Mascaró, el cazador americano (15 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Oreste sacó del bolso una toalla deshilachada y se la arrojó. El Príncipe la examinó con aire crítico de un lado a otro.

—Podrías darle un jabón y secarla al sol aprovechando ese patio. Soporta la mugre con dignidad, pero no la fomentes.

Maruca y el Nuño habían dejado de cantar. Ella reía. Por ahí sintieron la voz carrasposa de Boca Torcida y después su tremenda risa de bombarda que tapó las otras. La frágil vida iba adelante, como una navecilla de papel.

El Príncipe se secó y cubrió con la toalla.

—Apaga la luz y abre la puerta de par en par, muchacho.

—¿Qué viene ahora?

—Hazlo, por favor. Estos baños se completan con algunos ejercicios respiratorios al aire libre. Sin forzarse.

Oreste apagó la luz y abrió la puerta. La brumosa figura del Príncipe se recortó en el marco contra el pálido resplandor del patio. Alzó y bajó los brazos suavemente, como si fuese a emprender un vuelo.

—Dime, Oreste, ¿qué idea tienes de las mujeres? —preguntó al rato desde aquellas penumbras.

—Ninguna en este momento.

—Es un tema importante.

—Sí, lo es. Pero ahora no se me ocurre nada.

—¿Has padecido alguna?

—Varias.

—No me refiero a lo trivial del asunto.

El Príncipe ha dejado de mover los brazos. Ahora está quieto frente a la oscuridad. Las ramas blanquecinas de la higuera le brotan en los hombros y la cabeza.

—De noche sucede como si me creciera el cuerpo y se me adelgazara la piel. Ahora mismo me pondría en marcha. Es cuando más tira el camino.

Aspiró profundamente el aire nocturno, cerró la puerta y encendió la luz.

—Me pregunto cómo sería el señor Esteve… ¿No te bañas? Prueba una vez.

Oreste, que estaba echado en la cama, hizo un gesto afirmativo, sin mucho entusiasmo. El Príncipe comenzó a vestirse y a tararear.

—Hay un mundo oculto en esa mujer…

—Ya lo creo.

—… pero ella misma lo ignora. Su alma empuja por dentro y se asoma a los ojos. Esperando una señal.

—Y que tú la empujes por fuera.

—Tal vez ocurra eso, pero ahora hablo de otra cosa. No lo tomes a risa. Puede seguir así el resto de sus días, es probable, pero todavía puede saltar al camino y echar fuertes ramas y arder como un gran fuego.

Calló un momento.

—Ayúdame a vaciar este cacharro, ¿quieres? Yo traeré el agua.

Oreste se sentó en la cama. Lo miró a los ojos y sonrió con afecto.

—Me pregunto si no eres más que un loco. O un cazador.

Había otras luces encendidas en el salón y hasta una lámpara de querosene con la pantalla de opalina que despedía una tibia luz anaranjada y las voces y los ruidos bien encajados, rodando en lo hueco, y la señora Maruca que recruzaba los espacios, enorme hermosura, como una nave, toda competente.

La mesa estaba dispuesta en el centro, debajo de la luz, con un florerito panzudo al medio colmado de solitarias y corimbos de papel crepé. El Príncipe, después de una discreta resistencia, ocupó la cabecera de la mesa, pero dispuso que a su derecha se reservara un asiento para la señora Maruca, aplicada, por el momento, a las tareas de prosa.

En la pared detrás del mostrador había una ventana de correr que, cerrada, simulaba una repisa con su respectivo florerito, y que, abierta, comunicaba con la cocina. De allí salían los olores y una buena porción de ruidos y cada tanto la cabeza de una viejita con medio cigarro en la boca que sonreía a los señores, saludaba con una mano huesuda y una vez tanteó una botella que estaba en la estantería.

Después que se ubicaron los señores y sorbieron el primer trago de vino, que templó sus estómagos y de rebote entibió sus corazones, la señora Maruca, que a pesar de sus tamaños no sacudía el piso, transportó desde la ventana una olla de barro que humeaba como un remolcador. Los señores aplaudieron cuando todavía estaba en camino y mucho más cuando comprobaron que se trataba de una cazuela de pescado a la catalana.

—En realidad es una especie o variante —explica el Nuño—, pues trae rebanadas de pan frito frotados en ajo, que son un ingrediente de la bullabesa catalana, aunque con propiedad se sirven aparte, y el puré de tomate y las aceitunas negras que son de la zarzuela de pescado a la catalana.

—El Arte es una perpetua combina —sentencia el Príncipe.

