Maurice (25 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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Esto último era el punto más importante, pero Maurice podía analizar la carta como un todo. Era evidente que se habían producido desagradables chismorreos entre la servidumbre, sobre él y Clive, pero ¿qué importaba eso ahora? ¿Qué importaba si les habían espiado en la habitación azul o entre los helechos y habían interpretado mal su conducta? Lo que a él le importaba era el presente. ¿Por qué habría mencionado Scudder tal murmuración? ¿Qué es lo que quería? ¿Por qué había escrito toda aquella sarta de frases, unas indecentes, otras estúpidas y otras graciosas? Mientras leía la carta, le parecía repugnante y pensaba que debía acudir a un abogado; pero cuando la dejó y cogió su pipa, le pareció el tipo de carta que podría haber escrito él mismo. ¿Confusión? ¿Cómo hablar de confusión? ¡Si era así, estaba en su propia línea! No le gustaba aquella carta, no sabía exactamente cuál era su objetivo —había media docena de posibilidades—, pero lo que no podía era ser frío y duro como lo había sido Clive cuando lo del
Symposium
, y dijo: «Aquí hay una afirmación segura, te ataré a ella.» Y contestó: «De acuerdo. Martes a las cinco en punto entrada Museo Británico. M.B. Gran edificio. Cualquiera puede indicarle. M.C.H.» Esto le pareció lo mejor. Ambos eran unos proscritos, y si aquello acababa en el desastre debía ser sin beneficio de la sociedad. Si había elegido aquel lugar para encontrarse, era por lo improbable de encontrar allí a un conocido. ¡Pobre M.B., tan solemne y casto! El joven sonrió, y en su rostro se dibujó una expresión maliciosa y feliz. Sonreía también al pensar que Clive no se había librado por completo del barro, después de todo, y aunque su rostro se endurecía ya en rasgos menos placenteros, demostraba que era un atleta, que había logrado superar un año de sufrimiento sin menoscabo.

Aquel nuevo vigor persistía a la mañana siguiente, cuando volvía al trabajo. Antes de su fracaso con Lasker Jones, había considerado su trabajo un privilegio del que no era casi merecedor. Era su medio de rehabilitarse, de poder mantener en alto la cabeza en casa, pero ahora también se derrumbaba, y de nuevo quería reír, y se preguntaba por qué se había identificado con él durante tanto tiempo. La clientela de los señores Hill & Hall pertenecía a la clase media-media, cuyo más acuciante deseo parecía el de cobijarse —cobijarse continuamente— no en un cubil en la oscuridad contra el miedo, sino cobijarse en todas partes y siempre, hasta olvidar la existencia del cielo y de la tierra, cobijarse contra la pobreza y la enfermedad, y la violencia y la mala educación, y en consecuencia contra la alegría; Dios introducía esta retribución. Veía en sus rostros, como en los de sus empleados y socios, que jamás habían conocido la verdadera alegría. La sociedad les había abastecido con demasiada largueza.

Jamás habían luchado, y sólo en la lucha se engarzan el sentimentalismo y la lujuria para dar amor. Maurice habría sido un buen amante. Podía haber dado y tomado auténtico placer. Pero en aquellos hombres los impulsos estaban desligados; eran fatuos u obscenos; y en aquel momento, él despreciaba menos lo último. Allí venían a pedirle la tranquila seguridad de un seis por ciento- El replicaba: «No puede usted combinar el alto porcentaje con la seguridad… Eso no puede lograrse»; y al final, dirían: «¿Qué le parece si invierto la mayoría del dinero al cuatro por ciento, y dejo unos cien para arriesgar?» Hasta de la especulación hacían un pequeño vicio; no en gran escala, por miedo a desorganizar su mundo doméstico, pero sí lo suficiente para demostrar que su virtud era fingida. Y hasta ayer se había rebajado ante ellos.

