Maurice (23 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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—¿La chaquetilla de la universidad con ellos, señor?

—No… no se moleste.

—Muy bien, señor —desdobló un par de calcetines y continuó meditabundo—: Vaya, al fin han quitado esa escalera, según parece. Ya era hora. —Maurice vio entonces que había desaparecido el extremo de la escalera que se recortaba contra el cielo—. Juraría que estaba ahí cuando le traje el té, señor. Pero uno no puede estar seguro de nada.

—No, uno no puede estar seguro —aceptó Maurice, hablando con dificultad y con la sensación de que había perdido su presencia de ánimo.

Sintió alivio cuando Simcox se fue, pero le abrumaba la idea de enfrentarse a la señora Durham y a la mesa del desayuno, y el problema de un regalo adecuado para su reciente compañero. No podía ser un cheque, pues despertaría sospechas cuando fuera a cobrarlo. Al vestirse, la sensación de inquietud aumentó. Aunque no era un dandi, tenía la serie habitual de útiles de aseo propia de un caballero burgués, y todos le parecieron ajenos. Sonó entonces la llamada al desayuno, y justo cuando bajaba vio un pedazo de barro junto al antepecho de la ventana. Scudder había sido cuidadoso pero no lo bastante. Cuando, todo vestido de blanco, descendió al fin a ocupar su puesto en sociedad, le dolía la cabeza y se sentía débil.

Cartas. Un montón de ellas, y todas sutilmente importunas. Ada, la más afable. Kitty, diciendo que su madre parecía acabada. Tía Ida —una postal—, deseando saber si el chófer debía obedecer las órdenes que se le daban o había un malentendido. Nimiedades del negocio, circulares del
College Mission
, del
Territorial Training
, del club de golf y de la Asociación para la Defensa de la Propiedad. Se inclinó cómicamente ante ellas, para su anfitriona. Cuando vio que ella apenas respondía, torció el gesto. Se trataba tan sólo de que a la señora Durham hasta sus propias cartas la fastidiaban. Pero él no sabía esto, y dejó que la corriente le arrastrara más allá. Cada ser humano le parecía desconocido y le aterraba: hablaba para una raza cuya naturaleza y número no conocía, y hasta cuya comida parecía envenenada.

Después del desayuno, Simcox volvió a la carga.

—Señor, en ausencia del señor Durham, los criados pensamos… Nos sentiríamos muy honrados si usted fuera nuestro capitán en el partido contra el pueblo.

—Yo no soy un buen jugador de criquet, Simcox. ¿Quién es el mejor de ustedes?

—No tenemos a nadie mejor que al ayudante del guardabosque.

—Entonces háganle capitán.

Simcox hizo una pausa y dijo:

—Las cosas siempre van mejor con un caballero.

—Dígale que me coloque al fondo del campo… y que no quiero jugar el primero: el octavo, si le parece… el primero no. Dígaselo usted, pues yo no bajaré hasta el momento del partido.

Cerró los ojos, sintiéndose enfermo. Había creado algo cuya naturaleza ignoraba. Si hubiese tenido inquietudes teológicas, le habría llamado remordimiento, pero poseía un alma libre, pese a su confusión.

Maurice detestaba el criquet. Exigía una minuciosa pulcritud que él no podía lograr; y, aunque lo había hecho a menudo por Clive, le desagradaba jugar con sus inferiores sociales. En el fútbol era diferente, en él podía dar y tomar, pero en el criquet podía verse humillado o castigado por algún patán, y lo consideraba impropio. Oyendo que su equipo había ganado la mano, tardó media hora en bajar. La señora Durham y uno o dos amigos estaban ya allí, sentados en las gradas. Estaban todos muy tranquilos. Maurice se acuclilló y observó el juego. Era exactamente como otros años. El resto de su equipo eran criados, y se habían reunido a una docena de yardas alrededor del viejo señor Ayres que estaba marcando: el viejo señor Ayres siempre marcaba.

