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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (6 page)

BOOK: Misión de honor
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El personal del hotel veía en aquello —el acaudalado inglés y la atractiva norteamericana, afortunados en el juego y en el amor— algo muy romántico. A nadie se le hubiera ocurrido turbar la paz de los tortolitos.

La verdad de lo que ocurría en las habitaciones de Percy distaba mucho de lo que, en su fantasía, imaginaban doncellas y porteros. Al menos así fue durante las dos primeras semanas.

Empezó ella por enseñarle la forma de diseñar un programa, componiendo una especie de gráfico que especificara exactamente los objetivos apetecidos. Terminado ese aprendizaje, en el que Bond invirtió no más de cuarenta y ocho horas, atacaron la etapa inmediata, y más seria, representada por el estudio del lenguaje Basic. Se dedicaron lecciones complementarias al uso de los gráficos y del sonido. Hacia finales de la segunda semana, Bond emprendió la investigación de varios dialectos, más especializados, del Basic, como el Código de Máquina, el Pascal y el Forth, de muy alto nivel, cuyos rudimentos fue asimilando gradualmente.

Sus charlas, aun en las horas libres, apenas se referían a otra cosa que al trabajo, aunque solía derivar hacia Jay Autem Holy. Bond no tardó en comprender que Holy utilizaba su propio lenguaje de programación. Percy lo había bautizado con el nombre de Código del Terror.

—Con él consigue proteger sus programas —le explicó durante una cena—. Sigue ateniéndose a ese sistema en los juegos que produce la Gunfire Simulations, inaccesibles para otros programadores. Siempre sostuvo que en materia de seguridad, y Dios sabe cuánta importancia da él a ese asunto, las técnicas más sencillas son las más eficaces. Introduce en el comienzo de todos sus programas un pequeño código casi perfecto, que resulta de todo punto indescifrable para quien se proponga manipular sus discos. Se trata exactamente del mismo código que aplicaba a sus trabajos para el Pentágono. Cualquier intento de copiarlo o reproducirlo convierte el contenido en un ciempiés.

Interesado en acumular conocimientos sobre los puntos fuertes y las debilidades de aquel hombre antes de enfrentarse a él, Bond insistía en hablar sobre el profesor Holy siempre que se le presentaba la oportunidad. Y acerca de ese tema no podía existir instructora más competente que Percy.

—Su aspecto es el de un gran halcón airado. En fin; ya has visto las fotos —cenaban esta vez en el hotel—. Pero no hay que fiarse de las apariencias. A no ser porque tenía encomendada una misión específica, me hubiera resultado fácil enamorarme de él, y en cierto sentido me enamoré. Con frecuencia deseé que su honradez quedase probada.

Pensativa de pronto, por un momento dio la impresión de no reparar en la presencia de Bond ni en la suntuosidad del salón en que se encontraban, cuya arquitectura se remontaba al Segundo Imperio y acogía el que sin duda era uno de los mejores restaurantes del Principado.

—Posee extraordinarios poderes de concentración. Tiene la facultad de aislarse de cuanto ocurre a su alrededor y convertir su trabajo en única realidad sensible. Ya sabes lo peligroso que puede resultar eso.

Bond evocó pasados encuentros con hombres a quienes la posesión de tales potencias convertía en auténticos diablos.

Fue concretamente después de esa cena, hacia finales de la segunda semana, cuando ocurrió algo que habría de alterar en lo sucesivo la moderación de las emociones de Bond.

—Bien —había preguntado Percy—, ¿qué toca esta noche? ¿
Salle privées
o paseo?

Bond optó por una excursión costera hasta el pequeño casino de Menton. Se pusieron en camino poco después.

No fue el juego en sí lo que hizo memorable la noche, por mucho que Bond la concluyera con la cartera abultada por unos cuantos miles de francos. Pero luego, y cuando el coche dejaba atrás el casino, para enfilar la carretera que les llevaría de regreso a Mónaco por la ruta de Roquebrune y Cap Martin, captó Bond en el retrovisor los faros de un coche que circulaba inmediatamente detrás del suyo. Había reparado en su presencia ya al arrancar, si bien no vio subir a nadie al vehículo. Su primera medida fue pedir a Percy que se ciñera el cinturón de seguridad.

—¿Problemas? —preguntó ella, aunque sin revelar nerviosismo alguno.

—Es lo que trato de averiguar —respondió Bond mientras pisaba el acelerador.

El coche aumentó paulatinamente su velocidad hasta alcanzar los ciento cuarenta kilómetros por hora. Bond, que lo mantenía pegado al arcén de la estrecha carretera, rogó para sus adentros que no hubiese patrullas de la policía al acecho, aunque, según se mirase, tal vez hubiera sido lo deseable.

