Mascaró, el cazador americano (24 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El enano Perinola entra por un costado y levanta un letrero de cartón que dice: «Una visita al Jardín Zoológico». De todos modos, el Príncipe repite el título, hace una somera exposición de la historia y en su transcurso introduce las acotaciones necesarias. No sólo se ha reducido o más bien simplificado el título, sino toda la trama, en atención a aquella clase de público y además porque Oreste mismo es ahora más simple y acaso más bestia. El número se reduce a la imitación que el señor Tesero hace de cada animal en el curso de su visita al Jardín hasta que sale volando, pues su imitación del cisne termina, se presume, con su identificación. Este final, aunque no disgusta a Oreste, fue forzado por el Príncipe, que siente una gran atracción por cuanta cosa se suspende en el aire.

El señor Tesero, que viste de formal, vale decir traje completo, canotier, moñito a lunares y botines con polainas de paño de lana (investidura que todavía desconcierta a Oreste), va con luz blanca y las situaciones con cada animal viradas a un color distinto. La música, que en este caso expide el Nuño, se ajusta en lo posible al clima de los diversos episodios, apelando en algunos pasajes a vibradores, caja y cuerno, instrumentos de tosca hechura recogidos durante el viaje y que producen ese extraño sonido de la tierra que a Oreste lo turba y lo transporta a la vez, lo despoja del señor Tesero y lo extravía en un mundo compartido por animales, vegetales, minerales y demonios en una interminable combinación.

Cuando llega la parte del cisne, Oreste se arrodilla, se curva, y empleando un brazo por cuello y pico navega sobre la plataforma rodante como un cisne casi de verdad. Después levanta vuelo. No de una vez, como se expresa, sino tras un elaborado intento, remontando y cayendo hasta que pega un salto, se oscurece de golpe el picadero y Perinola hace girar frente a la linterna otro disco con la silueta de un cisne en distintas posiciones de vuelo sobre cada vidrio que se proyecta contra lo alto del pabellón, un cisne transparente y ubicuo que sobrevuela las cabezas mientras el Nuño palmotea suavemente el parche de la caja simulando el golpe de las alas.

La gente se encueva en las sombras de la platea entre empavorecida y embelesada, resistiéndose primero y dejándose arrastrar después por aquel vagaroso encanto.

Las luces se encienden, el vuelo concluye, Oreste y el cisne han desaparecido. El maestro Cernuda permanece inmóvil, con los ojos en las alturas, alma volante él también, elevándose en grandes giros sobre Tapado que, en tanto asciende, se sumerge en una neblina azulada. Dos lágrimas legañosas surcan las arrugadas mejillas de Farseto, que no se resigna a abrir los ojos.

—Y ahora, señoras y señores, como culminación de esta extraordinaria velada que esperamos haya sido de su agrado…

Aplausos que introduce Carpoforo por detrás de la carpa.

—¡Gracias!, ¡gracias! ¡Muy amables!… Como culminación de esta portentosa velada, digo, la espectacular presentación del león africano ¡BUDINETTO!…

Colosal rugido detrás de las lonas, provocado por una repentina atracción de la cola del pobre Budi que ejerce Carpoforo. Consecuente tumulto en la platea.

—¡Calma, señoras y señores! Manténganse en sus lugares sin temor alguno, por cuanto el león Budinetto será presentado al natural por el famoso cazador y domador… ¡el CAPITÁN VON BECK!…

Rugido, aplausos y algunos gritos.

Cornetazo, tres golpes de bombo.

Se oyen unas voces de mando, un látigo que restalla y apartándose de golpe la cortina entra el león Budinetto, que mira a todos con cara de aburrido. El público de Tapado, que no está familiarizado con esta clase de bestias y menos promoviéndose
per se
en su forma carnal y exacta, ve tan sólo a un león, sin las añadiduras de viejo y aburrido, de modo tal que cuando abre la boca para bostezar la mitad de la platea recula hacia la salida. El maestro Cernuda, por razones de prestigio, se aguanta donde está, mientras Farseto, que no tiene más que el pellejo, y éste es demasiado correoso para Budinetto, se encarama nuevamente sobre el banco en un arrebato de loca temeridad.

