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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (26 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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A veces, mientras mateaban en la cocina por la tarde y ella se presentaba con una excusa, lo estudiaba departir con sus hombres y se daba cuenta de que, cuando su voz sonaba, las demás callaban para oír el comentario con actitud solemne. La autoridad que inspiraba entre los suyos le confería una dignidad reservada y misteriosa. Habría querido ser como él, con ese dominio permanente sobre sí que le impedía arrepentirse a cada paso de lo dicho o hecho. Nada lo afectaba ni lo perturbaba. Habitaba en él el espíritu audaz y despreocupado de quien había vivido todo y a nada temía, todo lo conocía, nada lo sorprendía. Era la criatura más independiente que Rafaela conocía, ni siquiera parecía temerle a Dios, con quien aseguraba no hallarse en buenos términos. Había momentos en que la angustiaba sentirlo inalcanzable; sin embargo, cuando él le sonreía, no la mueca sardónica que empleaba para los amigos sino el gesto que le iluminaba los ojos y le suavizaba la severidad del rostro —casi parecía un niño feliz—, Rafaela se decía que había atrapado una estrella.

No sólo en la vieja carreta transformada en estrado, Artemio y Rafaela se amaban. Como ella decía, riendo, salvo en su cama, no quedaba sitio en la estancia en que él no la hubiese poseído. Las lecciones de equitación duraban poco y acababan por lo general en un revolcón en la hierba; en ocasiones, no terminaban de ensillar porque Artemio la tomaba contra la empalizada de la caballeriza; se trataba de cópulas desesperadas y rápidas, urgidas por el riesgo de ser pillados. El ni siquiera se quitaba el tirador; liberaba su pene entre los pliegues de los calzones y del chiripá, mientras ella se bajaba las bragas con randas y encajes, que quedaban a un costado, sobre la alfalfa. Los pies de Rafaela apenas rozaban el suelo; Furia, hundido en ella, la mantenía empalada, fija contra la pared, con la mano sobre su boca para evitar que los chillidos atrajeran a los trabajadores. A veces, se amaban con un ánimo jocoso y retozón; en otras, él la miraba, emocionado, y a Rafaela le gustaba fantasear que le imploraba:

"Ámeme, ámeme siempre". Había ocasiones en que la poseía Con un aire reconcentrado y fiero, demandante, casi violento, como desafiándola a quejarse, a oponerse, a contrariarlo, a negarle lo que por derecho le pertenecía. Ella no lo hacía, siempre se amoldaba a sus humores, y con palabras y caricias lograba apaciguarlo.

—Soy sólo suya, señor Furia.

Se había convertido en un juego entre ellos que siguiera llamándolo "señor Furia". Sólo transida en el placer del orgasmo, brotaba de su garganta un "Artemio" entrecortado e implorador.

El sentimiento que Furia le inspiraba tenía un aspecto mundano y terrenal, casi profano y pagano, como el propio Artemio Furia. Lo comparaba con Juan de Dios, y caía en la cuenta de que con él jamás se habría producido la comunión de carnes que, de modo natural, había nacido entre Furia y ella. Para demostrarle su afecto, Juan de Dios echaba mano de palabras corteses y gestos caballerosos de los que carecía el gaucho Furia. Jamás había existido la tensión sexual que explotaba cuando se hallaba cerca de Artemio. Los instrumentos de seducción de Furia eran su cuerpo y su temperamento de miradas ambiguas, de reticencias cargadas de significado; ambos, su cuerpo y su carácter, irradiaban una fortaleza y una constancia que no sólo provocaban efectos físicos en ella sino que la hacían sentir segura. A su lado, Rafaela se creía invencible.

La tarde del día en que Furia partió hacia
Bosque Alegre,
arreando el ganado de los Pueyrredón, llegó Ñuque a
Laguna Larga,
y la felicidad de Rafaela se completó. Apenas la vio, la anciana despejó sus ojos levantando los párpados como pergaminos y los fijó en los de ella con atención, hasta que volvió a esconderlos. Le palmeó la mano al pasar junto a ella y le dijo:

—Ya me contarás. Ahora debo descansar.