Los faros del otro coche no desaparecían del retrovisor. Cuando Bond se vio obligado a reducir en las cerradas curvas que formaba la carretera antes de entrar en un largo tramo con dos carriles en ambos sentidos, el vehículo perseguidor acortó más la distancia. ¿Ocurría algo anormal? No era fácil decirlo: pese a lo avanzado de la hora, y aunque no hubiese empezado aún la temporada, eran muchos los vehículos que utilizaban aquella ruta.

El coche que llevaban detrás era un Citroën blanco, caracterizado por su morro redondeado, claramente visible sobre los faros, en posición de cruce. Aunque se mantenía a discreta distancia, lo cierto era que se les había pegado como una lapa. Se preguntó Bond si se trataría de algún joven francés o italiano, buscando carrera, o deseoso de lucirse ante la novia. Algo, sin embargo —una extraña comezón en la nuca—, le decía que el desafío que le planteaban era de carácter más siniestro.

Salieron del trecho recto como centellas, Bond pisando el freno para aminorar rápidamente. A partir de aquel punto, la carretera discurría hacia Mónaco por una ruta no sólo angosta, sino además flanqueada por casas a ambos lados, con lo cual el margen de maniobra era escaso. Tomó la siguiente curva a unos cien kilómetros por hora. Percy inhaló breve pero audiblemente. Bond percibió su sobresalto y, simultáneamente, el obstáculo: un coche que circulaba en dirección contraria se había arrimado a la derecha, conectados los intermitentes de emergencia, cuyos guiños hacían pensar en los ojos de un dragón, pero aun así invadiendo el camino del Bentley. A la izquierda, y casi inmóvil, obstruyendo casi por entero el espacio restante, un viejo y destartalado camión resoplaba como en sus últimas boqueadas. Bond gritó a Percy que se afianzase, pisó impetuosamente el freno y viró, primero a la izquierda y luego a la derecha, en un intento de colarse en zigzag entre ambos vehículos. Pero culminado el primer viraje, se hizo evidente que no lo iban a conseguir. El motor del Bentley rugió al reducir Bond, pasando de embrague automático a manual, a primera velocidad.

Los dos sintieron la viva presión de los cinturones al inmovilizarse el pesado automóvil: su velocidad se redujo, en un abrir y cerrar de ojos, de noventa kilómetros a poco menos de cero. Habían quedado atravesados en la carretera, bloqueada la derecha por el coche que ocupaba la dirección contraria, y el costado izquierdo por el camión, que en ese momento retrocedía lentamente. De él saltaron dos hombres, y otros dos surgieron como por ensalmo junto al coche estacionado. A todo eso, el Citroën blanco les acorralaba netamente por detrás.

—¡La portezuela! —exclamó Bond, al tiempo que bajaba de un manotazo el seguro de la suya, sabiendo que la advertencia no pasaba de ser una precaución, puesto que el sistema centralizado de cierre tenía que funcionar.

Por lo menos tres de los hombres que en ese momento se acercaban al Bentley iban armados con hachas. Mientras abría el compartimento secreto destinado a las armas, Bond se dio cuenta de que estaba actuando por puro reflejo, puesto que si bajaba el cristal de la ventanilla para utilizar la pistola, esa misma operación proporcionaría una vía de acceso a los agresores. En realidad, el acceso lo tenían garantizado de todas formas, pues ni siquiera un coche de la robustez del Bentley podría resistir el ataque de hachas manejadas con eficacia.

El Mulsanne Turbo tiene algo menos de dos metros de anchura. El de Bond no se encontraba enteramente en perpendicular a la carretera. Estimó que el Citroën no distaba más de treinta centímetros del parachoques trasero. El peso del Bentley, sin embargo, compensaría esa circunstancia. El coche que le cerraba el paso por delante, sus luces de emergencia todavía en parpadeo, quedaba a uno cinco centímetros de la portezuela, y el camión, a no más de medio palmo del morro. Al frente, a una distancia de unos dos metros, la cuneta terminaba en una pared de roca. Lejos de haberse calado, el motor del Bentley seguía ronroneando suavemente.

Bond pisó con fuerza el freno, enderezó el volante y, cuando uno de los agresores se situaba junto a su ventanilla con los brazos en alto, dispuesto a descargar un hachazo, metió la marcha atrás y soltó bruscamente el freno.

El Bentley retrocedió a gran velocidad y se oyó un sordo topetazo al chocar con el Citroën, acompañado del grito de dolor del que se disponía a golpear con el hacha: despedido él lateralmente, el coche le había atrapado entre su masa y la del automóvil estacionado.

Con un rápido movimiento, Bond puso la palanca de cambio en posición de avance. Disponía de quizás unos veinte centímetros de espacio para maniobrar. Pisó ligeramente el acelerador. El Bentley avanzó un poco, aplastando de nuevo al que antes había gritado. Al modificarse la dirección, el coche cobraba velocidad y partía hacia el angosto espacio libre.