Y eleva la copa, que se enciende en su mano como un globito de luz. Por encima de la cabeza de Boca Torcida, que no aparta los ojos de la olla y empuña el tenedor como un garrote, descubre la lejana figura del señor Esteve, cuyos puntiagudos ojos miran con severidad hacia la mesa. En general, los comensales, incluyendo al discreto señor Nuño, comen con cierta ferocidad, que el Príncipe procura disimular con citas y refranes de pertinente actualidad, apelando a este género breve para que no se tomen demasiada ventaja. Así, cuando el Boca Torcida eructa como un antropófago, el Príncipe carraspea, y citando a Montaigne pronuncia la siguiente vaguedad: «Los grandes se jactan de que saben guisar un pescado». Aunque luego se turba pensando que esa grandeza puede ser tomada en otro sentido.

La señora Maruca rellena los platos y Oreste los vasos. La viejita observa alegremente a través de la ventana y aplaude con sus resecas manos los fraseos del Príncipe, que corresponde alzando el vaso. Las voces se exaltan. Todo confluye. El salón se abrillanta por dentro cuanto más recrudecen las sombras afuera. Navecita de luces, firme, serena, muy completa invención.

Boca Torcida dormita con el cigarro colgando de los labios.

El Príncipe, con los ojos enturbiados por el vino, mira fijamente a los muy negros, redondos de la señora Maruca y recita subversivo este otro refrán, del señor Berjane:

—«La buena cocina es como el amor: necesita tacto y variedad.»

La vieja, que tiene un oído de tuberculoso, aplaude con fuerza. Oreste grita ¡Bravooo!… Boca Torcida se sacude en sueños. El Príncipe levanta el vaso, con el cual de paso oculta la torva imagen del señor Esteve, y por debajo de la mesa frota una pierna de la señora Maruca, que voltea los ojos y suelta una risita. El Príncipe encuentra en las subyacencias una blanda, tibia opulencia que no retrocede, antes bien se inserta.

Los refranes se multiplican y se complican. Por lo menos una vez la pierna del Príncipe tropieza con la del Nuño que, por arriba, parece estar en otra cosa.

A los postres, brazo de gitano o pastel de manzanas con dos sabias botellitas de moscatel, el Príncipe, que había levantado la suficiente presión, improvisó, a pedido de los circunstantes y en especial de la señora Maruca, que lo empujó con la pierna, uno de sus más sentidos poemas. Al principio, como de costumbre, opuso algunas resistencias, pero, antes de que lo tomaran en serio y luego de corresponder al frote subterráneo de la señora con un apretón de muslo que le calentó la sangre, se puso de pie de un salto y, tras concentrarse unos momentos apoyando la cabeza en un puño, extendió los brazos y encajando la voz recitó los siguientes versos de Manuel del Palacio, según los iba concibiendo en la cabeza, atacado de una fuerte inspiración:

Ya de mi amor la confesión sincera

oyeron tus calladas celosías,

y fue testigo de las ansias mías

la luna, de las tristes compañera.

Tu nombre dice el ave placentera,

a quien visito yo todos los días,

y alegran mis soñadas alegrías

el valle, el monte, la comarca entera.

Sólo tú mi secreto no conoces,

por más que el alma con latido ardiente,

sin yo quererlo te lo diga a voces:

y acaso has de ignorarlo eternamente,

como las ondas de la mar veloces

la ofrenda ignoran que les da la fuente.

Pronunció las últimas palabras con una gran voz señalando indiscutiblemente a la señora Maruca, que lanzó un chillido y palmoteo con un total y maravilloso estremecimiento de sus corpulencias. Oreste, que miraba el aire totalmente extraviado y apenas podía sostener la cabeza, tragó aire y lanzó un ¡Bravooo! que le hinchó las venas del cuello. El Nuño aplaudió somero, pero franco leal por los internos conmovido. Boca Torcida aplaudió también, pues despertó cuando oyó «la ofrenda ignoran que les da la
fuente
». En cuanto a la vieja, sacó medio cuerpo por la ventana y aplaudía golpeando las manos como dos tablas, plac, plac, plac, sin arrebatarse ni aflojar, parejo, que es el aplauso de más aliento.

El Príncipe agradeció con repetidos cabeceos, pero tanto recrudecieron los presentes, que tuvo que recitar un viejo poema suyo de Luis Martínez Kleiser, compuesto en ocasión de ciertos desvelos, hoy cenizas, y bautizado «Tus ojos», que recitó tembloroso mirando directamente a los de la señora Maruca, que aguantó sin pestañear, aun en aquel pasaje de precipitados versos que el Príncipe recitó ahuecando la voz, removiéndose
in situ
como si lo aguantaran fuertes cordajes:

Ojos que saben hablar,

ojos que saben reír,

ojos que saben herir

y ojos que saben besar;

ojos que hielan o abrasan

y que, con nieve o con lumbre,

dan o quitan pesadumbre

por dondequiera que pasan.

Se reprodujeron los talcuales, y hasta el Boca Torcida aplaudió esta vez en conciencia, medio enderezado para el Arte.

El Príncipe agradeció con su natural modestia de oficio prescripta, besó la mano de la señora con gracia externa y pasión interna, pues en el mismo acto frotó rápidamente su piel con la punta de la lengua, y se sentó con un principio de erección que pasó a vía de hechos cuando sintió por debajo de la mesa que las dos piernas de Maruca, que eran casi otras dos personas, dos maruquitas, rodeaban y apretaban la suya con rara y excitante acrobacia.

