Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (22 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—¡Oh! —exclamó, cuando el gaucho estiró el brazo y le rozó la mejilla con la punta de los dedos.

Ante la reacción, Furia retiró la mano. El desconcierto y la timidez del hombre tocaron una fibra íntima en Rafaela. Le buscó la mano y la guió hasta apoyarla en su rostro. Dejó caer los párpados para agudizar la sensación de los dedos de él sobre su piel. Desprendían un aroma agradable, y no tardó en distinguir que se trataba de romero, sus dedos olían a romero, como si hubiese estado arrancando hojas de esa planta segúndos antes. Inspiró profundamente en la palma de su mano y la besó. Abrió los ojos al escuchar que Furia soltaba el aire haciendo ruido. Él ya no lucía desconsolado sino como un niño suplicante. Rafaela se sintió poderosa. Levantó la mano y le acarició el filo de la mandíbula.

Furia le rodeó la cintura y le pasó un brazo por la espalda a la altura de los hombros. Rafaela, subida a la escalera, lo observaba directo a los ojos. En un instante, él se había hecho del control. No podía moverse dada la firmeza con que la sujetaba. Inconscientemente, cesó de pestañear y de respirar, y advirtió que el turquesa del iris casi había desaparecido para convertirse en una negrura insondable.

—¿Qué desea de mí? —incluso para ella, la pregunta sonó estúpida.

Furia hundió la cara en su cuello y le pasó la nariz de arriba abajo, de modo brusco, hundiéndola en su carne, raspándola con la barba, marcándole surcos rojos que iban desde el lóbulo de la oreja hasta el nacimiento del escote.

—Quería olerla. Hace mucho que quiero olerla.

La voz del hombre, más ronca de lo habitual, envió corrientes eléctricas desde el cuello de Rafaela a las extremidades. Se le erizó la piel hasta dolerle; el cuero cabelludo también se le erizó, y le tiró el nacimiento del rodete.

Furia se había embriagado con Rafaela Palafox, lo habían embriagado ella y su perfume, al que encontraba fresco y, a un tiempo, dulce y penetrante; a veces prevalecían las notas suaves, a veces las más agudas. "Es como ella", pensó, "a veces se muestra candida e insegura; a veces, intensa y osada". Por fin había conseguido atrapar esa fragancia, ya no se desvanecía en sus fosas nasales. Podría haber permanecido horas con la nariz enterrada en la base de su cuello, inspirando el sudor exquisito de su piel. Se sentía eufórico. No sabía qué clase de hechizo lo mantenía pegado a ella, con aquel talante tan peculiar. ¿Sería una bruja y ese perfume, un filtro de amor? Levantó la vista. Los ojos verdes y enormes de Rafaela lo contemplaron con pasmo y miedo. Le miró la boca entreabierta y se aproximó para oler su aliento. Té de menta. "Acaba de beber un té de menta."Al primer contacto de sus bocas, Rafaela dejó escapar el aliento. Furia la acariciaba con sus labios secos y resquebrajados, enervándola, provocándole escalofríos que confluían en un punto de su cuerpo, muy abajo, que nunca había visto. Trató de apartarse al darse cuenta de que Furia le levantaba los labios con la lengua y se la pasaba por las encías y por la cara interna de la boca. Quería entrar, lo supo guiada por el instinto. Lo juzgó impropio, bajo e inadmisible, e intentó sentirse asqueada y ofendida, separó apenas los dientes, y él agradeció la invitación con un grunido. Intentó penetrarla lentamente, no tanto para evitar escandalizarla sino para apreciar cada aspecto de su interior, la calidez de su boca, la textura de su lengua, el sabor de la menta. Comenzó a respirar de manera pesada a modo de preludio del instante en que pasó de la circunspección al desmadre. Tomó por asalto la cavidad de su boca. Introdujo su lengua como una estocada para lamerle el interior como si se tratara del jugo de una fruta dulce. No podía detenerse. Imaginó que se movía dentro de su vagina a punto de alcanzar el climax. Enajenado, la empujaba contra la escalera, sin caer en la cuenta de lo que esa intimidad significaba para una joven con una educación como la de ella. Un poco de mesura operó en su ánimo al escuchar el ahogo de Rafaela y al percibir que intentaba apartarlo.

