Me llaman Artemio Furia (23 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Al primer choque de las hojas filosas, Rafaela apretó el brazo de Creóla. El sonido metálico le produjo un terror visceral. Respiró hondo y se instó a no desmayarse. Un momento más tarde, contemplaba la pelea con la misma fascinación de los demás, apreciando la maestría de esos gauchos, los cuales, al mantener las piernas derechas extendidas hacia el centro y los pies fijos, movían la cintura con una agilidad y flexibilidad admirables. En ocasiones, cuando echaban sus torsos hacia atrás para escapar a una finta, quedaban paralelos al suelo.

Rafaela comprendió que el poncho de Gabino no era más grueso sino que éste lo había enroscado muy suelto en torno a su antebrazo, ycomprendió también el motivo de tal proceder al advertir cómo se deshacía de el con facilidad para proyectarlo como un látigo cerca del rostro de Furia. Éste soltó una risotada, al tiempo que ladeaba el cuerpo y, con la mano izquierda, aferraba la prenda y se la arrancaba a Gabino, el cual, al carecer de la protección del poncho, recibió varios cortes en el antebrazo. La sangre se encharcaba sobre la tierra y, al ser pisoteada, se convertía en un barro que a Rafaela le provocó náuseas. Creóla le pasó un brazo por la cintura y la sostuvo.

En un movimiento veloz e inesperado, Gabino se agachó, tomó tierra en el puño izquierdo y la lanzó a los ojos de Furia. Rafaela contuvo el aliento al verlo trastabillar, mientras intentaba limpiarse con el poncho del antebrazo izquierdo. Pegó un alarido que pareció cortar el aire cuando Gabino soltó una finta hacia su vientre. Por instinto, Furia se movió hacia atrás, y la punta apenas le abrió un delgado surco. La sangre le tiñó la camisa. Veía mal, le ardían los ojos. Ante una advertencia de Calvú Manque, los abrió con esfuerzo. El filo del facón de Gabino centelleó delante de su rostro, y, para evitar que lo marcara, giró sobre sí y recibió la cuchillada en el hombro. Rafaela se mordió el puño y empezó a recitar el padrenuestro como una autómata, una y otra vez.

Por el modo en que reemprendió la pelea, a Rafaela le dio la impresión de que, hasta ese momento, el señor Furia había estado sofrenandose. Sus mandobles se volvieron tan rápidos que resultaba difícil verlos, Gabino tenía la camisa echa jirones, empapada en sangre. A los dos los acometía la debilidad. Inspiraban aceleradamente y mal. Una finta confundió a Gabino, que se protegió la cara, cuando, en realidad, el facón de Furia se dirigió a su vientre. Rafaela se tapó la boca con ambas manos para amortiguar el grito.

Gabino se congeló en su posición, como si se hallara suspendido al borde del abismo, y apartó el antebrazo de su cara con lentitud hasta encontrar los ojos de Furia. Éste resollaba haciendo ruido y mantenía la punta del cuchillo hincada en su abdomen. Una estocada fuerte y seca habría bastado para terminar ensartado como un trozo de asado. Y Gabino sabía que Furia, a pesar de lucir agotado, contaba con el vigor para hacerlo. Soltó su facón y levantó los brazos.

—'Tas de suerte, Gabino. Hoy ando con pocas ganas de desgraciarme. Mándate a mudar y más vale que no güelva a sentir mentar tu gracia porque si no ¡por ésta —se practicó la cruz sobre los labios—, te despacho pa’l otro mundo!

Cuando Gabino amagó con acuclillarse para recoger el arma, Furia le puso el pie encima y chasqueó la lengua varias veces.

—No, éste me lo quedo yo.

Hizo un ademán con la cabeza que puso en movimiento a sus hombres. Bamba acercó a Cachafaz. Juan, "el peludo", y Modesto, "el entrerriano", ayudaron a Gabino a montar. Furia propinó un golpe al anca del caballo que galopó hacia el sur. Rafaela siguió con la vista al jinete, temiendo que cayera por tierra. Al volverla hacia Furia, lo descubrió mirándola con fijeza mientras limpiaba el filo del facón en el poncho que aún llevaba enroscado en el antebrazo. Se levantó el ruedo del vestido y salió corriendo.

