Maurice (26 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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—Al cuerno las agallas —dijo Maurice, hundiéndose un momento en cólera.

—No pasará nada más… —prosiguió Alec golpeándose la boca—. No sé lo que me pasó, señor Hall; yo no quería causarle problemas, en ningún momento lo quise.

—Tú me chantajeaste.

—No, señor, no…

—Sí, lo hiciste.

—Maurice, escucha; yo sólo…

—¿Me llamas Maurice?

—Tú me llamaste Alec… Soy tan bueno como tú.

—¡No veo que lo seas! —hubo una pausa antes de la tormenta; entonces él estalló—: Dios mío, si hubieses metido la pata ante el señor Ducie, te habría destrozado. Podría haberme costado cientos de libras, pero las tengo, y la policía siempre respalda a los de mi clase contra los de la tuya. Tú no lo sabes. Te habría metido en la cárcel, por chantaje, y después… Me habría levantado la tapa de los sesos.

—¿Se habría matado? ¿Se suicidaría?

—Entonces me habría dado cuenta de que te amaba… Demasiado tarde… Todo siempre demasiado tarde —las hileras de antiguas estatuas temblaron y él se oyó añadir—: No me propongo nada, pero vayamos afuera. No podemos hablar aquí.

Abandonaron el enorme y caldeado edificio, pasaron la biblioteca, llamada católica, buscando la oscuridad y la lluvia. En el pórtico, Maurice se detuvo y dijo amargamente:

—Se me olvidaba. ¿Y tu hermano?

—Está con mi padre… No sabe una palabra. Sólo estaba amenazando…

—… para el chantaje.

—Si pudiese usted entender… —sacó el mensaje de Maurice—. Tómelo si quiere… Yo no lo quiero… Nunca pretendí nada… Supongo que éste es el final.

Desde luego no lo fue. Incapaces de separarse, aunque ignorando lo que iba a suceder a continuación, siguieron discutiendo a la luz del último resplandor de aquel sórdido día; la noche, siempre una en su esencia, llegó finalmente, y Maurice recobró su autocontrol y pudo observar el nuevo material que la pasión había ganado para él. En una plaza desierta, junto a unas barandas que cercaban algunos árboles, volvieron a detenerse para discutir su crisis.

Pero cuando él se calmaba, el otro se enfurecía. Era como si el señor Ducie hubiera establecido alguna enfure-cedora desigualdad entre ellos, de modo que uno golpeaba tan pronto como su amigo se cansaba de golpear. Alec dijo furiosamente:

—Llovía más que ahora en el embarcadero, y hacía mucho más frío. ¿Por qué no fuiste?

—Confusión.

—¿Cómo dices?

—Tienes que saber que yo siempre estoy confuso. No fui ni escribí porque quería apartarme de ti sin quererlo.

Tú no lo entendías. Querías hacerme volver por todos los medios y yo tenía un miedo terrible. Te sentía a ti cuando intentaba dormirme en casa del médico. Me obsesionabas. Yo sabía que algo iba mal, pero no podía decir el qué. Así que me dediqué a pensar que eras tú.

—¿Y qué era?

—La… situación.

—No te sigo. ¿Por qué no viniste al embarcadero?

—Mi miedo… y tu problema ha sido el miedo también… Desde el partido de criquet te has dejado dominar por el miedo que yo te producía. Ése es el motivo de que hayamos estado intentando destruirnos uno a otro, y de que aún lo estemos haciendo.

—Yo no cogería ni un penique tuyo, no sería capaz de causarte el menor mal —gruñó, y sacudió las barras que le separaban de los árboles.

—Pero aún estás intentando herirme en mi mente.

—¿Por qué vas y dices que me amas?

—¿Por qué me llamas Maurice?