Como era de esperar y en orden de programa, el Nuño cantó un par de canciones, muy mejorado, ya profesante, casi diácono, artista de buenos pertrechos, bien embocado.

Volaron los aplausos y los bravos, más fuertes esta vez por cuanto afuera se espesaba el silencio, se ahondaba la noche, se sumaban las oscuridades.

Y entonces sobrevino el suceso. Callaron todos de golpe sin orden ni decreto. Y entró la noche como persona y fue una especie de eternidad que moró entre ellos.

Y en ese punto, muy suave primero, brotó como una agüita que se despeña la voz trinada de la señora Maruca en un dulce canto de tranquilas tristezas, ese que dice:

Paloma de la tarde

que entre rotas espumas

de tan lejos vienes

y reposas confiada

en mi florecida mano,

dime qué dice el amado,

allá en la otra orilla

de donde vierte la noche,

dice qué dice, paloma.

Y entonces sobreviene el coro que fragua un susurro, estribillos, murmullitos, nada expreso, amor herido, gemido. Del cual, todavía no acallado, resurge la voz solitaria, aún más aérea, que refiere otras reflexiones, más pormenores, esos ahogos del bienquerer.

Y regresa el coro, ahora inclusive con la voz estropajosa del Boca Torcida y la cascada menudita de la vieja señora. Y así, todos Príncipes, emprenden alados el retorno a la distante orilla, en dulce persecuta detrás de la paloma.

—Oreste —la voz del Príncipe se eleva en la oscuridad del cuarto—, ¿no fue una maravilla?

—Lo fue —dice Oreste medio dormido. Y entonces despierta y recuerda y la oscuridad se enciende con aquel recuerdo todo presente.

—Lo fue, señor.

—Estas cosas no se repiten, hijo. Son todas de una vez.

—Así son.

—Las trae el camino. No las busques en otra parte. Tantas y más veces cuanto más liviano y despojado uno está.

—Tú no estabas ni tan despojado ni tan liviano.

—¡Hablo en figuras! No cambies…

—Claro…

—Porque entonces ves lo invisible.

—Sí, señor.

—Lo que mora en la profundidad de la gente.

—También en Perinola, ¿digamos?

—También en ese rufiancito.

—Más reducido tal vez.

—Igual por lo menos.

—Sí, señor.

—Toda la gente.

—Sí, señor.

Callaron.

—Mañana tenemos un día agitado.

—¿Qué apuro?

—Tengo que ver a Scarpa antes que se marche.

—Dijo un par de días.

—Es capaz de haberse ido esta misma noche.

—¿Has resuelto algo?

—Claro que sí. En el mismo momento que ese hijo de puta disponía la trampa. Entonces vi un punto en el cielo sobre su cabeza y ahí mismo abarqué todo el camino.

—No entiendo…

—¿Sabes lo que voy a hacer?

Oreste cambió de posición en la cama.

—No… —dijo con cierta aprensión.

—Óyeme…, hubiera podido marcharme con él a Venezuela y pasarla bien, o en todo caso mejor.

—No has dicho lo que vas a hacer.

El Príncipe calló un instante.

—¿Qué piensas?

—¡Dilo de una vez!

—Un circo, sí, señor.

—¡Ja!

—¿Con qué?

—No grites. Contigo y el Nuño y Boca Torcida y el Califa…

—¡Me haces reír!

—¿Para qué es un circo? Y Carpoforo…

—¿Quién?…

—El forzudo ése, ¿recuerdas? Tú irás y hablarás por mí, es decir, por ti. Mañana mismo.

—¿Yo?

—¡Tú!

—Estás loco. Nada menos que con el mastodonte ése. Cuando le diga de qué se trata me retuerce como un alambre.

—¿Eres o no eres un Príncipe?

—No me vengas con ese cuento.

—No trates de engañarte. Pruébalo.

Oreste calló un instante.

—¿Y quién más?

—Y Budinetto, por supuesto.

—¿El león?

—El león, o lo que sea.

—Sácatelo de la cabeza.

—Haré un Príncipe también de ese cascarriento.

—Scarpa no lo suelta por nada del mundo. Te lo ha dicho.

—Todo lo contrario. ¿Cuándo aprenderás? Es parte de la trampa. ¿Sabes lo que come un león?

—Me imagino.

—Ése es el problema. Ya lo resolveremos.

—¿Hay alguien más?

—Los habrá…

—Me parece demasiado loco.

—Empiezas a verlo.

Callaron otro rato. La oscuridad y el silencio los cubrían por entero.

—¿Has pensado en el nombre?

—Por supuesto. Se empieza por ahí.

—¿Cuál es?

—¡El Circo del Arca! —dijo el Príncipe, como si lo anunciara a una multitud.

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