La muchacha no dejaba de gritar y se resistía a entrar en el vehículo. Estaba toda desaliñada, pero aun así exhibía un cuerpo increíble… y bastante ágil. Colocó una pierna en la puerta y empujó hacia atrás provocando que dos policías tuvieran que reducirla. Finalmente entró y comenzó a dar patadas a los asientos. Sonreí.
—Señorita, cálmese o tendrá problemas.
—¡Ya los tengo! ¡Le juro que se arrepentirán de esto! —les gritaba, y yo opinaba lo mismo—. Yo solo iba hacia mi casa cuando este gilipollas —dijo señalándome con la cabeza. Alcé una ceja, incrédulo— sacó al taxista del coche y comenzó a conducir como un loco.
—Todo eso podrá contarlo en comisaría.
—¡¿Qué?! ¡Oh, Dios mío! —Dejó de hablar y se desplomó en el asiento.
Por fin pude observarla con tranquilidad. Era increíblemente guapa; piel pálida y tersa, labios carnosos, nariz perfecta y unos ojos grises deslumbrantes. Casi iluminaban la penumbra del vehículo. Tenía el cabello muy largo y liso, de un castaño ceniza más claro que oscuro. Del cuerpo no pude ver mucho, pero apuntaba maneras.
—¿Qué coño estás mirando, imbécil? —me preguntó clavando aquellos ojazos en los míos. Jamás había visto una belleza igual.
—¡Eh, tranquila! Deberías relajar el labio… mira, se hace así. —Comencé a mover la boca lentamente.
—Serás… —Se lanzó a por mí.
Poco podía hacer con las manos detrás de la espalda, pero un mordisco podía hacer daño.
—Giorgio, esta chica intenta matarme —le dije a uno de los policías en tono jocoso.
—Si lo consigue, le estaré eternamente agradecido.
—¡Ja! qué gracioso. —La empujé con un hombro—. ¿A qué comisaría vamos?
Giorgio me miró con cara de pocos amigos mientras la muchacha me enviaba miradas asesinas.
—Ya lo sabes.
—No, no lo recuerdo —ahora me tocaba mofarme a mí. Sabía exactamente donde nos dirigíamos.
—A Trevi, y ahora cállate —le gruñó el policía.
Trevi, perfecto. En una hora estaría en la calle.
Kathia
Mi compañera de celda se sentó justo a mi lado y me observó con… ¿avidez? Rezaba para que Enrico llegara cuanto antes. Ya le había llamado y me había dicho que no tardaría. La verdad es que parecía bastante tranquilo, como si ya supiera lo que había ocurrido. Al niñato chulo se lo habían llevado a otra celda, así que no sabía si había hecho su llamada ni si le dejarían salir pronto. Esperaba que no, y que se pudriera allí dentro.
Aquella mujer tan desagradable comenzó a invadir mi espacio vital abalanzándose sobre mí lentamente.
—¿No sería mejor que habláramos un rato? Tú y yo podríamos ser amigas.
No, no seríamos amigas nunca.
Su boca dibujó algo parecido a una sonrisa. De repente, estampó su nariz en mi mejilla e inhaló mi aroma ruidosamente. Me quedé quieta, con los ojos como platos y sin saber qué hacer.
—Kathia Carusso di Castro —llamó justo en ese momento el policía que respondía al nombre de Giorgio.
Me levanté ipso facto y me lancé a los barrotes entre los que ya veía la tranquilizadora figura de Enrico.
—¡Gracias al cielo! —exclamé antes de que la puerta se abriera—. Quita de en medio. —Empujé al policía que me franqueaba la puerta y me tiré al cuello de Enrico.
Sus brazos me rodearon suavemente, apretándome contra su cuerpo. Su calor me calmó… pero solo unos segundos. Cuando volví en mí, me aparté de él y comencé a despotricar.
