Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
El arpero ciego canta esta canción, a pedido, con la variante del peñasco.
Chamarrita de Almaraz
. Es una chamarrita libre, con tristezas.
El faro le otorga a Arenales apariencia de pueblo. Arenales no es más que eso. El faro, el muelle, la barraca del Lucho y algunos ranchos de paja. Todo eso bailotea ahora en los ojos de Oreste.
La torre del faro emerge blanca y lisa, en otro aire. Lo demás, por debajo, son borrosidades. La torre es de piedra recubierta con mortero. Más cerca se aprecia la carcoma del tiempo. La argamasa descascarada, las ventanas con restos de marcos y batientes, la puerta roída en los bordes, recompuesta con tablas que arroja el mar. Sin embargo, el faro funciona como el día que lo echaron a andar. A esta hora se anima y recobra esa apariencia leve, sin peso ni materia. Cuando apenas queda un brillo en el aire, sobre los médanos, el Bimbo echa el contrapeso por el boquete y la lente comienza a girar. Para entonces la torre se ha ennegrecido y un rato después desaparece. La luz proviene de un farol a mantilla que pierde aire. Cuando la noche se espesa, la cristalera luce como una jaula de vidrio con un pájaro de brasas. A medida que gira la lente, se brota de brillos y resplandores que resbalan en círculo. Esta lente de Fresnel es la mayor riqueza de Arenales. No tiene una melladura. El Bimbo la sopla, la acaricia en las monturas de cobre, jamás toca el cristal. El Bimbo flota entre escamas y velos, láminas de luz que se comban y entrecruzan. Oreste ha subido con el Bimbo y ha puesto el oído junto al engranaje y ha oído el roce arenoso de los dientes de bronce. Aquellas luces movedizas lo envuelven, lo traspasan, lo entumecen. El mar bulle en las sombras, más cerca, más lejos. Se pierden las referencias.
Hay una luz en la barraca del Lucho. El resto del pueblo está a oscuras y seguramente el Bimbo va camino del faro. La barraca chorrea sombras por las pendientes del techo. El Lucho acostumbra colgar un farol de viento en la puerta. Ésa es la luz que ve. Un rato después siente la guitarra del negro. Puntea. Después se siente nada más que la voz. La voz y el parche y muy poco la flauta. Es un aire monótono, lamentoso sonido humano o en todo caso lengua que no se entiende. A ratos un sonajero de pezuñas raspa el aire. Más cerca suena claro el pegapega de un birimbao. No lo ha visto nunca en presencia ni sabe qué es. Sólo escucha esa medrosa vibración que golpea y rebota.
Cafuné ha vuelto pedaleando entre la espuma. Oreste alcanza a ver la sombra zunzumbante que se aleja, pero sobre todo la nubecita de gaviotas que levanta por delante. Oreste se detiene un momento en la loma al pie del Cristo de cemento chorreado por las gaviotas, con un ramito de flores de papel sujeto con una piedra. Está para muerto el Cristo, en ese trance, los ojos vacíos, la boca vacía como una máscara con aritos en las orejas. Desde allí ve el interior de la barraca ahuecado por la luz de los faroles de querosene, alguna sombra movediza, el grupito de músicos. El canto se para de golpe. Hay un silencio, breve, y el arpa arranca con un marote, de apuro.
La luz del faro alumbra en ese momento. Bimbo ha echado el contrapeso. Todo sucede en acuerdo, según parece. Un grupo de pescadores con los pantalones arremangados camina en dirección a la bahía, entre el muelle y el cabo. Cafuné marcha a la cabeza con la melena revuelta. Transportan un trasmallo de cordel de lino enrollado sobre los hombros, y el último hombre; un farol encendido que empuja sus sombras sobre la arena húmeda. Lucumón salta de un lado a otro, corre una gaviota, se zampa en el agua. Sus ladridos van y vienen.