Por la noche, Rafaela se presentó en el dormitorio de la anciana con una bandeja. Deseaba compartir la cena en intimidad con su nodriza y con Mimita. La pequeña se subió al lecho de Ñuque y la abrazó. La mujer le besó la frente.

—Mi niña —susurró—. ¿Cómo has estado?

Mimita se tomó el colgante con los dijes púrpura y se lo mostró.

—¡Qué magnífica joya! ¿Quién te la ha regalado?

—A-tie-mo.

—Ar-te-mio —la corrigió Rafaela.

—¿Quién es Artemio?

Los carrillos de Rafela se colorearon. Miró fugazmente a Ñuque y bajó las pestañas, mientras servía el caldo de gallina.

—Artemio Furia, un recomendado de don Juán Andrés de Pueyrredón, que vino a poner orden en la estancia. Él talló los dijes.

Mimita, que había abandonado la habitación, regresó con el peine y otros objetos que Furia le había dado. Los depositó sobre el regazo de Ñuque.

—Atemo —insistió.

—Veo que el tal Artemio Furia es un gran artista.

No se lo mencionó nuevamente. Comieron y conversaron sobre las novedades de la ciudad; en realidad, no había muchas. Aarón se hallaba en Montevideo, ayudando a su tío Rómulo en ciertos negocios. Tía Justa permanecía en San Pedro, de visita en casa de su hija Candela, mientras Clotilde despotricaba contra Rafaela por haber mandado llamar a Ñuque. De Cristiana, sabían que se encontraba a gusto en
Bosque Alegre
y que regresaría a la ciudad después del miércoles de Ceniza.

—El pobre de Paolino ha preguntado por la ingrata de Creóla todos los días. Ella, en cambio —se quejó Ñuque—, ni me lo ha mencionado cuando llegué.

Rieron. Cuando las risas languidecieron, sus miradas cambiaron. La mano sarmentosa de Ñuque acariciaba el cabello rubio de Mimita que dormía sobre sus piernas.

—Siempre supiste que era hija de mi padre, ¿verdad?

—Sí —admitió la mujer, imperturbable.

Eso le gustaba de Ñuque, que, al acertar con la pregunta, la anciana siempre contestaba con la verdad. En cuanto a lo demás, lo callaba. Rafaela se preguntó qué otros secretos conocería acerca de su familia. Ñuque era un cofre lleno de tesoros arcanos.

—Mi padre es un farsante —dijo, más bien deprimida.

—Tu padre es solamente un hombre, con sus debilidades y virtudes, como todos.

—¡Ñuque! ¿Llamas debilidad a abusar de su sobrina? ¡Yo lo llamo aberración! Ni siquiera acepta a Mimita. ¡La habría regalado! ¡A su propia hija! La desprecia porque no es normal ni bonita.

Se lamentó del exabrupto. De pronto, Ñuque lució agobiada, como si la culpa recayera sobre sus hombros.

—Perdóname. Quieres a mi padre como a un hijo y te duele que hable mal de él.

—Cristiana te reveló la verdad, ¿no es así? —Rafaela asintió—. Ella ama a tu padre y quiere casarse con él. Rómulo no lo hará porque sabe que con eso ganaría tu desaprobación y enojo. Y para Rómulo, hija mía, no existe nada ni nadie excepto tú. Después de que tu madre abortara tantos embarazos y de que tus dos hermanos murieran apenas nacidos, Rómulo perdió la esperanza de ser padre. Luego llegaste tú, que sobreviviste a un parto difícil, y él se enamoró de ti desde el primer momento en que te vio. Te llamaba "su guerrera" porque luchabas a capa y espada contra la muerte. Por días pensamos que no sobrevivirías y que seguirías la suerte de tus hermanos. Rómulo te tomaba en sus brazos y te daba ánimos, y tú seguías luchando. Así fuiste ganando peso y fortaleza, hasta que nos convencimos de que no te perderíamos como a los demás. Para ese entonces, tú te habías convertido en la dueña de tu padre, en el centro y sentido de su vida.

