Mass Effect. Revelación (24 page)

Read Mass Effect. Revelación Online

Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Mass Effect. Revelación
10.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

El krogan se dirigió rápidamente por los pasillos hacia las oficinas de la administración, cerca de la parte delantera del edificio. Lejos, en alguna parte, oyó un sonido de disparos y voces de batarianos gritando: la masacre había comenzado.

Un momento después, las sirenas empezaron a sonar. Skarr dobló una esquina y casi tropieza con un par de guardas de seguridad de Dah’tan que corrían en respuesta a la señal de alarma. Durante un breve instante, los dos batarianos titubearon, cogidos por sorpresa frente a la visión de un krogan fuertemente protegido que se acercaba con estrépito por el pasillo. Skarr aprovechó la oportunidad y golpeó la cara de uno de los guardas con la culata del rifle de asalto, haciendo que se tambaleara hacia atrás. Al mismo tiempo, se abalanzó con su cuerpo sobre el segundo guarda, de menor tamaño, derribándole con su peso. Mientras rodaban por el suelo, Skarr levantó la barbilla de su adversario con el cañón del arma y tiró del gatillo, volándole casi todo lo que le sobresalía por encima del cuello.

El primer guarda, que estaba justo poniéndose en pie, aún aturdido y sangrando por la boca, disparó su arma, pero falló el tiro y sólo consiguió dibujar una línea de agujeros en la pared, por encima de donde Skarr y el cuerpo de su amigo estaban tumbados en el suelo. Skarr respondió disparando hacia el corredor, haciendo trizas los tobillos y las pantorrillas de su enemigo.

El batariano gritó y cayó hacia delante, soltando el arma mientras abría los brazos para parar la caída. Otra ráfaga de Skarr lo remató un instante después de que cayera al suelo. Tras ponerse en pie de un salto, el cazarrecompensas se movió pesadamente por el pasillo hacia el despacho del contacto de Edan. La puerta estaba cerrada pero la echó abajo de una patada. Una joven mujer batariana estaba acurrucada en el suelo, medio escondida detrás de un escritorio. Al ver al krogan cubierto de sangre de pie en el umbral gritó.

—Adiós, Jella —dijo Skarr.

—¡No! ¡Por favor! Yo no…

Apretó el gatillo e interrumpió sus palabras que quedaron ahogadas por la ráfaga de balas que acribillaron su cuerpo, lanzándolo por el suelo hasta la pared trasera de la habitación.

Skarr echó un rápido vistazo a su reloj. Quedaban siete minutos hasta que los explosivos estallaran. Una parte de él quería pasar ese tiempo buscando más víctimas por los pasillos, pero sabía que no era una opción. Hubiera sido demasiado fácil dejarse llevar por la sed de sangre de sus antiguos ancestros. En una carnicería como aquella podía perder fácilmente el sentido del tiempo al dejarse llevar por el furor de la batalla, y no tenía la menor intención de estar dentro del edificio cuando explotara.

Se dirigió rápidamente de vuelta a la salida, haciendo caso omiso de los dulces gritos de dolor y terror que le atraían desde cada corredor por el que pasaba.

Jella hizo lo que pudo por apartar de su mente el
staccato
de las ráfagas de disparos y los horrorosos gritos de sus colegas. Estaba escondida dentro del respiradero del cuarto de baño: aunque era un espacio muy estrecho, había logrado encajar en él. Podía imaginarse la escena de afuera y no tenía la menor intención de dejar su escondite.

El tiempo pasaba con una lentitud agónica; los sonidos del ataque parecían durar horas, aunque en realidad tan sólo fueron minutos. Oyó voces tras la puerta del cuarto de baño e intentó meterse un poco más adentro del conducto de ventilación.

La puerta voló por los aires y un par de batarianos saltaron dentro disparando sus armas automáticas. Rociaron con balas toda la habitación, reduciendo las finas hojas metálicas de las puertas de los cubículos a jirones, haciendo añicos los retretes y los lavabos de cerámica y reventando varias tuberías de las paredes.

Por suerte, el escondite de Jella se encontraba bien alto en la pared, por encima de uno de los cubículos; se había subido a uno de los retretes, encaramándose por los separadores que había entre los cubículos para quitar la tapa del respiradero. Luego se había deslizado por el hueco, pasando primero los pies y, una vez que estuvo a salvo escondida dentro, había tirado con cuidado de la tapa, encajándola en su sitio.

Desde su posición privilegiada tenía una visión perfecta de la carnicería, aunque cerró los ojos y se cubrió las orejas con las manos para intentar apartar de su mente las ensordecedoras réplicas de las armas. Sólo cuando al fin cesó el tiroteo se atrevió a abrir de nuevo los ojos.

Los hombres estaban echando una última mirada por el cuarto de baño, chapoteando ruidosamente sobre el agua que salía a chorros de las cañerías reventadas y se extendía por el suelo como un lago en miniatura.

—Aquí no hay nadie —dijo uno de ellos, encogiéndose de hombros.

—Lástima —respondió el otro—. Esperaba que pudiéramos pillar a una de las mujeres y llevárnosla a rastras con nosotros para divertirnos un rato.