—Mi primera noche en Roma y acabo aquí por culpa de un capullo que está loco. Créeme Enrico, temí por mi vida. Deberían encerrarlo en un manicomio. Comenzó a pegarse con otro tío y me aplastaron. Y minutos antes nos estrellamos contra un muro. ¡Mira mi ropa!
Extrañamente, Enrico parecía divertido. Me cogió de los hombros y me obligó a mirarle.
—Cálmate, Kathia, mi amor. No hay de qué preocuparse.
—¿Que no hay de qué preocuparse? ¡Mi padre me matará!
—Angelo cree que duermes en casa de Erika. Ya está todo listo, ella te espera en su casa.
Volví a abrazarle.
—Eres mi ángel.
En ese momento, la reclusa estiró el brazo, cogió un mechón de mi cabello y comenzó a olisquearlo entre los barrotes. Giorgio la alejó y a Enrico se le dibujó una sonrisa al ver mi cara de terror.
—Quieta, Rosa —dijo el policía.
—Sácame de aquí ahora mismo —murmuré con voz ahogada.
—Tengo que quedarme, fuera te espera un coche que te llevará a casa de los De Rossi.
Me besó en la frente y me alejé de él a toda prisa sintiendo cómo su mano se separaba de la mía cuando nuestros brazos ya no podían estirarse más.
Cristianno
Usher sonaba con la canción
Trading Places
mientras me acomodaba en el Bentley de Enrico. Ya sabía que Mauro, Alex y Eric estaban a salvo en mi casa, y que mi padre esperaba a que llegara. Me aguardaba una buena bronca y, en realidad, con motivos. Era la cuarta vez que visitaba los calabozos de la comisaría de Trevi en lo que iba de año. Y tan solo habían pasado ocho días desde Nochevieja.
—¿Sabes a quién has arrastrado contigo a comisaría? —me preguntó Enrico aparentando seriedad, pero conteniendo una sonrisa.
Enrico sabía el motivo de mi detención y opinaba que debía haber sido más duro con Franco.
—A una tía que estaba buenísima —recordé sus largas piernas—. En serio, Enrico, si la hubieses visto, hasta tú te hubieses quedado aluciando.
Soltó una carcajada.
—Ya veo. En realidad, sí, era muy guapa.
—¿Pudiste verla? —pregunté extrañado.
—La saqué del calabozo, Cristianno.
—¿Cómo? —Ahora estaba todavía más perdido.
Detuvo el coche frente al garaje del edificio Gabbana. Cogió un pequeño mando, lo sacó por la ventanilla y pulsó el botón. La puerta comenzó a elevarse y Enrico aprovechó para mirarme.
—Esa «tía» que estaba buenísima era Kathia Carusso.
Si esperaba sorprenderme, lo consiguió. Le miré boquiabierto y con los ojos desencajados. Joder, si Angelo se enterase de que su hija pequeña había estado en el calabozo por mi culpa, me mataría.
«Con la de coches que había en la Via del Corso, y tuve que coger el taxi que llevaba a Kathia», pensé.
—¿Lo sabe Angelo? —pregunté temeroso.
—No, pero lo sabe Silvano.
—¡Es increíble, Cristianno! Sabes que no puedes ir por ahí pegándote con el grupito de Franco. No dejas de estar en boca de todos y eso nos traerá problemas —dijo mi padre, alterado pero intentando no gritar para no despertar a mi madre y a mis hermanos mayores—. Encima, has metido a Kathia Carusso de por medio. ¿Sabes que hará la prensa si se entera? ¡Jesús!
Sentado en un sillón, observaba cómo mi padre caminaba de un lado a otro fumando sin parar.
—Lo siento, tío Silvano. No volverá a ocurrir —dijo Mauro poniendo cara de no haber roto un plato en su vida.
—Tú a callar, ya te hemos calado —dijo su padre, mi tío Alessio—. Y vosotros… —Miró a Alex y a Eric— ¿Le disteis duro? —Les guiñó un ojo.
Todos nos miramos algo confundidos, pero terminamos riendo.
