Mascaró, el cazador americano (29 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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De todos modos el circo funciona a las mil maravillas, eso es lo que importa. El propio Príncipe lo piensa así. Inclusive lo piensa con las mismas palabras. Su pensamiento se reduce luego a una sola de ellas: funciona. ¿No sería preferible decir que sucede, divaga, transcurre, rumbea, consiste o simplemente es? Lo leve. Un circo es las mil maravillas. Cuando funciona ya no resulta lo mismo. El ser es un de repente, lo improviso de súbito total. Ahí está la alegría. Así entonces no importa demasiado que funcione a las mil o diez mil maravillas. Ése fue el error de Vicente Scarpa, funcionario.

Para Scarpa habría sido un bochorno, además de una ridícula fatalidad, disipar un programa de ese formato, enriquecido por los colmos con el bonito tiroteo del Bembé, en aquellos pueblitos enterrados en la arena, la mismita pobreza: unos tapiales, unos ranchos, un almacén, algún caserón, un cementerio tanto más grande cuanto menos la gente de en vida, un cerco de tamariscos, a veces una iglesia que sobresale entre los médanos.

A medida que avanzan, o como sea que andan, las distancias se agrandan, el caserío se universa. Para aquella gente no hay otra cosa por los mundos, salvo la arena y el puto sol y algunos nombres que designan un punto de nada en el horizonte, y ahora estos sujetos de fantasía que vienen y van entre esos nombres, pero consisten mientras están ahí,
de visu
. La tal gente ralea, se oscurece, habla menos, bajito, otros sonidos. Alguna se espanta, como el Portillo. Nunca vieron un circo, tanto bulto de persona deben ser rurales, sobre todo si soplan una corneta. Escapan a los médanos. Ellos levantan la carpa sin importarle, funcionan. Los chicos se arriman primero. Después van hasta los médanos con el cuento de esas apariciones. Entonces se acercan en comitiva, el pueblo entero, que no siempre sobrepasa al gentío del circo, con el más viejo a la cabeza.

El circo «es» para ellos, aunque de dudosa materia. Mil y mil maravillas, nunca visto. Y siendo, se marcha. El más viejo señala con el dedo uno de los lejos y el carromato vaguea para donde apuntó. La arena se desliza en la cavidad de la huella, el viento la empareja. Fue y se fue. Pero quedan las figuras. Los chicos perinolean, farsetean, carpoforean. Dibujan leones en la arena con la punta de una ramita. Las mujeres se ensonian. Los hombres bembelan.

Pasaron de largo Horqueta, Vuelta de Saspe y La Manuelita, cegados por la arena. A Tapes porque lo vieron de canto y creyeron que era la sombra de un médano.

En Paiquía Viejo llegaron para el entierro de San Sebastián Arache, finado de mucho respeto que hizo una buena muerte. El circo realizó una defunción a beneficio con un gran tiroteo de cuerpo presente promovido por el señor Piroxena, con la ayuda del Calloso, que empleó al efecto un mortero reforzado, rebatible, parecido a un obús. Disparó bombas de estruendo, las comunes, y otras de resueno o de ornamento: truenos, volcanes, salchichones, estrellas, escupideras o candelas romanas, lluvias de oro, chorros de fuego y, después de apartar a la gente otro poco, un «fulminato» o bola de estrago de su completa invención que derribó de un solo tiro un resto de pared, volándolo en pedazos.

El Príncipe preguntó por Paiquía Nuevo, porque siempre vienen en yunta. Le respondieron que ése era viejo
per se
y que el otro, en todo caso, era un espejismo.

Al atardecer, el suelo de Paiquía se pone rojo, como si sangrara, y el desierto alrededor se brota de fuertes murmullos, como si golpearan finos alambres. El sonido se dilata, cimbra más intenso a medida que se vierten las sombras. Es un sonido de la tierra compuesto por muchos otros sonidos que lo atraviesan. Agudas hebras de aire de fantasmosa consistencia. Aquí el desierto se empareja. La arena, más oscura, está cubierta de cardones, abrojos, espinos que encubren pequeñas y duras formas de la vida que se reaniman con la oscuridad. Uno fija un sonido, palpita con él hasta aturdirse, o se embebe en la marea.

El atardecer es largo, se demora y, por lo visto, hasta se detiene. Uno puede contar toda la historia de Paiquía Viejo en ese tiempo y todavía le sobra. Pero ya ni siquiera queda historia. Esto es lo que queda: don Fábulo Vega, setenta y cuatro años, treinta de solo; Dardo Aguilar, cuarenta y ocho años y siete hijos; Ramón Paredes, sesenta, un hijo; Pelagio Verón, treinta y cinco, seis hijos; Guillermo Verón, veintiocho, vive con la vieja y cinco nietos de ésta, cuyos padres se fueron a probar la tierra; doña Irene, un hijo; doña Negra, seis hijos. Y Sebastián Arache que, hasta que se acostumbren a su muerte, se cuenta entre los vivos. Unas cuarenta personas habitantes, ocho burros y algunas cabras. Hay diez casas abandonadas y las ruinas de una escuela. La iglesia, de materia, en la cual no se celebra una misa hace dieciséis años, según memoria de doña Negra, sirve de almacén. Detrás de un tabique, los santos con pelo natural y ropas de género carcomidas se cubren de polvo y de las devociones de las mujeres. Tienen los ojos saltones, espantan, tan quietos. La barba de Cristo crece de a poco. Ya se la afeitaron una vez, cuando le llegó al pecho y le tapaba esa roja herida por donde le metieron la lanza, y que sangra los Viernes Santos.