¿Para qué servían tales hombres? Empezó a poner en entredicho la ética de su profesión, como un estudiante listo, pero sus compañeros del departamento del tren no le tomaron en serio. «El joven Hall está de buen humor —fue el veredicto—. No perderá un solo cliente, desde luego.» Y diagnosticaban un cinismo no indecoroso en un hombre de negocios. «Siempre invierte sobre seguro, puede apostarlo. ¿Recuerdas aquellos comentarios pesimistas suyos de la primavera?»

XLIII

La lluvia continuaba cayendo como siempre, repiqueteando sobre millones de techos y logrando a veces calar en ellos. Y con su golpear hacía que los humos del petróleo y el olor de las ropas mojadas vagasen mezclados por las calles de Londres. En el gran patio exterior del museo podía caer sin trabas, a plomo sobre las sucias palomas y los cascos de los policías. Tan oscura era la tarde, que en algunos lugares del interior habían encendido las luces, y el gran edificio sugería una tumba milagrosamente iluminada por los espíritus de los muertos.

Alec llegó primero, no ya vestido de pana, sino con un traje azul nuevo y un hongo, parte de su equipo para la Argentina. Procedía, tal como se había jactado, de una respetable familia —posaderos, pequeños comerciantes— y sólo por accidente había aparecido como un indómito hijo de los bosques. Realmente amaba los bosques, y el aire fresco y el agua le gustaban más que cualquier otra cosa, y le gustaba proteger o destruir la vida, pero en los bosques no hay «salidas», y los jóvenes que quieren llegar a algo deben abandonarlos. Estaba ciegamente decidido a seguir adelante ahora. El destino había puesto un lazo en sus manos, y quería tenderlo. Recorrió el patio. Después subió los escalones en una serie de saltos; tras hallar cobijo bajo el pórtico, se detuvo allí, inmóvil salvo por el aletear de sus ojos. Aquellos bruscos cambios eran típicos de él; siempre había avanzado como un guerrillero, estaba siempre «en la brecha», como Clive había certificado en su informe escrito; «durante los cinco meses que A. Scudder estuvo a mi servicio, lo hallé siempre pronto y asiduo»; cualidades que se proponía desplegar ahora. Cuando la víctima salió del porche, se sintió cruel y asustado a un tiempo. Conocía a los señores, a sus iguales también; pero ¿qué clase de individuo era el señor Hall, que decía «llámame Maurice?». Achicando los ojos hasta transformarlos en ranuras, permaneció quieto como cuando esperaba órdenes en el porche principal de Penge.

Maurice se aproximaba al día más peligroso de su vida, sin ningún plan en absoluto, aunque algo agazapado en su mente se ondulaba como los músculos bajo una piel brillante. No se apoyaba en el orgullo, pero se sentía preparado, ansioso de jugar el juego, y, tal como corresponde a un inglés, esperando que su adversario estuviese preparado también. Quería ser decente, no tenía miedo. Cuando vio el rostro de Alec resplandeciendo a través del aire sucio, sintió un ligero hormigueo en el suyo, y decidió no golpear hasta ser golpeado.

—Ya estás aquí —dijo, alzando un par de guantes hasta su sombrero—-. Esta lluvia es el colmo. Hablemos dentro.

—Donde usted quiera.

Maurice le miró con cierta cordialidad, y entraron en el edificio. Cuando lo hacían, Alec alzó la cabeza y estornudó como un león.

—¿Has cogido un catarro? Es el tiempo.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó.

—Cosas antiguas que pertenecen a la nación —se detuvieron en el corredor de los emperadores romanos—. Sí, el tiempo es malo. Sólo ha habido dos días agradables. Y una noche —añadió maliciosamente, sorprendiéndose a sí mismo.

Pero Alec no hizo caso. No era la apertura lo que él deseaba. Estaba esperando señales de miedo, que el siervo que había en él pudiese golpear. Pretendió no entender la alusión, y estornudó de nuevo. El estruendo hizo eco en los vestíbulos, y su rostro, convulso y crispado, adquirió una súbita apariencia de ansiedad.

