Mascaró, el cazador americano (6 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Algo después perdieron de vista el faro de Arenales. El Príncipe se metió en el compartimento de popa (sobre el resplandor de la puerta semeja un negro pajarraco que arrastra las alas), pero Oreste siguió un rato en cubierta, hamacándose en aquella oscuridad, apenas cuerpo, alma resumida. Siente por debajo el vaivén de los émbolos, el golpe crudo de la roda al partir el agua. El viento se raja en las jarcias con un silbidito, más bajo, más alto. Las velas drapean de vez en cuando, pero se hinchan en seguida. Se agitan y remueven en el aire negro de la noche como si tuvieran vida.

Un bandazo lo sacudió contra la carroza y chorreando agua se deslizó por la misma abertura que había desaparecido el Príncipe y resbaló por una escalera de barrotes al interior del sollado. El Príncipe estaba sentado en la bañera con una damajuana entre las piernas. Él solo ocupaba la mitad del espacio.

Hay un par de cuchetas a cada lado y el pasillo lleno de trastos, además del Príncipe, que se ha quitado la capa y con la blusa abierta hasta la barriga transpira copiosamente. Un farol de querosene cuelga de un bao y transpone las sombras de un lado a otro a cada vaivén del barco. Tiene la mecha demasiado alta, de manera que humea, la llama se sofoca. Del lado de la escalera hay un mamparo de chapa que separa el compartimento de la sala de máquinas. El otro lado termina casi en punta con el árbol del timón a la vista. A cada giro parece que moliera un puñado de cascajos. Oreste baja la mecha y calzando los pies entre los bultos se tiende en una de las cuchetas.

La voz del Andrés se sobrepone a veces a la máquina, que hierve y golpea con un arrebato de fierros, cada cual en su manejo. Canta o putea.

El Príncipe llena el jarro que sostiene en la mano y se lo alarga a Oreste pateando el borde de la cucheta. Oreste estira la cabeza. Encoge el cuerpo y se sienta con las piernas cruzadas sobre la colchoneta.

—¿Qué otra cosa se puede hacer? —dice el Príncipe. Si parara todo ese ruido su voz alcanzaría a Arenales. Oreste sacude la cabeza totalmente de acuerdo y toma el jarro.

—¿Cuál es tu nombre, muchacho?

Oreste traga una bolita de fuego. Y dice su nombre, reposado, como llamándose y reconociéndose, juntándose, uno solo en aquel fárrago.

—Oreste…

Hubo un tronar de fierros.

—¿Cómo? —se superpone el Príncipe. Tiene una voz redonda, bien articulada, que se ajusta con el ruido.

—Oreste.

El Príncipe bebe un sorbo de la damajuana, hace un buche y traga.

—Nombre para viajes.

El timón bate a un lado y el barco se escora. Ruedan cosas. El Príncipe aguanta la victrola con un pie. El Príncipe y el farol quedan ladeados.

—¿Qué te lleva a Palmares?

Oreste tarda en responder. Oye el paso del agua a través de la chapa, a sus espaldas, al mismo tiempo que resbala lentamente hacia el borde de la cucheta.

—No voy a Palmares.

—¿A dónde, entonces?

—A cualquier parte.

—¿Dónde, hijo?

—¡A cualquiera!

—¿Legales?

Oreste niega con la cabeza.

—Alguna hembra.

—No. Nada de eso. Voy.

El Príncipe se alisa el pelo y le apunta con un dedo. Tiene esa costumbre, por lo visto.

—Conozco ese oficio… ¡Digo que conozco ese oficio! Yo hago más o menos lo mismo.

Hay un retumbo y se oye la voz del Andrés.

—Habla más fuerte, muchacho —dice el Príncipe, confundido.

Oreste pregunta por preguntar:

—¿Cuál es el tuyo?

—¿Qué cosa?

—El nombre.

