—Así es. Mire usted, normalmente no soy muy buena para las caras, pero es fácil recordar a un cliente que lleva viniendo durante años. Suele hacerlo cada quince días, y siempre para comprar lo mismo. El dibujo le hace mucha justicia, aunque quizá no tenga la nariz tan grande. Además, es curioso, porque no hace mucho se ha rapado el pelo al cero tal y como aparece aquí —aseguró la estanquera.
Sancho arrugó la frente.
—¿Sabría decirnos cuándo le vio por última vez?
La señora inclinó la cabeza y clavó su mirada en el techo.
—Vamos a ver… Creo que la semana pasada no vino por aquí. Era Nochevieja, me acordaría. No, no vino. Entonces, debió de ser el viernes anterior.
—Viernes 24. Nochebuena —precisó Peteira.
—¡Claro! Seguro que fue ese día. Recuerdo que yo andaba con algo de prisa por cerrar y marcharme a casa para preparar la cena. Él, como siempre, llegó a última hora, pidió y se marchó.
—Entonces, tendrá que venir a por sus provisiones este viernes. ¿No es así?
—En teoría, sí.
—Muchas gracias, señora Torres. Ahora nos vamos a marchar, pero vamos a volver para esperar aquí a ese tipo.
El rostro de Charo Torres adquirió una expresión de desconcierto digna de ser tallada.
—¿En mi estanco?
—Así es. Es un pobre diablo, pero tenemos que atraparlo y no podemos perder esta oportunidad. Le aseguro que ni usted ni ninguno de sus clientes correrán riesgo alguno. Créame, le detendremos antes de que pueda dar los buenos días si aparece.
—Nunca da los buenos días —apuntó la estanquera.
—Pues antes de que diga: «Cuatro de Moods».
Ya en el exterior, cogió su móvil y llamó a un número directo de la comisaría confiando en que Patricia todavía estuviera en su sitio. Por suerte, terminaba a las tres.
—Hola, Patricia, soy Sancho.
—Hola, inspector.
—Necesito preguntarte algo: ¿por qué decidiste dejar sin pelo al retrato robot del sospechoso?
—Bueno, lo cierto es que no fui yo, fue ese psicólogo el que insistió en ello. Según él, porque era mejor no poner pelo que poner uno que pudiera inducirnos a error. De hecho, todavía estuvimos un buen rato para terminarlo cuando te marchaste. Hizo numerosas modificaciones. La verdad es que ese hombre me volvió un poco loca.
Sancho se paró en seco dejando que su cerebro operara a pleno rendimiento. Entonces, se fijó en la extraña composición artística que presidía la rotonda del paseo Zorrilla que tenía justo enfrente: una serie de paneles de distintos colores colocados en escalera y rematados con una casa de madera en la cúspide. El desequilibrio de los volúmenes provocaba una sensación de inestabilidad, parecía como si la composición entera fuera a venirse abajo en cualquier momento. Inmóvil, con el alma atenazada y el teléfono pegado a la oreja, no escuchaba a Patricia repetir: «Inspector». Únicamente podía oír las palabras de Carapocha percutiendo contra las paredes de su orgullo: «Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es».
El inspector se frotó la barba, agitado.
Se puso en cuclillas y se manifestó desde lo más recóndito de su estómago:
—¡Me cago en la madre que me parió! ¡¡Hay que joderse!!
Estanco de Charo Torres
Barrio de la Rubia
7 de enero de 2011, a las 12:41
E
l inicio de las rebajas en plena crisis económica y los últimos coletazos de la Navidad habían empujado a buena parte de los habitantes de Valladolid a la calle; algunos de ellos, para comprar tabaco en el estanco de Charo Torres. El día se había despertado bastante claro, y los termómetros iban sumando grados a medida que pasaban las horas.
Los integrantes del Grupo de Homicidios se enfrentaban a la tensión del momento a través de los equipos de transmisión.
—¡No para de entrar gente, carallo! —se quejó Peteira metido en su papel de taxista estacionado en la parada situada frente al establecimiento.
—Voy a poner un estanco cuando me jubile, eso lo saben los chinos —contestó Jacinto Garrido, caracterizado como limpiacristales en la tienda de informática ubicada a veinte metros de la puerta del estanco.
—Entonces ya para el año que viene. Yo para entonces espero estar trabajando en una multinacional de videojuegos —intervino el agente Botello, que llevaba sentado desde las diez menos cuarto de la mañana en el café Novecento, desde donde dominaba visualmente toda la calle Mota.
—Áxel, ¿estás vigilando o jugando con tu Nintendo DS?