—¡Mierda! —masculló el hombre. Pero no iría tras ella aunque la vida le fuera en ello. No se rebajaría ante sus hombres.

Rafaela se dirigió a su dormitorio por su cajita de madera. Al regresar, se topó con una multitud en la cocina que rodeaba la mesa. Aunque hablaban a porfía, distinguió la voz de Juan, "el peludo", que se lamentaba de no haber visto las tripas de Gabino al sol. Se abrió paso hasta el señor Furia, sentado a la mesa. Felisarda le limpiaba la herida del hombro con un trapo escabioso sin perder oportunidad de lisonjearlo por su destreza en la lucha.

—¡Apártate! —le ordenó, y la joven soltó el trapo de mal modo—. ¡Fuera de aquí! Todos, fuera de aquí. Creóla, tráeme un poco de agua caliente.

Apoyó la caja sobre la mesa y levantó la tapa. Furia vio botellitas, latitas y esparadrapos. La buscó con la mirada y al rato se dio por vencido. Resultaba evidente que se había propuesto no prestarle atención. "Está enojada", se dijo.

Rafaela le quitó la camisa de varios rasgones. Por fortuna, la herida del hombro había restañado.

—Esto dolerá —le advirtió antes de comenzar a limpiar ambas heridas con jabón de sosa y agua caliente, y, aunque Furia no emitió sonido, Rafaela observó que respiraba aceleradamente y que una capa de sudor le cubría la frente y la nariz.

Al librar las heridas de costras de barro y de sangre seca, Rafaela evaluó que la del vientre no traería complicaciones; la del hombro, en cambio, precisaba sutura; tenía los labios muy separados y se hallaba en un sitio de mucha movilidad.

—Creóla, prepara una valeriana bien dulce para el señor Furia y un té de menta para mí —Por primera vez, se dirigió a Artemio mirándolo de frente—: Esta herida deberá ser cosida. Si bien he visto a mi nodriza coser sajaduras en varias ocasiones, jamás lo he hecho. Mandaré por el barbero de San Fernando.

—Hágalo usté —le pidió Juiria—. No quiero que un matasanos me toque. Sólo usté.

El orgullo le impidió confesarle que no se atrevía. No deseaba que descubriera su naturaleza medrosa; anhelaba que él pensara bien de ella, que era una mujer valiente y curtida como Felisarda y sus hermanas. Asintió. Destapó dos botellitas, y Artemio alcanzó a leer
Bálsamo de Melisa y Agua de Aciano (con atutía)
en las etiquetas escritas con letra hermosa y femenina. Rafaela acercó la botella con el agua de aciano al rostro del gaucho y le explicó:

—Verteré unas gotas de este colirio en sus ojos para limpiarlos.

Los estudió de cerca. El turquesa resplandecía en la maraña de venas rojizas causadas por la irritación. Todavía tenía tierra suspendida en las pestañas, que les opacaba el renegrido natural. Al sentir las gotas en sus ojos, Furia exhaló un suspiro. Rafaela secó el exceso con un pañuelo de lino, casi sin rozar la piel. Al pasarlo por las pestañas, se aplastaron contra el párpado inferior para volver a arquearse tan espesas y negras como antes.

Empapó un retazo de género con el bálsamo de melisa. Sin explicaciones, untó los hombros, el cuello y el rostro del gaucho, con tanta delicadeza que, poco a poco y pese al dolor de las heridas, los párpados le pesaron y las pulsaciones le disminuyeron. El aroma de la melisa, como a limpio, se mezclaba con el perfume de Rafaela creando un aura en torno a él. Como las friegas se detuvieron, Furia abrió los ojos y vio a Rafaela llenándose las manos de bálsamo. Volvió a cerrarlos cuando ella comenzó a masajearle los brazos, en especial en la articulación y en la muñeca. Las comisuras de sus labios se elevaron sutilmente, nadie se habría percatado de esa sonrisa de satisfacción. Jamás habría permitido que lo tocasen de ese modo y sin brindarle explicaciones. Con Rafaela Palafox, la entrega se había producido de manera natural. Quedó blando cuando la joven acabó.

