La tía abuela Dorothy recuerda cuándo sucedió. La abuela dice que no son más que bobadas.
La tía abuela también dice que el mismo licántropo que se transformaba al excitarse también lo hacía con el olor de la sangre —no la menstrual,
cualquier
tipo de sangre— o con el olor de una presa. De hecho, empezaba a transformarse en cuanto percibía el hedor del miedo, emanara este de una presa o no. Había tantas cosas que desencadenaban en él el cambio que a la edad de veinticinco años ya se había convertido en un lobo de forma permanente.
Yo no soy así.
Mi padre escuchó todas aquellas historias pero solo se quedó con una cosa: no debía tener relaciones sexuales.
¿No tendrían que haber advertido que la sangre no me afectaba, ni las presas, ni el olor del miedo? Ni la ansiedad. Las aulas y pasillos de la escuela rezuman ansiedad. Como las calles de la ciudad.
No soy como el lobo de esas historias, que se transformaba por cualquier cosa.
Pero mis padres no escuchan. Cuando me sorprendieron con Zach, se pusieron furiosos.
Me he planteado dejar de tomar la píldora en la ciudad, no entrar en la jaula. Me gustaría saber qué ocurriría. ¿Cómo se ocultaría un lobo en la ciudad? ¿Dónde? ¿En Central Park? Demasiado pequeño. Demasiada gente. ¿En Inwood? En determinados aspectos, sería más seguro que hacerlo en la granja. En la ciudad no hay tantas escopetas, ni granjeros que odian a los coyotes.
Me gustaría descubrir si es posible. Me encantaría intentarlo.
Me imagino alimentándome de los patos, tortugas y conejos que viven en Central Park.
¿Y cuando volviera a transformarme? ¿Cómo regresaría a casa, sucia, desnuda y, probablemente, manchada de sangre seca? Incluso a las cuatro de la mañana hay gente por las calles. ¿Me arrestarían? Probablemente no. Estaría confundida, de modo que pensarían que alguien me había atacado. Me llevarían a un hospital. ¿Me harían un análisis de sangre? ¿Descubrirían qué soy? ¿Me encerrarían? ¿Me convertirían en un espectáculo de circo? Ya veo los titulares:
¡Descubierto el primer licántropo!
La realidad supera la ficción: ¡la señora Lobo!
No puedo hacerlo. El riesgo es demasiado alto.
Pero me gustaría. Pienso en el desafío. En la diversión.
Además, soy
mucho
más rápida que cualquier agente de policía.
Si no fuera por mis padres, lo haría sin pensármelo dos veces.
Hilliard estaba delante de los ciervos; yo y Jessie, a los flancos. Su miedo era tan cáustico que habría vomitado de no ser porque su olor era tan delicioso como estar nadando en chocolate.
Habíamos esperado tanto tiempo lejos del alcance de los ojos, oídos y olfato de la manada que casi no podía recordar qué era moverse. Hilliard es muy estricto en lo referente a esperar el momento oportuno, a que el viento sople en la dirección adecuada para no alertar a la presa, a cortarle todas las posibles salidas. Un ciervo sano puede dejarnos atrás fácilmente. Aquellos eran ciervos
extremadamente
sanos: pelaje reluciente, ojos vivaces y atrayentes aromas almizcleños.
Esperé, salivando.
Un sesenta por ciento de la caza consiste en esperar. Es la peor parte. Después está el treinta por ciento de la persecución, y solo un diez para abatirla. La mejor parte.
Cuando la manada dio la vuelta, nosotros ya habíamos rodeado a la presa más lenta: una hembra vieja. Hilliard le saltó al cuello. Yo hundí mis colmillos y zarpas en su estómago. Jessie le mordió con fuerza en los cuartos traseros. El ciervo se desplomó.
Le abrí el estómago con mis zarpas, le seccioné las tripas y la masa caliente de las entrañas se derramó sobre el suelo, una masa humeante que saturó el aire con el olor de la sangre, el gas y el ácido.
Hundimos nuestros hocicos en el cuerpo aún palpitante y lo devoramos entero: los ojos, las entrañas, las orejas. Cuando terminamos, solo quedaban las pezuñas, los huesos, el pelo y los fibrosos fragmentos de los tendones.
Ni un gramo de carroña para los pájaros; apenas alimento para hormigas y moscas.
He descrito la vida del lobo de un modo mucho más romántico de lo que es en realidad.
Cuando soy un lobo tengo garrapatas. Los parásitos me chupan la sangre del estómago y los ácaros crecen en mis orejas. Los ciervos que como me transmiten la solitaria, y los peces, los trematodos.
Es verdad que cazo, que corro y juego. Las tres cosas son muy divertidas. Salvo cuando no lo son. Cuando la presa logra escapar, que es la mayoría de las veces. Un lobo a tiempo parcial no es ni la mitad de competente que uno a tiempo completo. Imaginaos cómo me va a mí que solo lo soy tres o cuatro veces en verano. Soy el lobo menos competente que existe.
