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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (9 page)

BOOK: Misión de honor
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Mediante un discreto interrogatorio trató de averiguar desde cuándo «el bueno de Jason» y su «esposa» eran tan amigos suyos. Si bien con algunos rodeos, acabó por reconocer que les trataba hacía exactamente dos meses.

Se trasladaron a Endor en el Bentley.

—Me entusiasma el olor del cuero en un coche. Es tan decididamente sexual… —comentó Freddie al acomodarse en el asiento del acompañante, espacioso como una butaca.

Bond tuvo buen cuidado de pedir que le indicase el camino.

—Lo más probable es que el portón esté cerrado. De todas formas, sitúate delante y espera. Jason es un maníaco en cuestiones de seguridad. Tiene montones de artilugios electrónicos, todos ellos increíbles.

—Apuesto a que sí —replicó Bond por lo bajo, pese a lo cual, y obedeciendo las instrucciones de Freddie, torció a la derecha y detuvo el auto a un par de centímetros de la alta cancela de doble hoja.

Se hubiera jugado cualquier cosa a que el hierro forjado de su exterior ornamental era en realidad acero. La barrera tenía tres macizas cerraduras, y sus goznes quedaban ocultos por los sólidos pilares de piedra. Y debía de existir en alguna parte una cámara de televisión de circuito cerrado, pues apenas llevaban unos segundos esperando, cuando sonaron audibles chasquidos en las cerraduras y las hojas de la cancela retrocedieron automáticamente.

Tal y como Bond imaginaba, Endor era una vasta mansión de quizá veinte habitaciones. De estilo georgiano clásico, había sido construida con dorada piedra de Cotswold y tenía un atrio con columnas y ventanas de guillotina distribuidas simétricamente.

El crujir de la gravilla bajo las ruedas del Bentley le devolvió a la memoria una serie de recuerdos: de los coches que había tenido anteriormente y —eso le pareció curioso— de sus días de internado, cuando devoraba las novelas de Dornford Yates, cuyos héroes partían al volante de Bentleys y Rolls-Royces en aventuras relacionadas con el rescate de damas de suprema belleza y minúsculos pies.

Jason St. John-Finnes —porque a partir de aquel momento debía darle exclusivamente ese nombre— les estaba esperando en el umbral. No había hecho nada por alterar su aspecto. Y según todos los indicios, los años que llevaba «muerto» habían sido misericordiosos con él, pues presentaba exactamente el mismo aspecto que en las numerosas fotos existentes en los archivos del cuartel general de Regent's Park. Esbelto y de elevada estatura, se encontraba a todas luces en buena forma física, pues sus movimientos tenían la gracia y seguridad de un atleta. En cuanto a sus famosos ojos verdes, eran tan impresionantes como aseguraban cuantos le conocían. Alternativamente cálidos y fríos, su efecto resultaba casi hipnótico: vivos y penetrantes, daban la impresión de calar en la propia alma de las personas. La nariz, ciertamente, voluminosa y ganchuda, era como un gran pico, de modo que, combinada con la lucidez escrutadora de los ojos, hacía pensar en un ave de presa. Bond se estremeció en su interior: había algo sobremanera siniestro en el profesor Jay Autem Holy. Y, sin embargo, esa sensación desapareció en cuanto aquel hombre abrió la boca.

—¡Freddie! —exclamó al acercarse para besarla—. Es maravilloso verte. Y también celebro conocer a tu amigo —le tendió la mano—. Se llama usted Bond, ¿verdad?

Hablaba con voz modulada, agradable, vibrante de humor y casi sin acento, como un americano de Boston. Le estrechó la mano con firmeza y efusión, amistosamente: su contacto transmitía una oleada de buena disposición y afabilidad.

—Vaya, ahí llega Dazzle. Cariño, te presento a mister Bond.

—James —aclaró el interesado, en peligro ya de caer bajo el hipnótico encanto de su anfitrión—. James Bond.

Los latidos del corazón se le aceleraron por un instante al mirar a la mujer alta, esbelta, de melena rubio ceniza, que acababa de salir de la casa. Aunque luego comprendió que la impresión había sido un efecto de la luz, a aquella distancia, y en particular con el resplandor del crepúsculo, Dazzle podría haber pasado por Percy Proud: el mismo pelo, igual tipo y estructura ósea e incluso semejante a ella en la forma de moverse.

Dazzle se mostró tan afable y acogedora como su esposo. Juntos creaban un extraño efecto, como si, envolviéndole a uno, le arrastraran al interior de una especie de círculo mágico. Mientras se alejaban del coche, camino del espacioso recibidor, a Bond le asaltó el deseo absurdo de mandar a paseo todas las precauciones, sentarse frente a Jason y preguntarle abiertamente qué pasó en realidad la noche ya tan lejana en que partió en aquel malhadado vuelo. ¿Qué perseguía con su desaparición? ¿Cuáles eran sus propósitos actuales? ¿Y qué lugar ocupaba Zwingli en aquel esquema?

