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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (27 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—¿Por qué llora? —le preguntó, mientras le barría las lágrimas con los labios.

—De felicidad. De felicidad pura. Porque usted ha regresado.

De pronto, la felicidad y la emoción del reencuentro se desvanecieron para dar lugar a un exceso que Artemio no pensaba reprimir. Sus manos le contuvieron el trasero y se lo masajearon con movimientos lentos y circulares, imitados por los de su lengua dentro de la boca de Rafaela. El leve tirón que Furia realizaba al separarle las nalgas enviaba una corriente que al final se convertía en un pinchazo de placer en el sitio prohibido. Rafaela gimió, vencida y relajada; los cuestionamientos que la habían atormentado durante su ausencia se esfumaron. No recordaría que Felisarda había comentado acerca de "la mujer que Juria tiene en la ciudad", una tal Albana, de la cual se decía que era actriz y cuya fama no sólo obedecía a que pisaba bien las tablas sino a su belleza.

Sí, olvidaría a Albana. El modo en que Furia estaba besándola la hacía sentir única. Le pasó una mano por la nuca y apoyó la otra en su mejilla sin afeitar, cerca de la boca. Entrelazó la lengua con la de él y lo escuchó resollar. Rafaela tuvo conciencia de que el último baluarte de cordura había caído cuando Furia le desnudó las piernas. La frisa de su guardapiés le acarició en su ascenso las pantorrillas primero, las corvas y los muslos después. Lo ayudó a desatar el cordón que le sujetaba la ropa interior, y él se la quitó sin detenerse ante los leves rasgones de la tela. Rafaela profirió un corto grito, que él sofocó con un beso febril, cuando las manos ásperas y grandes del gaucho le apretaron de manera dolorosa los glúteos desnudos. Siguió gimiendo y jadeando, arqueándose y estremeciéndose, en tanto los dedos de Furia descendían por la hendidura de su trasero y vagaban hasta lo que parecía haberse convertido en el centro de su ser. Como atacada por una convulsión, echó la cabeza hacia atrás cuando él la penetró con un dedo, luego con dos.

La humedad de Rafaela le empapó la mano. Su respuesta lo dejó atónito; nunca una mujer había reaccionado de ese modo a su provocación. Ella irguió la cabeza y levantó las pestañas con lentitud, como si recién despertase, y él pensó que sus ojos eran grandes e inocentes como los de un venado. Existió una pausa en que la sostuvo y se quedó mirándola. Se hallaba al límite de la excitación, con el pene como de hierro que pugnaba contra la franela de los calzones. Lo liberó con dificultad, mascullando entre dientes. Un temblor casi lo arrojó al suelo cuando la tibia mano de Rafaela se cerró en torno a él; con la otra, le acarició los testículos. Se sujetó a ella en busca de equilibrio y apoyó la frente en su hombro.

—Naides me ha hecho temblar como lo hace usté, mi Rafaela. 'Toy duro como una piedra. Hoy quiero que me reciba tuito dentro de usté. Completo. Hasta aquí-dijo, y se tomó los testículos.

Calló de repente. El era silencioso en el sexo, Albana siempre se lo recriminaba. Sin embargo, ese breve discurso había brotado de manera espontánea y natural, y habría querido expresar otros pensamientos que el rostro acalorado de Rafaela le inspiraba. La emoción terminó por enmudecerlo. Ella le observaba el miembro y se pasaba la lengua por el labio en una actitud entre inocente y ambiciosa. La envolvió con sus brazos, más en una actitud protectora que apasionada, y le buscó los labios, y con su mano regresó para acariciarla entre las piernas, y las caricias se volvieron fricciones hasta que le provocó un orgasmo. Rafaela despegó su boca de la de él y emitió un gemido como un sollozo y cerró las manos en los hombros de Furia cuando sus piernas cedieron. Él la observaba con embeleso, sonriendo. Era tan maravillosa mientras el placer la demudaba. Estuvo allí, esperándola, cuando ella levantó los párpados y volvió a la realidad del cobertizo, jadeando y con los carrillos encendidos.