—Perdón, perdón —suplicó, con la frente apoyada en su escote desnudo, demasiado avergonzado para mirarla. La escuchaba respirar con dificultad y temblar. Levantó la vista—. No tenga miedo. Nunca tenga miedo de mí. Jama le haría daño.

La vio asentir y levantar la tira del justillo en una actitud que lo enterneció. Le sonrió para apaciguarla. Ella, sin embargo, seguía contemplándolo con una mueca entre temerosa y desconfiada y se asustó cuando él levantó la mano para acariciarle la boca enrojecida. Al contacto, los labios de Rafaela le parecieron mullidos y carnosos, como debía de ser su cuerpo. Y suaves también. A ella, los de él debían de resultarle ásperos.

—Tengo los labios agrietaos —se disculpó.

Ella metió la mano en el bolsillo del mandil y extrajo una latita que le cabía en la palma. La abrió, untó su dedo en una pomada de color blanquecino y le aplicó una capa sobre el labio inferior primero y sobre el superior después.

—El sol del verano y el viento se los resquebrajan —le explicó, y a Furia le gustó que hubiese cobrado algo de serenidad—. Al igual que el frío en el invierno.

—Sabe bien.

—A vainilla —acotó Rafaela.

Artemio untó el índice en la pomada y lo pasó a su vez por el labio inferior de Rafaela. Primero lo lamió con suavidad. Después lo introdujo en su boca y lo succionó hasta quitarle el ungüento. El beso continuó, más enardecido a cada momento.

"Ñuque, Ñuque, ¿esto está bien?", se cuestionaba Rafaela, incapaz de oponerse a ese palurdo sin modales ni moral. "¡Oh, Dios santo! Ha sucedido. ¡Él está besándome!" o al menos estaba haciendo algo que semejaba a un beso. El aire fresco de la tarde revoloteaba en su pierna izquierda y en su escote, ambos al desnudo. Él le había levantado la saya y bajado la tirilla del justillo otra vez, había introducido la mano derecha bajo la pechera del mandil y la movía con nerviosismo y ansiedad por su cuerpo, le masajeaba el seno izquierdo apenas protegido por el delgado género de la prenda y enseguida le apretaba la cintura para luego tocarle la rodilla y el muslo hasta que ella balbuceaba que no, que se detuviera.

Aunque la sujetase prisionera, el vértigo la llevaba a aferrarse a la escalera con la mano izquierda, y a la nuca de Furia con la derecha. Abrió los dedos con lentitud al darse cuenta de que debía de estar haciéndole doler. Tomó una inspiración profunda, aprovechando que él había abandonado su boca. Consciente de la lengua que descendía por su escote y del cosquilleo de la barba en su cuello, le dio por pensar que ella jamás habría imaginado que un hombre pudiera tocar a una mujer en sus partes pudendas y con aquella intemperancia. Ahora comprendía que Ñuque había limitado bastante la explicación o bien desconocía detalles que quizá, caviló, constituyeran hábitos de los hombres de la categoría de Furia, jamás los de un caballero.

Escuchó un carraspeo y reprimió un grito al descubrir a Créola A corta distancia. Apartó el rostro de Furia de su escote. Éste le dirigió Un vistazo confundido. No había escuchado nada.

—Está Creóla —susurró, en tanto se cubría las piernas y acomodaba el justillo.

Sin soltar el abrazo, el gaucho giró la cabeza y fulminó a la negra, que le sonrió y le guiñó el ojo de nuevo. Furia se volvió hacia Rafaela y le acarició el rostro, le acomodó el cabello y la besó varias veces en los labios, mientras le susurraba: "'Tá bien. Tuito 'tá bien. Usté no se priocupe de náa". Al fin la dejó libre e inició su camino hacia la zona de los peones. Al pasar junto a Creóla, la esclava se fijó en su entrepierna y largó una risotada. Pese a los pliegues del chiripá, la erección de Furia se mostraba sin pudor.