—Yo amo a mi padre, Ñuque, pero...

—No lo juzgues con dureza, Rafaela. No guardes ese rencor dentro de ti. Aunque tú digas que nunca casarás con nadie, llegará el día en que el amor de un hombre te aleje de tu casa y de tu familia. Entonces, mi Rómulo estará solo. En cambio, si no te opones a la boda con Cristiana...

—Ñuque —la interrumpió—, el amor ya ha llegado a mi vida.

Le refirió los detalles de su relación con Artemio Furia con la prodigalidad que jamás habría empleado en el confesionario. La anciana siguió el relato con esa atención apacible que siempre conseguía calmarla. Rafaela terminó abrazada a Ñuque, llorando en su regazo.

—No llores. Despertarás a la niña. Además, ¿por qué lloras si eres tan feliz?

—Porque sé que mi padre me repudiará y que jamás volveré a verlo, ni a ti, ni a mi tía Justa, ni a mi primo Aarón.

—¿Prefieres permanecer junto a tu familia y renunciar a él?

—¡No! —la negativa surgió de modo tan encendido que aun ella se sorprendió.

—Veo que no tienes duda —comentó Ñuque, con un tinte irónico—. ¿Qué te ocurre? —se preocupó, al ver que una sombra cruzaba el semblante de Rafaela.

—Ñuque —dijo, luego de una pausa—, el señor Furia y yo… –"¡Qué difícil!", admitió.

—El señor Furia y tú —la ayudó Ñuque—, os habéis conocido íntimamente, ¿verdad? —Rafaela asintió, con el mentón pegado al pecho—. Está bien, mi niña. No te descorazones. Es algo natural y bello.

—Pero no estamos casados, Ñuque. Además, él... él me ha hecho cosas que...

—¿Te ha forzado o lastimado de algún modo? —le preguntó, con delicadeza.

—¡Oh, no! Por el contrario. Ha sido muy dulce conmigo. Sólo que, por ser gaucho, echa mano de prácticas muy pecaminosas, medio salvajes. Y lo peor, Ñuque, ¡lo peor es que a mí me gustan!

—Mejor así, Rafaela —la muchacha levantó la vista—. No pienses en él como lo haría tu padre, con menosprecio. El no es un gaucho para ti, por mucho que lo sea, sino un hombre, el que amas. En cuanto a sus prácticas, te diré algo, mi niña: un hombre y una mujer pueden echar mano de cualquier práctica en la intimidad, siempre y cuando ambos las disfruten y no salgan lastimados.

—¡Oh, Ñuque! —exclamó Rafaela, y abrazó el cuerpo menudo de la anciana—. ¡Gracias a Dios que viniste!

Artemio Furia regresaba de
Bosque Alegre
a galope tendido. Lo seguían Billy, "el rengo", y Juan "el peludo", quienes lo habían ayudado a arrear el ganado; los demás habían permanecido en la estancia de Palafox. Sus hombres sospechaban que entre la señorita Rafaela y él había nacido una relación que sobrepasaba los lindes de la de patrona-empleado. No obstante, se cuidaban de mencionarlo, a excepción de Calvú Manque, que lo importunaba con bromas pesadas. "Nenguna china te ha pegao tan juerte,
peni",
le había dicho antes de despedirse y después de que Artemio le encomendase la seguridad de Rafaela y de Mimita.