Lo que más hago es dormir. Cuando estoy despierta, solo quiero arañar, comer, jugar y volver a dormir.
Cuando soy un lobo me pica y me duele todo el cuerpo, casi siempre estoy hambrienta y si me alejo demasiado de la granja acaban disparándome. La granja es más pequeña para el lobo que el apartamento de la ciudad para la humana.
Pero ambos son mejores que varios días encerrada en una jaula.
Ser una mentirosa no es fácil. Para empezar, has de tener muy presente el hilo de todas tus mentiras. Recordar exactamente qué has dicho y a quién se lo has dicho. Porque esa primera mentira siempre te conduce a la siguiente.
Nunca hay una sola mentira.
Por eso lo mejor es simplificarla; te ayuda a seguir todos los hilos que la componen, a mantenerla girando y, si tienes suerte, a no propagar muchas más.
Es muy complicado mantener muchas mentiras en el aire. Imaginaos hacer juegos malabares con mil antorchas unidas entre sí con un hilo extremadamente fino. O hacer funcionar la máquina más complicada del mundo con engranajes sobre una rueda y más engranajes sobre esa rueda y aún más engranajes.
Incluso las mejores mentiras, las que se remontan más atrás en el tiempo, las más ricas en detalles y que ofrecen una panorámica general, incluso esas se acaban descubriendo. Tal vez no todos los aspectos de la mentira, pero sí dos o tres o más. Así es como funcionan las cosas.
Odio cuando ocurre eso. Cuando la gente se da cuenta de que lo que estabas diciendo no es verdad y tu elaborada construcción se tambalea.
Las mentiras dejan de girar, falta lubricación, los engranajes empiezan a chirriar. Eso fue lo que ocurrió cuando Sarah me miró fijamente y dijo: «Eres una chica».
Ese instante podría haber durado una semana. Un mes. Un año.
Me sentí avergonzada, furiosa, me enfadé conmigo misma porque me hubiera descubierto e hice girar más mentiras para encubrir la primera.
Pero también me sentí aliviada.
Siempre
es un alivio.
Porque el aire,
por fin
, se hace respirable y puedo decir la verdad. Desde ese preciso instante todo lo que diga será verdad. Una vida auténtica sin cimientos podridos. Confianza. Comprensión. Todo nuevo y reluciente.
El problema es que no puedo, nunca he podido y nunca podré. Porque mi verdad es tan inconcebible…
¿Qué hiciste en verano?
Me convertí en lobo, despedacé ciervos y conejos…
… que las mentiras siempre serán más fáciles.
Girando, girando, girando.
He experimentado el momento del descubrimiento un centenar, un millar, tal vez un millón de veces. Aunque solo tengo diecisiete años, ya he visto esa mirada de asombro —
me
está mintiendo— tantas veces, que he perdido la cuenta.
Nunca te acostumbras.
Y, pese a todo, eso no es lo peor de ser una mentirosa. En absoluto. Mucho peor que el descubrimiento, que ver en los ojos ajenos el sentimiento de la traición, es cuando empiezas a creerte tus propias mentiras.
Cuando todo se confunde.
Dejas de saber qué es real y qué no lo es. Empiezas a sentirte como si construyeras el mundo con tus palabras. Tus mentiras se hacen cada vez más ajenas, extrañas, densas, más grandes que las palabras, se convierten en mundos, cobran vida propia.
Te sientes poderoso, invencible.
«Oh, por supuesto», dices absolutamente convencida. «Mi familia es muy antigua. Se remonta a muchísimas generaciones. Realizamos hechizos mágicos. Puedo hacer que tu mano se atrofie. Puedo convertirte en un gato».
En cuanto empiezas a creértelas, dejas de ser un caso compulsivo y te transformas en uno patológico.
Suele ocurrir después de algún suceso especialmente traumático. El cerebro se quiebra, es incapaz de aceptar la verdad y empieza a construir una realidad propia. Para poder seguir viviendo, crea un mundo mayor y mejor que dé explicación al trauma. Cuando el mundo que ves no se corresponde con el mundo que es, puedes acabar haciendo cosas —cosas
terribles
— sin ni siquiera saberlo.
Nada bueno.
Porque entonces es cuando te encierran y no hay vuelta atrás porque, de hecho,
ya
estás encerrado: en el interior de tu propia cabeza. Donde eres alto, fuerte, rápido, poderoso, el soberano de todo lo que te rodea.
Yo nunca he llegado tan lejos.
Pero ha habido momentos. Pequeños instantes durante los cuales no estoy segura de si algo ha sucedido o si me lo he inventado. Esos momentos me aterrorizan más que la posibilidad de que me descubran. Me han descubierto muchas veces. Sé lo que se siente. Pero nunca me he vuelto loca y no quiero saber qué se siente.
Manipular las mentiras es una cosa; dejar que ellas te manipulen a ti, otra muy distinta.