—Oh, dejemos esta charla. Toma…

Y ofreció su mano. Maurice la tomó, y consiguieron en aquel momento el mayor triunfo que un hombre ordinario puede obtener. El amor físico significa reacción y es esencialmente miedo, y Maurice vio entonces lo natural que era que su primitivo abandono en Penge le hubiese llevado al peligro. Ellos sabían tan poco uno de otro… y a la vez tanto. De ahí venía el miedo. De ahí venía la crueldad. Y se regocijó porque había comprendido la infamia de Alec a través de la suya: vislumbrando, no por primera vez, el genio que se oculta en el alma atormentada del hombre. No como un héroe, sino como un camarada, había resistido a las bravatas, y había hallado tras ellas lo infantil, y detrás de esto, algo más.

Poco después el otro habló. Espasmos de remordimientos y disculpas brotaron de él; era como alguien que vomita un veneno. Después, recuperada la salud, comenzó a contárselo todo a su amigo, sin vergüenza ya. Habló de sus parientes… También él estaba encarcelado en su clase. Nadie sabía que se encontraba en Londres. En Penge creían que estaba en casa de su padre, y en casa de su padre que en Penge. Había sido difícil, muy difícil. Ahora debía volver a casa, ver a su hermano, con el que se iría a la Argentina: su hermano estaba relacionado allí en el comercio, y la mujer de su hermano; y con todo esto mezclaba una cierta presunción, propia de quien no tiene una educación superior. Venía de una familia respetable, repetía, él no se humillaba ante nadie, de ninguna manera, él era tan bueno como cualquier caballero. Pero mientras presumía así, su brazo fue cogiendo el de Maurice. Merecían aquella caricia… el sentimiento era extraño. Las palabras se fueron apagando, para recomenzar súbitamente. Fue Alec quien las aventuró.

—Quédate conmigo.

Maurice se apartó y sus músculos se agitaron. Ahora estaban enamorados uno de otro conscientemente.

—Duerme esta noche conmigo. Conozco un sitio.

—No puedo, tengo un compromiso —dijo Maurice, cuyo corazón latía violentamente. Una cena protocolaria le aguardaba. Uno de esos banquetes de compromiso que aportaban trabajo a su empresa y que prácticamente no podía cortar. Casi se había olvidado de ello—: Tengo que dejarte ahora y cambiarme de ropa. Pero mira, Alec, sé razonable. Veámonos otra noche en lugar de ésta… Cualquier día.

—No puedo venir a Londres otra vez… Mi padre o el señor Ayres acabarán comunicándose.

—¿Y qué más da que lo hagan?

—¿Y qué más da que no vayas a la cena?

De nuevo quedaron en silencio. Entonces Maurice dijo en un tono cordial, pero desfallecido:

—Muy bien. Al diablo con ella.

Y continuaron juntos bajo la lluvia.

XLIV

—Alec, levántate. Un brazo se encogió. —Es tiempo de que hagamos planes. Él se acurrucó más, más despierto de lo que pretendía, cálido, vigoroso, feliz. La felicidad abrumaba también a Maurice. Se movió, sintió un abrazo como respuesta, y olvidó lo que quería decir. La luz caía sobre ellos desde el mundo exterior, en el que aún llovía. Un extraño hotel, un refugio casual, les protegía de sus enemigos un poco más.

—Es hora de levantarse, muchacho, es ya de día.

—Levantémonos, pues.

—¡Cómo voy a levantarme, tal como me tienes cogido!

—No tengas tanta prisa, ya te diré cuándo tienes que tener prisa.

No se portaba ya respetuosamente. El Museo Británico le había curado de esto. Era fiesta, Londres con Maurice, todos los problemas superados, y él quería dormitar y pasar el tiempo y bromear…

Maurice quería lo mismo, lo cual era agradable, pero el futuro inmediato le distraía, la invasión de luz hacía su gozo irreal. Había que decir y establecer algo. Por la noche que acababa, por el sueño y el despertar, la dureza y la ternura mezcladas, la dulce calma, el amparo en la oscuridad. ¿Retornarían una vez a aquella noche?

—¿Estás bien, Maurice? —porque él había suspirado—. ¿Estás cómodo? Apoya la cabeza sobre mí, como más te guste… Y no te preocupes. Estás conmigo. No te preocupes.