—El Príncipe Patagón, ¡qué duda! Yo mismo me reconozco así hace tiempo. Al principio lo tomaba a broma, me revestía de trapos y un nombre de tamaño, para rústicos. Ahora hace rato que soy el Príncipe Patagón. ¡Soy el que soy!… En la otra vida me llamaban Requena.

Se queda pensando, posiblemente en la otra vida.

—Me cuesta recordarme así.

Lo dice de pasada. Ahora parece más viejo, menos Príncipe.

Bate el timón y se endereza. Entonces se golpea una pierna, se reanima, grita:

—Oreste, muchacho, veo que te esperan grandes cosas. Dame ese jarro.

Llena el jarro, bebe la mitad y se lo pasa a Oreste.

—Al final he terminado por adivinar verdaderamente el futuro.

El Nuño asoma la cabeza por la abertura y rebate una campana. El Príncipe se pone de pie de un salto y golpea la cabeza contra un bao.

—¿Qué mierda pasa ahora?

—¡A comer los del pasaje! —grita el Nuño, como si no los viera. Y desaparece.

—Estos marinos embrollan todas las cosas —dice el Príncipe, encorvado. La voz le sale de la barriga. —Tienen una ceremonia para cada cosa. Supongo que hasta para cagar. Vamos.

Treparon la escalera con grandes zozobras, golpeando por turno en el travesaño de la puerta, resbalaron por la cubierta en aquella alocada oscuridad y entraron o rodaron al interior de la camareta, debajo de la timonera. El capitán Alfonso Domínguez ya estaba allí. Oreste, por fuerza, se preguntó quién diablos comandaba, porque el Andrés y el Nuño estaban igualmente allí. El Andrés todo negro, ahumado y oloroso como un bonito. Pensó en el Ángel.

El Capitán en la cabecera, el Príncipe a su derecha, el Andrés a la izquierda, Oreste al lado del Príncipe y enfrente del Nuño. La otra punta estaba dispuesta, pero vacía.

El Capitán llena los vasos. El Príncipe brinda en silencio levantando el suyo y apuntando a cada uno de los presentes. Apunta hacia el sitio vacío. El Capitán moja en el vino trocitos de galleta mientras interroga al Príncipe sobre algunas personas de tierra firme, don Benito Escudero, por ejemplo, vecino de Salinas, que nunca vio el mar. El Nuño sirve en primer lugar una sopa de ajo, a la que el Capitán añade trozos de galleta y un chorrito de vino. A este propósito se habla sobre algunas variantes de la sopa de ajo: sopa de ajo batida, aigo boulido, gazpacho caliente. Oreste, que se siente hervir con aquella sopa, recuerda algunas propiedades del ajo en general y la famosa tintura. El barco se recuesta a babor, el cuarto y los personajes se inclinan a un tiempo, platos y vasos se deslizan a la izquierda. El Andrés bebe directamente del plato, y cuando termina lo repasa minuciosamente con la miga de la galleta.

El Nuño entra ahora con una cacerola enlozada que ubica en el centro de la mesa. La tapa tiembla todavía, y cuando el Nuño la retira, una bocanada de vapor empaña la lámpara. Se prueba con grandes voces. El Príncipe olfatea el aire y se frota las manos, el Capitán ordena otra jarra de vino, la tercera. Ahora todo progresa, rueda y golpea en acuerdo. El Nuño colma los platos con un cucharón colgado a la cintura. El Príncipe, que ha pasado hambre, alaba
incontinenti
la buena mesa, esos sanos excesos. El Nuño describe aquel «cocido de campaña» a base de trozos de carnero, tocino magro, trompa y orejas de cerdo, algunos puñados de garbanzos y otros tantos de fideos.

Por momentos la máquina vacila, se atora. Entonces el Andrés grita algo de costado y la máquina se ordena.

El plato resbala en la punta vacía. Todos miran hacia allí.