—Lo han dejado tiritando, Furia.

—Te ordené que te jueras —le reclamó en voz baja.

—Y lo hice. Pero no iba a permitir que mancillara el honor de mi ama en un escalera cuando ella es una princesa que merece una cama de oro, ¿verdá?

El comentario pareció afectar al gaucho, que soltó un improperio entre dientes y siguió su camino a paso rápido. Rafaela, todavía asida a la escalera, había atestiguado el diálogo, sin oír palabra. Al encontrarse con la sonrisa de Creóla, cobró ánimos. Bajó de la escalera y se abrazó a su esclava.

—¿Ha estado bonito? —Creóla supo que Rafaela asentía en su hombro—. ¡Es que ese Furia es un macho de verdá! ¡Voto a Dios que sí!

—¡Oh, Creóla! ¿Qué voy a hacer?

Rafaela necesitó media hora para calmarse y emprender el regreso a la casa. Tenía la impresión de que todos se darían cuenta de su pecado, incluida Mimita. Por otra parte, pasarían por la zona de los peones, y no deseaba encontrarse con Furia en ese momento. Al rato, se calzaron las canastas con albaricoques en las caderas y emprendieron la vuelta. Caminaban en silencio. Rafaela cada tanto cerraba los ojos y contenía el aliento al evocar la intimidad compartida en la escalera, al pie del árbol. Aún sentía las manos de Furia en su cuerpo, le habían quedado improntas calientes. Las imágenes la aturdían, la privaban del sentido común que la habría salvado de experimentar esa dicha. Pensó en su padre, en su tía Clotilde, en el asco con que la mirarían si se enterasen de que un gaucho le había metido la lengua en la boca y apretado los pechos. Sin embargo, por alguna razón arcana, no se sentía sucia ni mancillada. ¿Se debería a esa condición de la que no se enorgullecía y por la cual se hallaba a gusto entre gentes de clases inferiores? "No me siento sucia ni mancillada porque yo amo a ese hombre", concluyó. Amarlo, sin embargo, también estaba mal.

Artemio Furia la vio aparecer con la canasta apoyada en el costado. La notó silenciosa y pesarosa. "No debí haberla rozado siquiera una vez porque ahora me he convertido en su esclavo", se recriminó, ajeno a la algarabía de sus hombres y de las hijas de Íñigo, que pululaban en torno, preparando el festejo para celebrar la primera jornada de yerra. Algunos se ocupaban de encender el fogón y de estaquear los pedazos de carne; otros arrastraban carcasas y calaveras de vacas para formar una rueda amplia sobre la que se sentarían a comer; también cantarían y bailarían, jugarían a la taba y quizás a los naipes.

—¡Ey, Artemio! —La voz de Calvú Manque lo hizo apartar la vista de Rafaela.

El indio le señaló la lejanía. Gabino, "el domador", se aproximaba a todo galope. Furia masculló un insulto. Habría problemas. Lo vio desmontar antes de que Cachafaz se detuviera por completo y aproximarse a él con paso vacilante. "Está en pedo", se dijo. Y cuando Gabino se emborrachaba, varios demonios se desataban dentro de él, y su manejo del cuchillo, paradójicamente, mejoraba.

—¡Mire, niña! Ahí está el Gabino. Me juego la cabeza a que le ha venido a reclamar a Furia, que lo despidió ayer después de lo del toruno.

Rafaela siguió con atención al gaucho que se arrojaba del caballo antes de que éste frenase y que se dirigía a Furia al tiempo que cruzaba su cuchillo en la parte delantera del tirador. Apoyó la canasta en el suelo y corrió para interponerse.

—¡Niña Rafaela, deténgase! ¡No se acerque, mi niña!