—Ahora beba esto —le indicó, mientras vertía un chorro de la opiata de su padre en la valeriana—. Lo coseré una vez que haga efecto.

Se sentó delante de él y sorbió el té de menta para cobrar ánimos. Lo cosió con una aguja que bañó previamente en alcohol y a la cual enhebró un sedal muy fino. Cuando la aguja se hincaba en su carne, Furia mordía el trozo de cuero colocado para evitar que se rompiera los dientes. Entre puntada y puntada, tomaba grandes inspiraciones, y el festín de aromas —el de la melisa, el del perfume de ella y el de su aliento a menta— le devolvían el vigor. La tortura acabó antes de lo que imaginaba. Le pesaron los párpados al abrirlos. Rafaela esparcía un polvo amarillento sobre la herida en tanto Creóla preparaba una venda. Lo ayudaron a incorporarse y lo condujeron a los interiores, haciendo caso omiso de sus protestas. Se sentía débil y perdido, su voluntad parecía haberse disuelto. No presentó resistencia ante la cama que se proyectó delante de él. Cayó en un sueño profundo apenas se acostó y no supo que entre Rafaela y Creóla le quitaron las botas de potro, el tirador y el chiripá y extendieron una manta de algodón sobre su torso desnudo.

—Dormirá hasta mañana. Le di una gran dosis de opiata.

Creóla aferró las manos de su ama.

—¡Qué brava ha estado usté, mi niña! ¡Qué brava!

Al día siguiente, Rafaela se enteró por Bamba de que Furia se había despertado al alba y trabajado toda la mañana en la yerra. Enojada, marchó hacia la zona de los potreros recordando que su padre se lo había prohibido desde pequeña. Había violado tantas reglas últimamente que mostrarse remilgada por comparecer en ese sector habría sido un acto de hipocresía.

Se topó con Furia a las puertas del cobertizo. Quedaron frente a frente, y ella, que había ensayado una filípica por descuidar su salud, se vio desprovista de palabras. Sin sombrero y con el pañuelo ciñéndole la cabeza, su oreja con argollas de plata descollaba, subrayándole el aspecto despiadado. Era tan hermoso y al mismo tiempo tan salvaje. Se preguntó que veía el señor Furia cuando la miraba. ¿Le agradaría la visión o repararía en la mediocridad de sus facciones?

—Lo que me dio a beber ayer me ha dejao azonzao —le reprochó—. Jama güelva a dármelo —su voz sonaba más enronquecida y áspera que de costumbre.

—No quise que sufriera mientras lo cosía.

—He aguantao que me cosieran manos muchos meno delicaas que las suyas.

Rafaela comprendió que había ofendido su orgullo.

—Necesitaba descansar —interpuso.

—Dormí tuita la noche como una marmota —la declaración causó la hilaridad de la joven, que Furia no compartió—. Y si Gabino volvía, jurioso, ¿qué habría sido de usté conmigo tan dormío?

—Gabino se fue en muy mal estado. No habría regresado.

—Usté no conoce a esta gente, señorita.

La declaración la dejó muda. Apretó el entrecejo. Habló de "esta gente" como si él no perteneciera a la misma casta.