Oreste siente el peso de su cuerpo. Chorritos de arena se deslizan sobre su piel, la barba le pica y hasta chisporrotea. Su mano derecha juega en el bolsillo con el grillete del
Aldebarán
. El viento lo envuelve, lo afina, lo golpea contra el Cristo de la larga muerte. La luz del faro lo baña de golpe. Ha empezado a girar. Una sombra se descuelga de los párpados y el Cristo mira hacia abajo.
Los músicos estaban de ajuste. Tocaban salteado, buscando el rumbo mientras la noche y el viento atraían a la gente, alivianaban las cosas. Oreste saludó de travesía. El Lucho conferenciaba con el Prefecto, hombre cejudo, ecuestre. Salió a la trasera, repasando el estrecho pasillo con los cuartos a los lados y la cocina al fondo y la voz de la Pila que andaba entre las maderas, recogió una camisa que había puesto a secar, fue a la letrina, arrolló y metió la camisa en la bolsa marinera, mordió un pedazo de queso, volvió al patio y cortó un trozo de cordel de un palangre viejo, se colgó del cuello el grillete y regresó al salón. Lucho había preparado comida de olla. Postas de corvina, almejas, camarones, algunas lonjas de tocino, rodajas de papas, cebolla, ají, laurel, unos puños de mostacholes, una cuchara de conserva y un golpe de vino. «Cazuela de raspa.» Media horma de pan casero y un jarro de vino para acompañamiento.
Oreste come con avidez en un rincón del salón junto a la ventana por la que se ve el muelle y la punta del cabo y la hilera de cobertizos donde guardan el pescado en el salazón. Ahora no se ve más que la baliza en la punta del muelle, un farol rojo colgado de una percha. El vapor del compuesto le sube a la cara cada vez que hurga con la cuchara en el plato de latón. Corta el pan apoyándolo en el pecho y toma el jarro con toda la mano. Hombre silvestre. Cuando se mueve siente resbalar la arena sobre el cuerpo y piensa si no le estarán naciendo escamas. Hace meses que no come otra cosa que pescado. Por excepción, carne de cordero catinguda, charque con porotos pallares o soja. Hace un buen tiempo, porque la palabra meses ha perdido el sentido para él. No recuerda casi nada de la otra vida, la de Oreste Antonelli. Lo más claro que tiene en la cabeza es la tarde que un camión de hacienda lo dejó en el empalme de Baldecitos y echó a andar por un camino de arena. Ahí se nació.
El humo flota contra el techo del salón, se hace visible alrededor de los faroles, le escuece la garganta. El Lucho huele a humo de laurel porque zahuma el bonito con hojas de laurel verde. Los músicos se han sentado a comer en la mesa mayor con el Lucho y la Pila, que habla a los gritos. Sólo Miranda queda apartado, sigue tocando el violín. Mira derecho adonde está Oreste pero no ve nada, hace música en lo oscuro, Miranda, pobrecito, viejo de edades. ¿O ve?
La Pila revolotea el cucharón de madera, le señala a Oreste la olla de barro que humea en el centro de la mesa. Él rehusa cortésmente. Hembra resbalosa. Para intimidades. Abunda en carnes, tiene la piel del rostro curtida, tirante, huele a jabón de batea y al principio luce como mujer de misa y cocina. Ése es el condimento. El mal empieza por los ojos, llenos de recodos y profundidades. Oreste sueña salteado con la Pila. De día la echa a un lado, la consiente a veces, pero no bien siente el peso de la noche y echa un trago empieza a moverse con ella. Es vientre, entrepierna, hoyos y redondeces de la Pila, combina el ademán del puño con el tirón que produce en el pezón de la izquierda o el giro de la cintura con la torsión de la hendija, esos mareos de la carne, se agacha, se empina, se cierra de brazos y se abre de piernas con la Pila.
