Maurice (28 page)

Read Maurice Online

Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
11.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

La cabaña se ofrecía como el lugar más adecuado para tal fin. Entró en ella y encontró a su amigo dormido. Alec yacía sobre un montón de cojines, apenas visible a la luz moribunda del día. Al despertar no pareció excitado ni sorprendido, y acarició el brazo de Maurice con sus manos antes de que hablara.

—Así que recibiste el telegrama —dijo.

—¿Qué telegrama?

—El telegrama que te envié esta mañana a tu casa, di-ciéndote… —Bostezó—. Perdona, estoy un poco cansado, entre una cosa y otra… Diciéndote que vinieras aquí sin falta… —Y como Maurice no respondió, porque no podía realmente, añadió—: Y ahora todo aquello acabó y no nos separaremos más.

XLVI

Descontento con su manifiesto a los electores —le parecía demasiado paternalista para la época—, Clive estaba intentando corregir las pruebas de imprenta cuando Simcox anunció: «El señor Hall.» Era muy tarde, y la noche oscura; todos los rastros del majestuoso ocaso habían desaparecido del cielo. No podía ver nada desde el porche, aunque oía abundantes ruidos. Su amigo, que había rehusado entrar, estaba dando patadas a la grava y arrojando piedrecitas contra los matorrales y las paredes.

—Hola, Maurice, entra. ¿Por qué esa terquedad? —preguntó, un poco incómodo, sin molestarse en sonreír, dado que su rostro permanecía en la sombra—. Me alegro de que hayas vuelto, espero que te encuentres mejor. Desgraciadamente estoy un poco ocupado, pero la habitación roja no, entra y duerme aquí como siempre. Me alegra verte.

—Sólo tengo cinco minutos, Clive.

—Ven aquí, hombre, esto es fantástico. —Avanzó en la oscuridad hospitalariamente, llevando aún en la mano sus pruebas de imprenta—. Anne se pondrá furiosa conmigo si no te quedas. Es chocante que vuelvas así. Perdóname, pero tengo que hacer unas cosillas por un rato. —Entonces advirtió un círculo de negrura en la oscuridad, y, súbitamente incómodo, exclamó—: Supongo que todo va bien.

—Todo estupendamente… como tú dirías.

Entonces Clive puso a un lado la política, pues sabía que debía de tratarse del asunto amoroso, y se preparó para la confidencia y la simpatía, aunque hubiera deseado que se hubiese producido en un momento en que se hallase menos ocupado. Su sentido de la proporción le sostenía. Abrió el camino hasta el sendero desierto tras los laureles, donde los dondiegos destellaban y realzaban con un desmayado amarillo los muros de la noche. Allí estarían a solas. Tanteando encontró un banco, se sentó arrellanado en él, puso las manos tras la cabeza, y dijo:

—Estoy a tu disposición, pero mi consejo es que pases la noche aquí, y que consultes a Anne por la mañana.

—Yo no quiero su consejo.

—Bueno, como quieras, claro está, pero fuiste tan amable hablándonos de tus esperanzas, y cuando el problema es una mujer yo siempre consultaría a otra mujer, sobre todo si tiene la penetración casi misteriosa de Anne.

Los brotes de enfrente aparecían y reaparecían, y de nuevo Clive sintió que su amigo, moviéndose de un lado a otro frente a ellos, pertenecía esencialmente a la noche. Una voz dijo:

—Es algo mucho peor que eso para ti; estoy enamorado de tu guardabosque.

Era algo tan inesperado y absurdo, que dijo:

—¿La señora Ayres? —y se incorporó estúpidamente.

—No. Scudder.

—¡Cómo! —gritó Clive, lanzando una mirada a la oscuridad. Repuesto, dijo ahogadamente—: Qué anuncio tan grotesco.

—De lo más grotesco —repitió la voz—, pero consideré que después de todo debía venir aquí y decirte lo de Alec.

Clive sólo había captado el mínimo. Suponía que «Scudder» era una
façon de parler
, como uno podría decir «Ganímedes», porque la intimidad con alguien socialmente inferior era para él inconcebible. Así, se sintió deprimido y ofendido, pues había supuesto que Maurice era normal durante la última quincena, y por ello había estimulado su amistad con Anne.

