Me llaman Artemio Furia (31 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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No quería ni podía formar parte de la hipocresía de la casa de la calle Larga. Artemio Furia le había enseñado a ser libre. Su felicidad dependía de él. No obstante, una nube gris se suspendía en el horizonte ya que se acercaba el fin de la temporada en
La Larga
y Furia no mencionaba qué ocurriría con ellos. Se negaba a dudar de su honorabilidad. La noche anterior le había confesado que la consideraba su mujer y que la llevaba clavada en el corazón.

Mimita lo vio primera. Rafaela se giró en el confidente al escucharla pronunciar su "Atiemo". Lo descubrió en el ingreso de la sala principal, con esa mirada enérgica que acusaba un rápido dominio de la situación. "Es formidable", pensó. Aunque seguía sin afeitarse y su barba se le espesaba con el correr de los días, la blusa corralera y la camiseta que vestía estaban limpias, y se notaba que se había aseado después de las faenas con el ganado. Al quitarse el sombrero, reveló el pelo recogido en una coleta; un tiento de cuero le circundaba la frente. "Es formidable, orgulloso y poderoso", insistió. Su porte, casi aristocrático a pesar de las prendas, no la engañaba; un sustrato de salvajismo acechaba bajo ese modo desenvuelto y tranquilo; ella lo sabía capaz de matar. Su mirada impasible al mismo tiempo se mostraba alerta; los movimientos desmañados de su cuerpo podían convertirse en los de un felino. Pensó que se trataba de un hombre complejo y, sin embargo, también lo juzgaba práctico y de un gran sentido común; sobre todo le admiraba que, a diferencia de ella, se tomara las cosas con calma y no le temiera a la vida.

Artemio cruzó la mirada con la de Ñuque, que, para estupor de Rafaela, dedicó al gaucho una sonrisa de encías casi desdentadas que no le conocía.

—Ave María purísima —saludó el hombre.

Con ella no empleaba esa fórmula sino un "señorita Rafaela" y una inclinación de cabeza con el sombrero o el pañuelo en la mano. A Ñuque destinaba los modos y códigos que utilizaba con su gente. Rafaela se sintió marginada y celosa.

—Sin pecado concebida —contestó la anciana—. Pase m'hijo, pase. ¿Cómo dice que le va?

—Aquí estamos, Quelupén, trabajando pa'no perder la costumbre —contestó, al tiempo que tomaba en brazos a Mimita y le daba un beso en la mejilla.

—Así me gusta, m'hijo. Porque como dice San Pablo "El que no trabaja, que no coma".

—Señorita Rafaela —dijo al cabo, y, de acuerdo con lo que Rafaela esperaba, inclinó la cabeza a modo de saludo.

Furia se colocó detrás de Ñuque para apreciar su labor en el telar. Comentó algo en la lengua de los indios que arrancó una carcajada a la anciana, más inusual aún que la sonrisa desdentada. Rafaela se ubicó junto al gaucho, ávida de su atención, enferma de celos. Él movió la cabeza, y sus ojos turquesa la inmovilizaron. Así permanecieron por largos segundos, contemplándose, hablándose con la mirada, evocando la noche anterior, las palabras compartidas, el placer recibido y entregado. No se habían topado durante el día, y vivieron ese encuentro como un momento sublime, y lo compartieron en un silencio reverencial en el que sólo se escuchaba el roce del huso en el telar y la respiración congestionada de la niña.

Rafaela percibió el sigilo con que Furia le ajustaba la cintura con su brazo libre y cómo, con una ligera presión, la obligaba a ponerse en puntas de pie para besarla en la boca, de costado, con Mimita en el otro brazo, mirándolos. Entrelazaron sus lenguas y jugaron, los labios de Artemio engulleron los de ella. Él terminó abandonando la cintura de Rafaela para sostenerle la parte posterior de la cabeza e introducirse en su boca hasta sentir que la ahogaba. Se cuidó de no hacer ruido al despegarse. No quería que Ñuque los pillara en una situación comprometedora.