Estuvimos cerca de una hora comentando la pelea. Incluso Eric la representó en el centro del salón. Lo que comenzó como una reprimenda, terminó como una reunión de colegas que se explican unos a otros sus batallitas.
Sin embargo, durante todo ese tiempo mi mente no estaba en aquel salón, sino en una chica de deslumbrantes ojos grises.
Kathia
El lunes a primera hora me reuní con Erika, Daniela y Luca en la entrada del San Angelo. En ese colegio iba a cursar el último curso de enseñanza media antes de ir a la universidad. Me sorprendió que el edificio fuera tan grande. Incluso tenía aparcamiento.
Como bien planeó Enrico, mi padre no se había enterado de nada de lo que ocurrió el sábado, así que pude pasar el resto del fin de semana con Erika y sus amigos dando largos paseos por la ciudad y gastando dinero con la tarjeta. Por supuesto, fuimos caminando a todas partes. No podía arriesgarme a tener otro tropiezo. Estaba segura de que pasaría un tiempo hasta que volviera a coger un taxi.
Cuando se lo expliqué a mis amigos, se partieron de risa. No entendí por qué les hizo tanta gracia, la verdad.
Entré en la secretaría. Por su decoración, parecía que estabas en la consulta de un médico de pago: sillones oscuros flanqueando una mesa de cristal con un bonito jarrón con flores rojas. No me extrañaría que esos colores estuvieran pensados para que combinaran con nuestros uniformes. La pared estaba llena de cuadros de alumnos ya graduados y artículos de periódico.
El San Angelo era la mejor institución educativa de Roma y sus becas eran muy sonadas. Había una lista de espera de casi dos años para poder entrar. Algunos, como mi padre, se la saltaban utilizando las influencias.
Contemplé mi imagen ataviada con el uniforme en un espejo que colgaba en la pared del fondo. La falda de pliegues roja con los típicos cuadrados en amarillo y negro dejaba al descubierto mis rodillas, algo que en mi antiguo uniforme era impensable. De hecho, aquel conjunto era totalmente diferente al del internado. Era atrevido, incluso sexy, y muy rojo. La camisa blanca se ceñía a la cintura, lo que ayudaba a marcar la figura. El polo rojo era algo más holgado y clásico, con el nombre y el escudo del instituto bordado en hilo dorado, como una imagen típica de la realeza. Aquel jersey era optativo llevarlo, pero a mi madre no le parecía bien que prescindiera de él (me lo quité en cuanto salí de casa). Lo más discreto, por así decirlo, era la corbata y las medias que ocultaban parte de mis rodillas y casi se unían a la falda. Y después estaban los zapatos, que llevaban algo de tacón siguiendo las normas imperantes. Por supuesto, yo me puse unos más altos.
Me acerqué al mostrador, donde una secretaria mordisqueaba un bolígrafo entre sorbo y sorbo de su café.
—Buenos días, soy Kathia Carusso di Castro.
La secretaria se levantó sonriente y se puso a rebuscar mi matrícula en los archivos ordenados alfabéticamente que había tras ella. Extrajo mi carpeta, la abrió y cogió un folio que no tardó en sellar y firmar.
—Bien, estás en Ciencias, ¿verdad? —dijo, mientras se quitaba el bolígrafo de su boca.
—Así es.
—Tu clase es cuarto D. Aquí tienes el horario. ¿Quieres que te acompañe?
—No, no se preocupe. Tengo amigas que van a la misma clase. —Desvié la mirada hacia la puerta. Me saludaron de forma escandalosa desde fuera.
—Genial. Una chica sociable, me alegro —añadió, entregándome el horario—. Bueno, pues que tengas un buen día de clase, Kathia.
—Muchas gracias.
—Si necesitas algo, aquí estaré. Por cierto, me llamo Antonieta.
—Estupendo, Antonieta. Buenos días. —Salí de la secretaría mirándome el horario.
Compartiría clase con Daniela.
