Mascaró, el cazador americano (16 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Oreste repitió mentalmente el nombre.

—¿Te gusta?

—Un poco pomposo.

—Naturalmente, es un circo.

—No en ese sentido inocente. En fin, suena bien. Pero, ¿por qué del Arca?

—Piénsalo.

—¡Y dale!

—«Prepárate un arca de maderas bien cepilladas…»

—«Y la calafatearás con brea por dentro y por fuera.»

—¿Eres hombre de religión?

—No. Me gustan los barcos. ¿Tú?

—Soy un mago.

—Y bien, no has dicho por qué.

—Cae de su peso. ¿Acaso no somos los sobrevivientes de un gran naufragio?

—Hay otros por ahí. Mascaró, el capitán. Alfonso Domínguez, el Lucho…. ese loco de Cafuné.

—Ellos no son sobrevivientes.

—¿Qué son?

—Tendrías que ser uno de ellos para entenderlo.

Oreste se encogió en la oscuridad y apretó con los dedos el grillete del
Aldebarán
. Luego alzó la mano en la oscuridad y sacudió levemente la pulsera de caracoles.

No, no era uno de ellos.

—Buenas noches, señor.

—Celesta y Compuesta, hijo.

El Príncipe se levantó en la madrugada, encendió la vela de la palmatoria, revolvió en un bolso. Sacó un libro de tapas ajadas con algunos parches de cinta adhesiva en el lomo, un fajo de papeles y un lápiz de tinta.

Oreste dormía vestido. Tenía una expresión de agrado que le venía de adentro, traspasaba la barba, la piel quemada por el sol, esa corteza de arrugas con que reviste el camino. Vagaba liviano en la cavidad de los sueños sin la tristeza que empañaba a menudo sus ojos, lo suspendía en el tiempo, lo cubría de una fina ceniza. Oreste celeste.

El Príncipe acomodó la almohada contra la cabecera, se sentó en la cama desparramando su largo cuerpo cubierto con un camisón de muselina que tenía la apariencia de una bolsa y abrió el libro, que no era otro que el célebre y enjundioso
Corresponsal del amor
, del profesor Gery Willmans, autor, entre otras, de obras de consonante sustancia, como el
Diccionario de los sueños
, de gran mérito por su bagaje científico como por su penetrante conocimiento del alma humana, con referéndum de sueños históricos notables, el sueño de los animales y su significado, análisis de sueños sexuales típicos y otras cabales fantasmagorías, el
Novísimo arte de escribir cartas
con el sistema más moderno de correspondencia familiar, comercial y amorosa,
Los sueños y sus números afortunados
y
Técnicas y reglamento moderno del fútbol
, en el cual se exponen las precisas para juzgar con sabiduría las múltiples alternativas de este gentil deporte.

La tapa del libro, engrasada y descolorida, mostraba en un recuadro, a la derecha, la imagen de una pareja con las manos castamente entrelazadas. Los colores no encajaban en su exacto lugar, pero el conjunto, de cualquier forma, resultaba de gran solvencia estética. Ella sostenía un ramo de claveles rojos, que son el símbolo del amor puro y sincero, sazonado con algunas flores de artemisa (felicidad) y otras de dondiego de la noche (timidez), un lirio (sencillez, ingenuidad), una rosa blanca (castidad) y algunos tréboles (abnegación). Su mirada se remontaba al cielo, mientras él, con un saco curiosamente verde, le murmuraba algo al oído y, por defecto de la impresión, con un ojo apuntaba al lector. En otro recuadro, a la izquierda, había un par de escarpines para bebé, rodeado de rosas rojas y hojas de helecho fino.

En la primera página se resumía el contenido del libro en los siguientes términos:

Corresponsal del amor

Quien ama y persevera vence la

piedra más dura. — Aragón

Este volumen contiene: El arte de agradar, consejo a los solteros. — El amor de las casadas. — La viuda. — Diccionario del amor. — La más completa selección de cartas amorosas y versos apasionados.

Cuidadosamente ordenado y compilado por

Gery Willmans.

El Príncipe tenía en este libro una fuente de constante inspiración, y si bien lo conocía casi de memoria, cada vez que lo hojeaba descubría nuevas y escondidas iluminaciones, como acontece con toda obra de real ingenio.

Tomando en cuenta esta experiencia y luego de echar otra mirada a Oreste, que suspiraba y reía en sueños retozando su alma vaya usted a saber en qué jocundas peripecias mientras su cuerpo estaba ahí tirado, un carajo de trapos y fatigas, releyó el breve y sustancioso capítulo dedicado a «El amor de las viudas». Que dice:

«El primer pensamiento de una mujer casada es pensar en cuándo será viuda, ha dicho San Cipriano; y sin pretender discutir la razón que pudo tener este santo varón (que por lo visto se ocupaba demasiado de las cosas terrenas) al hacer semejantes afirmaciones, diremos, en lo que al objeto de este libro atañe, que la viuda reúne la experiencia de la casada y la libertad de la soltera, condiciones que la colocan frente al amante en una posición muy favorable para conseguir la victoria en el combate amoroso.

