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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (2 page)

BOOK: Misión de honor
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Hasta que por fin, ya a principios de noviembre, llegó la noticia de la herencia. Un sobre de grueso papel kraft, con matasellos de Sidney, aterrizó en su buzón con un sonoro plaf. La carta era del bufete de abogados que durante largos años había gestionado los asuntos de un tío, hermano menor de su padre, a quien Bond nunca había visto. Tío Bruce, que a su muerte era, al parecer, dueño de una considerable fortuna, nombraba heredero universal de sus bienes a James, cuyos medios económicos habían sido escasos hasta ese momento. Su suerte experimentaba así un cambio radical.

El patrimonio ascendía aproximadamente a un cuarto de millón de libras esterlinas, pero el testamento contenía una cláusula. El tío Bruce, hombre con sentido del humor, exigía que su sobrino gastase, en un plazo de cuatro meses y «de forma frívola», por lo menos cien mil libras.

A Bond no le costó el menor esfuerzo discurrir la manera de dar cumplimiento a esa extravagante condición. Antiguo apasionado de los automóviles Bentley —de cuyos primeros modelos había sido fervoroso propietario y conductor, para luego desprenderse de ellos con el mayor pesar—, llevaba un año codiciando el llameante Bentley Mulsanne Turbo. Legalizado por fin el testamento, Bond se encaminó directamente a los locales de exposición que Jack Barclay tenía en Berkeley Square y encargó uno de aquellos coches de artesanía, en el que siempre había sido su color favorito —el verde—, con tapizados color magnolia.

Un mes más tarde visitó la división de automóviles de la Rolls-Royce de Grewe y pasó una agradable jornada con su director, a quien expuso que la única tecnología especial que deseaba instalar en el automóvil era un pequeño compartimento secreto para armas, y un teléfono de largo alcance que suministrarían los expertos en seguridad del CCS —Communications Control Systems—. Bond recibió el Mulsanne Turbo a finales de la primavera, y habiendo abonado su importe total en el momento del pedido, dispuso gozosamente de las restantes treinta mil libras gastándolas con amistades —en su mayoría femeninas—, y en su propia persona, todo ello con un tren de vida como no lo había disfrutado en muchos años.

Pese a todo, no resultó fácil sacar a 007 de aquella calma chicha. Ávido de acción, trataba de remediar la ausencia de ella trasnochando demasiado y añadiendo la emoción de las mesas de juego y el soso aliciente de una aventura con una chica a la que venía tratando hacía años, y que al cabo de unos meses se acabó, como una vela, con un breve chisporroteo. Aquella temporada de soñadora indolencia no hizo sino acrecentar la turbadora sensación de que su vida estaba desprovista de sentido.

En los últimos días de la primavera pasó una semana bastante grata probando, con el comandante Boothroyd, el armero de la sección Q, y con Quti
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, su simpática ayudante, un revólver que el Servicio estaba considerando adoptar como arma reglamentaria. Bond encontró en la ASP de 9 mm, adaptación de combate de la Smith & Wesson del mismo calibre, una de las armas más satisfactorias que había empleado hasta ese momento. Era de señalar, sin embargo, que la ASP había sido construida con arreglo a instrucciones de los Servicios norteamericanos de Inteligencia y Seguridad.

A mediados de agosto, invadido Londres por los turistas y con una especie de letargo flotando sobre el cuartel general de Regent's Park, Bond recibió una convocatoria de la secretaria de M, la fiel señorita Moneypenny, y se encontró en el despacho de su jefe, donde también le esperaba Bill Tanner. Fue allí, en el noveno piso, con vistas al parque polvoriento y caluroso, donde M, le sorprendió sacando a relucir el tema de la herencia de Australia.

La misma Moneypenny había mostrado un talante muy distinto del habitual, propenso al flirteo, mientras aguardaba Bond en la antesala. Su actitud le dio la clara impresión de que, fuera cual fuese la causa de la convocatoria, M no le reservaba buenas noticias. Impresión que se hizo más viva después de que le autorizasen a entrar en el despacho. Además de M, se encontraba en su interior Bill Tanner, el jefe de personal, ambos con un aspecto que inspiraba recelo. El primero evitó incluso mirar a Bond, y Tanner apenas se volvió para darse por enterado de su presencia.

—Tenemos en la ciudad dos cazadores de ambulancias rusos —declaró M escuetamente y en tono neutro en cuanto Bond se hubo acomodado frente al escritorio.

—Entiendo —dijo Bond, no hallando otra posible respuesta a esa jugada de apertura.

—Chicos nuevos en la plaza —continuó M—. No se escudan en cargos diplomáticos, y la documentación que usan es francesa, pero se trata sin duda alguna de cazadores de ambulancias de alta calidad.

El jefe del Servicio se refería a personal soviético especializado en el reclutamiento de posibles informadores y agentes dobles.

—¿Quiere usted que los reexpida en el primer vuelo que salga hacia Moscú? —propuso Bond algo animado ante esa perspectiva de acción que, aunque modesta, era preferible a matar el tiempo resolviendo papeles en su despacho.

