Mírame y dispara (13 page)

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Authors: Alessandra Neymar

Tags: #Romantico, Infantil-Juvenil

BOOK: Mírame y dispara
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—Cristianno, ¡no, no, por favor! —comencé a sollozar—. Estate quieto.

—¿Por qué debo hacerlo? —preguntó, volviendo a rozar sus labios con los míos—. ¿Acaso no fue esto lo que te hizo Valentino?

Era eso. Su voz tembló de ira al pronunciar el nombre de Valentino y sus manos apretaron mi piel con más fuerza haciéndome daño. Eran celos, de eso estaba segura, pero no comprendía por qué estaba actuando así. ¿No se daba cuenta de que yo quería sentirle, pero no de aquella forma?

—¡Aléjate de mí, no quiero que me toques! —grité antes de conseguir apartarle.

Cristianno

Ahí estaba la confirmación que lo más profundo de mi pecho deseaba oír. No quería que la tocara. No quería que la besara, que le hiciera el amor. No quería que me acercara a ella. No era como las demás… Me sentí el hombre más sucio del mundo.

Kathia me empujó y se echó las manos a la cara. Estaba llorando y su pecho subía y bajaba una y otra vez respirando descontrolado. La había herido y me sentía fatal por ello.

¿Qué clase de monstruo podía hacerle aquello a una mujer? Yo. Quise acercarme, pero me apartó de nuevo.

—¡No me toques!

Me observó enfurecida. En sus ojos también vi decepción. Comencé a caminar y me alejé antes de que se tirara al suelo y comenzara a llorar sin control. No podía soportar ser el causante de su dolor.

Nunca había dejado que un sentimiento me sometiera y sin embargo lo que Kathia me hacía sentir me dominaba. Ninguna chica había reaccionado así a mis caricias. Todas deseaban más y había pensado que así sería con Kathia. Me equivoqué.

Paradójicamente, me sentía orgulloso de que ella hubiera reaccionado de ese modo. Deseaba profundamente que me empujara, que me gritara. Deseaba profundamente que fuera la única.

SEGUNDA PARTE
Capítulo 13

Cristianno

Estar en Hong Kong un par de días me vendría genial. Podría poner orden en mis pensamientos y de ese modo saber qué hacer cuando volviera a Roma. Aunque, en realidad, no sabía si quería regresar. Ya no estaba seguro de nada.

Fabio y yo cogimos el jet privado en el aeródromo sobre las dos de la madrugada. Era mejor viajar de noche, de ese modo no llamaríamos la atención de nadie. Mis padres creían que me iba con mi tío a Londres a un evento científico. Y Mauro… Mauro no creyó ni una palabra, pero, en cuanto le conté lo ocurrido con Kathia, supo que lo mejor era que me marchara para que pudiera despejarme. Cristianno Gabbana no hacía todos los días el gilipollas de aquella forma.

Estaba solo, en el piso de abajo. Aquel salón amplio y lujoso me parecía un pequeño zulo mugriento. Llevaba dos horas de avión y varias copas de vodka. Fabio dormía en el piso de arriba, refugiado en sus sábanas de seda blanca, tal vez soñando con el acuerdo de algún negocio. Él era capaz de manipular su sueños, yo no. Estaba desconcertado y mi cabeza daba tumbos queriendo conciliar el sueño. Así que me concentré en la ventanilla y contemplé el cielo sin poder retener mis puñeteros pensamientos. Navegué hasta ella.

Acaricié las estrellas. Si Kathia hubiera estado allí la habría sentado entre mis piernas y le habría susurrado el nombre de cada una de ellas. La habría abrazado hasta que se durmiera en mi pecho y habría escuchado su respiración, la mejor melodía posible. Después, me sumiría en un letargo sabiendo que ella estaba allí… conmigo, y que no haría falta soñar.