—No me queda otra que vigilar, la maquinita me la he dejado en la mesilla de tu hija. ¿Cómo coño se llamaba?
Dos días antes, el inspector había tenido que pelear mucho con Travieso y Pemán para que se aprobara el operativo. Finalmente, dieron luz verde gracias de nuevo a la intervención de la juez Miralles. Aurora había hecho valer su criterio sobre la necesidad de atar todos los cabos bien atados antes de dar por cerrado un caso de tamaña envergadura con las pruebas obtenidas hasta la fecha. El plan era bien sencillo, lo trazó Sancho junto a los subinspectores Peteira y Matesanz. El gallego, desde su posición dentro del taxi, sería el encargado de reconocer al sospechoso para alertar al resto del equipo; sobre todo a Carmen Montes, que estaría dentro del estanco en el papel de promotora de una conocida marca de tabaco. En cuanto entrara por la puerta, ella le abordaría con una interesante promoción con el objeto de distraerle y poder identificarle positivamente. En el momento en el que este le diera la espalda para pedir, Carmen sacaría su pistola y le daría el alto. En ese preciso instante, cada uno tendría un cometido. Sancho y Matesanz irrumpirían desde la trastienda para apoyar a Carmen Montes en la detención. Peteira y Botello entrarían en el estanco para sacar a los clientes que pudieran haber quedado dentro. Carlos Gómez estaba estacionado con su vehículo camuflado en la esquina del paseo Zorrilla con la calle Mota, y Arnau en el cruce de la calle Mota con la carretera de Rueda.
Siempre existía la posibilidad de algún imprevisto, pero estaba seguro de que le atraparían si acudía a su cita con el tabaco. De lo que ya no estaba tan convencido era de que fuera a aparecer esa mañana.
La puerta de la trastienda permanecía ligeramente abierta para poder ver la entrada del estanco que les quedaba justo enfrente, y Sancho alternaba la vigilancia con Matesanz en turnos de treinta minutos. Así llevaban desde que Charo Torres subió la verja a regañadientes a las diez menos dos minutos de la mañana.
—Muchachos, nos dejamos de tonterías a la voz de ya —ordenó el inspector a través del equipo de transmisión.
Los minutos pasaban, pero no pasaba nada.
Exteriores del restaurante Milagros
Vizcaya
Aquel horizonte le traía muchos recuerdos. Había llegado con tiempo de sobra a la cita con Pílades para poder dar un paseo por los acantilados que tapian el golfo de Vizcaya. Allí se podía respirar el olor que destila la bravura del mar Cantábrico; roca viva, tierra fértil y hierba empapada. Las nubes bajas dejaban pasar los rayos del sol a la espera de cargarse de agua para liberarla con fuerza una vez avanzada la tarde. Solo se oía el ruido de las olas en su eterna pelea por ganar terreno a la costa. Le reconfortaba la tranquilidad de aquel lugar. Ese encuentro iba a ser muy distinto de los anteriores, protagonizados por largas conversaciones en las que le hizo creer que era la única persona que había sido capaz de entrar en su mente para que le ayudara a dar sus primeros pasos y conocerse a sí mismo. Controlarse. Ahora ya había sacado todo lo que necesitaba de él y tocaba reemprender el viaje.
A no mucha distancia, aquel paisaje, aquel olor y aquel sonido también estaban siendo percibidos por Pílades.
Estanco de Charo Torres
Barrio de La Rubia
Sancho era consciente de que iba a ser muy complicado conseguir que le permitieran repetir el dispositivo si ese día se marchaban con las manos vacías. De cualquier forma, el inspector tenía un plan B que empezaría a las 14:01 en el caso de que, como ya intuía, la jornada se saldara nuevamente sin ningún detenido relacionado con el caso. Le esperaban tres horas de viaje por carretera y muchas preguntas que hacer.
—Atención a todas las unidades —advirtió Peteira—. Posible sospechoso caminando por la acera del estanco. Varón blanco de metro ochenta, gafas de espejo y aparentemente rapado. Lleva una gorra azul, cazadora y pantalones vaqueros.
Sancho y Matesanz sacaron sus armas.
—Todo el mundo en posición —ordenó el inspector.
—Atención. Va a entrar en el estanco —avisó Peteira.
Sancho aguzó la vista, pero en el momento en el que entraba en el estanco se cruzó con una mujer que salía y no pudo verle con nitidez.
—Buenos días, caballero —intervino Carmen dirigiéndose al sospechoso—. ¿Qué marca de cigarrillos fuma, por favor?
—Lucky.
—Pueden tocarle todos estos regalos si compra un cartón de Marlboro. Solo tiene que facilitarnos sus datos y, si le toca, le damos el premio aquí mismo.