Los hombres de Furia se aproximaban dando risotadas y levantando la voz. Furia la tomó por el codo y la guió dentro del cobertizo para evitarlos. Al cerrar la puerta, el lugar quedó en penumbras. Rafaela percibió el olor a humedad y a forraje, un aroma que la transportó a su niñez cuando, con Creóla, se escabullían a la hora de la siesta para esconderse en ese sitio, que aún albergaba la vieja carreta sin ruedas, apoyada sobre cuatro tocones, donde habían jugado por horas. Observó que si bien la madera estaba deslucida y combada en algunas partes y el cuero que abovedaba el techo se había apolillado, la carreta se conservaba entera. Miró hacia adentro por uno de los orificios del cuero y descubrió montones de paja y plumas. Se sobresaltó cuando Furia, sin tocarla, le apoyó la nariz en la nuca y comenzó a olerla.

—No puedo olvidar el beso que nos dimos ayer —le susurró.

—Yo tampoco —admitió ella. Se reinclinó sobre la carreta y apoyó las manos en el adral, a la espera de lo que anhelaba.

Furia le admiró la curva del cuello, donde nacía el hombro, y se la besó. Enseguida percibió que la piel de Rafaela se erizaba. Le puso la mano en el vientre y la atrajo hacia él, hasta que la espalda de ella se amoldó a su pecho. Lamentó oler a tabaco, a caballo y a sudor cuando ella parecía un compendio de flores. Sus labios seguían resquebrajados y secos; los de ella lucían como una fresa. La obligó a darse vuelta y la estudió con détenimiento, intentando descubrir el rechazo y el asco en su expresión. El sol, que ingresaba por una ventanilla cerca del techo, bañó el rostro de Rafaela, y Furia contuvo el aliento ante el brillo de sus ojos verdes y la calidad untuosa de su piel. Ni siquiera entre las jóvenes de buen ver él había visto una piel tan tersa, sin manchas, sin defectos, como si se tratara de una estatuilla de porcelana. Pensó en su madre, en su piel blanca y diáfana. Levantó la mano con lentitud, temiendo asustarla, y le rozó el pómulo con la punta de los dedos. La raspaba, lo sabía. Así como ella era toda blanda y suave, él era áspero y duro.

Rafaela sujetó la mano de él y la besó en la palma, apreciando la aspereza de los callos en sus labios, observando las uñas astilladas y sucias. Furia cerró los ojos e irguió la cabeza para tomar una inspiración profunda. Ella siguió besándolo, en las venas de la muñeca, en la palma y en la punta de los dedos hasta que él se inclinó y le buscó los labios para chuparlos y lamerlos con suavidad.

—Yo no sé besar —la escuchó decir dentro de su boca, y su aliento a menta le provocó un gozo en el pecho. Le apretó la cintura y la obligó a ponerse en puntas de pie para fundirse en un beso.

—Abra su boca pa'mí —le pidió, y, cuando ella obedeció y su lengua jugueteó tímidamente con la de él, Artemio la tomó con firmeza por la nuca y las nalgas y la inclinó para penetrarla hasta sentir que colmaba su cavidad, como habría querido hacerlo entre sus piernas. Se trató de un beso devastador.

Al separarse, agitados y sorprendidos, se contemplaron sin pestañear. Resultó una experiencia fascinante la de mirarse y hablarse con el corazón, nada de palabras, ni siquiera gestos, como la vez en que él le entregó el colgante a Mimita. Los dos confesaron con la mirada lo que no podían expresar con palabras: lo que se había desatado entre ellos, sólo Dios podría detenerlo. Lo admitieron sin falsas hipocresías, y Furia la amó por eso, ya que, de los dos, Rafaela era la que más tenía que perder.

Se abrazaron porque necesitaban darse ánimos. Rafaela cerró los brazos en torno a la cintura de Artemio y hundió la cara en su pecho, absorbiendo sus olores, percibiendo los restos de la melisa junto con los de su piel transpirada. Transpirada porque trabajaba duro. Le gustaba que trabajase duro, que conociese tan bien su oficio y que su gente lo respetase. Quizás influenciada por la lectura del Quijote, Rafaela detestaba a los hombres que desdeñaban el trabajo y exaltaban la vida de canónigo. Amaba a ese hombre por trabajador y por respetable. En los días compartidos, jamás lo había visto embriagarse ni apostar.

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