Mimita los observaba sin alarma ni condena, como si hubiese presenciado en varias ocasiones un beso de esa naturaleza. Rafaela y Artemio le sonrieron, y la niña les respondió de igual modo. Rafaela exultaba de alegría. Ellos formaban una pequeña familia.

Furia se inclinó en su oído y le pidió:

—Sírvame té de menta así llevo el sabor de su boca tuito el tempo en la mía.

Mientras servía la infusión, Rafaela lo escuchó retomar el diálogo con Ñuque en esa lengua cacofónica y gutural. Se aproximó y aguardó a que Furia depositara a Mimita en el suelo antes de entregarle la taza.

—¿Por qué la llama Quelupén?

—Porque ése es su nombre.

—Su nombre es Ñuque —se empecinó Rafaela.

—Ñuque significa madre —explicó Furia—. Quelupén es su nombre.

—¿Por qué nunca me has dicho que Quelupén es tu nombre?

—Porque nunca lo has preguntado —contestó la anciana.

—Hemos estado llamándote "madre" toda la vida —se admiró Rafaela.

—Así es —afirmó Ñuque, y se acomodó en la silla para continuar con su labor—, Dígame, m'hijo, ¿cuándo es que se marcha de
La Larga?

—En dos días.

Rafaela lo buscó con la mirada, sin éxito; Furia contemplaba el telar de Ñuque. La desesperación y el miedo le ganaron el ánimo. Él había decidido que se marchaba y en tan sólo dos días. Nada le había dicho, nada le había mencionado. Apoyó la taza sobre la mesa con mano temblorosa. Se mordió el labio y apretó los ojos para refrenar las lágrimas.

Un ladrido retumbó en el espacio. Todos se volvieron hacia el umbral. Rafaela pensó, con alivio: "¡Ah, es Poupée la que ladra!", y enseguida cayó en la cuenta de que su padre, con Cristiana del brazo y Aarón a su lado, acababa de aparecer en la sala. La escena se tornó confusa.

—¿Qué hace este changador en mi sala? —preguntó Rómulo Palafox, y agitó la mano enguantada en dirección de Furia.

—¡Padre! —logró articular Rafaela, y avanzó hacia él.

Horas después, en la soledad de su dormitorio, Rafaela repasaría esos momentos y concluiría que había actuado como autómata y con la impotencia de quien vive una pesadilla.

—¡Padre! —exclamó de nuevo—. ¡Qué alegría verlo!

—Rafaela —insistió Rómulo—, ¿qué hace este palurdo aquí?

—¡Padre, por favor! No hable así. El señor Artemio Furia —y, en tanto hablaba, se alejaba de su padre para acercarse al gaucho— es amigo de don Juan Andrés de Pueyrredón.

A Furia lo humilló y exasperó que Rafaela echara mano de esa conexión para dignificarlo a ojos de su padre. Las miradas se cruzaron. Ambos las sostuvieron con imperio, como si se tratase de un cotejo de fuerzas. Las explicaciones de Rafaela se habían convertido en un sonido lejano, sin importancia.

Con suavidad, Rómulo desprendió el brazo de Cristiana y avanzó hacia Ñuque, a quien besó en la frente. Se volvió hacia su hija. Artemio habría deseado que la expresión de Rafaela no comunicara tanto miedo ni sumisión.

—Haga el favor de abandonar esta casa-ordenó a Furia, sin mirarlo.

—No —se opuso Rafaela—. El señor Furia me ha...

—¡Cállate, Rafaela! —explotó Rómulo—. Te has comportado como una pelandusca —Rafaela se llevó la mano a la boca y retrocedió, con los ojos bien abiertos. La conmoción no la salvó de escuchar la risita de Cristiana—. Me has avergonzado —continuó su padre— y has enlodado mi nombre vendiendo esos potingues que fabricas a la pérfida de Bernarda de Lezica, que se lo ha contado a todo el mundo. Te has paseado porla ciudad con esta criatura —dijo, y señaló a Mimita— cuando sabes que te he prohibido hacerlo. Has abandonado la seguridad de tu hogar junto a tu tía Clotilde y te has refugiado en
La Larga
para departir en mi sala con personajes del peor jaez —y apuntó a Furia.