La hizo girar y la apoyó contra la pared de adobe. Se aferró el miembro y le pasó el glande, hinchado y oscuro, por la hendidura entre las nalgas, esparciendo las gotas que lo lubricaban. Ella gemía y se movía en respuesta al estímulo, y en vano intentaba sujetarse a algo.

La sangre corría con velocidad por las venas de Furia, y un sonido ensordecedor explotaba en sus oídos. La penetró con un impulso que despegó los pies de Rafaela del suelo. Ella se deslizó sobre él, tragándolo, envolviéndolo, conteniéndolo. Artemio respiraba con dificultad, la frente sobre la coronilla de Rafaela y los brazos extendidos sobre la pared para conservar el equilibrio. Su pene palpitaba dentro de ella, a punto de reventar. Las embestidas comenzaron con cautela y poco a poco tomaron un ritmo que profetizaba un final que Artemio, sabía, jamás había experimentado. Sus caderas la empujaban con mayor ímpetu a cada momento, impeliendo su falo más adentro. Que ella lo contuviese en su totalidad, por favor, que ella se abriera a él, porque lo necesitaba, la necesitaba, con locura, a su Rafaela, a su Rafaela de las flores, amor mío, abrete a mí. Su boca se negaba a pronunciar las palabras, hablaba su cuerpo y buscaba una fusión con esa mujer como no lo había hecho en su vida. Mientras levantaba la pelvis para sacudir su carne dentro de Rafaela, le observaba la parte derecha del rostro, la otra había quedado aplastada contra la pared. Su boca entreabierta sobresalía como si se dispusiera a dar un beso, tentándolo con su color, su humedad, con el aroma que exhalaba en cada jadeo. Se inclinó para devorarla, para chupar el labio inferior. Rafaela giró apenas la cabeza y le salió al encuentro. Tomó su lengua y la succionó.

La contención ya no fue posible. Impulsado por una fuerza extraordinaria, Artemio se desprendió del beso, llevó la cabeza hacia atrás y tensó el cuerpo. El orgasmo le quitó la respiración. Su miembro reventó dentro de ella. Tembló y gritó sin temperancia. El placer devastador continuaba como una corriente sin fin, él seguía eyaculando como si en lugar de cuatro días de abstinencia se hubiese tratado de cuatro años. En medio del delirio, escuchaba a Rafaela, sus delicados gemidos ahogados por sus roncos gruñidos. Éxtasis, euforia. Moriría, su corazón no resistiría. Apoyó la frente en la pared y estiró los brazos en cruz, cubriendo a Rafaela por completo. Los latidos se volvieron pesados y dolorosos, lo mismo su respiración. Tomaba grandes inspiraciones para colmar sus pulmones y alcanzar un ritmo regular.

Se dio cuenta de que cargaba todo su peso sobre Rafaela y se apartó unos centímetros para permitirle respirar con normalidad. Sin salir de ella, la arrastró con él al suelo, donde quedó sentado sobre sus calcañares. Rafaela, a horcajadas en las piernas de Furia, apoyó las rodillas a los costados, sobre el suelo, y echó las manos hacia atrás, buscando un punto para sujetarse. Artemio la envolvió con los brazos y hundió la nariz en su cuello.

—Señor Furia —Rafaela le habló sobre la mejilla barbuda—, lo que usted acaba de hacerme es lo más hermoso que he sentido en mi vida. Gracias —añadió, en un susurro.

—Jama había sentío ansina —admitió él—. ¡Rafaela! —se conmovió de pronto—. Pensé que moría cuando no la encontraba. Me pareció que se había marchao.

—¿Marcharme? ¿Sin usted, señor Furia? Yo ya no podría vivir sin usted.