—El capitán se ha puesto él el primero —dijo una dama—. Un caballero nunca hubiese hecho eso. Los detalles son lo más importante para mí.

Maurice dijo:

—El capitán es nuestro mejor hombre, por lo visto.

Ella bostezó y continuó criticándole: tenía la intuición de que aquel hombre era presuntuoso. Su voz se derramaba perezosamente en el aire estival. La señora Durham dijo que iba a emigrar —los más animosos lo hacían—, lo que les llevó a la política y a Clive. Con el mentón sobre las rodillas, Maurice cavilaba. Una tormenta de inquietud estaba formándose en su interior, y no sabía contra qué dirigirla. Si las damas hablaban, si Alec bloqueaba los tiros del señor Borenius, si los pueblerinos sacaban ventaja o no la sacaban, se sentía inexplicablemente agobiado: había ingerido una droga desconocida, había perturbado su vida hasta las raíces, y no podía saber qué era lo que iba a derrumbarse.

Cuando se puso a jugar, se iniciaba una nueva serie, por lo que Alec recibió la primera bola. Su estilo cambió. Abandonando sus precauciones, lanzó la bola entre los helechos.

Alzando los ojos, topó con los de Maurice y sonrió. Bola perdida. La vez siguiente consiguió acertar. No estaba entrenado, pero llevaba el criquet dentro y el juego adquirió un aire de autenticidad. Maurice se puso también a tono. Su mente se había aclarado, y tenía la sensación de que los dos estaban contra el mundo entero, de que no sólo el señor Borenius y el campo, sino el público que estaba en las gradas, y toda Inglaterra se hallaban frente a ellos. Jugaron uno para el otro y en honor de su frágil relación: si uno caía, el otro le seguiría. No pretendían causar al mundo daño alguno, pero si eran atacados, debían golpear, debían estar sobre aviso y descargar sus golpes con toda fuerza, debían mostrar que cuando dos se unen, las mayorías no triunfan. Y a medida que el juego transcurría, se conectaba con la noche, y la explicaba. Clive acabó en seguida con aquello. Cuando llegó al campo, ellos dejaron de ser la fuerza principal: todos volvieron la cabeza, el juego languideció y cesó. Alec cedió su puesto. Lo propio y lo adecuado era que el señor entrara a jugar inmediatamente. Sin mirar a Maurice, se retiró. Él también estaba vestido de blanco, y su soltura le hacía parecer un caballero o algo parecido. Quedó de pie frente a las gradas, con dignidad, y una vez que Clive habló, le ofreció su palo. Clive lo tomó con naturalidad: Alec se echó en el suelo junto al viejo Ayres.

Maurice saludó a su amigo, abrumado por una falsa ternura.

—Clive… Oh, querido, ¿estás ya de vuelta? ¿No estás horriblemente cansado?

—Reuniones hasta medianoche… Otra esta tarde. Debo jugar unos minutos para complacer a esta gente.

—Cómo, ¿me dejas de nuevo? Qué lata.

—Puedes decirlo, desde luego, pero realmente volveré esta noche, y entonces comenzará tu visita. Tengo montones de cosas que preguntarte, Maurice.

—Ya, caballero —dijo una voz. Era el maestro socialista, desde el extremo.

—Nos están riñendo —dijo Clive, pero no se movió—. Anne no irá a la reunión de la tarde, así que te hará compañía. Ah, caramba, ya han arreglado aquel agujerito del techo del comedor. ¡Maurice! No, no puedo recordar lo que iba a decirte. Vamos a los Juegos Olímpicos.

Maurice lanzó la primera bola. «Espera por mí», dijo Clive, pero él se dirigió directamente a la casa, pues estaba seguro de que el derrumbamiento era inminente. Cuando pasó junto a los criados, la mayoría de ellos se pusieron de pie y le aplaudieron con entusiasmo, y el hecho de que Scudder no lo hiciera le alarmó. ¿Era una impertinencia? La frente fruncida, la boca… posiblemente una boca cruel; la cabeza demasiado pequeña quizá… ¿Por qué llevaba abierto el cuello de la camisa de aquel modo? Y en el vestíbulo de Penge se encontró con Anne.