El capitán Alfonso Domínguez retoma entonces el hilo y, a propósito de la tintura, informa sobre la invención del doctor Carbonell, boticario de Trinidad, que viene a cuento para transportes de la especie y figura que ellos soportan, ya que se trata de un licor destinado a prevenir los efectos del mareo. El propio Carbonell, que los padece, los puso a prueba navegando el
Mañana
con mar gruesa, sin izar paños. El invento es totalmente científico, sin mano revestida ni secreta. Se destila 1/3 de onza de ácido hydroclórico en 5 onzas de alcohol. Al producto de esta destilación se mezclan 32 a 38 onzas de agua y la bebida resultante se endulza con almíbar clara. Finalmente se añade al líquido algunas gotas de esencia de menta piperita o yerba-buena, o bien de almendras amargas y se le da color de rosa mediante una disolución liviana de cochinillas. Se aconseja tomar dos grandes cucharas de este cordial antes de embarcarse.

El Príncipe, por el segundo plato del cocido, se admira con respeto, pero para no ser menos refiere una composición parecida del mismo efecto y rigor, acaso copiada de la anterior, pues no desmerece, sino que alaba al doctor Carbonell, y que se induce asimismo para otros padecimientos e inclusive como piscolabis americano. Hay una manifiesta semejanza, como se comprueba
in fraganti
, y algunos añadidos que no hacen al fondo. Se mezclan 2 onzas y 2/3 de cloruro de cal anhidra con 8 onzas de agua, a lo cual se añaden 10 onzas y 2/3 de alcohol. La tal mezcla se destila por el procedimiento ordinario a fin de obtener 5 onzas y 1/3 de líquido. Ese producto se mezcla a su vez en una vasija de tierra o de cristal con 32 a 38 onzas de agua y se endulza igualmente con almíbar. También se le añade las mismas esencias y se colorea en idéntica forma.

El capitán Alfonso Domínguez alaba esas ciencias. Lo que importa son los resultados, el alto interés de la humanidad. El Príncipe se exalta y brinda por el progreso, para lo cual se llenan nuevamente los vasos. Velos y tinieblas se rajan y descorren para alumbrar un futuro plagado de grandezas en el cual el hombre avanza a pie firme
duc in altum!
, llevado de las manos por la sabiduría, a la derecha, y la belleza estética a la izquierda. El animal del Andrés no tiene la menor idea de dónde queda Duquinalto, pero se entusiasma con la descripción tan cabal de aquellas dos señoras. Oreste, en cambio, no entiende muy bien qué importancia tiene que estén a un lado u otro, pero el hecho de transportarse con tanta facilidad removiendo sin esfuerzo toda clase de obstáculos, lo llena de contento, pues se imagina a sí mismo en tal situación pateando el futuro, es decir, de Palmares en adelante sin hambres ni bochornos.

El barco escora y el Príncipe, de pie, golpea la lámpara con la cabeza. El Andrés, que en concreto no ha dicho palabra con sentido, eructa y se levanta de la mesa. El capitán Alfonso Domínguez rellena el vaso, lo apura de un trago y sale también. Se oyen los pasos que se alejan hacia proa, algunas voces.

El Príncipe ha enmudecido. Recostado en la silla observa en apariencia la jarra que resbala sobre la mesa como si tirasen de ella con un cordel. El cuerpo suda y se hincha, pero el alma divaga lejos de allí. El barco cruje entero. La luz de la lámpara alumbra el centro de la camareta, pero Oreste presiente esa gran noche del mar que los envuelve y los acarrea, y se pregunta si alguna vez alcanzarán el día, como si eso dependiera enteramente del
Mañana
, este barco de sombras.

La puerta se abre con violencia y un golpe de viento sacude la llama.

El Príncipe levanta la vista, y sin mostrar sorpresa alza el vaso y saluda al recién llegado. Acaba de entrar el compadre de negro.