—Olvídalo —sugirió el primero negando con la cabeza—. Ese krogan jamás lo aprobaría.

—No es él quien nos paga, sino Edan —le soltó su socio. Jella supo al instante de quién estaba hablando: Edan Had’dah era uno de los individuos más ricos, poderosos e infames de Camala.

—Te reto a que le digas eso a la cara —dijo el primer hombre, entre risas, incluso mientras se acuclillaba y fijaba algo en la pared. Un momento después, volvió a ponerse en pie—. Vamos. Tenemos que estar fuera de aquí en dos minutos.

Los hombres se marcharon corriendo por el corredor; sus pasos retumbaban en la distancia. Jella se arrastró lentamente hacia delante por el escondite para intentar ver qué habían puesto en la pared. Era aproximadamente del tamaño de una fiambrera y tenía un montón de cables por todos lados. Aunque no tenía ni entrenamiento ni experiencia militar, era obvio que el dispositivo era alguna clase de bomba.

Se detuvo un momento y escuchó más disparos. A excepción del débil pitido del temporizador del explosivo contando marcha atrás, todo estaba en silencio. Jella tiró la tapa del conducto de ventilación y se dejó caer al suelo. Salió corriendo del cuarto de baño y esprintó por el corredor hacia la misma salida de seguridad que había desbloqueado anteriormente, y que había hecho posible que, sin querer, la carnicería tuviera lugar.

Aunque ahora no podía pensar en eso. Negándose a mirar siquiera los cuerpos de sus colegas que yacían en el vestíbulo, llegó a la puerta y la abrió de un tirón. Dos hombres del almacén estaban tendidos justo afuera, cada uno con un disparo entre ceja y ceja.

Jella vaciló, esperando correr la misma suerte. Pero quienquiera que hubiera matado a los hombres había desaparecido, despejando la zona circundante antes de que el edificio estallara. Tan pronto como su mente —en estado de shock— comprendió que seguía con vida, la joven agachó la cabeza y empezó a correr. Logró recorrer una docena de pasos antes de que la explosión convirtiera su mundo en fuego, agonía y, finalmente, lo sumiera en la oscuridad.

Cuando Saren llegó a las instalaciones de la Manufacturas Dah’tan, el sitio estaba en ruinas. Aunque los equipos de emergencias habían apagado las llamas, el edificio era poco más que un armazón quemado. Las dos plantas superiores se habían colapsado y una de las paredes se había desplomado hacia dentro reduciendo el interior a un montón de escombros chamuscados. Los operarios de rescate estaban ocupados escarbando entre los restos. Viendo la escena, resultaba obvio que no estaban buscando supervivientes.

Varias unidades móviles de informativos filmaban las ruinas desde una distancia respetuosa, con cuidado de no interferir con los equipos de rescate aunque ansiosas por conseguir un poco de metraje dramático para los vídeo-diarios.

Saren aparcó su vehículo junto a ellos, salió y caminó hacia las ruinas.

—¡Eh! —le gritó uno de los operarios de emergencias batarianos al ver que se acercaba, corriendo para interceptarle—. No puede estar aquí. Esto es una zona de acceso restringido.

Saren le miró con hostilidad y enseñó su identificación.

—Lo siento, señor —dijo el batariano, parándose en seco y ladeando la cabeza en deferencia—. No sabía que era un espectro.

—¿Algún superviviente? —preguntó Saren.

—Sólo uno —respondió—. Una joven. Estaba fuera del edificio cuando estalló. La explosión la ha dejado sin piernas y tiene quemaduras de primer grado en el noventa por ciento del cuerpo. Ahora está de camino al hospital. Es un milagro que haya sobrevivido, aunque no creo que vaya a salir de…

—Reúna a su equipo y lárguese —le advirtió Saren, interrumpiéndole.

—¿Cómo? ¡No podemos! Aún estamos buscando supervivientes.

—No quedan supervivientes. Aquí ya han terminado.

—¿Y qué hay de los cuerpos? No podemos dejarlos aquí sin más.

—Los cuerpos seguirán estando aquí por la mañana. Lárguense. Es una orden. Y llévense las malditas unidades de vídeo con ustedes.

El batariano dudó, después asintió, ladeando de nuevo la cabeza, y se fue a reunir a su equipo. Cinco minutos después, los vehículos de rescate y las furgonetas de los medios de comunicación arrancaban y dejaban a Saren a solas para examinar los escombros en busca de pistas.

—Dios mío. —Kahlee dio un grito ahogado mientras el todoterreno ascendía por una cuesta y alcanzaban a ver por primera vez lo que una vez había sido la planta de Manufacturas Dah’tan—. ¡Ha desaparecido del todo!

Aunque casi había anochecido, el gran sol naranja de Camala aún proporcionaba suficiente luz para que pudieran apreciar la destrucción con claridad.

—Parece que alguien se nos ha adelantado —observó Anderson, frunciendo el ceño sombríamente.

—¿Dónde están los equipos de rescate? —preguntó Kahlee—. ¡A estas alturas ya deberían estar enterados de esto!