Por eso escribo esto. Para evitar caer al otro lado. Quiero dejar de ser una mentirosa. Quiero contar la verdad.
Aunque hasta ahora no lo he hecho. O, al menos, no del todo. Lo he intentado. Créeme, lo he intentado con todas mis fuerzas. He puesto más empeño en esto que en cualquier otra cosa que haya hecho nunca. Pero es que son tantas mentiras y es tan difícil…
He cometido algunos deslices. Unos pocos.
Pero voy a corregirlos.
A partir de este momento solo te contaré la verdad y nada más que la verdad.
En serio.
Yayeko Shoji, la profesora de biología, no nos describió la descomposición del cuerpo de Zach.
Me lo inventé.
Yayeko no nos habló del encharcamiento de la sangre, ni de la pérdida de los iones de calcio, ni del rigor mortis, ni de la muerte celular. No nos contó nada sobre las bacterias, las moscas, los huevos ni los gusanos.
Te he dicho lo que me habría gustado que nos hubiera contado. Porque quería saberlo. Porque quería entender cómo Zach podía pasar de estar vivo, de respirar… a ser una bolsa de bacterias, moscas, huevos y gusanos.
Todo el mundo mintió.
La gente hablaba de la muerte de Zach pero no decía nada de lo que eso significaba. El director Paul dijo que Zach «se había ido». Pero no se había ido. Zach había muerto. Como nos ocurrirá a todos. La única diferencia es que a él le ha ocurrido muy pronto y de un modo violento, con la sangre encharcándose fuera y dentro de su cuerpo.
De modo que leí sobre la muerte y la descomposición para intentar entenderlo.
Pero no lo entendí.
Lo primero que ocurre después de la muerte es que la sangre y el oxígeno dejan de circular por el cuerpo.
El cuerpo se descompone. Lentamente.
Al final lo único que queda es el latido de mi corazón, el aire entrando y saliendo de mis pulmones. De los de Sarah. De los de Tayshawn. De todos los que quedamos atrás.
Seguimos latiendo. Seguimos respirando.
Es muy doloroso.
El día del funeral de Zach dejo a Tayshawn y Sarah, camino en dirección sur hacia el parque —Central Park— hasta el lugar donde Zach y yo nos besamos por primera vez.
No estoy segura de qué conseguiré con esto. Es un impulso. Quiero rendirle un homenaje. El parque me parece un lugar mejor para hacerlo que una iglesia llena de gente que no le conocía. No como le conocía yo.
Un lugar mejor que entre los brazos de Sarah y Tayshawn.
No he vuelto allí desde entonces. He corrido por el sendero pero nunca he vuelto a detenerme. No me he parado otra vez bajo el puente a pensar en aquel día. En el primer beso.
Hoy no hay carámbanos colgando del puente.
No parece el mismo sitio. Aún hay hierba. Pero lo que piso son hojas, no nieve. Al respirar, el aire no es cortante.
Nada parece igual.
No puedo pensar en aquel día.
Me quito los zapatos de mamá y, sosteniéndolos con la mano derecha, corro hasta casa, la amplia falda del vestido de mamá hinchándose y girando a mi alrededor. Estoy demasiado cansada, desconcentrada, agobiada para jugar al juego de eludir. Tengo la cabeza llena de pensamientos relativos a Zach. Y de Sarah y Tayshawn, de la sensación de sus bocas en la mía. El anhelo que siento por Zach me quema en el pecho. Empiezo a sentir un dolor al respirar. Me arden los ojos.
Al pasar corriendo por el cruce de la calle Doce con la Tercera avenida, noto un olor fétido y, a continuación, oigo el sonido de unas débiles pisadas detrás de mí. Me tenso pero no me doy la vuelta. Y entonces el chico blanco que se parece a mí está corriendo a mi lado. Sonríe. Tiene los dientes de un color amarillo verdoso. Aunque no parece muy mayor, tiene la piel arrugada. No creo que sea mayor que yo. Debe de pasar mucho tiempo a la intemperie.
Aumento el ritmo pese a que el vestido me molesta.
El chico me sigue sin problemas.
Esta es la cuarta vez que le veo. Una en Broadway, cuando jugaba a esquivar a la gente. Otra en el parque, cuando corría con Zach. Y otra, la última vez que vi a Zach.
Le oigo respirar. Lo hace tan acompasadamente como yo.
El chico blanco también sabe cómo esquivar a la multitud. Al ir enfundada en el vestido, ahora mismo lo hace incluso mejor que yo.
Aunque es rápido, su técnica es nefasta: agita los brazos como si fueran alas, sube demasiado los hombros, no levanta las rodillas, golpea el suelo con sus talones. Me pregunto si mi técnica era tan mala como la suya antes de conocer a Zach. Espero que no.
A esta distancia huele incluso peor. Está tan sucio que me pregunto si se habrá lavado alguna vez. Respiro superficialmente y arrugo la nariz. Hay algo en su hedor que me resulta familiar. Sé qué es.