—No me interesa, gracias.
—De acuerdo. Muchas gracias.
El sospechoso esperó a que fuera atendida la persona que tenía delante y pidió tres paquetes de Lucky. Charo Torres miró a Carmen y negó con la cabeza.
—Abortamos.
Una breve maldición del inspector precedió a la orden de seguir con los ojos bien abiertos. Sancho miró su reloj. Solo quedaban veinticinco minutos para la hora de cierre del estanco. Inspiró profundamente y, tras un furioso masaje en el mentón, recobró la calma.
A falta de cinco minutos para las 14:00, la tensión era máxima. No había ningún cliente en la tienda, y Charo Torres estaba tan ansiosa por cerrar como Sancho por montarse en el coche y apretar el acelerador. Cuando llegó la hora, el inspector dio orden de mantenerse en posición durante algunos minutos más que se consumieron de la misma forma que los doscientos cuarenta anteriores: sin novedad. Salió al exterior y habló con Peteira y Matesanz para mantener el dispositivo a partir de las 17:00 y hasta el cierre. Sin dar más explicaciones, caminó ligero hasta el coche. Con el destino marcado en su navegador, aceleró con la idea de recorrer los trescientos siete kilómetros en menos de tres horas. Había que correr.
Restaurante Milagros
Carretera de Barrika a Sopelana (Vizcaya)
Cuando entró en el local, se sentó en la mesa que tenían reservada, la de siempre. Estaba situada justo al lado de la ventana y, a su espalda, se extendía una pared pintada en estuco con tonos amarillos y ocres con un dibujo de ramas de espino rodeando la imagen de una virgen flanqueada por dos farolillos anaranjados. No existía un lugar parecido al Milagros. Unos enormes cactus de metal oxidado y una vieja furgoneta Volkswagen T2 de color azul con el nombre del local pintado en tipología surfera marcaba el acceso a una gran terraza exterior ajardinada y con vistas al mar. Aquella era una zona suntuosa para tomar el aperitivo sentado o para tumbarse en una hamaca a disfrutar de una buena copa después de cenar. En el interior, convivía armónicamente la zona del bar con el restaurante gracias a un elemento unificador: la decoración. Se definía como una amalgama anárquica de distintos elementos que revestían al Milagros de una atmósfera tan confusa como exótica. Era como si Buñuel, Tarantino y Almodóvar se hubieran peleado con uñas y dientes por ornamentar los distintos espacios del lugar. Imágenes tradicionales de la santería coexistían con sillones rojos que parecían haber servido en locales de dudosa reputación; lámparas que bien podrían haber colgado del techo de la mansión de Nosferatu con diversos muebles de corte oriental. Todo ello, salpicado de motivos hippies y surferos que le daban un atractivo toque zen y vanguardista. La extravagante carta era fruto del maridaje entre la cocina tradicional vasca, la mexicana y la japonesa. Canciones de grupos como Massive Attack, The Knife, Iggy Pop, M83, La Roux, The Cinematic Orchestra, Radio Head, Caribou, Pearl Jam, Bob Marley, The B 52’s, New Order, Blondie o Jürgen Paape, entre muchos otros, condimentaban el ambiente del Milagros, pero todo aquello le importaba poco a Orestes durante la espera que precedía a un reencuentro tan ansiado como incierto.
La última vez que hablaron en persona fue allí mismo, un junio de hacía ya dos años, y, en aquella conversación, él ya había decidido poner fecha de inicio a su obra. Había llegado el momento de hacer balance y de tomar decisiones de cara al futuro. Cuando le vio aparecer subiendo con dificultad los peldaños de la escalera que daba acceso al restaurante, le invadió una sensación de lealtad que le aquietó el ánimo. Esperó unos instantes a que se acercara a la mesa para levantarse y darle un abrazo cordialmente sincero.
—Pílades.
—Orestes.
Tomaron asiento enfrentando sus miradas durante unos segundos sin decir nada. Se estudiaron.
—Otra vez aquí, en nuestra mesa. Me alegro de verte —se arrancó Pílades.
—Otra vez aquí, sí. ¿Cómo estás, amigo mío?
—Algo tenso, la verdad.
—Pues parece que hemos intercambiado los papeles; yo estoy bastante tranquilo. ¿Qué quieres tomar?
—Necesito un buen trago de cerveza.
—Por supuesto. Y dime, ¿el restaurante Daco
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de Belgrado sigue liderando tu
ranking
o ha habido algún cambio en este tiempo?
—El «datso» —pronunció— sigue siendo el número uno. Hay cosas que nunca cambian.