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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (3 page)

BOOK: Misión de honor
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—Bien, pues no es aquí.

E irritado por lo que parecía una equivocación, colgó con un golpe seco.

Entrada ya la tarde, telefoneó a la chica con quien estaba saliendo —una muy apreciada azafata rubia de la British Airways— para anular su cita de aquella noche. En lugar de cenar acompañado en el Connaught, Bond lo hizo sólo en el Veeraswamy, el insuperable restaurante indio de Swallow Street, donde dio cuenta de un
vindaloo
de pollo con todos sus aderezos, seguido de la despaciosa degustación de un café. Pagada la cuenta, abandonó el local con la campanada de las nueve y cuarto. El portero uniformado, barbudo y de espléndida figura, la saludó solicito y, dando una imperiosa voz, llamó un taxi. Bond se lo agradeció con una propina e indicó al taxista las señas de su casa, pero al llegar al final de St. Jame's le mandó parar, pagó y siguió a pie, en apariencia al azar de las calles, atajando por travesías secundarias, cruzando inesperadamente la calzada, en ocasiones para volver sobre sus pasos o detenerse ocioso en las esquinas, mientras se cercioraba de que no le seguían.

Ateniéndose a esa estrategia, alcanzó por fin un portal cercano a St. Martin's Lane. Bond pasó allí dos minutos, atento a una ventana del otro lado de la calle. Había luz en ella. A las diez en punto el rectángulo luminoso se apagó, volvió a iluminarse, quedó otra vez a oscuras y luego se encendió de nuevo.

Bond cruzó la calzada a paso vivo y desapareció en un segundo portal. Subió un estrecho tramo de escalera y, salvando un rellano y otros cuatro peldaños, se detuvo ante una puerta con un rótulo: «
Fotografía de Calidad, S.L. Se facilitan modelos
». Pulsó el timbre a la derecha del marco, y en el interior sonó un campanilleo que todo el mundo relaciona con cierta marca de cosméticos muy conocida. Siguió un eco de pisadas que se acercaban, y chasquearon los pestillos al ser descorridos.

Se abrió la puerta, y junto a ella apareció Bill Tanner, que con un cabeceo invitó a Bond a entrar. Siguió a Tanner por un corto pasillo de paredes desconchadas y con olor a perfume barato, y cruzó tras de él la puerta que se abría al final. El cuarto era muy pequeño y estaba abarrotado de trastos. En un rincón había una cama disimulada en parte por una colcha de espantoso estampado. Sobre ella, un oso de raído peluche sentado en una caja en forma de corazón, forrada de falsa seda de un detonante color naranja, posible receptáculo de camisones. Frente a la cama, un armarito semiabierto ofrecía a la vista una lamentable colección de vestidos femeninos. El minúsculo tocador aparecía atestado de frascos y tarros de cosméticos. Desde lo alto de la ventruda estufa de gas, la estampa de una desconocida, enmarcada en plástico, contemplaba un par de butacones que no hubieran estado fuera de lugar en la casa del Pato Donald.

—Adelante, cero cero siete. Me alegra comprobar que se le da bien la aritmética.

El autor de esa frase, que ocupaba uno de los sillones, se dio la vuelta, con lo cual Bond se encontró frente a los fríos y ya familiares ojos grises de su superior jerárquico.

Tanner cerró la puerta y se acercó a una mesa provista de varias botellas y vasos.

—Encantado de verle, señor —dijo Bond sonriendo, al tiempo que tendía la mano—. Que siete y tres son diez es algo que hasta yo sé.

—¿No trae cola? —preguntó inquieto el jefe de personal, al tiempo que se acercaba sigilosamente a la ventana que Bond había estado vigilando desde la calle.

—No, como no hayan puesto sobre mis pasos a medio centenar de galgos y una veintena de coches. El tráfico parece melaza, de puro espeso. Los jueves por la noche siempre se pone fatal: las compras de última hora y los que viven fuera y se quedan a esperar a la mujer o a la novia.

Sonó el teléfono, con un agradable timbrazo a la antigua, y Tanner lo alcanzó en dos zancadas.

—Sí —dijo. Y luego lo repitió—: Sí… Está bien… De acuerdo —colgó al auricular y compuso una sonrisa—. Todo en regla, señor. No le ha seguido nadie.

—Ya le dije que… —comenzó Bond, peto Tanner le cortó en seco, para invitarle a tomar un gin-tonic con ellos. Bond sacudió la cabeza y dijo, frunciendo el entrecejo:

—En las últimas semanas he tomado alcohol suficiente para poner a flote varias embarcaciones pequeñas…

—Sí, todos lo hemos notado —rezongó M.

—Siguiendo sus instrucciones, señor. Podría recordarle lo que dije desde el mismo principio: que esto no iba a dar resultado. Nadie de la profesión creería ni por asomo que he abandonado el Servicio así, por las buenas. El silencio empieza a resultar ensordecedor.