—Hicimos lo que pudimos —dijo—, y si quisieras pagarnos lo que nos «debes», como dices, no perderías el tiempo en pensamientos morbosos. Me disgusta mucho oírte hablar de ti mismo así. Me diste a entender que el mundo del otro lado del espejo se había quedado atrás para ti al fin, cuando tratamos del tema aquella noche en la habitación roja.

—Cuando te decidiste a besarme la mano —añadió Maurice con deliberada acritud.

—No aludas a eso —sus ojos relampaguearon, no era la primera ni sería la última vez, y moviendo por un momento al proscrito a amarle. Después volvió a caer en el intelectualismo—. Maurice… Oh, lo siento tanto que quizá no sea capaz de expresarlo con palabras, pero te pido, te pido insistentemente que luches por no volver a tu obsesión. Te liberarás si lo haces. Trabajo, aire fresco, tus amigos…

—Como te dije antes, no estoy aquí para pedir consejo ni para hablar de pensamientos ni de ideas. Soy carne y sangre, si quieres condescender a cosas tan bajas…

—Sí, de acuerdo; soy un teórico empedernido, ya lo sé.

—… y quiero mencionar a Alec por su nombre.

Aquello recordaba a ambos la situación de un año atrás, pero Clive fue el que retrocedió esta vez ante el ejemplo.

—Si Alec es Scudder, no está ya de hecho a mi servicio, ni siquiera en Inglaterra. Ha embarcado para Buenos Aires hoy mismo. Continúa, pues. Estoy de acuerdo en volver a discutir la cuestión si esto puede ayudarte lo más mínimo.

Maurice hinchó los carrillos y comenzó a deshojar florecillas de alto tallo. Se desvanecieron una tras otra, como velas que la noche extingue.

—Me he unido a Alec —dijo, tras pensarlo profundamente.

—¿Unido cómo?

—Totalmente.

Clive dejó escapar un gemido de disgusto. Él quería destruir al monstruo y huir, y lo deseaba débilmente. Después de todo, eran hombres de Cambridge… Pilares de la sociedad ambos; no debía mostrarse violento. No lo hizo; se mantuvo tranquilo y controlado hasta el fin. Pero su sutil y huraña desaprobación, su dogmatismo, la ceguera de su corazón, sublevaban a Maurice, que únicamente hubiera respetado el odio.

—Lo expresé de una forma ofensiva —continuó—, pero debo asegurarme de que lo entiendes. Alec estuvo conmigo en la habitación roja aquella noche que tú y Anne os au-sentásteis.

—Maurice… ¡Oh, Dios mío!

—También en la ciudad… También… —aquí se detuvo.

Aún en su náusea, Clive volvió a la generalización, era parte de la vaguedad mental introducida por su matrimonio.

—Desde luego… La única excusa en una relación entre hombres es que se mantenga puramente platónica.

—No lo sé. He venido a decirte lo que hice.

Sí, ésta era la razón de su visita. Era cerrar un libro que jamás volvería a leerse de nuevo, y mejor cerrarlo que dejarlo rodar y que se ensuciara. El volumen de su pasado debía volver a su estante, y éste, éste era el lugar, en medio de la oscuridad y de las flores deshojadas. Le debía aquello también a Alec. No podía soportar mezcla alguna de lo viejo y lo nuevo. Todo compromiso era peligroso porque era furtivo, y, terminada su confesión, él debía desaparecer del mundo que le había formado.

—Debo decirte también lo que hizo él —continuó, intentando contener su alegría—. Ha sacrificado su carrera por mí… Sin ninguna garantía de que yo haga nada por él… Y yo no lo habría hecho antes… Siempre soy lento para ver las cosas… No sé si su actitud es platónica o no, pero es lo que ha hecho.

—¿Cómo sacrificado?

—Ahora mismo acabo de dejarle… No se fue.