De tanto en tanto, sin desviar la mirada, el Prefecto mete la mano con discreción debajo de la mesa. Está a la derecha de la Pila, que lo frota o lo codea sin malicia, por puro esparcimiento. El Lucho habla con el arpero ciego sobre las virtudes de la tintura de ajo. A Oreste le sorprende semejante erudición sobre cosa tan pequeña, de pequeñez real, no en figura. Así se entera de que la tintura de ajo hace desaparecer las angustias y las palpitaciones del corazón, cura las várices y hemorroides, corrige el estreñimiento y el catarro intestinal, alivia molestias y dolores en las articulaciones y músculos, es decir, el reuma, la gota y la ciática, aplaca el insomnio, auxilia a la mujer en su estado crítico, ataca las lombrices, la gordura en general e indisposiciones de hidropesía, cura los padecimientos de los riñones y de la vejiga, eczemas y herpes, conjura la diabetes y sofoca el asma o soplo de letrado.
Miranda toca.
El arpero informa sobre la preparación de la tintura. El guitarrero negro bebe en silencio y mira con ojos cargados a la Pila, que hincha los pechos. Una mano entra por la ventana. Cafuné. Oreste coloca el jarro de vino en la mano. El Lucho promueve discusión sobre la cantidad de ajos. La mano del Prefecto desaparece y al rato la Pila pone los ojos en blanco. La mano de Cafuné vuelve a entrar, Oreste recoge el jarro.
Miranda toca.
Los ladridos de Lucumón ruedan por el aire nocturno en una línea más o menos cierta que remonta el borde de la primera rompiente. Una luz cabecea en lo hondo, cobrando altura con un giro muy lento. Es el bote del Paspado que arrastra una punta de la relinga.
El haz del faro perfora la oscuridad. En un pestañeo se alcanza a ver a los hombres sumergidos en una niebla blancuzca, el bote que navega en el aire, la curva tensa de la relinga, la silueta de Lucumón que salta sobre la espuma. Un instante. El chorro gira, se aplana, se ensancha, superpone dislocados paisajes que extrae de lo negro, remonta sobre la barraca como un gran pájaro, desaparece, volátil, dejando en su lugar una claridad espectral que se asienta como el polvo.
Dura el calor aunque el aire ha comenzado a enfriarse por el lado de la ventana. No irá mucho más lejos. En eso el Lucho saluda por encima de la cabeza del ciego. El acordeón y el redoblante se vuelven en sus asientos, la conversa se falsea.
Cara con Callos
está de pie en lo oscuro de la puerta. Hombre crudo, es el dueño de la única barca en Arenales, la
Malaque
, una balandra con un foque y una mayor cangreja y mesas de guarnición como extravagancia. El
Cara con Callos
es tuerto de nubes y tiene la cara brotada de granos. Lleva un capote de hule. No da gusto ni remueve alharaca, pero tampoco se le conoce maldad. La
Malaque
hace alguna carga, sale en invierno a la zafra del tiburón, a veces sencillamente desaparece.
El
Cara
se sienta cerca de Oreste, junto a la otra ventana. El Lucho trae una jarra de vino. El
Cara
se zampa el primer vaso de un trago y enciende un charuto.
Los músicos han hecho grupo, luego de apartar la mesa, bajo la lámpara de mantilla. Tocan al tanteo, haciendo conversación. Llega más gente, el Noy, Pepe, la Tere, todos de víspera, y el acordeón se suelta con una polca. Miranda para las orejas y endereza el violín detrás de la polca. Oreste aparta el plato, desparrama el cuerpo. La Pila trae otro jarro. La Pila adivina el pensamiento. Se inclina sobre Oreste al descuido, lo justo. Súcubo. Oreste le mete dos dedos en horqueta por el escote y siente la resbalosa tibieza, el temblor de los pechos. La Pila le ríe en la oreja, se aleja con un meneo que Oreste concierta con el frote de las piernas y el vaivén del ombligo. Entra la Trini. Entra Machuco con un bombardino. No toca con argumento, hace ruido. La Trini trepa a una mesa y canta un son montuno, raspando la voz por el estilo de Miguelito Cuní. El Noy golpea la mesa, todo revuelto. El Pepe, a falta de maracas, sacude un sonajero. El Lucho habla a los gritos sobre el ajo y el desenvolvimiento general de la máquina humana. El salón retumba, humea, da bandazos como un barco.