Mis sentimientos jamás habían llegado tan lejos. Nunca les había dado la oportunidad. Llevaba varios años viviendo aventuras desenfrenadas, y me contentaba con ello. Estaba orgulloso de la forma de vivir el amor que había elegido porque, precisamente, no era amor. Eso era lo que me gustaba. No tenía presiones, no tenía que dar explicaciones, no quería esas obligaciones y eso había logrado. Pero en esos momentos no estaba tan seguro. Si pensaba en algo nada más despertar, era en ella.

—¿No logra dormir? —me dijo bajito Giselle, la azafata.

—Supongo que el jetlag comienza a pasarme factura —musité, mirando su sonrisa.

—¿Quiere que le traiga algo?

La contemplé de arriba abajo. Era hermosa, de melena ondulada y rubia, y unos ojos caramelo, dulces y tranquilos. Su cuerpo era esbelto y se movía, coqueta, con estilo.

Señalé el sillón que tenía enfrente; apenas a un metro del mío. Giselle asintió y tomó asiento cruzando las piernas. Hacía poco que había visto aquel movimiento, pero en una persona mucho más cautivadora.

Humedecí mis labios y contemplé sus piernas.

El jet estaba sumido en un profundo silencio que se aliaba a la oscuridad; solo la luz verdosa de la cabina alumbraba el ambiente. Tenía la suficiente intimidad para iniciar los preliminares.

Me incliné hacia delante y comencé acariciando su rodilla. Ella cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Ascendí, pero Giselle retiró mi mano y se acercó a mí. Me besó, suave, erótica y lentamente. Me gustó, pero mi cuerpo no lo estaba aceptando como debería. Mi maldito pensamiento estaba en Roma… con ella. Deseaba que Giselle fuera Kathia.

De repente, un calor asfixiante me invadió y me llenó de rabia. No quería que Kathia formara parte de aquel momento y, sin embargo, deseaba que fuera ella la que me besara.

La furia me llevó a coger a Giselle de los brazos y a empujarla hacia mí. Tomó asiento sobre mis piernas presionando su cuerpo contra el mío. Arranqué los botones de su chaqueta y después los de su camisa. Giselle no ponía resistencia a mis movimientos bruscos como lo había hecho Kathia. Ella me iba a dejar hacer lo que quisiera. Era un buen momento para desquitarme y Giselle sería perfecta para ello.

Suspiró cuando la cogí en brazos y la llevé a la habitación.

Las escaleras terminaron de acercarse y Giselle abrió la puerta del avión. Retoqué mi corbata y me pasé la mano por el pelo. Estaba perfecto, mucho más que en otras ocasiones. Era un traje sobrio y muy oscuro, pero favorecía mi piel pálida.

Me acerqué hasta la puerta y miré a la azafata. Ella contempló mi atuendo y se detuvo bajo la hebilla de mi cinturón. Fue una mirada rápida, pero suficiente para hacerme saber que le gustaría tenerme de nuevo.

—Bien, disfrutemos de la cena y mañana hablaremos de negocios. ¿Qué te parece, Cristianno? —me dijo Fabio, antes de bajar el primer escalón.

En Hong Kong eran pasadas las diez de la noche.

—Genial —mascullé, acercándome a Giselle. Fabio comenzó a bajar riendo; minutos antes habíamos estado hablando de la azafata.

Giselle se apoyó en la pared al notar mi cercanía. Retiré su cabello del cuello y lo besé. Me marché dejándola con deseos de responder a mi beso. Aquel era el verdadero Cristianno. El que conseguía a cualquier mujer; no el que suspiraba por una de ellas.