La gente de Paiquía, como la de casi todos estos pueblos, vive de pura costumbre. Recompensaron al circo con calabazas y cabrito y un vino rojo que brillaba como el suelo del atardecer.

En Bicheadero el Príncipe requirió si tenían conocimiento del señor Basilio Argimón. No en esa forma, le respondieron, así entero. Conocía por un lado a un tal Agramón, viajante y herbolario. Por otro, al «Basilisco», que como el «Farol», es una figuración que aparece cerca de donde hay un tesoro escondido. Eso era lo más aproximado.

—Basilio, no Basilisco. Y Argimón, no Agramón.

—Bueno, si se parecen ya es bastante.

En Alacrán el Príncipe trabó fuerte conocimiento, demorándose por tal razón un par de días, con don Pedro Moyano, mano santa y naturalista de grave autoridad en la medicina espirita, que es la real por cuanto cura la persona entera, no sólo lo carnoso, y que si bien era policlínico su poder, se concentraba especialmente en el «mal de ojo o daño», el «susto» o «mal de espanto», el «tabardillo» y la «caída de la paletilla», ese hueso colgado dentro del pecho cuyo desprendimiento produce tan serios trastornos. Obraba por «imponenda», a una distancia (siempre que no sobrepasara las cien leguas). Para el tabardillo acostumbraba a reforzar el tratamiento con enemas de hoja de hediondilla y para la caída del hueso con ventosas, una copa de vino tinto en ayunas y una galleta tostada a la brasa espolvoreada con canela.

El Príncipe tomó debida nota de toda esta ciencia y preguntó, de paso, si no conocía la «celesta» para pájaros. Don Pedro dijo que no tenía noticia, que los escasos pájaros que pasaban por ahí se comportaban de acuerdo a sus naturales, salvo los que portaban el alma de un humano o de otro cualquier espíritu y sobre los cuales no ejercía poder.

Soca es un pueblo de albinos. Sobre los tapiales blanqueados se les borra la cara. Quedan los ojos, dos bolitas rodadas. Hablan bajito, cantable, con buena disposición de la palabra. Cuando Piroxena quemó una bengala blanca se disiparon. Después tomaban el color de cada tiro, sin mezcla. Les gustó mucho el número «Del reino animal», porque son metafísicos, medio fantasmas. Sonia tuvo que forzar los ojos para leerles las manos.

A propósito de Sonia, hubo que arrancar algunas tablas del tabique para extraerla del compartimento, pues ya no pasaba por la puertita, que fue reemplazada con una cortina de cretona. La descolgaron del carromato deslizándola por un tablón encimado a la barandita de hierro forjado, peripecia que le procuró un infantil regocijo. Carpoforo la remontó después de la función.

Oreste había repasado las letras de los tableros pero los ángeles estaban casi borrados cuando llegaron a Madariaga, que más bien salió del aire, vino hacia ellos suspendido en esa claridad pegajosa que picoteaba la piel. Aparentaba un pueblo de tamaño, acaso una ciudad, a no ser por el silencio. El bulto agudo de la iglesia boyaba en lo más alto, entre otras sombras que se remecían, por momentos se borraban.

Algo más adelante la arena conformó una calle, la iglesia al fondo, un almacén de dos pisos con una galería al frente, algunas casas de ladrillo, detrás los ranchos. Todo entrevisto, de un mismo color, esa amarillenta vejez.

El carromato rodó por la calle hasta la iglesia, pero nadie sacó la cabeza por puerta o ventana. Era un silencio distinto. La iglesia tenía una espadaña con una campana ennegrecida que sacudía el viento y que cuando la racha era más fuerte sonaba con un repique entrecortado del badajo que golpeaba sobre el mismo lado, despacio, algo lastimero.

Esperaron un buen rato, mientras contemplaban a través del polvo aquellas casas oscuras, dispuestas en fila, con una vereda de ladrillos, pero no salió nadie. Oreste sopló la corneta y el Nuño batió el parche. Los sonidos rebotaron en las paredes con un estrépito desmesurado y cuando pararon, el silencio fue más grande.

—No hay un alma —dijo Boc Tor por lo bajo, sin apartar los ojos de las huellas que ellos mismos habían trazado y que se iban borrando rápidamente.

Estaba blanco de arena, igual que los otros. El polvo les cubría los pelos, las ropas, resbalaba por su piel, se les pegaba a los labios.

El Joselito Bembé repasó la calle hasta la otra punta, al trote del caballito, con una mano suelta a la altura de la cintura. Trepó, de vuelta, a una de las veredas y los cascos del caballito sonaron a metal. Entró en el almacén, sin desmontar. El ruido se ahuecó, un retumbo oscuro que llenaba el caserón salía por arriba.