—¿Que Scudder perdió su barco? —gritó el hacendado con indignación—. Esta gente es imposible.—Después se detuvo, enfocando el futuro—. Maurice, Maurice —dijo con cierta ternura—. Maurice, ¿
quo vadis
? Te estás volviendo loco. Has perdido todo el sentido de… Deberías preguntarte si intentas…

—No, no debes preguntarme —interrumpió el otro—. Tú perteneces al pasado. Te lo he dicho todo hasta este momento… Pero ni una palabra sobre el futuro.

—Maurice, Maurice, sabes que me interesas un poco, lo sabes, o no hubiese aguantado lo que me has dicho.

Maurice abrió su mano. Luminosos pétalos aparecieron en ella.

—Tú te interesas por mí un poquito, lo creo —admitió—. Pero no puedo basar toda mi vida en un poquito. Ni tú. Tú apoyas la tuya en Anne. No te preocupas de si tu relación con ella es platónica o no. Sólo sabes que es lo suficientemente grande como para apoyar en ella una vida. Yo no puedo apoyar la mía en los cinco minutos que me dedicas entre ella y la política. Tú no harás nada por mí, salvo verme. Es lo único que has hecho en todo este año infernal. Me dejas libremente en tu casa, y procuras por todos los medios casarme, porque eso te libera de mí. Te preocupas un poco por mí, ya lo sé —pues Clive había protestado—, pero nada tenemos que hablar, y tú no me amas. Yo fui tuyo una vez hasta la muerte, y lo sería si te hubieras preocupado de conservarme, pero ahora soy de otro… No puedo apoyarme en el dolor para siempre… y él es mío de una forma que te sorprende, pero ¿por qué no dejas de sorprenderte y atiendes a tu propia felicidad?

—¿Quién te enseñó a hablar así? —farfulló Clive.

—Tú, no pudo ser otro.

—¿Yo? Es sorprendente que me atribuyas a mí tales pensamientos —prosiguió Clive.

¿Había corrompido él a una inteligencia inferior? No podía comprender que él y Maurice procedían del Clive de dos años atrás, y que uno se había inclinado a la respetabilidad y el otro a la rebelión, ni que aún habían de diferenciarse más. Estaban las elecciones, cualquier rumor de aquello las arruinaría. Pero no debía apartarse de su deber. Debía rescatar a su viejo amigo. Una sensación de heroísmo fue ganándole insensiblemente; y comenzó a preguntarse cómo podría silenciar a Scudder y si él intentaría extorsionar. Era demasiado tarde para discutir formas y modos, así que invitó a Maurice a cenar con él la semana siguiente en su club de la ciudad.

Respondió una risa. Siempre le había gustado la risa de su amigo, y en aquel momento su suave rumor le tranquilizó: le sugería felicidad y seguridad.

—Eso está bien —dijo, y fue tan lejos como para extender su mano entre unas ramas de laurel—. Es mejor que hacer un largo discurso, que no te convence ni a ti mismo ni a mí. —Sus últimas palabras fueron—: El viernes próximo, digamos a las 7.45. Con esmoquin basta. Ya sabes.

Éstas fueron sus últimas palabras, porque Maurice había desaparecido, sin dejar más rastro de su presencia que un montón de pétalos de dondiego, que gemían en el suelo como un fuego agonizante. Hasta el final de su vida tuvo Clive la duda del momento exacto de su partida, y con la proximidad de la vejez creció su incertidumbre de si el momento se había producido siquiera. La habitación azul brillaría, se mecerían los helechos. Desde algún Cambridge exterior, su amigo comenzó a hacerle señas, cubierto de sol, desparramando los perfumes y los rumores del tercer trimestre.

Pero a la vez, simplemente estaba ofendido por una descortesía, y la comparaba con riñas similares del pasado. No comprendió que aquello era el final, sin media luz crepuscular ni compromiso, que jamás volvería a cruzarse en el camino de Maurice, ni a hablar con los que le habían visto. Esperó un rato en el sendero. Después volvió a la casa a corregir sus pruebas y a inventar un medio de ocultarle la verdad a Anne.