Artemio se mordió el labio y apretó los ojos. Por fortuna, ella no atestiguaba ese momento de flaqueza. La calidez de Rafaela, la significación de sus palabras, la entrega y la pasión de su cuerpo, la largueza con que lo había aceptado en su carne y el placer que le había regalado, todo en ella suavizaba su naturaleza rispida, su genio malhumorado, su alma atormentada y su corazón mortalmente destrozado. Las garras de odio clavadas en su interior se aflojaban. Las caricias de Rafaela cicatrizaban las heridas. Sus besos borraban las malas memorias.

—Rafaela —pronunció—, usté no tiene idea lo que su amor significa pa'mí —dijo, casi sin pensar, más bien como si meditara en voz alta.

—Dígamelo, señor Furia. Quiero saber. ¿Qué significa?

Se mantuvo en silencio, buscando las palabras que describiesen el alboroto de sentimientos que estaba cambiándolo de manera irreversible.

—Significa vida. Vida y alegría. Usté es l’único pa'mí. Quisiera seguir dentro de usté pa'siempre —y pensó, en inglés, como le había enseñado el padre Ciríaco para no olvidar su lengua madre: "Porque si estoy dentro de usted estoy a salvo de los demonios. Porque usted me quita el frío de la muerte. Porque si la miro, aquellas imágenes aberrantes que me han atormentado día a día durante veinte años se desvanecen. Porque si sus ojos verdes y bondadosos me contemplan con amor, entonces, mi vida cobra sentido". Quizás obedeciendo a su inveterada costumbre de ocultar, de callar y de protegerse, guardó esos pensamientos para sí.

Rafaela se movió para acomodarse, y el miembro reblandecido de Furia se endureció de nuevo dentro de ella. Pocos minutos atrás se había agotado en su interior, y, como ya no era un zagal sino un hombre de treinta, la pronta recuperación lo sorprendió. Le mordió el hombro a través de la tela del jubón.

—Ábrase el justillo —le murmuró—, que quiero tocarle los pechos.

Rafaela obedeció con la diligencia y sumisión que la caracterizaban y que a él lo complacían. Apoyó la nuca sobre el hombro de Furia y gimió ante el contacto de sus manos callosas.

—Están duros como mi verga —lo escuchó decir, mientras sus pezones giraban entre el pulgar e índice del gaucho—. ¿Cómo se siente? ¿'Tá muy dolorida? —Rafaela meneó la cabeza en su hombro—. Yo 'toy caliente de nuevo —expresó, con el acento que emplearía para disculparse—. Y no se me queje, qu'é por su culpa —añadió, y un escalofrío le erizó la piel de los brazos cuando Rafaela estalló en una carcajada.

—Perdóneme —expresó, entre los últimos vestigios de risa.

—La perdono si me deja amarla otra vez.

—¿Aquí, señor Furia, en el suelo, conmigo sobre sus piernas?

—Sí —jadeó él, excitado sólo por oírla pronunciar su "señor Furia"—. Abra bien las piernas pa'mí.

—Así lo haré. Abriré mis piernas cuanto pueda —dijo, mientras apartaba las rodillas— porque quiero complacerlo —arrastró los labios por su mandíbula y le confió —: Quiero complacerlo siempre. Siempre, Toda mi vida.

Se le cortó el habla cuando Furia la levantó para deslizaría de nuevo sobre su miembro. La carne enardecida de ambos se estremeció. Rafaela sintió una quemazón en la vagina y se quejó. Artemio permaneció quieto, aguardando a que ella se habituase a la invasión de su pene. La tomó por las caderas para indicarle el vaivén que lo excitaba y después volvió a sus pechos para juguetear con los pezones porque sabía que la volvía loca de deseo. Ella reaccionó de inmediato. Los movimientos circulares de su pelvis se intensificaron para enterrarlo cada vez más profundamente, como si nunca bastara, como si lo necesitara en sus entrañas.