»Tiene el desconsuelo de la viuda un término, como lo tienen todas las cosas de este pícaro mundo; y generalmente hablando, no se hace esperar mucho el de la mujer que ha probado el delicioso néctar de Cupido. Cuando una viuda es joven y hermosa no puede ser muy duradero su dolor; solicitada constantemente, cederá pronto a los deseos del solicitante y se verá éste satisfecho si sabe consolarla de sus aflicciones.

»El amor de la viuda exige un tacto exquisito, pues además de emplear en ella cuanto dejamos dicho al tratar de las casadas y solteras, hay que hacerla olvidar el pasado y colmar de felicidades su presente. Algunas viudas se entregan al amor sin renunciar a la libertad, y en este caso hay que tratarlas como a las casadas.»

El autor alude a las instrucciones contenidas en el capítulo anterior, titulado «Las mujeres casadas y el amor», en el cual se exponen con brevedad pero indudable pericia las argucias y prevenciones en este tipo de relación, tan excitante cuanto peligrosa, exhibiéndolas, sin embargo, de modo natural por la índole técnica del libro y por el hecho de que tales combinaciones se producen en una proporción muy elevada, lo que induce a un tratamiento científico de las mismas.

Naturalmente, el libro se refería a casos ideales, en estado puro, y dependía de la perspicacia del lector aplicarlo a los casos particulares.

Oreste se revuelve en sueños, luego se aquieta y sonríe. Anda en pasajes muy alterados, saltando sin peso de uno a otro.

Vida apretada en el ínterin.

Para el caso muy particular del Príncipe las circunstancias aconsejaban un examen detenido de las distintas y superpuestas cualidades del objeto, como asimismo de los pormenores externos. Al estado de viudez se sumaban, por ejemplo, el temperamento devoto y, en aparente contradicción, la catadura artística del objeto, a lo cual había que añadir, en lo externo circundante, lo pasajero de la relación y lo repentino de la decisión. En resumen, tras sopesar
in extenso
cada ítem, lo pertinente era tramar una misiva que, en principio, combinara los modelos de la declaración a una viuda joven, de un viudo a una viuda y de un viajante a una dama del pueblo recetadas por el «corresponsal», las que en términos generales se acomodaban con uno u otro aspecto de la persona consistente.

El Príncipe aparta el libro. La llama de la vela proyecta su tremenda sombra contra una de las paredes y parte del techo. Ahora alcanza a oír el ruido del mar, semejante al de un tren que hiende la noche. Así suena.

Oreste duerme tranquilo, apenas una figura.

Bien; el plan era así. Como armazón tomaría la carta de un viajante a una dama que vive en el pueblo, que era la que mejor se adaptaba a las circunstancias. Podía traspasarla entera, aunque no era su costumbre. De cualquier forma, siempre había que torcer algunos giros y añadir ciertos detalles que reforzaran lo personal del asunto. Varios pasajes de la declaración de un viudo a una viuda vendrían muy bien para destacar la seriedad de las intenciones y el espíritu solitario del recurrente, como otros tantos de la carta de un soltero a una viuda joven para transmitir los desvelos de una pasión a duras penas contenida y figurar los arrebatos propios de esa misma pasión.

El Príncipe relegó detenidamente cada una de las cartas, subrayando muy liviano con el lápiz los pasajes que iba a utilizar. Luego sacó el cajón de la mesita, lo dio vuelta y apoyó contra la madera del fondo una hoja de papel cuyas puntas enderezó con un poco de saliva. Por fin mojó la punta del lápiz y escribió lo que sigue (en bastardilla los añadidos del Príncipe):

«
Tres de la madrugada
(le pareció un detalle dramático, más o menos inspirado en la carta de Werther a Carlota, que podía o no corresponder a la realidad, pues ignoraba la hora, aunque aquél era un tiempo sin medida, y que de todas maneras se ajustaba al atinado consejo del “Corresponsal” de que las cartas amorosas no se fechan).

»Amiga mía:

»No interesa lo que usted pueda pensar de este hombre, pero una larga soledad me obliga a dirigirle las siguientes líneas.
Ante todo
, estoy plenamente agradecido a esa feliz iniciativa de venir a este pueblo. Mi intención fue conocerlo y hacer planes para futuras visitas, pero cambiaron repentinamente mis intenciones desde el instante de haberla conocido.

»He comprendido, después de haber recorrido mucho mundo, que no encontraré otra mujer igual, otra compañera ideal, como la que he admirado y apreciado desde el primer momento que la vi. Mi corazón encendido por las chispas que despiden sus hermosos ojos negros arde de amor por usted,
pero esta pasión recrudece por la enorme pérdida que ha padecido usted y que acaso le impida fijar su atención en mi modesta persona
.