Cara con Callos
bebe en silencio.
El farol alumbra el borde de espumas, en la orilla, un racimo de piernas de las que brotan unas varas de sombra que se acometen y se entrecruzan. Los pescadores halan la red. Lucumón ladra sin pausa, se arrebata. Ha entrevisto el hervidero de peces que arrastra la bolsa. Rebrillos, golpeteos entre puñados de arena y chorros de agua. Congrio, lisa, pez sable, corvina, lacha, caracol, lenguado, algún pez aguja, atolondrados cangrejos que embisten la arena y reculan, articulados, costritas movedizas, con alguna pata de menos. El congrio se aparta para cebar los palangres. Lo demás se reparte para alimento. Cafuné recoge en una lata los camarones. Es la sombra más fina. Chorrea agua, huele a salazón. Cafuné pez.
La guitarra y el arpa promueven un «rasguido doble». Finezas. El guitarrero negro toca y bebe. Es hombre espeso. Después la comparsa acomete pasodobles, baión, chotis, milonga, cifra, valseado, zamba, estilo. La Trini canta un bolero quejumbroso entre sudores y nostalgias. Tiene piel de higo, ojos de calentura.
El faro repasa las sombras. El bote del Paspado está varado en la costa. Los hombres se han ido.
Se apartan las mesas, comienza la bailanta. Madrugada. Oreste levanta la copa y brinda. Se nace. Mañana un barco lo llevará lejos de allí, no sabe dónde, pero no hay peso ni tristeza, porque no hay historia ni pasado, sólo la noche, esa plenitud del tiempo donde el hombre recobra su centro. ¡Por los solos! Se pone de pie liviano como un corcho, salta un banco, rebota contra un puntal, abraza a la Trini, que lo mira a los ojos y recuesta la cabeza sobre su hombro. La comparsa se raja con una cumbia. Bailan los sones, ras-ras de cuerdas loco furioso. El Pepe brinda por sucesos y personas, cronológico. Machuco sopla el bombardino por cada brindis. Entra el Paspado. Se reparten saludos, como nuevos. La Pila baila una pachanga con una copa en la cabeza. Oreste baila solo una mazurca. Los pies saltan sin gobierno, inspirados. Un dedo le escapa de un zapato. Miranda se anima. Recuerdos. Oreste se aliviana, sobrevuela, desparrama trapos y arena. Un círculo de caras resbala por las paredes del cuarto. En las pausas, el arpero ciego toca cositas de sosiego. Tocó una vez la
Chamarrita de Almaraz
. El Lucho sirve una sartenada de ovas fritas, con lo que crece el tumulto.
Cara con Callos
bebe en silencio.
Sin malicia concebida, Oreste se rempuja a la Trini contra un médano, al natural. No hay discursos. El faro rueda, el mar burbujea. Lucumón asoma el hocico y olfatea a la Trini. Vuelven a la barraca chorreando arena y sigue el bailongo.
La música aflojó de a poco, sin advertencias. Primero dejó de soplar el flautista. Tenía la boca entumecida y los carrillos flojos. En los finales sólo soltaba agudos. La Pila salió a ventilarse. Detrás salió el Prefecto. Mejor dicho, salió por delante pero cualquiera podía calcular la convergencia. Se fue el
Cara
. El acordeón volteó la cabeza en mitad de una polca y el fuelle se cerró solo. Miranda le hizo acompañamiento hasta que expiró. El redoblante se golpeó una mano, gritó «¡uta!», el palillo cayó al suelo y cuando fue a recogerlo se quedó dormido. El Pepe brindó por los presentes yacentes y por la reputa madre que los parió. Machuco hizo tronar el bombardino. El Lucho levantó la cabeza del mostrador, aturdido, bebió el resto de vino que quedaba en el vaso y se durmió de nuevo. El Pepe se marchó con la Tere y el Noy, que volteó una mesa, y Machuco, que salió sonando el bombardino.