Rafaela clavó las uñas en las piernas de Furia cuando la sensación eléctrica se concentró y explotó entre sus piernas. Un espasmo de placer empujó a Artemio hacia delante y arrastró a Rafaela en su caída. Los brazos de él recibieron el impacto y la salvaron del golpe. Ambos terminaron de bruces, ella sobre el suelo de tierra apisonada, él, sobre la espalda de ella. El peso de Furia le resultaba abrumador y, a un tiempo, estimulante. Le gustaba sentir el calor de su torso y absorber el aroma de su sudor con una nota punzante que ella identificaba con sus actividades amatorias. Furia se impulsaba dentro de ella, una y otra vez, y sus embistes la mecían. Notaba la dureza del suelo en sus pezones y en su mejilla izquierda y, como casi tocaba la pared con la cabeza, Artemio la protegía colocando la mano en su coronilla. No se daba cuenta de que contenía el aliento y apretaba los labios, mientras arqueaba las caderas y las movía para introducirlo dentro de ella. Quería experimentar la sensación maravillosa nuevamente, infinitas veces. Pensó en la gula, en la lujuria, en la fornicación, en los actos impuros, en tantas faltas que cometía al mismo tiempo. Era demasiado tarde para arrepentirse, de igual modo, no le importaba. Se olvidó como por arte de magia de su índole de gran pecadoriza cuando el punto que se inflamaba y palpitaba entre sus piernas se dispuso a estallar otra vez. Ahora, ya viene, se acerca, sube, sube, crece, sí, sí, ya llega.

—¡Oh, Artemio! —clamó.

Furia la siguió un instante después y lanzó un grito como si lo hubiesen herido de muerte, ajeno a la brutalidad con que se enterraba en ella, buscando saciar el hambre que le causaba. Su voz fue extinguiendose junto con las arremetidas y cayó exhausto sobre la espalda de Rafaela. Permanecieron tendidos en el suelo del cobertizo por largos minutos, hasta que, con un esfuerzo de voluntad, él se puso de pie, la cargó en brazos y la llevó a la carreta.

Los hombres de Artemio Furia comenzaban a inquietarse y a preguntarse cuándo se marcharían de
Laguna Larga.
Día a día, cumplían con las tareas como si fuesen peones permanentes, sabiendo que el dinero que cobraban salía de la faltriquera de Artemio, porque don Juán Andrés ya había pagado por lo que había prometido. Exponían a Calvú Manque sus inquietudes, y el indio se mostraba evasivo, lo mismo que Furia.

—Don Beli ha de andar con el Jesú en la boca preguntándose por qué no hemos llegao a Morón.

—Lo sé, Calvú —admitió Furia—. Enviaré a Billy y a Isidoro con un mensaje pa'mi padrino.

—¿Ellos arriarán el ganao de Palafox hasta tu campito en Morón?

—Ya no compraré el ganao de Palafox. He decidió llevarme a la señorita Rafaela conmigo, Calvú. Ella ya no andará pasando apremios. Si su padre o su primo andan urgíos de ríales, que vendan ellos esas vacas estropeás.

—¿Llevarte a la señorita Rafaela contigo? ¿Qué dices,
peni?

—Me la llevo porque la quiero pa'mí. La quiero como mi mujer.

—¿Qué bicho te ha picao,
peni?
Nunca has querío amancebarte con nenguna, ni siquiera con la Albana. Sempre me decís que hasta no cumplir con aquello, no pensarás en mujer ni en hijos —Artemio lo miró con seriedad, y Calvú Manque supo que no le contestaría—: ¿Acaso te olvidarás de aquello y plantarás la búsqueda?

—¡Nunca! —contestó, con los ojos llenos de fuego.

—¿Se te ha cruzao por el balero que ella no é mujer pa'un hombre como tú? Estas gentes nos miran como oliendo mierda,
peni.
Ella é una misia refináa, de esas que tienen esclavas y prendas finas. ¿Aguantará nuestra vida?


Peni,
no creas que no he pensao en lo que 'tas diciendo. Sé que la señorita Palafox es refináa y culta, pero también la vi de trabajar duramente en estas semanas. No é melindrosa como las otras de la ciudá.

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