En verdad, meditó, ninguna mujer lo había afectado del modo en que lo afectaba Rafaela Palafox. Se comportaba como un mentecato, como cuando le pidió que mojara un fular con su perfume, el que llevó en el tirador durante esos cuatro días lejos de ella y en el que enterraba la nariz antes de dormirse. Cuatro días lejos de ella. Una inquietud desconocida había ganado su ánimo, tornándolo apesadumbrado e irritable. Le faltaba algo. Le faltaba ella. Sus olores, sus sonrisas, su cuerpo. Sobre todo su cuerpo. Niveo y blando y acogedor y generoso y suyo, pensó, con una codicia y un sentido de la propiedad que no le había provocado siquiera el de Albana, esa criatura bellísima y perfecta y diestra en la cama como no lo era Rafaela y, sin embargo, la ingenuidad y la impericia de esa muchacha doce años menor que él lo habían esclavizado. No se borraba de sus retinas ni desaparecía de sus oídos la mueca y el grito de dolor que acompañaron la embestida que la desvirgó. Apretó las riendas a la par de sus dientes imaginando el sufrimiento que le había causado. Si bien volvieron a amarse muchas veces —lo que para ella constituía una fuente permanente de asombro y descubrimiento—, él, que no había conseguido eliminar la mala memoria de aquel primer encuentro, no se permitió hundirse por completo en ella, porque era estrecha, y él, grotesco y grande. Desde pequeño, los niños de la tribu de Calelián se habían burlado de su apéndice largo y blanco, llenándolo de vergüenza y desconsuelo, hasta que su padrino, don Belisario, le explicó que, en realidad, una verga —así la llamó— grande se consideraba motivo de orgullo y jactancia. "M'hijo, usté la tiene como la de un toro", le había dicho, sonriendo y palmeándolo en la cabeza.

Nada deseaba más que Rafaela lo contuviera por completo, lo absorbiera todo, lo apretara y lo condujera hasta sus entrañas. De la entrega confiada de ella no albergaba duda, sino de su destreza y su dominio para guiarla y enseñarle a tomarlo hasta el final sin causarle daño. Presionó las rodillas sobre los flancos de Cajetilla y masculló una orden para soliviantarlo. El overo y Regino, el parejero de remuda, apretaron el paso, alejándose de Juan y de Billy.

Al llegar a la estancia, se precipitó a buscarla, desatendiendo a sus potros, que quedaron en manos de Bamba. El marucho lo miró, sorprendido.

—¡Bájales los cueros —gritó Furia a la distancia—, y pásales la almohaza!

En tanto recorría los lugares donde podía hallarla, iba quitándose el sombrero de fieltro y el pañuelo de la cabeza, con el que se enjugó el sudor de la cara. Cuatro días. Cuatro largos días sin ella. Sabía que se armaría la de Dios es Cristo al saberse la noticia de que había raptado a una señorita decente, de familia acomodada. Porque había terminado por admitir que no la dejaría atrás. Aunque su vida no se hallaba preparada para recibir a una mujer, tendría que aprontarse y recibirla porque él, sin Rafaela Palafox, no se iría de
La Larga.

La búsqueda infructuosa comenzó a inquietarlo. ¿Dónde estaba Rafaela? La casa, sumida en una pasividad infrecuente, lo desalentó. Un momento después, su corazón se desbocó ante una idea abominable: Rafaela había regresado a la ciudad. La angustia lo condujo por el predio con cara de desquiciado y un nudo atascado en la garganta. Contra toda probabilidad, regresó al cobertizo y abrió la puerta.

Rafaela se dio vuelta ante una exhalación ronca y ruidosa. Furia, de pie bajo el dintel, la observaba como si de una aparición se tratase, con ojos desorbitados y aliento irregular. Soltó la escoba de biznaga y corrió a sus brazos. Furia dio un paso adelante, pateó la puerta para cerrarla y la cobijó en su pecho.

—¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? —le demandó, enfebrecido, besándola y acariciándola—. ¡Traigo las tripas hechas trenza de la angustia! No podía encontrarla.

—¡Aquí! ¡Hace rato que estoy aquí! Dentro de la carreta, limpiándola para nosotros.

"Para nosotros." ¡Qué dulces sonaron esas palabras! "Nosotros." Hacía veinte años que él no pensaba en un "nosotros". Con ella, todo cobraba sentido. Le tomó el rostro entre las manos, pequeño, de contornos suaves y redondeados y de huesos delicados, y la estudió. Vio cómo sus ojos verdes brillaban, cargados de lágrimas, y esperó con el aliento contenido a que la primera desbordara y le mojara los dedos.

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