Volvieron al sollado arrastrándose por la cubierta, que batía el agua. El Príncipe cantaba a los rempujones
Vivere
, de Bixio. Antes de entrar se sostuvo de la borda, aspiró hondo y gritó hacia el mar:

¡Quos ego! ¡Mare Magnum!

¡Motu proprio! ¡Sursum Corda!

¡Me cago ahora mismo in solido!

¡Nota bene! ¡Turba multa!

En el arrebato soltó las manos, y si Oreste no lo sostiene se va de cabeza al agua. Esta vez Oreste bajó la escalera tanteando los barrotes, y si bien salteó un par de ellos, en general fue un descenso controlado. El Príncipe introdujo una pierna, y como no acertaba con los primeros barrotes, Oreste volvió a subir y la calzó por su cuenta, pero en el momento que el Príncipe pasaba por la abertura el barco escoró y se desprendió de lo alto sin dar aviso. Rodaron entre los bultos hechos unos ovillos de trapos y lamentos, pero como ahora el rodar y golpear era cierta propiedad de su naturaleza no sufrieron daño, sino que fue la manera más rápida de llegar adonde se habían propuesto. El Príncipe se desplomó en la cucheta tal como estaba. Oreste se quitó los botines que sopesó con cariño, bajó la mecha y aprovechando un instante de calma se introdujo en la suya.

—Que duermas como un pez —dijo el Príncipe desde las sombras.

Y luego, todavía el Príncipe, añadió un poco más bajo:

—Así transita la pompa de este mundo. Oreste se ladeó hacia el Príncipe y, antes que se durmiera, preguntó calculando la dirección de su oído:

—¿Quién es ese tipo?

—¿Cuál?

—El de negro.

El Príncipe se removió en la oscuridad.

—Mascaró.

—¿Qué hace?

—Depende cómo se mire… Tendrás tiempo de averiguarlo. Duerme, ahora.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches, Oreste.

El Príncipe se volvió en la cucheta y al rato estaba roncando.

Oreste cierra los ojos pero no duerme. Piensa en el jinete, repasa el nombre: Mascaró. No le dice nada, por ahora, pero calzan a medida. Nombre y jinete se deshilachan, se aventan. Siente que el sueño le sube por las piernas.

El agua se escurre y gorgotea detrás de las chapas, más arriba de su cuerpo, en cierta forma sumergido. Dormirá como un pez.

A la mañana siguiente el mar amaneció como si fuese de aceite. El barco progresaba a toda máquina, sobre liso, rajando limpiamente la espesura del agua con el ángel en sosegado vuelo y las velas que colgaban como trapos. Las gaviotas resbalaban por el aire, se suspendían largamente sobre la estela.

Oreste dio un par de vueltas por la cubierta mientras el Príncipe quedaba a popa charlando con el Nuño, que había tenido unos sueños. En uno, de trama sencilla, conversaba con su hermano Atilio, muerto quince años atrás, debajo del parral de uva chinche que cubría en verano el patio de la casa paterna. Su hermano se iba de viaje y le pedía que cuidara de la madre y de un gallo de riña Calcuta, llamado Crestón. El otro era algo descabellado. Corría por un campo cada vez más despacio y por fin en el mismo lugar perseguido por un perro que se transformaba sucesivamente en un macho cabrío, un bisonte y un encapuchado.

—¿Algo más?

—No. Desperté cuando el encapuchado hijo de puta me daba alcance.

—Bien. El hermano muerto se separa en hermano y muerto. Son dos cosas distintas. El hermano anuncia sucesos varios y debe jugarse al 02386. El muerto que habla, como todo el mundo sabe, es el 48. Pero si usted confía en el muerto, como supongo, en este caso, juéguele derecho al 02148. ¿Hubo abrazos?

—No.

—En ese caso habría que haberle jugado al 02129. Con esto quiero decirle que hay que abrir bien los ojos. En sueños, se entiende. En cuanto al viaje, depende de si era a pie, a caballo, en carruaje o armado.

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