—Me gustó que me escribieses la segunda vez. Me gustaron las dos cartas. No estoy ofendido. No hiciste nada malo. Todo lo del criquet y lo demás es un error tuyo. Te diré claramente que me gustó mucho estar contigo, si éste es el problema. ¿Lo es? Quiero que me lo digas. No lo sé exactamente.

—¿Qué es esto?
Esto
no es un error —se tocó el bolsillo del pecho significativamente—. Su mensaje. Y usted y el
squire… Esto
no es un error… Hay gente a la que le gustaría saber cómo fue.

—No me vengas con eso —dijo Maurice, pero sin indignación, y le sorprendió el no tener a nadie, y el que aun el Clive de Cambridge hubiese perdido su santidad.

—Señor Hall… reconozca que no le haría mucha gracia que se supieran ciertas cosas, ¿verdad?

Maurice se vio a sí mismo intentando leer por detrás de las palabras.

El otro continuó, procurando apretar el lazo.

—Y además, yo he sido siempre un chico respetable, hasta que usted me llamó a su habitación para divertirse. No me parece decente que un caballero le trate a uno así. Por lo menos así lo ve mi hermano —vaciló al decir estas últimas palabras—. Mi hermano está esperando fuera ahora. Quería venir y hablar con usted él mismo, ha estado echándome una bronca, pero yo dije: «No, Fred, no, el señor Hall es un caballero y podemos confiar en que se portará como un caballero, así que déjamelo a mí», dije yo, «y el señor Durham es también un caballero, siempre lo fue y siempre lo será».

—Respecto al señor Durham —dijo Maurice, sintiéndose inclinado a hablar sobre aquel punto—, es totalmente correcto que yo me interesé por él y él por mí en tiempos, pero él cambió, y ya no se interesa por mí ni yo por él. Ése fue el final.

—¿El final de qué?

—De nuestra amistad.

—Señor Hall, ¿ha oído lo que yo le decía?

—Oigo todo lo que dices —dijo Maurice, pensativo, y continuó exactamente en el mismo tono—. Scudder, ¿por qué crees tú que es «natural» interesarse tanto por los hombres como por las mujeres? Me lo decías en tu carta. Para mí no es natural. Yo he llegado a creer que «natural» sólo significa uno mismo.

El otro pareció interesado.

—¿Entonces no puede hacer nada con una chica? —preguntó bruscamente.

—He tratado con dos médicos de eso. Nada positivo resultó.

—¿Así que no puede?

—No, no puedo.

—¿Quiere una? —preguntó el otro, como con hostilidad.

—No sirve de mucho querer.

—Yo podría casarme mañana si quisiese —se ufanó. Mientras hablaban, detuvo su mirada en un toro alado a.si-rio, y su expresión adquirió un aire de ingenuo asombro—. Es enorme, ¿verdad? —subrayó—. Debían tener una maravillosa maquinaria, para hacer cosas como ésta.

—Eso supongo —dijo Maurice, también impresionado por el toro—. No podría decírtelo. Aquí parece que hay otro.

—Una pareja, pues. ¿Serían adornos?

—Éste tiene cinco patas.

—El mío también. Qué idea más curiosa —cada uno ante su monstruo, se miraron y sonrieron. Después el rostro de Alec se endureció de nuevo, y él dijo—: No, señor Hall. Ya veo su juego, pero no se va a burlar de mí dos veces, y será mejor para usted tener una charla amistosa conmigo que hablar con Fred, se lo aseguro. Ha tenido su diversión, y ahora debe pagar.