M hizo caso omiso de su oferta y fijó la mirada en el techo.

—Tengo entendido que le ha llegado dinero a las manos. ¿No es así, cero cero siete?

La pregunta dejó a Bond poco menos que escandalizado.

—Una pequeña herencia…

—¿Pequeña? —replicó M, alzando una ceja burlona.

—Esos cazadores de ambulancias son profesionales de alto voltaje —intervino Bill Tanner desde la ventana—. Los dos han cosechado ciertos éxitos en otras plazas, Washington por ejemplo, si bien eso nunca se ha podido probar de forma concluyente. Y después de Washington, en Bonn. En ambas ocasiones actuaron con mucho sigilo, y nadie se percató de nada hasta que era ya demasiado tarde. En Washington hicieron bastante daño. Y en Bonn, todavía más.

—Las órdenes de expulsión llegaron cuando los pájaros ya habían levantado el vuelo —explicó M.

—Y ahora, sabiéndoles en el Reino Unido, quieren ustedes presentar algunas pruebas sólidas —aventuró 007, en cuyo espíritu se había insinuado un pensamiento desagradable.

Bill Tanner se acercó y, arrastrando una silla, fue a sentarse junto a Bond.

—Se da la circunstancia —dijo— de que el soplo nos ha llegado enseguida, de modo que deben pensar que no estamos en el ajo. Por una vez, nuestros hermanos del Cinco se han mostrado serviciales…

—¿O sea que se encuentran aquí, y activos? —no siendo costumbre de M ni de Tanner andarse por las ramas, Bond se esforzaba en mostrarse paciente—. ¿Y quieren ustedes pruebas irrebatibles? —insistió.

Tanner inhaló con fuerza, como hace quien se dispone a decir algo que le pesa en la conciencia.

—M quiere utilizar un señuelo —confesó en voz baja.

—Una carnada, un cebo —subrayó con un gruñido M.

—¿Yo?

Hundiendo la mano en su bolsillo interior, Bond sacó su pitillera de bronce.

—Naturalmente —dijo M, refiriéndose a que no le importaba que fumase 007, el cual encendió un H. Simmons especial de los que adquiría al por mayor en la vieja tienda de Burlington Arcade, donde aún era posible conseguirlos.

—¿Yo? —repitió Bond—. ¿Soy yo el cebo?

—Más o menos.

—Con todos los respetos, señor, eso es como decir de una mujer que está más o menos embarazada —repuso Bond. Y agregó, con una pálida sonrisa—: ¿En qué quedamos: soy o no soy el cebo?

—Lo es —repuso M con un carraspeo, visiblemente molesto por lo que se disponía a comentar—. La verdad es que… nos lo sugirió ese… pequeño golpe de suerte que usted ha tenido.

Lo de «pequeño» lo dijo con retintín.

—No comprendo qué tiene eso que ver con…

—Permítame que le haga un par de preguntas —le interrumpió M, que andaba a vueltas con su pipa—. ¿Cuántas personas saben que le ha… hmmm… tocado dinero?

—Como es natural, las que tienen que estar al tanto de ello aquí, en el Servicio, señor. Y aparte de ellas, sólo mi abogado, el que lo fue de mi difunto tío, y yo…

—¿No lo ha ventilado la prensa, no se ha cacareado por ahí, no es del dominio público?

—¿Dominio público, señor? Desde luego que no.

M y Tanner intercambiaron una mirada.

—Últimamente su tren de vida ha sido un tanto dispendioso, cero cero siete —apuntó M, ceñudo.

Bond guardó silencio, en espera del resto. Como imaginara, no se trataba de buenas noticias. Fue Tanner quien planteó el asunto.

—Verá, James… Se han producido comentarios. Habladurías. Las cosas no pasan inadvertidas a la gente, y en Whitehall se rumorea en estos momentos que el comandante Bond lleva una vida un poco desordenada: juego, el nuevo Bentley, compañía… ejem… femenina, facturas crecidas…

—¿Y bien? —Bond no estaba dispuesto a darles facilidades.

—Pues que nuestros gallardos aliados de Grosvenor Square —una alusión a la sede de la embajada norteamericana— nos han venido con preguntas…, como suelen hacer cuando uno de nuestros oficiales veteranos cambia su estilo de vida.

—¿Los americanos me consideran un riesgo a efectos de seguridad? —se picó Bond—. ¡Qué carotas!

M golpeó el escritorio con los nudillos.

—Repórtese, cero cero siete. Están en su perfecto derecho de preguntar. ¿Va a discutirme que viene actuando como un
play-boy
? Pues bien, esa clase de cosas les despiertan recelos.

—Y si ellos se ponen susceptibles —explicó Tanner con una sonrisa forzada—, a saber qué estarán pensando los que observan desde Kensington Gardens… —alusión, esa vez, a la embajada de la Unión Soviética.

—Majaderías —replicó Bond, escupiendo casi la palabra—. Me conocen de sobra. Si lo de la herencia les interesa, lo averiguarán en un periquete.