»Sin embargo, cuando el amor se empeña en enjugar las lágrimas de una viuda, ellas pierden su amargura.

»Rendido ya el debido tributo a la memoria de su malogrado esposo,
el irremplazable señor Esteve q.e.p.d.
, hora es de que permita que haya quien pueda endulzar sus lágrimas y que su corazón admita los consuelos de un nuevo amor. Siendo usted joven y hermosa, no puede condenarse a vivir en la soledad, privándose de aquella felicidad a la cual tiene
todo
derecho. No sólo el amor es una necesidad del corazón, sino que también es la misión que tiene la mujer en la Tierra: la de amar.

»Sería la mía mucha exigencia pretender que deba usted amarme así de un momento.
Sin embargo
,
estimo que
sólo nosotros,
tan golpeados por la adversidad
, podemos lograr un nuevo paso feliz y permanente en este mundo, que es breve e ingrato para los solitarios, y
las criaturas de tan fina sensibilidad como la suya
.

Como el Príncipe no se decidiera por ninguno de los tres finales, optó por incluir los tres, pues si bien expresaban más o menos la mismas formalidades, cada uno añadía un toque sutil, cierto apremio muy personal, otra urgencia.

Moja el lápiz y escribe pues:

»Sería cruel que usted no interprete o adivinara la ansiedad con que espero su respuesta, el SÍ que nos haga compartir nuestras vidas, con lealtad,
devoción
y cariño hasta la muerte.

»Sólo pienso en su respuesta; tan enamorado como me encuentro, espero de parte suya su gentileza y sinceridad,
y hasta caridad tratándose de una persona tan religiosa como usted
.

»Vivo, pues, estos instantes pendiente de su decisión; una profunda aflicción turbaría mi ser al sólo pensar que mi presencia no haya despertado en usted ningún sentimiento de afecto; partiría desolado y desalentado, y es porque en verdad la quiero
con todas mis potencias
.

»Sin más por el momento, le recalco que estoy pendiente de su respuesta, rogándole que tranquilice
cuanto antes
mi corazón infundiéndole un poco de esperanza.

»Reciba usted,
entretanto
, los respetos del que es su más atento y affmo. S.S.— Q.S.M.B.

P.P.»

El Príncipe releyó la carta lamiéndose los labios manchados de tinta violeta y, tras añadir algunas comas y puntos y comas que le otorgaban un carácter más erudito, enrolló el papel y lo sujetó con una hebra de la capa.

Antes de apagar la vela echó una última mirada a Oreste y otra a San Judas Tadeo, que caminaba casi sobre su cabeza. Después sopló la llama y lo borró la oscuridad.

Un gallo cacarea a lo lejos, pero el Príncipe duerme como un leño.

Cuando llegó al circo ya habían desmontado la carpa, que yacía en el suelo como un roñoso pellejo, y todo parecía más ruin y más sucio. El enano Perinola vino saltando a la rueda, pero el carro siguió de largo, y aunque los acompañó saltando también y hablándoles cabeza abajo como a través de un cañito, ellos no le prestaron la menor atención.

—Buenos días, monseñor —decía el enano.

Y como ellos no le respondiesen lo hacía él mismo.

—Buenos días, Perinola, mi pequeño gigante.

—¿Deseaba algo, monseñor?

—Sí, maltrecho. Triturarte los huesitos uno a uno.

—No tengo huesitos, monseñor.

—¿Ah, no? ¿Eres de mierda, acaso?

—De aire, monseñor. Es decir, enteramente al pedo.

—¿Has oído eso, Culo Torcido? ¿No es acaso una pintoresca inmundicia?

—No sé lo que es. Pero lo aplastaré con la rueda si sigue ahí.

—Claro que sigue ahí. Tuerce un poco a la derecha.

—¡Piedad, monseñor! ¡No lo haré más! ¡Lo haré más! ¡No lo haré más! ¡Lo haré más!…

Y el desgraciado saltaba tan rápido que aunque el Príncipe lo miraba de reojo estuvo a punto de marearse.

—¡No rompas tan temprano! —ésa fue la voz de Scarpa, que salió de abajo de la carpa con un casco puntiagudo en la cabeza.

Tenía muy mal aspecto y una mirada triste que el Príncipe trató de evitar para no apartarse de sus propósitos.

Unos fulanos cargaban en un camioncito un bombo y una trompa de armonía. Ya había arriba una estufa de carbón, un armonio, un potro de madera, un velocípedo y un par de baúles.

—Nunca pensé que llegase este día —dijo Scarpa con voz tétrica.

Miraba al camioncito.

—Bueno, si no era hoy hubiera sido mañana —dijo el Príncipe, pensando que Scarpa exageraba las cosas. Scarpa sonrió débilmente.

—No me entiende. Aquí termina el Gran Circo Scarpa, es lo que quiero decir. Son acreedores.

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