Era hermoso cuando amenazaba, incluyendo las pupilas de sus ojos, que tenían un aire malvado. Maurice las contempló dulce pero firmemente. Y nada resultó del estallido. Se deshizo como un pedazo de barro. Murmurando algo acerca de «dejarle a usted pensar que esto se acabó», se sentó en un banco. Maurice se juntó con él al poco rato. Y después, durante casi veinte minutos, anduvieron vagabundeando de sala en sala, como si buscaran algo. Escudriñaban una diosa o una vasija, después continuaban con un impulso único, y su unisonancia era aún más extraña porque en la superficie estaban en guerra. Alec reinició sus alusiones —horribles, rastreras—, pero lo cierto era que no mancillaban los silencios intermedios, y Maurice no logró ni asustarse ni encolerizarse, y sólo lamentaba que un ser humano hubiese de enfangarse así. Cuando decidía contestar, ojos se encontraban, y su sonrisa se reflejaba a veces en los labios de su rival. Iba haciéndose progresivamente más fuerte la creencia de que aquella situación era una cortina —casi una broma— y ocultaba algo real, que ambos deseaban. Serio y tranquilo, él continuaba controlándose, y si no hacía ninguna ofensiva era porque su sangre no estaba agitada. Para que lo estuviera, se requería un golpe exterior, y la casualidad lo administró.

Estaba inclinado sobre un modelo de la Acrópolis, con la frente un poco fruncida y los labios en movimiento, murmurando: «Ya veo, ya. Ya Veo.» Un caballero próximo le oyó, le miró fijamente, escudriñándole desde detrás de unas gruesas gafas, y dijo:

—¡Sin duda! Puedo olvidar una cara, pero nunca una voz. ¡Desde luego que sí! Usted es uno de mis antiguos muchachos.

Era el señor Ducie.

Maurice no replicó. Alec se aproximó, colocándose a un lado para participar.

—Seguramente usted estuvo en la escuela del señor Abrahams. ¡Pero espere! ¡Espere! No me diga su nombre. Quiero recordarlo. Lo recordaré. Usted no es Sanday, ni tampoco Gibbs. Ya sé. Ya sé. Su nombre es Wimbleby.

¡Cómo le gustaba al señor Ducie dar datos equivocados! A su propio nombre Maurice hubiese respondido. Pero ahora sentía la inclinación de mentir. Estaba cansado de las interminables inexactitudes, había sufrido demasiado a causa de eso. Replicó:

—No, mi nombre es Scudder.

La corrección brotó formulada del modo que primero se le ocurrió. Estaba preparada para el uso, y cuando la pronunció supo por qué. Pero en el instante de la iluminación, el propio Alec habló.

—Su nombre no es ése —le dijo al señor Ducie—, y yo tengo una grave acusación contra este caballero.

—Sí, espantosamente grave —subrayó Maurice, y apoyó su mano sobre el hombro de Alec, de modo que sus dedos tocaron su cuello, haciendo esto únicamente porque deseaba hacerlo, no por otra razón.

El señor Ducie no se dio cuenta. Hombre confiado, supuso que se trataba de una grosera broma. Aquel caballero de oscuro no podía ser Wimbleby si decía que no lo era. Repuso:

—Lo siento muchísimo, señor, es muy raro que yo cometa un error.

Y después, decidido a demostrar que no era un viejo estúpido, se puso a hablar a la silenciosa pareja sobre el Museo Británico, no meramente una colección de reliquias, sino un lugar que podía resultar, cuando menos, estimulante; que planteaba problemas aún en la mente de los niños, que uno respondía sin duda inadecuadamente; hasta que una paciente voz dijo: «Ven, estamos esperando», y el señor Ducie se unió de nuevo a su mujer. Cuando lo hizo, Alec se echó a un lado y murmuró:

—Está bien… No le causaré más problemas ya.

—¿A dónde acudirás con tu grave acusación? —dijo Maurice, súbitamente terrible.

—No podría decirlo -—reflexionaba, sus banderas contra los héroes, perfecto pero sin sangre, sin haber conocido nunca el desconcierto ni la infamia—. No se preocupe… Ya no le molestaré más, tiene usted demasiadas agallas.

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