El Bembé volvió al galope, siempre manuable. Que sí, el pueblo estaba vacío.

El Príncipe, sin mirar siquiera esta vez al caballero jinete, dijo que paraban ahí. Después ordenó que armaran el pabellón. Nadie abrió la boca. Saltaron a tierra y se pusieron a trabajar, muy dispuestos, mientras el Nuño, entre copla y antífona, preparaba un cocido de campaña.

Al caer la tarde, como siempre, aflojó el viento y las casas se emparejaron con las sombras, se habitaron con los ruidos de la noche. El Príncipe ordenó esta vez encender todas las lámparas y disponerlas en el interior de la casa, de manera que con la gente del circo moviéndose de un lado a otro aquello parecía un pueblo cualquiera, un día de ésos, la quieta vida y los buenos vecinos y la noche que llega.

Armaron el pabellón en mitad de la calle.

A la hora consabida, Oreste volvió a soplar la cometa y Piroxena disparó sus mejores ruegos, incluso el «fulminato», que demolió otra pared. Después empezó la función, una de ser, conducida por el propio Príncipe que, tras los fogonazos de práctica, se introdujo en el picadero sobre la plataforma rodante, reclamó silencio al silencio, y dice:

—¡Damas y caballeros!

Corneta.

—¡Distinguido público!

Corneta.

Recorre la platea con la mirada en la cual alumbra una llamita, muy al fondo. La luz de la linterna le da de lleno en el rostro, intensamente blanco, con algún resto de arena, la piel floja, cuarteada, y una expresión de cansancio o acaso de dulzura que recién descubre esa luz tan fuerte.

—En nombre del famoso Circo del Arca, cuya celebridad iguala a los más notables del mundo, tengo el sumo agrado de presentar a ustedes, en esta noche sin par, el programa más selecto, los números más extraordinarios, los artistas más conspicuos del contubernio universal…

La voz se pierde en un murmullo. Luego recomienza en un tono mesurado, sin artificios:

—Damas y caballeros, este espectáculo se dispone en homenaje al pueblo de Madariaga, presente, como nosotros, que consistimos por invención, no en el cuerpo, que es cosa ciega, de pasaje, sino en el espíritu, para el cual no hay tiempo ni cosa que lo sujete.

Su mirada vaga ahora con el aire.

—Supongo que en vuestra condición sobran las palabras, se comprende mejor la sustancia de este circo, alma vagante, errátil desmesura, visible o invisible, como ciertos pájaros, según la mirada…

¡El Circo del Arca, completo asimismo de primera parte con pabellón a la americana!…

Tres golpes de bombo. Corneta.

El Príncipe levanta los brazos y anuncia:

—¡Damas y caballeros, comienza la función!…

Y la función comienza, progresa, remata con un brillo desconocido hasta ahora, que supera viejas las glorias del camino, cada cual ajustado a su arte sin imperfección ni reparo, cumplida maravilla, no ya figura, ni disfraz, ni postizo, con otra persona por debajo, sino al fin, en la consumación del empeño, el protagonista por entero.

Esta vez la función concluyó sin aplausos, por supuesto. La compañía desfiló en pleno, como siempre, y después escucharon en silencio, de pie en el centro del picadero, el tembloroso tañido de la campana.

Después de Madariaga la arena se allanó aún más. Entre las matas duras y quebradizas que se confundían con la arena asomaron unas manchas verdosas, algarrobillos de tronco retorcido cuyas copas, muy esfumadas, se estiraban con la luz, y esos chorros de paja de un verde ceniciento que echaban unos penachos muy altos. Al atardecer los penachos se encendían y flameaban como llamas.

Vieron piedras, lejos. La arena no andaba tan suelta. El viento la removía más espaciado, cuando ventaba con rabia y los penachos se sacudían a lo loco, se divagaba entre espumas, colaban cardos y abrojos y uno se encogía, resumida persona de todo silencio en medio de esa hirviente polvareda. Pero apenas pasaba la turbonada entraban en apariencia a otra tierra con yerbas y arbolitos de piedra finamente tallados que cambiaban de color con el suelo, resbalando el color por encima, un humor apenas. Un poco antes de la noche, los algarrobillos echaban una sombra muy larga, tan bien ajustada que parecía de la misma sustancia, todo árbol pero de través, con lo cual se inclinaba el suelo, se fantaseaba. Y era entonces que brotaba ese sonido de la tierra.

No sólo cambiaba el paisaje. Cambiaban ellos. Cambió todo.

En Madariaga nadie les señaló el rumbo, como se comprende, pero el Bembé hizo punta y lo siguieron sin hacer preguntas. De trecho en trecho, junto a las pisadas del caballito brotaba una raya que se prolongaba unos metros y reaparecía donde la arena era más floja. Oreste, al menos, la vio y la última vez que levantó la vista de esa raya descubrió, en la dirección hacia la cual apuntaba, una torre, unas casitas blancas y, en la altura de una loma, un montoncito de gente.

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