—Siéntese, cero cero siete —replicó M con un nuevo gruñido—. Siéntese y atienda. El silencio no ha sido tan ensordecedor como dice. Antes al contrario, la isla bulle de ruidos, sólo que usted estaba en otra onda. Siento haberle tenido a oscuras, pero era indispensable…; es decir, indispensable hasta que hubiéramos patentizado a la comunidad de los Servicios Secretos que en lo referente a nosotros, era usted
persona non grata
. Olvide lo que le dijimos en nuestra última entrevista. Ahora conocemos ya nuestro verdadero objetivo. Mire este retrato… y este… y este otro.

Con movimientos de experimentado jugador de póquer, M puso en la mesa tres fotografías: de un hombre y de dos mujeres.

—Al hombre —continuó— se le da por muerto. Se llamaba Holy, profesor Jay Autem Holy —apartándolo de la foto, M colocó el índice sobre la siguiente—. Esta señora es su viuda, y esta otra —el dedo se desplazó a la tercera fotografía— corresponde a la misma dama. El cambio de aspecto es tan notable, que si su esposo volviese de entre los muertos, cosa que cabe en lo posible, no tendría manera de reconocerla. La viuda —concluyó M, recogiendo el último de los retratos— le facilitará todos los detalles. Y también, a decir verdad, cierta enseñanza. Se llama Proud. Persephone Proud.

La Proud era regordeta, de pelo castaño ratonil, con gafas de gruesos lentes, labios delgados y nariz afilada y demasiado grande para el conjunto de la cara, más bien mofletuda. Ése, al menos, era el aspecto que ofrecía en la primera foto, tomada años atrás, cuando era esposa de Jay Autem Holy. M afirmaba que tampoco Bond la reconocería con su más reciente aspecto. Una vez examinado el tercer retrato, esa aseveración no sorprendió a 007.

—De forma que me envían a otra diligencia —reflexionó en tono ausente, fija todavía su atención en el retrato.

—Así podríamos llamarlo. La dama en cuestión le está esperando ya.

—¿De veras?

—En Mónaco. En el hotel de París, de Montecarlo. Y ahora escúcheme atentamente, cero cero siete. Tiene mucha información que absorber. Quiero que se ponga en viaje muy a principios de la semana que viene. Como es natural, seguirá considerándose un proscrito arrojado a las tinieblas exteriores. Sentado eso, pasaré a exponerle lo que desde el mismo principio planeamos, junto con nuestros primos del otro lado del Atlántico.

M estuvo hablando con vehemencia por espacio de unos quince minutos, sin permitir interrupción alguna. Seguidamente, y sometiéndose a otro elaborado programa de seguridad que le permitiera abandonar el edificio con absoluto sigilo, Bond se dirigió a su casa en un taxi. Nadie le había seguido.

Una vez más, le inventaban una vida distinta, una nueva identidad. Sin embargo, de las muchas y equívocas misiones que había desempeñado en favor de su país, la que tenía por delante era la que más iba a parecer una misión deshonrosa.

4. Percy Proud

El viaje a través de Francia, camino del Sur, le resultó a Bond particularmente placentero porque era la primera vez que podía dar rienda suelta al Mulsanne Turbo. El poderoso automóvil parecía encantado de poder patentizar así la perfección de su funcionamiento. Era innegable que la Bentley había producido en sus establos otro auténtico pura sangre. Adelantado su largo, elegante morro, el Mulsanne concentraba sus fuerzas, un poco a la manera de un corredor de fondo en óptimas condiciones físicas, y lanzándose a la carrera, superaba sin esfuerzo alguno los ciento setenta kilómetros por hora, devorando distancias suave e inaudiblemente, como si un silencioso cojín de aire le hiciera flotar sobre el asfalto.

Bond había salido de Londres el lunes, a primera hora, informado de que Persephone Proud se haría presente en el Casino todas las noches, entre diez y once, a partir del martes.

El martes, algo después de las seis, el Mulsanne entraba en la Place du Casino, de Montecarlo, y se detenía ante la entrada del hotel de París. La tarde era clara y espléndida, y la brisa primaveral apenas agitaba las palmeras del parque que da frente al Gran Casino. Bond paró el motor y comprobó que estuviese cerrado el pequeño compartimento para armas, oculto bajo el lustroso salpicadero de madera a la derecha del volante. También se aseguró de que el potente teléfono Super 1000 situado entre los asientos frontales tuviese puesto el cierre. Se apeó entonces y echó una ojeada alrededor de la plaza. Invadió su olfato la fragancia de las mimosas, unida a la de la suave brisa marina y a la del fuerte tabaco francés.