—Señor Hall, no habrá reunión —entonces ella vio el rostro de él, verdoso y pálido, y exclamó—: Oh, usted no se encuentra bien.

—Ya lo sé —dijo él temblando.

Los hombres detestan que los inquieten, así que sólo replicó:

—Lo siento muchísimo, le enviaré algo de hielo a su habitación.

—Ha sido usted siempre muy amable conmigo.

—Oiga, ¿qué le parece si llamo a un médico?

—No más médicos —gritó fuera de sí.

—No queremos más que complacerle… Naturalmente… Cuando uno es feliz, desea la misma felicidad para los demás.

—Nada es lo mismo.

—¡Señor Hall!

—Nada es lo mismo para nadie. Por eso la vida es un infierno; si haces una cosa estás condenado, y si no la haces estás condenado también —hizo una pausa, y continuó—: Demasiado sol… me vendría bien un poco de hielo.

Ella fue a traérselo y, liberado, Maurice huyó hacia la habitación roja. Esto le permitió considerar detalladamente la situación, y se sintió muy enfermo.

XL

Se sintió mejor en seguida, pero comprendió que debía dejar Penge. Se cambió de ropa, hizo el equipaje, y pronto estuvo de nuevo abajo con una pequeña excusa.

—Me sentó mal el sol —dijo a Anne—, pero además es que he recibido una carta que me inquieta y creo que debo irme a la ciudad.

—Hágalo, hágalo —exclamó ella, toda comprensión.

—Sí, claro —dijo Clive, que había vuelto del partido—. Esperábamos que pudieras arreglar las cosas ayer, Maurice, pero lo entendemos perfectamente, y si tienes que irte, vete.

Y la señora Durham también asintió. Había un divertido secreto a voces sobre una muchacha de la ciudad que casi había aceptado su oferta de matrimonio, pero no del todo. No importaba lo enfermo que pareciese o lo extraño de su conducta, era oficialmente un enamorado, y todos lo interpretaban a su gusto y encontraban a Maurice encantador.

Clive le acompañó en coche hasta la estación, pues tenía que ir también en aquella dirección. El camino bordeaba el campo de criquet antes de entrar en el bosque. Scudder jugaba en aquel momento, y su actitud era gallarda y despreocupada. Estaba próximo al camino y arrastraba un pie como si amontonase algo. Ésta fue la visión final, y Maurice no sabía si era la de un diablo o la de un camarada. La situación era desagradable, no cabía duda, y lo seguiría siendo toda su vida. Pero estar seguro de una situación no es estar seguro de un ser humano. Una vez fuera de Penge quizá viese claro; y de todos modos estaba el señor Lasker Jones.

—¿Qué clase de individuo es ese guarda que hacía de capitán? —preguntó a Clive, pronunciando las palabras antes para sí mismo, asegurándose de que no sonarían extrañas.

—Se va este mes —dijo Clive, pensando que estaba dando una respuesta. Afortunadamente pasaban delante de las perreras en aquel momento, y añadió—: Le echaremos bastante de menos por los perros, desde luego.

—¿Y por lo demás?

—Supongo que el que le suceda será peor. Siempre pasa eso. Trabajador, desde luego, y bastante inteligente; mientras que el hombre que ocupará su lugar…

Y, contento de que Maurice se interesara por la organización de Penge, se puso a hablarle de ella.

—¿Honrado? —tembló al formular esta pregunta suprema.

—¿Scudder? Demasiado listo para ser honrado. Sin embargo, Anne diría que soy injusto. Uno no puede esperar en los criados un tipo de honestidad semejante al nuestro, ya no se puede esperar lealtad, ni gratitud.

—Yo no sería capaz de controlar algo como Penge —prosiguió Maurice tras una pausa—. Nunca sabría qué tipo de criado escoger. Ese Scudder, por ejemplo. ¿De qué clase de familia procede? No tengo la menor idea.