—¡El señor Furia no es ningún personaje del peor jaez! ¡Usted no tiene autoridad moral para juzgarlo! —acotó, con la vista en Cristiana, que se ruborizó detrás del abanico.

Aun a Rafaela, la contestación le resultó excesiva. A Rómulo, inesperada. Le tomó un segundo reaccionar. Levantó el brazo para pegarle. Una fuerza lo detuvo.

—No le ponga un dedo encima.

Había una nota siniestra en la voz de ese hombre, como si proviniese de ultratumba. Esa tonalidad ronca, casi de susurro, hablaba de un poder subyacente y letal, el cual no terminaba de disimularse en el modo certero y apacible con el cual había sujetado la muñeca de Rómulo. Esa peligrosidad vibraba también en sus ojos, de un color antinatural, donde ardía una furia que los tornó oscuros en cuestión de segundos. Pasmaban la seguridad con que actuaba y la superioridad que comunicaba su figura alta y sólidamente construida. Con todo, Palafox no tuvo oportunidad de sentirse intimidado ni avergonzado ya que se mantenía inmóvil, subyugado por ese a quien había llamado changador, lo mismo que el resto, incluso Ñuque. Daba la impresión de que la casa misma había sujetado el aliento.

—¿Cómo se atreve? —atinó a balbucear.

Artemio levantó la comisura, y Rafaela se estremeció. Le conocía ese gesto macabro que simulaba una sonrisa.

—Por favor, señor Furia —le rogó—, deje ir a mi padre.

La sonrisa de Furia se había transformado en una mueca de abierto desprecio. Giró la cabeza con deliberada lentitud para observar la mano que sostenía en la actitud de considerar la posibilidad de soltarlo.

Rafaela atestiguó el instante en que el rostro del gaucho demudaba y se le congelaba la expresión en una mueca de estupor. Se deshizo de la mano de Palafox como si ésta lo hubiese quemado.

—¿Qué carajo...? —articuló en voz baja, corto de aliento, mientras caminaba hacia atrás—. ¿Qué mierda... ?

Rafaela avanzó hacia él, con los brazos extendidos.

—Señor Furia —suplicó, pero su padre, de un empujón, la tiró al suelo.

Cristiana y Aarón se apartaron para dar paso a Artemio, que abandonó la sala en pocas y largas zancadas.

Rómulo orientó su ira y orgullo herido hacia Rafaela y la abofeteó.

—¿Cómo osas rebajarme frente a ese don Nadie? —descargó su puño una vez más en su hija—. ¿Cómo has permitido que ingresase en esta casa? ¡Eres una perdida!

—¡Rómulo! —la voz de Ñuque sonó con firmeza—. ¡Retírate de ella! —Palafox se incorporó, y, jadeando, se echó en una silla—. Aarón, ayuda a tu prima a levantarse. ¡Creóla! —la esclava debió de estar espiando pues apareció en un santiamén—. Lleva a tu ama a su recámara. Y tú, Peregrina, dile a Mencia que le prepare una tisana de pasionaria, merlisa y cedrón. Ven, Mimita —dijo al cabo, ablandando el tono de voz—, ven, cariño. No llores.

Artemio saltó sobre la montura y profirió un grito que hizo encabritar a Regino, su parejero. Al caer los cascos sobre el terreno, el bayo salió disparado a una velocidad que impedía distinguir sus patas. Furia cargó el torso sobre la cruz de Regino y le permitió adentrarse en la llanura, sin rumbo, tan sólo ponía distancia entre ellos y el casco de
Laguna Larga.
Entre él y Rafaela.

No quería reflexionar sobre lo que acababa de vivir en la sala de los Palafox. Apretaba los ojos para no volver a ver lo que cambiaría su vida y sellaría un destino perverso. Hacía chirriar los dientes para no romper en llanto y, un segundo después, soltaba una carcajada con lagrimas entre lo irónico de la situación.

