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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (21 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Perdón —dijo Rafaela.

—¿Por qué?

—Por haber entrado en su puesto sin permiso.

—Me alegra que lo haiga hecho.

—Vine a traerle esto —se apresuró a aclarar—. Es un ungüento que preparo a base de árnica. Es muy bueno para desinflamar contusiones —como él seguía mirándola con expresión ambigua, añadió—: Para el golpe que le propinó el toruno.

—Si agradece —contestó él, y lo tomó—. Siéntese.

Rafaela se ubicó en una banqueta, y enseguida Quinto le apoyó la cabeza en la rodilla en busca de más caricias. La situación le resultaba fascinante. Tenía a un jaguar sobre la pierna y no sentía miedo, mientras Furia, medio desnudo, se echaba encima una camisa, y ella no se avergonzaba. La inverosimilitud de su propia conducta la aturdía, y se preguntó si aquello no conformaría parte de un sueño.

—Si agradece —insistió Furia, una vez sentado frente a ella, y levantó la lata con ungüento—. No debería haberse molestao.

—No ha sido molestia, señor Furia. Es lo menos que puedo hacer después de la ayuda invaluable que usted está prestándome. ¿Su caballo resultó herido por el toruno?

—Le levantó un poco el pellejo con las guampas. Ya lo he curao.

—Lo siento.

—'Ta bien.

Se quedó callada, estudiándolo con desvergüenza. Tenía el pelo mojado.

—¿Se llama Quinto el jaguar?

—No é un jaguar, é un puma. Y sí, ésa é su gracia porque lo hallé a orillas de ese río, años atrá, entuavía siendo cachorrón.

—¡Qué maravilloso debe de ser tener a un puma por amigo! Yo le temo a los animales, aunque algunos son hermosos y me siento igualmente atraída por ellos.

—Pues ya tiene a un puma por amigo al que jama deberá temerle. Se ha ganao la devoción de Quinto, lo digo en serio. É muy arisco, y sólo a Calvú o a mí nos permite que lo toquemos, a veces al padre Ciriaco, un amigo mío. Y aura a usté.

Rafaela experimentó un orgullo que se traslució en el rubor de sus carrillos y en el brillo de sus ojos. "¡Qué ojos!", pensó Furia.

—No había visto a Quinto anteriormente. ¿Es que lo mantiene escondido en su puesto durante el día?

—Quinto é demasiao libre pa'mantenerlo escondió. Él va y viene como se le da la gana. Aparece y desaparece. Se mantiene lejos de los cristianos porque sabe que lo han de cazar si lo viden. Me busca en cuantito me anda echando de meno. ¿Verdá, amigo?

—¡Qué hermoso es! —pensó Rafaela en voz alta, sin detener las caricias.

Cayeron en un silencio. Artemio Furia no apartaba la mirada de la muchacha. Para él, el momento también poseía una esencia mágica y onírica. Rafaela Palafox lo había sorprendido, y eso no resultaba usual. Y aun en la anormalidad de la situación, él se sentía tan cómodo y a gusto como si frente a él se encontrara el padre Ciríaco o Calvú Manque. Asimismo, experimentaba un cosquilleo en el pecho que lo llevó a preguntarse si no se trataba de pura dicha.

A Furia lo conmovió admitir que respetaba a esa mujer como a pocos hombres. Él, a las mujeres, no las respetaba; las trataba con gallardía, aunque las considerara criaturas mañosas y arteras, como Albana, Menos aún respetaba a las señoras encumbradas, que ocultaban tras oropeles y discursos de moralidad las mismas artes empleadas por sus congéneres de la mala vida. De improviso, se preguntó de qué color serían sus pezones.

—Debo irme —dijo Rafaela, y se puso de pie, de pronto avergonzada por la mirada del gaucho Furia.

—Quinto y yo la acompañaremos hasta las casas.

—Gracias.

—No, a usté, señorita, por el ungüento. Y por haberme ayudao a sacar a Billy de ese apretó.