Nota final

En su forma original, que casi conserva hoy,
Maurice
data de 1913. Fue el resultado directo de una visita a Edward Carpenter en Milthorpe. Carpenter tenía un prestigio difícil de comprender hoy. Era un rebelde muy de su época. Era emotivo, y un poco sacramental, pues había comenzado su vida como clérigo. Era un socialista que ignoraba el industrialismo, y un partidario de la vida sencilla, con unos ingresos independientes, y un poeta whitmaniano de más nobleza que vigor, y, finalmente, un creyente en el Amor de los Camaradas, a los que a veces llamaba urania-nos. Fue este último aspecto de él el que me atrajo en mi soledad. Durante un corto tiempo, parecía que él poseyera la llave de todos los problemas. Me acerqué a él a través de Lowes Dickinson, y como quien se acerca a un salvador.

Debió ser en mi segunda o tercera visita al santuario cuando ardió la chispa, y él y su camarada George Merrill se las arreglaron para causarme una profunda impresión y para despertar en mí una fibra creadora. George Merrill también tocó mi cadera con ademán educado. Creo que lo hacía con la mayoría de la gente. La sensación fue insólita, y aún lo recuerdo, como recuerdo la posición de un diente perdido hace mucho tiempo. Fue algo tanto sicológico como físico. Pareció ascender a lo largo de mi espalda hasta mis ideas, sin afectar mis pensamientos. Si realmente hizo esto, actuó en estricto acuerdo con el misticismo yogui de Carpenter, y demostraría que en aquel preciso instante yo había concebido.

Volví entonces a Harrogate, donde mi madre seguía un tratamiento, e inmediatamente comencé a escribir
Mauri-ce
. Ninguno de mis otros libros se inició de este modo. El esquema general, los tres personajes, el final feliz para dos de ellos, todo se agolpó en mi pluma. Y todo fue saliendo de ella sin tropiezos. Quedó terminada en 1914. A los amigos, hombres y mujeres a los que se la enseñé, les gustó. Pero los había elegido cuidadosamente. Hasta ahora no se ha enfrentado ni con la crítica ni con el público, y he estado inmerso en ella demasiado tiempo, para juzgarla.

El final feliz era imperativo. De otro modo, no me hubiese molestado en escribirla. Estaba decidido a que por lo menos en una obra de ficción dos hombres se enamorasen y permaneciesen unidos en ese para siempre que la ficción permite; y en este sentido, Maurice y Alec aún vagan por los bosques. La dediqué a «Tiempos Mejores», y no totalmente en vano. La felicidad es su clave, lo que ha tenido un resultado inesperado: ha hecho el libro más difícil de publicar. A menos que el
Wolfenden Report
se convierta en ley, probablemente tenga que quedarse en manuscrito. Si terminase trágicamente con un muchacho colgando de un lazo corredizo o con un pacto de suicidio, todo iría bien, pues no habría pornografía ni corrupción de menores. Pero los amantes salen impunes, y en consecuencia impulsan al delito. El señor Borenius es demasiado incompetente para atraparlos, y la única penalidad que la sociedad les impone es un exilio que alegremente abrazan.

Notas sobre los tres hombres

En Maurice intenté crear un personaje completamente distinto a mí, o a lo que yo imagino ser: alguien agraciado, sano, físicamente atractivo, mentalmente lento, un aceptable hombre de negocios y bastante presumido. En esta mezcla añadí un ingrediente que le descompone, le hace despertar, le atormenta, y finalmente le salva. Su medio le exaspera por su misma normalidad: madre, dos hermanas, una casa confortable, un trabajo respetable que va transformándose gradualmente en un infierno para él; debe abatir todo esto o dejarse abatir por ello. No hay una tercera vía. El desarrollo de un personaje así, el colocarle trampas que unas veces elude, en las que otras cae y a las que finalmente aplasta, resultó ser una venturosa tarea.

Other books

Darkin: A Journey East by Joseph A. Turkot
A View From a Broad by Bette Midler
Just This Night by Mari Madison
Alera by Cayla Kluver
Bastion by Mercedes Lackey
Touch by Mark Sennen
Denouement by E. H. Reinhard