—Oh, claro está que les interesa —le atajó Tanner—. ¿Acaso no ha notado nada?

Bond frunció el ceño mientras negaba con la cabeza.

—¿De veras? ¿Por qué había de notarlo? En cualquier caso, se han mostrado muy discretos. Ni vigilancia permanente ni nada por el estilo… Sin embargo, la gente que tenemos en la calle nos da cuenta de que le observan a usted. En días elegidos al azar…, alguna que otra noche… Hacen sus pesquisas en lugares inverosímiles…

Bond juró para sus adentros. Le invadía una sensación de ridículo. «Incluso en su propio territorio, actúe como si estuviera en el campo de batalla», le habían enseñado. Y, sin embargo, él no se había percatado de nada.

—Así pues, ¿adónde nos conduce eso? —quiso saber, aunque temía la respuesta.

—Al señuelo —contestó Tanner con una media sonrisa—. A una pequeña pantomima de la que usted, James, será el protagonista principal.

Bond afirmó con un cabeceo.

—O sea, que me veo convertido en carnada.

—La cosa no tiene nada de descabellada —dijo M, atento a su pipa—. Con una situación tan propicia…

Esta vez, y sin poderse contener ya, Bond expresó su parecer en términos un tanto explosivos. En su vida se había tropezado con una trama más burda. A ningún agente de reclutamiento extranjero se le ocurriría echarle los tejos a él. Y aunque eso llegara a ocurrir, su superior inmediato daría al traste con el proyecto en diez segundos cabales.

—No estarán hablando en serio, ¿verdad? —concluyó, ya sin argumentos.

—Con toda la seriedad del mundo, cero cero siete. Convengo en que normalmente habrían de evitarle. Pero rindámonos a la evidencia: les interesa usted, y no poco…

—Nunca, ni aunque pasaran mil años… —recomenzó Bond con sus objeciones.

—El proyecto ya ha sido ultimado, cero cero siete —le atajó M, y vamos a llevarlo adelante. ¿Necesito recordarle que está a mis órdenes?

Pese a su convicción de que aquel asunto era una completa locura, a Bond no le quedaba más salida que atender al esquema que, alternándose en la explicación, M y Tanner le fueron exponiendo en sus rasgos más simples, como directores de teatro que se dirigiesen a un actor un poco torpe.

—En el momento indicado, le hacemos aparecer a usted —dijo M con una sonrisa agria.

—Encuesta a puerta cerrada —apuntó Bill Tanner.

—Cuidando nosotros de que la onda llegue a la prensa.

—Se plantean preguntas en el Parlamento.

—Veladas alusiones sobre escándalo y corrupción en el Servicio.

—Y dimite usted.

—Dando la impresión de que en realidad le hemos arrojado a las tinieblas exteriores. Y si eso no basta para atraer a los cazadores de ambulancias, tenemos otras cosas en reserva. Espere usted, cero cero siete, y haga lo que le digo.

Las cosas ocurrieron exactamente así. Pero no, como le habían dicho, por el asunto de los cazadores de ambulancias. Cundieron rumores en los pasillos del poder; comentarios en los clubes; discreteos en los lavabos de ciertos departamentos gubernamentales; e incluso preguntas en los Comunes. Y a eso siguió la dimisión del comandante James Bond.

3. Vida desenfrenada

La vida que Bond había llevado durante el mes anterior al robo de la colección Kruxator merecía el calificativo de hedonista. No abandonaba la cama antes del mediodía, ni la casa hasta después de anochecido, y eso para acudir a restaurantes, clubes y casas de juego, por lo regular en compañía de alguna chica guapa. Después de la lamentable intervención con que el pagador general del Servicio había tratado de restar importancia en los Comunes a los escándalos relacionados con uno de los agentes de operaciones del Foreign Office, y de rechazar las acusaciones de la oposición, que hablaba de maniobras de encubrimiento, la prensa, de forma quizá sorprendente, apenas volvió a ocuparse de Bond. Por su parte, él no mantuvo relación alguna con sus anteriores jefes, que en realidad hacían lo imposible por evitarle. En cierta ocasión, mientras cenaba en The Inn of the Park, se encontró a tan sólo dos mesas de Anne Reilly, ayudante del armero de la sección Q, y que aunaba en su persona talento y atractivo. Creyendo que la muchacha le miraba, Bond le sonrió, pero enseguida se dio cuenta de que los ojos de ella le pasaban por alto, como si no existiese.

Luego, ya a finales de abril, el teléfono sonó en el piso de Bond sobre el mediodía de un martes tibio y despejado. Él, que en ese momento estaba afeitándose, agarró el aparato como si quisiera estrangular el timbre. ¿Quién es? —rugió.

—Vaya… —dijo al otro extremo de la línea una voz femenina en tono de sorpresa—. ¿No es ahí el 59 de Dean Street? ¿La tienda de discos?

—Esto no es el 59 de nada —replicó Bond, sin tan siquiera una sonrisa.

—Pero si estoy segura de haber marcado el 734-8777…

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