La dirección del Mulsanne Turbo es tan ligera y precisa, que Bond apenas necesitaba trabajar con el volante: una pequeña maniobra bastó para introducirlo en la angosta brecha que separaba al camión del automóvil contrario. Nueva maniobra a la izquierda. Al frente. Brusco giro a la izquierda. Un pelo hacia la derecha. Pisó el acelerador y se escabulleron frente al morro del coche que invadía la calzada contraria, pero apenas a un centímetro entre el camión y la roca del lateral.

Repentinamente volvían a tener vía libre: la carretera descendía desierta ante ellos, en dirección a Mónaco.

—¿Gente del oficio?

Aunque la voz de Percy no denotaba temor alguno, Bond se dio cuenta de que estaba temblando.

—¿Del nuestro, quieres decir?

Asintiendo con la cabeza, Percy añadió un «Sí» casi imperceptible.

—Lo dudo. Por las trazas, buscaban robarnos y llevarse lo que pudieran. En esta costa siempre han abundado pandillas de ésas. Ya sabes: a un panal de rica miel… La miel siempre ha atraído a las moscas.

Mentía a sabiendas: no podía excluirse que los de las hachas fuesen gángsters, pero la trampa que les habían tendido era, por su precisión y refinamiento, trabajo de profesionales de más categoría. En cuanto dispusiera de una línea de comunicación segura, lo pondría en conocimiento de Londres. Así se lo dijo a Percy.

—Y yo haré lo mismo —respondió ella.

No volvieron a decir palabra hasta llegar a la habitación de ella. Su relación ya no iba a ser en adelante la misma.

—Eran profesionales —dijo Percy.

—Sí.

—No me gusta esto, James. Pese a toda mi experiencia, todavía soy sensible al miedo.

Se le acercó, y un minuto más tarde estaba en sus brazos. Se unieron las bocas como si el uno buscase nuevo aliento en la del otro. Ella le recorrió la mejilla con los labios, y luego el cuello, susurrándole su nombre al oído.

Y de esa forma, unidos en el sentimiento y en la necesidad, se convirtieron en amantes. Todos los momentos de los días sucesivos, a partir de ése, quedaron marcados por la premura de aquella nueva interdependencia, a un tiempo mental y física, y con ella llegó una nueva inquietud, a cuyo dictado se entregaron todavía con más ahínco a la tarea de preparar a Bond para su encuentro con el que había sido esposo de Percy.

Hacia principios de la tercera semana, y conforme Bond empezaba a dominar los entresijos de la programación de microordenadores, Percy decretó una inesperada pausa.

—Quiero enseñarte la clase de trabajo a que muy probablemente se dedica Jay Autem en estos momentos —anunció, en tanto desconectaba el Terror Doce y retiraba los lectores de discos que Bond había estado utilizando entretanto.

Los sustituyó por un voluminoso aparato lector de placas duras que funcionaba por láser. Conectada la instalación, introdujo un programa, a fin de que las memorias del ordenador lo «leyeran».

Si los TEWT le habían parecido fascinantes a Bond, el programa que estaba a punto de conocer los convertiría en un simple juego de niños. Lo que apareció seguidamente en la pantalla no era el habitual gráfico de ordenador a que había terminado por habituarse, sino auténticas fotografías, «vivas» y con sus colores naturales, como de una película que pudiese uno dirigir a su antojo.

—Vídeo —explicó Percy—. Una cámara que opera mediante un disco duro de lectura por láser. Fíjate.

Accionó el mando, y fue como si se encontraran en el interior de un coche, viajando por una calle de intenso tráfico. Aunque desde luego las personas que aparecían por intervención de Percy eran menos reales que el fondo sobre el cual evolucionaban, corrían y actuaban, el simulacro tenía una autenticidad nueva y casi sobrecogedora. Más que un juego, se hubiera dicho una escena de la vida cotidiana.

—Lo he titulado
Atraco al banco
—comentó.

La eficacia del simulacro resultaba indudable: combinadas hábilmente, película y gráfico permitían escenificar un auténtico asalto con todas sus posibles incidencias. Bond quedó más que impresionado.

—Una vez te haya enseñado a tratar y reproducir el trabajo de Jay Autem, tendrás a tu disposición el Terror Doce y tres cintas con que complementarlo. Que no se diga que no te he proporcionado cuanto puedas necesitar.

Bond estuvo aplicado al trabajo hasta última hora de la tarde. Permanecía, sin embargo, silencioso, divididos sus pensamientos entre la labor que tenía por delante y las terribles posibilidades que aquel instrumento ponía a disposición de Jay Autem, o de cualquier otra persona dueña del necesario conocimiento y determinada a hacer el mal.

La cosa, bien mirada, no tenía nada de sorprendente: si existían programas capaces de adiestrar a los militares en táctica y estrategia, su misma existencia ponía al alcance de los desaprensivos los medios necesarios para robar, estafar o incluso matar.

—¿Y de veras crees —le preguntó a Percy mucho más tarde, acostados ya— que hay malhechores que se sirven de programas de adiestramiento como el que me has enseñado hoy?

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