—Usted se enojó'mucho —le recordó—. Siempre se enoja conmigo.

—Me puse como loco cuando la vide en la tranquera, llamando al toruno.

—¡Es que me asusté tanto cuando ese animal rabioso lo golpeó! —estalló Rafaela, con un ardor que inmutó a Furia—. Debo irme —insistió, y echó a andar, reprochándose la vehemencia de la declaración.

Enseguida, Furia y Quinto se ubicaron a cada lado, y, cuando Furia le buscó la mano, ella le permitió que la tomase. Caminaron en un silencio cómplice, los tres a gusto. Pocas veces Rafaela se había sentido tan segura. De hecho, aunque se esforzase, no encontraba entre sus memorias un momento más pleno y tranquilo. Deseó que el señor Furia jamás saliera de su vida.

Se detuvieron al llegar a los lindes de la casa. Rafaela acarició la cabeza del puma, que le lamió la mano y la hizo reír. Con timidez, levantó el rostro hasta encontrar los ojos de Artemio, que mostraban abiertamente la ansiedad que lo dominaba. Esa mirada la colmaba de emociones desconocidas, le resultaban confusas y difíciles de definir. Por un lado, la halagaba que él la contemplara con deseo cuando ella había supuesto que no la encontraría atractiva; por el otro, la llenaba de resquemores. Con Juan de Dios, de algún modo, se había sentido dominante. Él había sido un joven tranquilo, de contextura menuda, un poco más alto que ella, de mirada lánguida y modos refinados, lo opuesto al señor Furia. Juan de Dios había intentado besarla varias veces y ella se lo había permitido en dos ocasiones, un simple roce de labios que ella había juzgado bastante anodino. Al mirar la boca del señor Furia, supo por intuición que él no se andaría con rodeos ni admitiría la mejilla.

—Buenas noches, señor Furia. Que descanse.

El hombre inclinó la cabeza y dio un paso al costado para permitirle pasar.

Capítulo IX

La muchacha de los ojos verdes

El amanecer encontró a Artemio Furia subido a un árbol de los que formaban un bosquecillo cerca de la laguna. Con la espalda apoyada en el tronco, disfrutaba del espectáculo de la salida del sol, advirtiendo que la noche se volvía más intensa durante los minutos previos a que asomase la luz del alba. Quinto descansaba en la rama contigua y se quejaba cuando él detenía las caricias.

Había dormido poco y mal, y con la señorita Palafox clavada en la mente. Anhelaba que Rafaela Palafox le perteneciera como jamás había deseado que una mujer formara parte de su vida. La intimidad compartida en el rancho lo había apaciguado y alborotado, todo al mismo tiempo. Rafaela Palafox y Binda ponía su mundo de cabeza y también le otorgaba un equilibrio. Habían estado muy cerca, no sólo desde el punto de vista físico sino en otro sentido, que tenía que ver con una comunión de espíritus. Todavía lo estremecía el recuerdo de ella entre sus brazos, el perfume de su cabello, la delicada curva de su cintura, su pánico y su alivio, su sonrisa al hacer migas con Quinto, cada detalle de Rafaela era importante.

Se preguntó a qué juego estaba jugando, adonde deseaba llegar. No la quería para una noche, la quería para todas, sin reflexionar que ella despreciaría la vida de un gaucho errante. Sacudió la cabeza, alarmando a Quinto. Se negaba a creer que la señorita Palafox lo despreciaría. Cuando lo contemplaba con sus ojos grandes y rasgados, parecía entregarse, confiada y feliz. Y sin embargo, ella también le temía, lo había leído en su mirada en varias ocasiones. Por supuesto que le temía, él era un gaucho, un gauderio, un sotreta, un mal entretenido, un hombre del peor jaez, en tanto ella era una dama. ¿Qué fuerzas contenderían en su interior? Quizás estarían despedazándola.