Regino perdía fuerza. Furia, también. Ya no lograba sofrenar la rabia, el rencor y, sobre todo, el dolor que le tensaban el cuerpo. Avistó un ombú; cerca había un rancho. Se aproximó al trote ligero. Varios perros trasijados comenzaron a ladrar. Se apeó y los espantó agitando los brazos y soltando amenazas. Una muchacha corrió la tela que servía de puerta y lo miró.

—Ave María purísima —saludó Artemio.

—Sin pecao concebía.

—Ando queriendo un poco de agua pa'mi parejero, nada má.

—'Ta bien. Pase.

Además del agua para Regino, la muchacha le pasó un chifle con ginebra y colocó frente a él un cuenco con guiso. Lo devoró en silencio y bebió más de la cuenta.

—¿Quiere echa su recao ahí, pa'descansar?

La estudió con impertinencia. La muchacha no se mostró ofendida; por el contrario, le sonrió y balanceó las caderas en una tácita invitación.

"No está nada mal", se dijo. "Además está sola." Se presentaba como un bocado fácil y tentador, y en tanto seguía aquilatándola, el rostro de Rafaela se dibujó en su mente. "¿Cómo olerá esta china? A rayos", concluyó. "¡Mierda!" Antes la habría volteado sobre el recado sin miramientos ni melindres. "Antes", repitió.

—Si agradece, pero debo seguir camino.

—¿A estas horas? Ya casi é de noche. Y esta parte 'tá llena de vizcacheras y madrigueras de mulita. Se le va a poner manco el pingo, y sería una pena. E bien bonito. Como su dueño —agregó, con una risita.

Se despidió de la muchacha y montó de un salto. Se alejó al galope. La comida y la bebida habían mejorado su ánimo, como si hubiese recuperado la sangre. Sin embargo, el cansancio lo decidió a hacer noche en medio de la pampa. Desensilló y trabó las patas delanteras de Regino con una manea. Si hubiese montado a Cajetilla, lo habría dejado suelto; de este parejero, aún no se fiaba. Tendió la matra en el suelo, colocó el cojinillo para blandura y usó los bastos del recado como almohada. Escondió el tirador y colocó a mano el cuchillo antes de echarse y liar un cigarrillo. Se cubrió con el poncho de lana.

Con el brazo izquierdo bajo la cabeza, fumaba y contemplaba el contraste entre la luminosidad de la luna y de las estrellas y la negrura de la bóveda nocturna. Aunque necesitaba la soledad del campo, ansiaba a Rafaela a su lado. "Rafaela", susurró, deseando que ella pudiese ver ese cielo y que él pudiese sentir su calor perfumado. Sabía que actuaba como un cobarde y que se negaba a enfrentar la verdad desvelada en la sala de los Palafox. No se detendría en eso, no aún, y siguió cavilando en ella, en el beso que le robó bajo el albaricoquero, en el pala-pala, en la carreta del cobertizo donde la había amado tantas veces. "Chuña, Chuñita mía." Metió la mano bajo la carona y hurgó en su tirador hasta extraer el pañuelo perfumado. Lo aplastó contra su nariz e inspiró. Persistían algunos rastros de la fragancia, la de rosas, bergamotas y naranjas dulces, la que sólo ella usaba, la que resumía su esencia, a un tiempo femenina y vigorosa.

Sin proponérselo, terminó analizando la expresión de Rafaela al descubrir en la sala a su padre del brazo de Cristiana. El asombro y la incredulidad la impulsaron a abrir de un modo desmesurado los ojos. Sus labios se separaron, las manos le cayeron como muertas a los costados del cuerpo; no obstante y pese a la sorpresa, halló la fibra para defenderlo, ella, una niña decente, prejuiciosa y de principios, sometida a la autoridad paterna y al miedo, lo había defendido, a él, a un changador. "Rafaela mía." Las lágrimas brotaron al tiempo que un sentimiento cálido pugnaba contra el frío de su alma. Sabía que ésa sería la última oportunidad para llorarla y amarla porque se aproximaba el momento en que, al enfrentar la verdad, la apartaría para siempre de su vida.

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