La oportuna introducción del capitán von Beck, casi tan feroz como Budinetto, con aquel traje a la bárbara de piel de leopardo, seguramente arrancada con sus propias manos, el par de muñequeras, el bigote tártaro, algunos rastros de tintura de yodo y un látigo que revolea por arriba de su cabeza, calma a la gente.

Von Beck sacude la tralla, pega un grito. Budinetto trota con majestuosa indiferencia recorriendo todo el redondel. Luego se desploma. El terrible Capitán chasquea entonces dos veces y Budinetto, que ya cerraba los ojos, se levanta con aire resignado y comienza a rugir como si tuviera por delante una partitura. Es eso más o menos. Pero el capitán von Beck enfrenta valerosamente al sanguinario animal y sacudiendo siempre la tralla con doble golpe lo hace retroceder poco a poco hasta que aquella desalmada fiera se echa al suelo y reprimiendo su salvaje idiosincrasia lame un pie del vencedor.

El público aplaude largamente, con alivio. Von Beck agradece recorriendo el picadero con los brazos en alto. Al pasar al lado de Budinetto, y cuando éste ya se dispone a echar un sueño, lo patea con disimulo.

¡Ah!, pero, ¿qué ocurre? La traicionera fiera resurge, con un carrasposo rugido embiste por la espalda al valeroso y desprevenido Capitán. El público se sobresalta de nuevo. Uno grita ¡Cuidado!, otro ¡Padrecito Señor!, alguien ¡Rajemos!… Pero von Beck, siempre soberbio, arroja el látigo al suelo y abriendo los brazos y flexionando las piernas en posición de combate, tras desplazarse hacia un lado y otro sin desclavar los ojos del adversario, se echa sobre él con un tremendo alarido, presumiblemente tártaro.

Cornetazo.

Hombre y fiera o fiera y fiera ruedan por el suelo en mortal apretón. Si se observa mejor, Budinetto relame cariñosamente al Nuño, el cual, con gritos y crispados ademanes, trata de disimular tales pormenores. De cualquier forma, escapan a la despavorida mirada de los espectadores. En lo enroscado de la lucha, mientras éstos gritan, aplauden, se revuelven, von Beck se rocía el cuerpo con un pomo de tintura roja. Todo de pertinente ferocidad. Por fin el imbatible tártaro germano, recubierto de sangre, levanta en vilo al artero animal y lo despeña contra el suelo. Budinetto se duerme en el acto. Von Beck, jadeante pero victorioso, coloca un pie sobre él.

Corneta, bombo, enloquecidos aplausos, atronaciones. Farseto, otra vez sobre el banco y sin voz, tiembla entero.

Pero esto no es todo. No. El hombre debe corroborar su total y absoluto dominio sobre la espantosa bestia. Por lo tanto, de un certero puntapié y sacudiendo el látigo de a tres golpes la obliga a saltar a través de un aro recubierto de estopa que desciende desde lo alto del pabellón y al cual Perinola le pega fuego con una antorcha.

Nuevos transportes, redoblados delirios.

Budinetto salta y salta como un autómata con la idea fija de que dentro de un rato estará roncando en su jaula.

Von Beck pega otro grito, y con el último envión Budinetto traspasa el aro en dirección a la cortina. El Capitán se retira cubierto de sangre y de gloria.

Mientras prosiguen las aclamaciones el Príncipe reaparece sobre la plataforma, agradeciendo con pausadas reverencias, muy diocesano. Cuando llega al picadero y la luz de la linterna recae sobre él, levanta las manos.

Corneta.

—Damas y caballeros —pronuncia despacio con ligera congoja—, ¡la función ha terminado!…

Carpoforo empuja una ovación.