Al igual que el resto de las ciudades grandes y pequeñas que se suceden a lo largo de la Costa Azul, Montecarlo tenía un olor propio. Bond pensó que haría una fortuna quien encontrase la manera de embotellar aquel olor, para consumo de los que habían conocido el Principado en sus mejores días. Porque la que antaño fuera Meca de los jugadores de Europa, había dejado de ser el lugar hechizado que muchos recordaban, nostálgicos por haber ganado o perdido allí verdaderas fortunas, y algunos el corazón. Los viajes organizados, las escapadas de fin de semana y los vuelos chárter habían puesto fin a aquello. Si Mónaco lograba conservar su barniz de refinada mundanidad, era gracias únicamente a la presencia de sus príncipes y a los precios exorbitantes que especuladores, hosteleros y dueños de restaurantes imponían a sus servicios. Y ni siquiera esas últimas medidas consiguieron cerrar el paso de manera efectiva a cierto sector de la menos deseable sociedad de los años ochenta: en su última visita le había horrorizado a Bond encontrar
bandidos mancos
[3]
instalados en las selectas
salles privées
[4]
del Casino. Así las cosas, ya no le hubiera sorprendido encontrarse también máquinas tragaperras de
invasores galácticos
[5]

Su habitación tenía vistas al mar, y antes de ducharse y vestirse para salir, pasó un rato en el balcón, contemplando el parpadeo de las luces mientras saboreaba un Martini. Y se preguntaba si volverían a oírse alguna vez los murmullos y las risas de pasados y más felices tiempos.

Despachada una cena frugal —consomé frío, lenguado a la parrilla y
mousse au chocolat
—, bajó a encerrar el coche en el garaje, y seguidamente se dirigió a pie al Casino, pagó la entrada que permitía el acceso a las legendarias
salles privées
y compró fichas por valor de cincuenta mil francos.

Sólo una de las mesas de ruleta estaba en funcionamiento. Mientras se encaminaba hacia ella, Bond avistó por primera vez a Persephone Proud. M se había quedado corto al decir que ni siquiera su marido habría podido reconocerla. Bond, que apenas había dado crédito a la fotografía «de después», como la llamaba su superior jerárquico, no conseguía aceptar la idea de que aquella mujer, que era innegablemente la de la foto, pudiera haber sido en otra época entrada en carnes y haber tenido aspecto de ratón.

Estaba de pie, apoyada en la barra, enfundado el cuerpo en un vestido azul que dejaba al descubierto los hombros y comprimía los senos, pequeños pero pugnaces. Alta, su figura resultaba casi juncal. La melena, rubio ceniza, le rozaba la bronceada piel de la nuca, y los ojos, de un claro gris azulado, chispeantes de malicia, observaban atentos la mesa de juego y lo que en ella ocurría. Una insinuada sonrisa le rondaba la boca, de carnosos labios en sustitución de los primitivos. La angulosa nariz de antes era ahora respingona y casi chata.

«Fascinante —dijo Bond para sus adentros—. Es fascinante ver lo que pueden conseguir una dieta estricta, unas lentillas y un aplicado tratamiento de belleza».

Bond se dirigió sin vacilar hacia la mesa de ruleta, tomó asiento, saludó al
croupier
con una inclinación de cabeza y, habiendo estudiado la cadencia de los números durante tres jugadas, dejó caer veinticinco mil francos en la casilla del
impair
.

El
croupier
voceó su casi ritual
Failes vos jeux
[6]
, y todas las miradas se centraron en el danzar de la bola sobre la rueda en movimiento.


Rien ne va plus!
[7]

Bond miró a sus tres compañeros de mesa: un hombre de aspecto apacible, posiblemente norteamericano, cuarentón, de mejillas azuladas por la sombra de la barba y con ese aire impenetrable de los jugadores profesionales; una dama a la que dio unos setenta años bien cumplidos, vestida a la última moda de la temporada; y un chino corpulento, de rostro sin edad.

Las miradas seguían fijas en la ruleta. Bond unió a ellas la suya. Tras dos últimos saltos, la bola entró en una de las casillas.


Dix-sept, noir, impair et manque!
[8]
—recitó el
croupier
, conforme a esa particular letanía de las mesas de juego.

El rastrillo barrió hábilmente el tapete verde, recogiendo las ganancias de la casa e impulsando fichas hacia los ganadores, incluido Bond, a quien su apuesta le reportaba la misma suma que había depositado en el impar. Correspondió a la invitación del
croupier
repitiendo la jugada, y de nuevo ganó al aparecer el once. Insistió en el impar, y la bola cayó en el quince. En sólo tres vueltas de la rueda, Bond había ganado setenta y cinco mil francos. Optaba por el juego sencillo: puestas al impar, a diferencia de los demás jugadores, que seguían combinaciones más complejas —el caballo, el cuadrado y la columna
[9]
—, de superior retribución.

Bond depositó el total de sus ganancias en el par, y salió el catorce, rojo. Setenta y cinco mil francos sobre la apuesta de igual importe. Podía dar por concluida la noche. Lanzó una ficha de cinco mil francos sobre el tapete y, musitando
Pour les employés
[10]
, echó hacia atrás la silla. La operación provocó un breve gemido a su espalda, al rozar la silla la pierna de la muchacha, con lo cual se derramó de su vaso una porción de líquido que fue a parar a la mejilla de él. El incidente era de todo punto natural, no habiéndose percatado el inglés de que la joven estaba detrás de él, pero lo cierto es que todo el asunto se había previsto meticulosamente tiempo atrás en Londres, en el piso franco de St. Martin's Lane.

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