque
arría las velas y echa el ancla de apuro, una galápago herrumbrosa. Desde la barraca se siente el repicar de la cadena que resbala por el escobén. Los botes vienen detrás, de competencia. Las palas brillan en el aire, se oscurecen, se hunden, todas a un mismo tiempo. Revueltos hoyos brotan consecuentes a popa. El timonel ordena, cuenta. Los hombres gritan acordes a cada pechazo. Los botes encallan con el último impulso. ¡Ehhh! Bombas y pitadas trastocan el aire.
La Trova de Arenales sobrevive a la carrera detrás de Machuco, que sopla y resopla el bombardino, discordante, mugidor. Cafuné salta, rebate el sonajero. Miranda viene apartado. Camina derecho a los pasitos, apuntando a los ruidos, raspando el violín.
El
Mañana
remonta la hinchazón de las olas, vomita humo como una fábrica, fuerza la máquina, navega pertinente hacia su forma exacta, adelantando esbozos.
Oreste sigue inmóvil en la puerta de la barraca. Nota el cuerpo liviano, los pies le bailan dentro de los zapatos, se siente ya ido, lo ahueca la nostalgia. Todavía es hombre de tristezas.
El
Mañana
vira con esfuerzo y enfila hacia el muelle. Más cerca se define. Es un vaporcito con una chimenea mugrosa, una carroza que sobresale como un ropero y se abate a cada bandazo hasta asomar por la borda, un palo piolo que sirve para mástil de carga, una toldilla somera y una proa abollada. Porta un botalón corto y un mascarón todavía indescifrable que lo sostiene con la cabeza. El ruido no guarda proporción con el tamaño de aquel patacho. Se siente un hueco tronar de fierros, el traqueteo del telégrafo y una voz de borrascas que sale de lo alto de la carroza. Un esperpento con los pantalones arremangados y el torso desnudo arroja desde la proa un cabo de bola. El Noy pisa el cabo con un grito de guerra. Varios hombres halan el calabrote, con voces acompasadas. El señor Pelice dispara otra bomba, el
Mañana
escupe una ronca y larga pitada, hay un tumulto de fierros, soplidos varios, la chimenea lanza un torrente de humo que sofoca a los presentes y el barco sacude el muelle con una recia estropada. Se aclama.
El capitán Alfonso Domínguez asoma medio cuerpo por una ventana y saluda con el puño. La trova arremete con una charanga, algo ecuestre. La flauta y el acordeón llevan la parte del discurso. El redoblante y un tambor de un solo parche que bate un muchacho con un garrotito exponen lo recio del asunto. El violín y la guitarra improvisan adornos, maneritas de relleno. El bombardino remacha los aires con estruendos ordenados siguiendo los volteos de la mano de Cafuné, que marca el compás con una vara. Falta el arpero ciego.
La gente se remueve, se aparta, el capitán Alfonso Domínguez sobreviene en el medio, transita redoblante, lo siguen de algarada en dirección a la barraca.
Oreste lo ve crecer en la cavidad de sus ojos. Avanza parloteando con grandes maneras. Habla de una milla a otra, a olas y peñascos. Más cerca se configura textual. Es hombre de bulto. Empieza por la cara, absolutamente presente, oscura y lustrosa como la de un cetáceo. Se infunde por allí,
prima facie
, todo Capitán. Tiene ojos de asombro, cargados, que miran en lo interior. Mueve las manos con ajuste, según expone, y si bien no son las manos de un canónigo, tampoco son de esas duras y melladas como una herramienta. En conjunto, hay desenfado, garbo y cierta mesurada brutalidad. Lleva una gorra marinera con la orla que ondea por detrás de la nuca. Un gabán raído, un pantalón corto, botas de goma que pasean la arena. Debajo del gabán está en cueros. Ése es el hombre que lo llevará a Palmares o lo hundirá en medio del mar.
Oreste se aparta y el capitán Alfonso Domínguez penetra en la barraca con los brazos en alto rodeado por la turba de pendejos que se atasca en la puerta. Detrás vienen los otros, la Trova, Miranda. El Lucho saluda con arrebato. El Capitán abraza a la Pila. La barraca se colma.
El Capitán se sienta en medio del cuarto, cerca del arpa, frente a una mesita que limpia con la manga y se acomoda entre las piernas. El Lucho le sirve un vaso alto de ginebra con agua de pozo y un chorro de limón. Trozos de bonito ahumado, milanesas frías de brótola y mejillones en aceite.
El capitán Alfonso Domínguez informa sobre lugares, personas y sucesos. Trae una carta del Almacén de Efectos Navales. Todos observan con reverencia primero al sobre y después al Lucho, letrado. El Capitán cuenta algunas borrascas, una avería, da cuenta de ciertas luces o fuegos celestes que vio en la noche a la altura del Cabo Sacramento, se sirve otra copa y, a pedido, relata sus aventuras cuando corrido por una tormenta navegaba a la capa con el Vasco Pantoja ciento ochenta millas frente a los esteros de Castillo y en plena noche embistió uno de esos peñascos surgentes o errátiles que no figuran en las cartas y fue así como prácticamente descubrió o por lo menos confirmó la isla de Las Cañas, que no es una, como se presume, sino varias que rodean una grande, un país. Del Pantoja no quedó más que la caldera. El resto de esa puta noche estuvo en el agua, y cuando con la luz del día salió a tierra, vino a dar con los indios tartanes, que son muy raros de topar porque nunca están de asiento. Estos indios pasan el día en guerras y las noches en fiestas y areitos, que es cuando beben gran cantidad del zumo de las tunas, dulce y de color de arrope. Primero lo maltrataron y luego lo nombraron físico, que fue cuando trabó amistad con el cacique Gambado.