En la terminal, Wang Xiang nos esperaba rodeado de agentes, su escolta personal. Parecía un cortejo fúnebre. Había dos coches negros y una limusina, nuestro vehículo. Wang era demasiado perfeccionista para esas cosas. Era el dueño de la mayor farmacéutica de Asia y, como buen empresario, siempre quería abarcar más. Traficante conciso (según él), dominaba la entrada de estupefacientes en la costa de Hong Kong. Después, creaba compuestos con ellos y los probaba en convictos o en personas que vivían en aldeas olvidadas de Tailandia y Filipinas. De ese modo se aseguraba que nadie reclamara por ellos y de que todo cayera en el olvido. El resto de la droga se la entregaba a grandes narcotraficantes, no sin antes llevarse un buen porcentaje.

Pero jamás recibiría un pellizco tan grande como con el negocio que Fabio y él se traían entre manos.

Wang abrió sus brazos en cuanto mi tío tocó suelo asiático. Fabio se agachó unos centímetros (para quedar a la altura de Wang) y se fundieron en un abrazo lleno de palmadas en la espalda.

—Querido Wang, deja que te presente a mi sobrino Cristianno. Es un pequeño maestro —dijo, mientras yo me acercaba.

—Señor Wang, es un placer. —Nos dimos un apretón de manos.

—El placer es mío. Fabio me ha hablado mucho de ti. Te admira profundamente. —Le costaba hablar nuestro idioma, pero le comprendí a la perfección.

—Ya sabe cómo es mi tío. Es un poco exagerado. —Fabio me abrazó por el cuello.

—Bien, tengo mesa reservada en El Manantial y llegamos una hora tarde —nos apremió Wang, antes de entrar en la limusina.

Según me había contado Fabio, El Manantial era un restaurante que frecuentaban los hombres multimillonarios, donde se cenaba sobre unas mesas con apariencia de roca rodeadas de un riachuelo que desembocaba en una especie de lago. En él podías bañarte acompañado de la mujer que quisieras; se podía elegir entre asiáticas, europeas o de cualquier parte del globo. Casi todas eran modelos o actrices que comenzaban a abrirse camino en ese mundo.

Me repugnaban esos lugares y a Fabio también; si necesitábamos el calor de una mujer teníamos suficiente encanto como para conseguirlo sin necesidad de pagar, pero debíamos quedar bien y para eso tendríamos que soportar cómo denigraban a esas pobres chicas llenándolas de ilusiones que en el noventa y nueve por ciento de los casos verían frustradas.

De nuevo me vino a la cabeza el momento en que acaricié a Kathia. Dios, cómo me arrepentía.

Entré en la limusina detrás de mi tío y me encontré con cuatro chicas. No eran asiáticas y vestían unos vestidos cortos y ceñidos. Tuve que sentarme al lado de una de ellas que, para mi desgracia, tenía los ojos grises. Fabio dio por hecho que me quedaba con ella y la muchacha no se alejó de mí, ni siquiera cuando al fin llegamos al restaurante.

El local estaba ambientado con velas y tenía un ligero aroma a sándalo y té, mucho té. Y es que había unas teteras de forja plateadas, colocadas sobre una especie de brasero de ascuas, en todas las mesas. Cenamos al lado de la enorme fuente de piedra.

—¿Qué os parece vuestra sorpresa? —preguntó Wang, señalando a las chicas—. Pensé que llegaríais cansados del viaje y querríais relajaros. —Se retiró la servilleta (llena de manchas de comida) del cuello de su camisa y le acarició el muslo a una de ellas.

La chica sonrió y yo aparté la mirada. En realidad, no sabía dónde mirar; el local estaba plagado de hombres haciendo lo mismo que Wang. Otra coincidencia era que mientras ellas eras atractivas, ellos eran horribles.

Miré a la mujer que tenía a mi lado. Parecía tímida, demasiado retraída en comparación con las demás. Su parecido con Kathia era enorme, pero tenía una belleza más dulce; no era tan impactante y agresiva.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Fabio abiertamente a la chica que tenía sentada a su lado.

Era morena, de pelo corto y muy joven. Calculé que debía tener mi edad.

La muchacha quiso responder, pero Wang se adelantó.