Sí, tenía suerte, no había duda. Scudder había resultado bueno y honesto. Era un tesoro, una delicia, un hallazgo insólito, el sueño tan deseado. Pero, ¿era valiente?

—Qué bien está que a los dos nos guste esto… ¡Quién lo hubiera pensado!… La primera vez que te vi, pensé: «me gustaría que yo y aquél…» Esto de ahora… «No podríamos yo y él…» Y ha sucedido.

—Sí, y por esto hemos llegado a luchar.

—¿Quién quiere luchar? —parecía enojado—. Ya ha habido bastante lucha.

—Todo el mundo está contra nosotros. Tenemos que ayudarnos y hacer planes, mientras podamos.

—¿A dónde quieres ir diciendo eso y estropeándolo todo?

—Es que es necesario que lo diga. No podemos permitir que las cosas vayan mal y suframos de nuevo, como sucedió en Penge.

Súbitamente Alec le rozó con fuerza con la palma de su mano curtida por el sol, y dijo:

—Esto hace daño, no lo otro, u otra insignificancia pa recida. Así es como lucho
yo
. —Dolía un poco, y con la broma surgía una especie de resentimiento—. No me ha bles de Penge —continuó—. ¡Oh! Sí. Penge, donde yo era siempre un criado, y Scudder haz esto y Scudder haz lo otro, y la vieja señora, ¿qué crees que me dijo una vez? Me dijo: «Oh, ¿tendría usted la bondad de llevarme esta carta al correo? ¿Cuál es su nombre?» ¡Cuál es su nombre! Día tras día durante seis meses estuve en el maldito porche de Clive esperando órdenes, y su madre no sabía mi nombre. Es una zorra. Yo dije: «¿Cuál es su nombre? Mierda es su nombre.» Casi se lo dije. Desearía haberlo hecho. Maurice, no puedes imaginarte cómo se trata a los criados. No hay palabras que lo expresen. Ese Archie Lon-don, que era tan amigo tuyo, es igual de malo, y también tú, igual tú. «Hola, hombre», y demás. No tienes idea de lo cerca que estuviste de perderme. Faltó muy poco para que yo no subiese jamás por aquella escalera cuando me llamaste; él no me quiere realmente, y me puse loco de furia cuando no fuiste al embarcadero como yo te decía. ¡Demasiado grande! Veremos. El embarcadero era un lugar con el que yo siempre había soñado. Bajaba a fumar allí antes de haber oído hablar de ti, lo abrí fácilmente, aún llevo la llave conmigo, naturalmente… el embarcadero, contemplar el río desde el embarcadero, muy tranquilo, de cuando en cuando salta un pez, y los cojines, de la forma que yo los coloqué.

Quedó en silencio, después de haber dicho todo aquello; había comenzado a hablar con aspereza y alegría, y una cierta artificiosidad; después su voz se había apagado en la tristeza, pues la verdad había surgido hasta la superficie del agua y no podía mantenerse a flote.

—Aún nos encontraremos en tu embarcadero.

—No, no podremos. —Le empujó, después suspiró profundamente, le acercó a sí, dejó a un lado la violencia, y le abrazó como si el mundo fuese a terminar—. Te acordarás de esto de todos modos. —Se levantó y miró el grisáceo exterior, con los brazos colgando vacíos. Era como si desease que lo recordara así—. Fácilmente podría haberte matado.

—O yo a ti.

—¿Dónde están mis ropas y lo demás?

Parecía confuso.

—Es tan tarde… Todavía tengo que afeitarme, no contaba quedarme por la noche… Debía… Tengo que coger el tren inmediatamente, o Fred comenzará a imaginarse cosas.

—Déjale que las imagine.

—Dios mío, si Fred nos viese a ti y a mí ahora.

—Bueno, no nos está viendo.

—Bueno, él podría tener… Lo que quiero decir es que, mañana es jueves, ¿verdad?, el viernes hay que hacer el equipaje. El sábado sale el
Normannia
de Southampton, así que es adiós a la vieja Inglaterra.