Aquella noche tuvo Bond que ejercer un firme dominio sobre sí mismo a fin de no traicionarse. Jason y la perspicaz Dazzle formaban en verdad una pareja temible. Unos minutos en su compañía bastaban para considerarles amigos de siempre. Jason era, en la versión que daba de sí mismo, canadiense de origen, mientras que Dazzle procedía de Nueva York, cosa que no resultaba evidente por su acento, más londinense que neoyorquino.

Aunque el único tema que M no había tratado en su informe verbal era el económico, el interior de la casa y su decoración de discreta elegancia («Es cosa de Dazzle —había comentado Jason, echándose a reír—; tiene lo que los interioristas llaman instinto») daban prueba de opulencia. En el espacioso salón, los elementos del primitivo estilo georgiano se mezclaban hábilmente con lo moderno y cómodo, realzadas las antigüedades por un empapelado a sobrias rayas, y sin chocar con los cuadros, de época más reciente, ni con los sofás y butacas, mullidos y confortables. ¿De dónde procedía, se preguntó Bond, el dinero que había hecho posible todo aquello? ¿Verdaderamente daba para tanto la Gunfire Simulations?

Mientras el criado filipino servía los aperitivos, la conversación giró de forma casi exclusiva en torno a la espléndida labor de restauración de que había sido objeto la casa, y a lo que de escandaloso y divertido se comentaba en la localidad.

—Es lo que me gusta de vivir en un pueblo —comentó Jason con una risita ahogada—. Aunque mi trabajo me impide llevar lo que llamaríamos una vida social activa, no me pierdo los chismorreos, porque van de boca en boca.

—Excluidos los que se refieren a nosotros, cariño —le recordó Dazzle con una amplia sonrisa.

Bond se dio cuenta entonces de que también su nariz era muy parecida a la de Percy antes de la operación. Le intrigaba aquello. Era, en efecto, muy semejante a la verdadera Percy Proud. ¿Lo sabría Jay Autem?, se preguntó. ¿Habría sabido siempre cómo era Percy en realidad? ¿La había visto después de su transformación?

—No creas; también me entero de lo que se dice de nosotros —replicó Jason en tono humorístico—. Cindy y yo vivimos una apasionada aventura amorosa, mientras que tú te pasas la mayor parte del tiempo en la cama, con Félix…

—¡Apañada iba a estar! —exclamó Dazzle, llevándose burlonamente una mano a la boca—. Por cierto, ¿dónde están los chicos, querido? Me refiero a Peter y a Cindy.

—Subirán dentro de un instante. Querían jugar una última partida a la Revolución. Todavía tenemos pendiente mucho trabajo preliminar… Nos dedicamos al negocio de juegos para ordenadores… —añadió volviéndose hacia Bond.

—Eso me dijo Freddie.

Bond había conseguido romper por fin el encanto, y puso en su tono una pizca de altanera censura. Jason lo captó al vuelo.

—¡Vaya! Pero usted también es programador de ordenadores, ¿no es así? Al menos, eso aseguró nuestra amiga.

—Conozco algo esa actividad. Pero no en el aspecto de los juegos. Eso desde luego.

Lo de «juegos» lo dijo con el énfasis necesario para dar a entender que consideraba un sacrilegio utilizar la informática con fines semejantes.

—¡Ajá! —replicó Jason blandiendo un dedo—. Pero es que hay juegos y juegos, míster Bond. Yo le hablo de simulacros en extremo intelectuales y complejos, no de esas estrepitosas bobadas que se ven en los salones recreativos. ¿Dónde trabaja usted?

Bond reconoció que en ese momento estaba sin empleo.

—Aprendí programación cuando estuve en el Foreign Office —dijo en un tono que debía parecer apocado.

—¿Es usted
ese
James Bond? —exclamó Dazzle, al parecer emocionada de veras.

Él asintió.

—Sí; el famoso James Bond. Y también el inocente James Bond.

—Es verdad… Leí el caso en los periódicos.

Por vez primera vibró cierto recelo en la voz de Jason.

—¿Se dedicaba verdaderamente al espionaje? —indagó Dazzle, que solía quedarse poco menos que sin aliento cuando algo le interesaba profundamente.

—Bien… —balbució Bond estudiadamente, de modo que Jason acudió en su ayuda.

—No creo que esas preguntas sean apropiadas, cariño.

En ese momento entraron en la habitación Peter Amadeus y Cindy Chalmer. Jason se puso en pie.

—Vaya, el extraordinario profesor Amadeus…

—Y Cindy la Pecadora —añadió Dazzle, y se echó a reír.

—A mí me halagaría que me llamasen Freddie la Pecadora —dijo Freddie Fortune, al tiempo que saludaba a los recién llegados.

—¡Nada menos que pecadora! —se mofó Cindy—. No sobran aquí oportunidades para eso.