—Yo las llamo por el nombre de su país. Esta es Rusia y esta Bielorrusia. —Él mismo se rió de su propio chiste mientras señalaba a las mujeres que le rodeaban. No le vi la gracia—. Y aquellas son Francia y Grecia. —Las señaló, despectivo.

La de ojos grises se llamaba Grecia; la más joven era Francia.

Grecia ahogó un suspiro. Sin duda, se había ofendido por el comentario, tanto como yo y mi tío. Aunque Fabio supo disimular.

Me acerqué a su oído.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté sin que nadie percibiera nuestro acercamiento.

—Mayla. —Fingió una sonrisa algo tensa por tenerme tan cerca.

Fruncí el ceño al sospechar que mentía.

—Tu nombre real —ordené.

Ella se lo pensó unos segundos antes de contestar.

—Sarah.

—Bien, es hora de retirarnos. Rusia y Bielorrusia comienzan a volverme loco —soltó Wang.

Además de restaurante, El Manantial también era un hotel, uno de los más lujosos de Hong Kong.

Fabio me entregó la llave de mi habitación, era la suite 3113. Dispondría de ciento treinta metros cuadrados para mí solo. Un espacio enorme que se vería reducido a la habitación más pequeña en cuanto comenzara a pensar en ella.

Llegamos al vestíbulo y Fabio se acercó a mí. Francia aguardaba detrás de él.

—Podría ser mi hija. Solo tiene dieciocho años —me susurró.

Tuve la sensación de que realmente lo sentía así. Fabio no tenía hijos —tal vez por eso a mis primos, a mis hermanos y a mí nos trataba como tales—, pero a veces actuaba como si pensara en un hijo lejano que nadie conocía.

Se me iba la olla. Ya volvía a divagar. La falta de descanso me estaba causando estragos.

Resoplé y miré a la joven de reojo. Tenía los brazos cruzados sobre el regazo. Sentí lástima por ella.

—Acabemos con esto, tío. Sácala de aquí, lo estás deseando.

—Por supuesto.

Me despedí de él observando cómo se alejaba pensativo mientras la chica lo seguía obediente.

Llegué a mi planta y caminé por el pasillo en dirección a mi habitación. Desvié la mirada antes de abrir la puerta y vi a Sarah. Me observó tímida apoyándose en el marco de la puerta. Se notaba que le dolían los pies.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté mientras abría la puerta e inspeccionaba su bello cuerpo.

—Debo estar aquí —dijo bajito, esforzándose por resultar complaciente.

—¿Debes? —Torcí el gesto antes de que ambos entráramos.

La habitación ya estaba iluminada, justo como a Wang le gustaba: luz tenue, muy tenue. Parecíamos sombras. Cerró la puerta y se apoyó en ella cruzando las piernas. Yo hice lo mismo, pero elegí la pared. Descansé mi espalda sobre aquel muro liso a unos metros de la chica. Nos contemplamos sin decir nada durante unos minutos.

Tenía la piel pálida y el cabello oscuro y largo. Su cuerpo era esbelto y sensual.

«¿Por qué me haces esto Kathia? Estás a miles de kilómetros y te siento tan cerca.» Apreté la mandíbula y luché contra mis pensamientos.

—¿Sabes hablar italiano? —Quería saber si podía comunicarme con ella en mi idioma.

Suspiró y caminó hasta el salón.

—Sí… aunque, a veces, me cuesta.

Instintivamente, volví a tensar la mandíbula. Se veía que era una chica inteligente y me molestó que estuviera allí haciendo lo que hacía. —¿Qué haces en Hong Kong? —continué preguntando mientras me dirigía al mini bar.

—Trabajar… —Me siguió.

La miré. Sus ojos me decían que mentía. No estaba trabajando, más bien parecía estar obligada a hacerlo.

—¿Eres griega?

Frunció los labios; no quería hablar de ella, pero terminó contestando.

—Sí…, soy de… Atenas.

—Y tu familia, ¿dónde está?

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