—Quieres decir que tú y yo no vamos a vernos más.

—Eso mismo. Lo has entendido perfectamente.

¡Y aún estaba lloviendo! Una mañana lluviosa después del aguacero del día anterior, lluvia en los techos y en el museo, en casa y en el bosque. Controlándose a sí mismo, y eligiendo las palabras muy cuidadosamente, Maurice dijo:

—De eso precisamente es de lo que quiero hablar. ¿Por qué no lo preparamos todo para vernos de nuevo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué no te quedas en Inglaterra?

Alec giró en redondo, aterrado. Medio desnudo, parecía también medio humano.

—¿Quedarme? —gruñó—. ¿Perder mi barco? Estás chiflado. Es la tontería mayor que he oído jamás. No vuelvas a hablarme de eso, eh, no vuelvas a hacerlo.

—Es una casualidad entre mil que nos hayamos encontrado. Nunca volveremos a tener esa oportunidad, y tú lo sabes. Quédate conmigo. Nos amamos.

—Claro que me gustaría, pero eso no es ninguna excusa para obrar como un imbécil. Quedarme contigo… ¿pero cómo y dónde? ¿Qué diría tu mamaíta si me viese, zafio y grosero como soy?

—Ella nunca te vería. Yo no viviría en casa.

—¿Dónde vivirías?

—Contigo.

—Ah, ¿querrías? No, gracias, mi gente te haría pedazos y yo no se lo reprocharía. ¿Y cómo seguirías con tu trabajo? Me gustaría saberlo.

—Lo mandaré al cuerno.

—¿Tu trabajo, que te da tu dinero y tu posición? No puedes mandarlo al infierno.

—Puedes cuando entiendes —dijo Maurice dulcemente—. Puedes hacer cualquier cosa cuando sabes lo que es. —Contemplaba la luz gris que estaba convirtiéndose en amarilla. Nada le sorprendía en aquella charla. Lo que no podía predecir era su resultado—. Encontraré trabajo contigo —continuó: había llegado el momento de anunciarlo.

—¿Qué trabajo?

—Lo buscaremos.

—Lo buscaremos y moriremos de hambre.

—No. Habrá dinero suficiente para mantenernos mientras buscamos. No soy tonto, ni tampoco tú. No moriremos de hambre. He pensado mucho en ello, mientras estaba despierto por la noche y tú dormías.

Hubo una pausa. Alec continuó más cortésmente:

—No podríamos hacerlo, Maurice. Sería la ruina de los dos, no te das cuenta, ¿tú y yo iguales?

—No sé. Puede que sí. Puede que no. «Clase.» No sé. Sé lo que haremos hoy. Salgamos de aquí y tomemos un desayuno decente y volvamos a Penge o a donde tú quieras, y veamos a Fred y a los tuyos. Tú les dices que has cambiado de idea y que no quieres irte, y que en lugar de eso has cogido un trabajo con el señor Hall. Yo iré contigo. No me importa. Veré a quien sea, me enfrentaré a lo que sea. Si quieren sospechar, déjales. Ya estoy harto. Dile a Fred que cancele tu billete, yo se lo pagaré y empezaremos a ser libres. Después pasaremos a lo siguiente. Es un riesgo, pero todo es un riesgo, y sólo se vive una vez.

Alec rió cínicamente, y siguió vistiéndose. Sus maneras recordaban las del día anterior, aunque no hiciera chantaje.

—Esa charla tuya es la de alguien que nunca ha tenido que ganarse la vida —dijo—. Te dedicas a engatusarme con yo te amo y demás, y después intentas destrozar mi carrera. ¿No entiendes que he logrado un trabajo que está esperándome en la Argentina? Lo mismo que tú lo tienes aquí. Es una lástima que el
Normannia
salga el sábado, pero los hechos son los hechos y no hay que darle vueltas, todo mi equipo está comprado, lo mismo que el billete, y Fred y su mujer me esperan.

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