—No sé si es hijo del carnicero de Osmington. Sí. Creo que sí.

Maurice tiró su sombrero al suelo del coche con toda su fuerza. «Esto es insoportable», pensó, y hundió ambas manos en su pelo.

—¿De nuevo el dolor de cabeza?

—Es un infierno.

Clive mantuvo un comprensivo silencio, que ninguno de los dos rompió ya hasta separarse; Maurice permaneció durante todo el camino inclinado, tapándose los ojos con las palmas de las manos. Toda su vida había sabido cosas, pero no las había sabido realmente; era el gran defecto de su carácter. Había advertido que era peligroso volver a Penge, porque podía surgir de entre aquellos árboles la tentación de cometer un desatino, y sin embargo había vuelto. Se había estremecido cuando Anne le dijo: «¿Tiene unos bonitos ojos color castaño?» Había advertido de alguna forma que era mejor no asomarse a la ventana de su dormitorio una y otra vez por la noche y decir «¡Ven!». Su espíritu interior era tan sensible a los dictados de la conciencia como en la mayoría de los hombres, pero él no era capaz de interpretarlos. Hasta que no se presentó la crisis no vio las cosas claramente. Parecía ya demasiado tarde para poder desenredar aquel embrollo, tan diferente al de Cambridge. La habitación de Risley tenía su contrapartida en los rosales silvestres y en los dondiegos del día anterior, la moto lanzada entre los marjales preludiaba sus actuaciones en el partido de criquet.

Pero Cambridge le había dejado en la postura del héroe, y Penge en la de traidor. Había abusado de la confianza de su anfitrión y había mancillado su casa en su ausencia, había ofendido a la señora Durham y a Anne. Y cuando llegó a casa le aguardaba un golpe aún peor; se sentía también culpable frente a su familia. Hasta entonces, ellas no habían contado. Cómo preocuparse de aquellas estúpidas.

Continuaban siendo estúpidas, pero no se atrevía a acercarse a ellas. Entre él y aquellas mujeres normales se abría un abismo que las santificaba. Su charla, sus disputas pidiendo prioridad, sus quejas del chófer, parecían aludir a un pecado aún mayor. Cuando su madre dijo: «Morrie, vamos a dar un paseíto», se le paró de golpe el corazón. Dieron un paseo por la huerta, como habían hecho diez años antes, y ella murmuraba los nombres de las hortalizas. Entonces él alzaba la vista, ahora la bajaba; ahora sabía muy bien lo que quería hacer con el pequeño jardinero. Y entonces Kitty, siempre portadora de mensajes, salió de la casa y en su mano llevaba un telegrama.

Maurice se estremeció de rabia y de miedo. «Vuelva, esta noche espero en la cabaña del embarcadero, Penge, Alec.» ¡Bonito mensaje para ponerlo en la oficina del pueblo! Probablemente uno de los criados le había proporcionado la dirección, pues el telegrama la traía completa. ¡Una estupenda situación! Parecía llena de promesas de chantaje, y en el mejor de los casos constituía una increíble insolencia. Por supuesto, no respondería, ni podía pensar ya en hacer un regalo a Scudder. Se había salido de su clase y ahora pagaba las consecuencias.

Pero durante toda la noche su cuerpo deseó al de Alec, a pesar suyo. Llamó a aquello lujuria, una palabra fácil de pronunciar, y opuso a aquel impulso su trabajo, sus amigos, su familia, su posición en la sociedad. En aquella coalición debe sin duda incluirse su voluntad. Pues si la voluntad pudiera saltar por encima de la clase, la civilización, tal como la hemos edificado, saltaría en pedazos. Pero no convencería con eso a su cuerpo. Las circunstancias lo habían ajustado con demasiada perfección. Ni argumentos ni amenazas podían silenciarlo, así que por la mañana, sintiéndose exhausto y avergonzado, telefoneó al señor Lasker Jones y acordó una segunda visita. Antes de acudir a ella llegó una carta. Llegó a la hora del desayuno y la leyó bajo la mirada de su madre. Decía así:

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