Pronto la estancia cobraría vida. Sus hombres y don Íñigo pulularían, muy entusiastas, puesto que ese día iniciarían la yerra de los orejanos y los terneros. Con tantas cuestiones y responsabilidades, no podía pasarse la noche en vela suspirando por una china. Por ejemplo, contaba el tema de Gabino, "el domador", a quien había despedido después del incidente con el toruno. Sabía que el tape no se quedaría quieto y eso le preocupaba, con tantas mujeres en la casa grande. Pensó también en que, terminada la yerra, conduciría la punta de ganado de los Pueyrredón a
Bosque Alegre,
por lo que se ausentaría un tiempo. Antes liquidaría el asunto de la venta de los animales de Palafox, para lo cual se precisaba la intervención del juez de paz que certificara la operación y llenara la papeleta. Pagaría tres veces lo que costaba esa punta estropeada y la arrearía hasta su campito en Cañada de Morón para engordarla. Sería un pésimo negocio, aunque valdría la pena si le arrancaba una sonrisa a Rafaela Palafox al poner en sus manos más de seiscientos pesos de moneda fuerte.

Unas risas femeninas lo obligaron a mirar hacia abajo. Quinto levantó la cabeza y paró las orejas. Furia le ordenó que se mantuviera quieto. Rafaela Palafox y su esclava, la negra Creóla, se dirigían hacia la laguna con toallas y un cesto en los brazos; resultaba obvio que tomarían un baño. Furia movió la cabeza en señal de enojo. "¡Qué china más terca!", se mosqueó. ¿Cuántas veces le había prohibido que se acercara sola a la laguna?

En ningún momento se debatió entre delatar su presencia o permanecer oculto. Se irguió en la rama para no perder detalle y sonrió con malicia al comprobar que, a diferencia de lo que se esperaba de una mujer de su condición, Rafaela no se bañaría con la bata de liencillo sino completamente desnuda. La última prenda cayó, y la visión de su trasero blanco y regordete, que destacaba en la media luz del amanecer, le borró la sonrisa. La estudió con avidez y concluyó que su cuerpo semejaba a una pera. La muchacha se dio vuelta para extender una sábana sobre la marisma, y sus grandes pechos se sacudieron y rebotaron. Furia los observó con los labios entreabiertos. Sus pezones eran de un rosa tan pálido que resultaba difícil distinguirlos, aunque casi de inmediato se tornaron de una coloración más encarnada cuando una brisa fresca, que incluso lo alcanzó a él, los crispó.

Resultaba atractivo el contraste entre las figuras de la esclava y de su ama, no tanto por la negrura de una y la blancura cremosa de la otra, sino por sus formas. La silueta de Creóla transmitía la idea de rectas, cuando la de Rafaela Palafox lo hacía pensar en curvas. Más allá de un respingado y mullido trasero, Creóla era enjuta, de hombros cuadrados, piernas largas y esbeltas y nada de cintura. Rafaela, por el contrarío, parecía mullida donde sus ojos se posasen, en los brazos, en las piernas, en el vientre abultado, en sus pechos generosos, con una cadera que parecía ancha quizá por lo estrecho de la cintura. Se movió en la rama para calmar el latido entre las piernas que se acentuó al imaginar que encerraba entre sus manos la pequeña circunferencia de esa cintura, para bajar hasta las nalgas, apretarlas y subir luego a los pechos. Se detuvo. No emprendería ese camino o terminaría por echar mano al alivio que no necesitaba desde hacía años, desde que Albana lo había iniciado en el sexo. Lo incomodaba la situación, en realidad, lo enfadaba. No estaba habituado a imaginar el objeto de su deseo. En general, entre el deseo y el alivio no pasaba mucho tiempo. Veía a una mujer, la quería y la tomaba, si ella se mostraba dispuesta.

—Creóla, pásame la piedra pómez —la escuchó decir.

—Niña, ¿quiere que le jabone la espalda?