Los gritos de Creóla distrajeron a Furia, que, con un movimiento de mano, le ordenó a Calvú Manque que la mantuviese alejada. El indio le salió al encuentro y se le plantó enfrente.

—Apártese, Calvú. ¡Apártese! Debo detener esa pelea.

—L'único que la ha de detener é Artemio, señorita. Y me anda pareciendo que no se le antoja.

—¡Por favor! Puede correr sangre.

—De eso, siguro.

—¡Déjeme pasar! ¡Ésta es mi estancia! ¡Es mi responsabilidad!

—Señorita, usté no sabe cómo son las cosas en la campaña. Aquí no se arreglan como en los salones de la ciudá. Aquí é bien distinto. No se meta y tenga pacencia.

Rafaela debatió entre seguir adelante o admitir la sabiduría del consejo. Dejó caer los hombros y asintió.

Resultó significativo el intercambio de miradas entre Gabino y Furia. La algarabía de minutos antes se había esfumado. Todos se concentraban en lo inminente.

—Che, Juria. Vo y yo tenemo una cuenta pendiente.

—¡Fíjate qué cosa! Y yo que creí que había quedao saldáa.

—Me 'tas debiendo más de diez pesos.

—¡Veinte también! —se burló Furia.

—Tuita la gente sabe que eres mal pagador y que te quedas con plata ajena. ¿Acaso no despenaste al Ismael Santos y te quedaste con sus carretas y a má con su china, la Dolores García?

—De tuito se cansa en el hombre meno de hablar al ñudo —expresó Furia, y levantó la comisura izquierda en una sonrisa cargada de mordacidad.

El comentario, expresado en tono condescendiente, enfureció a Gabino. Se quitó el poncho, que llevaba de gurupa, es decir, recogido en la cintura, y lo hizo girar hasta enroscarlo en su antebrazo izquierdo. Remató ese acto aferrando el facón.

—¿Te atreves a peliar, Juria, o me vas a mezquinar el garguero? ¡Capá que sea de Dio que de una bendita vé se va a saber que eres un maula!

Calvú Manque se aproximó a su amigo con la actitud de su escudero diligente y le entregó un poncho. Mientras lo envolvía en su antebrazo, Furia le ordenó:

—Sácala de aquí, Calvú.

—Señorita Rafaela, mejor la llevo pa'dentro. Artemio no quiere que se quede.

—Estoy en mis tierras y me quedo donde quiero.

Calvú Manque le echó un vistazo a Furia y se sacudió de hombros, vencido.

—Mujer terca y desobediente —masculló, sin apartar los ojos de ella, que le devolvió la mirada con abierto desafío.

Al entender que el poncho serviría de escudo, Rafaela deseó que el de Furia estuviese confeccionado en lana gruesa y no en ese calicó liviano para la época estival. Las hojas de ambos facones lucían afiladas y amenazadoras. Una sensación de irrealidad la anegaba. Al verla pálida, Creóla le susurró que entrasen en la casa, a lo que Rafaela se negó sacudiendo la cabeza.

Los rivales se ubicaron frente a frente y extendieron la pierna derecha hasta pegar las puntas de sus pies. Pelearían "pie con pie", comentó Calvú Manque, con una liviandad que fastidió a Rafaela. Pasó la mirada por el resto del público y notó en sus semblantes la misma actitud casi indolente del indio, nada del miedo aterrador de ella. Al comentárselo a Calvú Manque de mal modo, éste sonrió y le dijo:

—É porque confiamos en Artemio.

Furia, por su parte, recordaba las veces en que, por diversión, habían "visteado" con Gabino, o sea, habían reemplazado el cuchillo por el canto de la mano lleno de tizne y simulado pelear. Esa práctica, cuya consecuencia se limitaba a quedar con arañazos negros en el rostro y en el atuendo, le había bastado para comprobar que no se dirimía con un novato. Levantó el brazo y aproximó la punta del cuchillo.

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