No era negra, como le había dicho Freddie, sino de un suave color café con leche. «Mi padre era antillano y mi madre, judía», le confió ella más tarde a Bond, añadiendo que esa mezcla de sangres había inspirado un millar de chistes raciales a sus expensas. Vestía una sencilla falda gris, complementada por una blusa de seda blanca. Tenía la figura y las piernas de una bailarina y una cara que le recordó a Bond una jovencísima Ella Fitzgerald.

Unos pocos años mayor que Cindy, Peter rondaría los treinta. De frágil constitución, vestido con impecable pulcritud y prematuramente calvo, su amaneramiento y su ingenio vivo dejaban traslucir sus preferencias sexuales. Enlazando con la observación de Cindy, y mientras se servía una copa, comentó:

—Pues oportunidades no faltan aquí, querida. Hay en el pueblo unos cuantos mocetones de granja que te disputarían gustosos…

—¡Basta ya, Peter!

Por vez primera en la velada, Jason mostraba su puño de hierro.

Terminadas las presentaciones —a Bond le pareció, aunque no estaba muy seguro, que Cindy Chalmer le dirigía una viva mirada de complicidad al estrecharle la mano—, Dazzle propuso pasar al comedor.

—Como se le eche a perder la cena, Félix se pondrá furioso.

Se refería al callado cocinero filipino, que por deferencia de Jason St. John-Finnes, se había instruido en su arte junto a los mejores maestros de Europa.

La cena fue casi un banquete: sopa lombarda, consistente en huevos crudos, espolvoreados con queso de Parma sobre una base de pan sofrito y escaldados con un consomé en punto de ebullición; una
mousse
de salmón ahumado; asado de ciervo, macerado con bayas de junípero, vino, limones y picadillo de jamón; y un
soufflé au Grand Marnier
… en honor de Lady Freddie.

Al principio, la conversación se centró en el trabajo que Cindy y Peter acababan de interrumpir.

—Hemos descubierto dos nuevas variantes que podría usted introducir en la primera fase del juego —anunció Peter con una maliciosa sonrisa—. Haga que el general se subleve, y a continuación introduzca refuerzos de las patrullas británicas, y se encontrará con resultados muy interesantes.

—Y para compensarlo —intervino Cindy—, hemos dado con otra variante para las etapas finales. Una tarjeta opcional que proporciona a las Milicias Coloniales cañones suplementarios. Si el jugador se decanta por esa opción, los británicos no descubren la fuerza numérica del enemigo hasta emprender el asalto de la colina.

Freddie y Dazzle habían iniciado un aparte, para hablar de modas. Bond, en cambio, asistía con interés a la conversación principal, y Jason reparó en ello. Volviéndose hacia sus colaboradores, dijo:

—Nuestro invitado no aprueba que una tecnología tan avanzada se emplee en simples pasatiempos.

Para indicar que no había censura en su comentario, sonrió.

—¿Es posible, míster Bond?

—¡Pero si esos juegos estimulan el intelecto!

Cindy y Peter habían salido simultáneamente en defensa de Holy. El joven agregó:

—¿Ve usted en el ajedrez un empleo frívolo de la madera y el marfil?

—En ningún momento he dicho yo eso —respondió el agente especial, echándose a reír. Se dio cuenta de que se iba aproximando el momento en que le pusieran a prueba—. Lo que ocurre es que a mí me formaron exclusivamente para la programación de Cobol, bases de datos y empleo de gráficos… con fines oficiales.

—¿Y militares no, míster Bond?

—Las Fuerzas Armadas también utilizan esos sistemas, claro está. Pero cuando yo serví en la Marina, no disponíamos de esa tecnología —hizo una pausa—. La verdad es que me intriga el trabajo de ustedes. Esos juegos… ¿son juegos, en realidad?

—En cierto sentido lo son —repuso Peter—. Pero también podrían considerarse pedagógicos. Son muchos los militares que encargan nuestros productos.

—Enseñan, desde luego —terció Jason, inclinándose hacia Bond—. No puede uno practicar eficazmente nuestros juegos a menos que posea ciertos conocimientos de táctica, estrategia e historia militar. Además de esfuerzo, exigen inteligencia. Pero es un mercado en auge, James —se interrumpió, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea—. Desde su punto de vista personal, ¿cuál es el más notable avance que ha registrado la técnica de los ordenadores?

Bond respondió resueltamente:

—Sin duda alguna, los progresos que se realizan, como quien dice todos los meses, en el almacenamiento de datos cada vez más numerosos en espacios reducidos.

—Así es —asintió Jason—. Mayor memoria en menor espacio. Millones de datos acumulados por los siglos de los siglos en una superficie inferior a la de un sello de correos. Y como bien dice usted, a un ritmo de avance que se mide por meses, incluso por días. Dentro de aproximadamente un año, los pequeños ordenadores domésticos serán capaces de almacenar casi tantos datos como las grandes instalaciones de los bancos y de los centros oficiales. A eso hay que añadir la incorporación del disco de videoláser que, mediante consignas del ordenador, proporciona movimiento, acción, escala y reacciones. En Endor tenemos equipos avanzadísimos. Quizá le apetecería verlos después de la cena.

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