—No lo sé —confesó Anderson, deteniendo el todoterreno con un chirrido—. Algo no va bien. Espérame aquí.

Saltó fuera del vehículo y se aproximó a pie hacia los restos del edificio con la pistola desenfundada, corriendo agachado. Estaba a menos de veinte metros de distancia cuando un único disparo rebotó en el suelo justo frente a él.

Anderson se quedó inmóvil. Estaba al aire libre, completamente expuesto; el tirador podía haberle matado con facilidad si esa hubiera sido su intención. Era un disparo de advertencia.

—¡Suelta el arma y camina hacia adelante! —gritó una voz desde algún lugar en las ruinas.

Anderson hizo lo que se le ordenaba; dejó la pistola en el suelo y continuó caminando desarmado.

Un segundo después, una familiar figura turiana emergió por detrás de los escombros que había usado para cubrirse con un rifle que apuntaba directamente al pecho de Anderson.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el espectro.

—Lo mismo que tú —dijo Anderson, procurando sonar más confiado de lo que se sentía—. Intento descubrir quién estaba detrás del ataque a Sidon.

Saren resopló con indignación, pero no bajó el arma.

—Me mentiste, humano. —La manera en que pronunció «humano» hizo que pareciera un insulto.

Anderson permaneció en silencio. El espectro había encontrado el camino hasta la planta de Dah’tan; era lo bastante listo como para atar los cabos.

—La inteligencia artificial es una violación de las convenciones de la Ciudadela. —Al ver que no respondía, Saren continuó—: Pienso informar de ello al Consejo.

De nuevo, Anderson permaneció en silencio. Tuvo la impresión de que Saren seguía investigando en busca de información. Fuera lo que fuera lo que estuviese buscando, no sería Anderson quien se lo diera por accidente.

—¿Quién estaba tras el ataque a Sidon? —preguntó Saren, con una voz grave por la tácita amenaza mientras se llevaba la mira del rifle al ojo y apuntaba mortalmente al pecho del teniente.

—No lo sé —reconoció Anderson, quedándose completamente quieto.

Saren disparó a tierra, a sus pies.

Se estremeció, pero no dio ningún paso atrás.

—¡Ya te he dicho que no lo sabía! —gritó, perdiendo el control sobre su ira. Estaba casi seguro de que Saren no pretendía matarle, pero no iba a arrodillarse para suplicar por su vida. ¡No pensaba permitir que un matón turiano le intimidara!

—¿Dónde está Sanders? —gritó Saren, cambiando de táctica.

—En un lugar seguro —respondió Anderson, bruscamente. De ninguna manera iba a permitir que este monstruo se acercara a Kahlee.

—Te está mintiendo —le dijo Saren—. Sabe mucho más sobre el tema de lo que te ha contado. Deberías interrogarla de nuevo.

—Yo llevo a cabo mi investigación, encárgate tú de la tuya.

—Entonces, quizá debiera centrarme en encontrarla a ella —sugirió, en tono amenazante—. Si lo hago, mi interrogatorio revelará sus secretos más profundos.

Anderson sintió cómo sus músculos se tensaban, pero se negó a seguir hablando sobre Kahlee.

Al darse cuenta de que el humano no iba a morder el anzuelo, el turiano cambió de tema una vez más.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—No pienso responder a más preguntas —dijo Anderson rotundamente—. Si vas a matarme, hazlo ya.

El turiano echó una larga mirada a la zona circundante oteando el horizonte bajo la luz menguante. Pareció llegar a algún tipo de decisión; después, bajó el arma.

—Soy un espectro, un agente del Consejo —declaró, con un timbre de nobleza que reforzaba su voz—. Soy un sirviente de la justicia que juró proteger y defender la galaxia. Matarte no serviría de nada, humano.

Una vez más, la palabra sonó como un insulto apenas velado.

Saren se dio la vuelta y se marchó, dirigiéndose hacia la silueta apenas visible de un pequeño todoterreno que había en la distancia.

—Adelante, escarba entre los escombros si eso te hace sentir mejor —le gritó por encima del hombro—. Aquí no queda nada que encontrar.

Anderson permaneció inmóvil hasta que Saren se montó en el todoterreno y arrancó. Una vez que el vehículo desapareció de la vista, se volvió y recogió la pistola del suelo. Casi había oscurecido; ahora no tenía ningún sentido buscar entre los escombros. Y, de hecho, era de la misma opinión que el turiano: no quedaba nada que encontrar en Dah’tan.

Moviéndose con cuidado por la creciente penumbra de la noche, tardó varios minutos en llegar hasta su propio todoterreno.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kahlee mientras él se subía—. Me ha parecido verte hablar con alguien.

—Saren —le dijo—. Aquel espectro turiano.

—¿Qué hace aquí? —preguntó, alarmada por el recuerdo de su último encuentro y la simple mención de su nombre.

Other books

Command a King's Ship by Alexander Kent
The Mermaids Singing by Lisa Carey
Killing Monica by Candace Bushnell
Make Me Risk It by Beth Kery
Under a Summer Sky by Nan Rossiter