—Bueno, ¿cuál es tu clase? —preguntó Luca, expectante, en cuanto abrí la puerta de cristal.
—Cuarto D.
Erika resopló algo decepcionada.
—En fin, nos veremos a la hora del recreo. Mi clase está en el otro extremo del pasillo. La comparto con tu querida prima.
—¡Y conmigo! Que no se te olvide —añadió Luca.
—¿Quién es tu prima? —preguntó, curiosa, Daniela.
—Giovanna Carusso.
—¡Joder!
En ese momento, Erika miró por encima de mi hombro. Su cara reflejaba entre fascinación y aturdimiento. Jamás la había visto así.
Un muchacho moreno con ojos azul oscuro se acercó y la saludó fríamente. Curiosamente, me recordó al loco del taxi. Debía de estar obsesionada.
—Hola Mauro. No me has llamado en todo el fin de semana —dijo Erika dándole un suave beso en los labios.
Sin duda, aquel debía de ser el chico del que tanto me había hablado. No terminaban de ser novios, pero ella tenía interés. Más del que él sugería; parecía aburrido.
El tal Mauro me miró y sonrió, pasando de responder a Erika.
—Hola, Kathia —dijo arrastrando mi nombre. Sonó sexy.
—¿Y tú eres? —pregunté incrédula.
¿De qué me conocía?
Erika le lanzó una mirada asesina. Estaba molesta, lo sabía.
Mauro se acercó hasta mí y me dio dos besos.
—Mauro Gabbana. Si haces memoria, te acordarás de mí —Sonrió—. Yo y mi primo solíamos enterrarte en la arena cuando veraneábamos en Cerdeña. Qué tiempos…
Por supuesto que me acordaba. Una vez estuve escupiendo arena durante todo el día. Suerte que Enrico y Fabio Gabbana me protegían.
Había cambiado muchísimo, pero seguía siendo muy guapo. Debía de ser el gen Gabbana: absolutamente todos los miembros de la familia eran apuestos. Aunque en ocasiones la naturaleza se excedía más con unos que con otros. Recordé a Cristianno Gabbana. La última vez que lo vi tenía ocho años, pero ya era el más guapo de todos… Y también el más travieso.
—¡Vaya, cuánto tiempo! Casi no me acordaba, lo siento —exclamé sonriente antes de darle un abrazo. La verdad es que me alegraba mucho de verle.
—Estás perdonada. ¿Cuándo has vuelto?
—El sábado.
—Lo tuyo es suerte, Kathia. Al final conocerás a todo el instituto en menos de una hora —dijo sonriente Daniela—. ¿Qué pasa, Mauro? ¿A mí no me saludas?
Mauro fue a por ella a la vez que Luca le daba un codazo simulando estar cabreado.
—Para ti también hay, guapita.
—No me llames así. —Luca fingió molestarse. —Seré gay, pero me gusta mi nombre.
El timbre interrumpió nuestra conversación, lo que hizo que también me fijara en que Erika se había quedado un poco apartada y nos miraba con los brazos cruzados sobre el pecho. Ahora sí que estaba enfadadísima. Me pregunté si me echaría a mí la culpa.
Se despidió de mí con un gruñido nada más llegar al segundo piso, y se alejó caminando aprisa mientras Luca le gritaba que esperara.
Miré a Daniela, desconcertada.
—Es por Mauro. Él no le hace mucho caso —explicó antes de cogerme del brazo y comenzar a caminar—. Pero no te preocupes. Venga, que te pondré al día.
Comenzó a señalar a diversas personas con las que nos íbamos cruzando por el pasillo; me decía sus nombres y cómo eran. En ese momento mi prima pasó justo a nuestro lado.
—Dios las cría y ellas se juntan —dijo escondiéndose detrás de mi hombro.
Daniela quiso hablar, pero la interrumpí.
—¿Es por eso por lo que somos primas, Giovanna? —dije dándome la vuelta y cruzando los brazos.
Me miró de arriba abajo y salió disparada.