—¡Gracias! ¡Mil gracias!… Realmente ha sido una célebre satisfacción, tanto para mí como para toda la compañía, en cuyo nombre me expido, ejercer nuestras artes en noche tan inolvidable. No sé si habrá sido de vuestra entera satisfacción…

Otra ovación.

—No sé, digo, si habrá sido de vuestra entera satisfacción nuestro modesto entretenimiento, pues reconozco que resulta de una gran responsabilidad afrontar a público tan exigente. De todas maneras, trataremos de mejorar nuestra actuación en las dos próximas funciones, una de terrible espectáculo, pues volverán a enfrentarse en revancha los campeones Carpoforo y Alí Mahmud, y otra en la cual el vencedor enfrentará a su vez a cualquier desafiante, mediante apuesta formal y ante tribunal juramentado, ajustándose el encuentro al reglamento que se fijará en lugar expuesto, revistiéndose dichos ambos programas con nuevos y renovados números de caprichosa invención. Las entradas, como siempre, a precios populares. Se rifará además un objeto de alto valor artístico entre los concurrentes, para lo cual les ruego conserven en su poder los billetes de todas las funciones a las que asistan, el que será entregado al ganador por la dama de la compañía, madame Sonia, quien por lo demás seguirá atendiendo en su oratorio a las personas que deseen entrever su futuro, conjurar males diversos y, en general, promover cualquier magismo… Sin otro particular y renovando mis expresiones de gratitud, me es grato saludar a ustedes con las muestras de mi mayor afecto y mi consideración más distinguida.

Carpoforo, aplausos.

Y al tiempo que el Príncipe se retrae con los mismos gestos y ademanes de la introducción, irrumpe, al compás de la
Marcha de desfile nro. 1
, de Mölendorf, toda la compañía, con la excepción de Alí Mahmud, que se repone de los golpes recibidos.

Entre vítores y aplausos dan tres vueltas al picadero: Califa que cabecea en dos patitas; Sonia, bailable; el capitán von Beck arrastrando con una cadena a Budinetto, que ha sido arrancado nuevamente de su sueño; Perinola, que salta y se retuerce; Carpoforo, portando una pesa; Oreste, en atuendo de Príncipe, que agita la pulsera de caracoles, y, cerrando la marcha, Boc Tor, montado en el soberbio caballo Asir.

El Príncipe, que de un tiempo a esta parte se retrae, anda circulando en lo sombreado, actúa cuando decae el brillo, comanda las luces de la linterna.

La compañía traspone la cortina. El público sigue aplaudiendo al picadero vacío.

La revancha entre Alí Mahmud y Carpoforo, que provocó toda clase de apuestas y pronósticos en el almacén de don Pedro Centurión, e incluso algunas preliminares fuera de programa, sucedió de extrema ferocidad. La lucha se pactó sin límite, hasta la derrota del adversario. El vencedor, para ser tal, debía retener a su rival con los hombros sobre el tapiz lo menos cinco segundos. Estaba permitido cualquier tipo de presas, menos las obscenas y contra natura. Evidentemente, Alí salió dispuesto a todo y, confirmando los rumores que circulaban por el pueblo desde su derrota, empleó en el momento decisivo su poderosa arma supersecreta, de exclusiva invención, y que consiste en el estrangulamiento con las piernas saltando velozmente a horcajadas o cucucho del adversario, en otros términos, el famoso «salto de tarántula» o «tarántula» a secas, lo cual requiere una loca elasticidad, y casi le valió el triunfo, volviéndose luego en su contra para ser en definitiva el motivo de su derrota. Porque Carpoforo, con la cabeza enrojecida como un tomate y perdido por perdido, embistió el palo maestro con Alí Mahmud por delante y, con un gran temblor de la carpa o «pabellón a la americana», el sanguinario jenízaro cayó fulminado a tierra. Carpoforo lo dio vuelta con la punta de un pie y lo puso de espaldas mucho más de cinco segundos, pues en esa posición lo sacaron del picadero.