—Sí, por favor. Utiliza el jabón de benjuí que preparamos ayer. Huele tan bien.

La conocía con el pelo recogido por lo que aguardó con ansiedad mientras la veía desarmar el rodete a la altura de la nuca. Debía de tratarse de una cabellera pesada y abundante a juzgar por cómo cayó sobre su espalda y la cubrió por completo. La esclava la lavó y, después de enjugarla, le pasó un afeite en las puntas. El aroma subió hasta el árbol y jugueteó bajo la nariz de Furia.

—¡Qué bueno es estar aquí, Creóla! Nademos hasta la mitad de la laguna. Nadar siempre te ha gustado.

—Luce muy contenta hoy, mi niña.

—Lo estoy, Creóla.

—¿Furia tiene algo que ver con esta dicha?

Artemio se irguió, dominado por la curiosidad de un jovenzuelo enamorado. Rafaela Palafox no contestó y, riendo, se adentró en la laguna.

Rafaela meditaba sobre varias cuestiones mientras cosechaba albaricoques subida a una escalera con la ayuda de Creóla. Necesitaba a Ñuque y planeaba enviar a Babila a Buenos Aires para que la trajera. Aunque Clotilde se opondría, la vieja nodriza terminaría haciendo su voluntad, como de costumbre. Adoraba a Ñuque, esa india callada y arrugada que había cuidado de su padre y de sus tías desde recién nacidos, lo mismo que de ella y de sus primos. Confiaba en Ñuque, en que siempre le diría la verdad, como cuando le explicó cómo venían los niños al mundo. Quería contarle acerca del señor Furia, lo que él provocaba en su cuerpo y en su mente. Quería decirle que, pese al origen de Artemio Furia, se advertía en él una superioridad que se relacionaba con su nobleza, su inteligencia y su capacidad de trabajo más que con su clase social. Sólo Ñuque sabría comprender ese pensamiento que habría resultado sacrilego a su padre.

Creóla se incorporó y detuvo el parloteo que Rafaela no escuchaba al descubrir al señor Furia junto a la cesta. El gaucho se llevó el índice a los labios para exigirle que se mantuviera callada. La esclava, impresionada por el hecho de que un hombre de esa contextura se moviera con el sigilo de un gato, lo miró fijamente, con miedo y respeto. Artemio sacudió apenas la cabeza para darle a entender que desapareciera. Creóla echó un vistazo a su ama, encaramada en la escalera, concentrada en los albarícoques, le sonrió al gaucho, le guiñó un ojo también y se marchó en puntas de pie.

—Toma, Creóla —dijo Rafaela, y, sin darse vuelta, llevó el brazo hacia atrás, con un fruto en la mano—. Este de aquí parece listo también. ¡Ah! —se quejó, al sentir que su esclava la asía por la muñeca con fuerza y la obligaba a soltar el albaricoque. Giró el torso y lo vio—. ¡Señor Furia!

Artemio Furia se lo había pasado de mal humor todo el día, no tanto por la falta de sueño sino porque, después del espectáculo presenciado desde el árbol, una efervescencia bullía en sus entrañas. Parecía un animal herido y rabioso. Sus hombres responsabilizaban al altercado de la tarde anterior, cuando despidió a Gabino. Calvú Manque, que lo conocía como nadie, no compartía esa idea. Al mediodía, en un descanso, le exigió: "Esta noche te encamas con la Felisarda o te obligo a hacerlo". "¡Que Felisarda ni ocho cuartos!", se fastidió Artemio, con el nombre de Rafaela tañéndole en las orejas. Esa destemplanza lo incomodaba; él siempre había sabido sobrellevar con dignidad sus períodos de abstinencia.

—¿Algún problema, señor Furia? —preguntó Rafaela, vacilante.

—No.

En un principio, creyó que la contemplaba con enojo; un momento después entendió que trataba de decirle algo y que no se atrevía. Resultaba un cambio inesperado verlo vacilar.

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