Hubo tres desafiantes: Lauro Moyano, que apostó un cabrito y dos quesos de bola; Benedicto Pose, una barrica de vino patero; y Primo Elordi, «Cojones» para sus íntimos, pues los tenía no sólo en el lugar apropiado, sino constantemente en la boca, de sonido, se entiende, y que apostó una escopeta Franz Sodia del 12 con una fractura en la báscula y el espesor de los cañones adelgazados.

La lucha se ajustó al reglamento del hércules Pablo Raffeto, (a) «Cuarenta onzas», para su famoso encuentro con el polaco Iván, el mismo año que batió en Buenos Aires a Ceferino Capdevila y a John Farrel. Moyano y Pose desistieron cuando vieron el final de Alí Mahmud, es decir, perdieron por abandono
a priori
, de modo que el cabrito, los quesos y la barrica pasaron a manos del circo. Esto fortaleció la decisión de Primo «Cojones», que asumió la representación de Tapado, y que si no hubiese sido por la escopeta Franz Sodia y porque le enterró un dedito en el ojo izquierdo a Carpoforo, hubiese durado más tiempo para caer batido con un elegante
roulé
de anca, que es lo que tenía pensado Carpoforo, en lugar de volar sobre la platea con un salvaje ¡cojooones!…, que le salió afuera a su pesar. Hubo que remendar un agujero en la carpa.

En cuanto al resto del programa, se mantuvieron algunos números, aunque en cada oportunidad con torcimientos y mudanzas, de natural improviso, pues el arte discurre sin ajuste a moldes, tanto más que la propia vida de aquellos vagabundos se ejercía
ad libitum
, y con el mismo temperamento se introdujeron otros nuevos. El señor Tesero reprodujo su visita al Jardín Zoológico, pero trocado en orangután se trepó al palo maestro, y en tanto el cisne volaba su suelto vuelo, Oreste en lo alto del palo manoteaba aquella figura de aire hasta que, suspendido de una cuerda, se transportó por encima de las cabezas de los espectadores y encajó la salida. El cisne siguió volando cada vez más suelto, más alto, pero a ratos soplaba un gruñidito, estrafalaria encarnación de tan opuestas criaturas, rejunte, Trinidad, Universo. El dúo de amor terminó bien por lo menos una vez, ya que amada y amante unieron sus encarnaduras, girando impetuosamente por el picadero en los envíos de un vals. Perinola se enfrentó con un gigante imaginario cuyo vozarrón cambiaba de sitio en las sombras y le ordenaba desalmadas pruebas. Perinola lo llamaba Monseñor y el gigante se enfurecía aún más. En la suma maldad le ordenó lo imposible, que se convirtiera en gigante. El enano lloró, desgarrado. Todos rieron. Pero también hay una justicia para los enanos. Porque la luz se apagó y cuando volvió a encenderse, después de unos cuantos fogonazos, Perinola reapareció gigante y Monseñor él también. En realidad, procedía trepado sobre los hombros de Carpoforo, recubierto con una sola túnica y una misma capa, salvo que la cabeza no le había crecido con el resto del cuerpo. Encumbrado como estaba, empezó a gritar para todas partes cosas de gran ofensa, de Monseñor a Monseñor, y siguió gritando aun cuando sus piernas apuntaron hacia la salida. Budinetto hizo lo de siempre, porque apenas daba para eso, pero en una de las funciones se soltó un pedo, cosa que provocó la hilaridad y conocimiento, pues se ignoraba hasta entonces que un león cometiera esas expresiones. En una función se reemplazó la pelea con el capitán von Beck por la espantosa ocurrencia de introducir el enano Perinola su cabeza en la boca de aquel sanguinario animal. Y no una vez, sino varias, porque el enano se envalentonó con los aplausos y hasta quería introducirse entero. Algunas damas se desvanecieron y Farseto ofreció meter un pie.

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